Cornelio,-Pancho,-Simón-y-yo

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Soy Lupe y vivo aquí. En la casa más cercana al pantano. Desde la primavera. Vivo con Cornelio, Pancho y Simón, mis nuevos amigos. Y, por supuesto, con papá y mamá. Antes, papá, mamá y yo vivíamos en una ciudad llena de coches y de ruido. Pero a papá y a mamá les gustaba tener un huerto. Y animales. Por eso, nos mudamos a este pueblo vacío. Ahora, cuando papá y mamá trabajan en su huerto, Cornelio, Pancho y Simón me acompañan. Yo les hablo y les cuento cosas. Ellos sólo escuchan. Cornelio rueda que te rueda, Pancho con sus ruidosos buuuuuuuuaaaaaah, y Simón, agitado, siempre haciendo sus ris-ris, ras-ras, ris-ris que tanto me gustan.

Cornelio no parece un conejo. Cornelio es una bola blanca. Una bola que rueda veloz por el salón. De un lado a otro. Cornelio corre y tiembla como si siempre estuviese nervioso. Las pocas veces que está quieto, me mira fijamente a la cara. Con sus grandes ojazos, como llenos de sorpresa. Sobre todo cuando tropieza con Pancho. Pero no, Cornelio tan sólo corre, mueve el hocico y sus bigotes porque él es así: un curioso. “Eso es, un curioso, y no hay que dar más vueltas al asunto”, dice mi mamá.

Pancho, al lado de Cornelio, es una gran montaña de pelos. Una montaña grande, negra e inmóvil. Sólo parece peligroso cuando se despereza. Buuuuuuaaaaaahhhh, bosteza, ruidoso, mientras estira sus enormes patas. Pesa una tonelada. Pesa tanto porque es un mastín. Eso dice mi papá. Pancho casi siempre está tumbado. Dormita junto a la puerta y, a la vez, vigila la casa. Y, también, como hago yo, mira al pantano. A Pancho le encanta su oficio de guardián. Por eso, sus orejas, continuamente tiesas, se mueven como periscopios. Además, siempre, tiene un ojo a medio abrir. Un ojo que ni siquiera de noche se pierde los revoloteos de Simón.