Edmundo Paz Soldán

 

 

Las visiones

 

 

 

 

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Edmundo Paz Soldán, Las visiones

Primera edición digital: mayo de 2016

 

ISBN epub: 978-84-8393-539-2

 

© Edmundo Paz Soldán, 2016

© De esta portada, maqueta y edición: Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2016

 

 

Voces / Literatura 229

 

 

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a Lily, que abrió la puerta

 

 

 

 

 

 

Creo en todas las alucinaciones.

J. G. Ballard

 

 

 

Miedo de estas visiones

Tuve; pero luego

Que he mirado a estotras

Mucho más les tengo.

Pedro Calderón de la Barca

 

Las visiones

 

Y un día, así sin más, las visiones aparecieron.

Sentado en el sillón de su escritorio, el Juez veía ingresar los últimos rayos del sol por las persianas entornadas de la ventana. Fumaba koft; volutas de humo aromático se elevaban hacia el techo de maderas cuarteadas por el trabajo incesante de los boxelders. Algún día ese techo se caería sobre él –o quizás los cimientos de la casa cedieran primero– y no quedarían rescoldos de los días en que administraba justicia en Nova Isa, cerca de esa cárcel que había sido su salvación. O quizás sí, algo sobreviviría. Sería inmortalizado en uno de los himnos que los irisinos cantaban en la ceremonia del jün. Uno burlón, acerca de que Xlött sabía cosas de los designios de este mundo a las que la filosofía del Juez no llegaba. Había visto los grafitis insultantes en las paredes de los distritos bajos de la ciudad. Debía estar orgulloso, compartía espacio con las proclamas de la llegada del Advenimiento y las consignas a favor de la insurgencia.

No quiso encender la luz. Que las sombras lo abrazaran. Acaso por eso vio las visiones ese día. Quizás habían estado rondándolo desde mucho antes sin que él se percatara. Lo ganaba el agobio después de un juicio que tomó toda la tarde. Largas discusiones contra un abogado defensor. Un irisino había robado comida de un depósito; como era reincidente, el Juez arguyó que no bastaban ni el electrolápiz en la espalda ni hundirlo en la tierra hasta el cuello durante un par de días, bajo el sol de escándalo. Había que enviarlo a la Casona, donde otros prisioneros se encargarían de él. El abogado defensor acababa de llegar a Nova Isa. Uno de esos ingenuos dispuestos a dar su vida por la causa irisina. Cuánto le duraría la inocencia. Abogados como él eran los peores. Se tomaban el sistema demasiado en serio, hacían perder el tiempo, evitaban que uno se concentrara en lo importante. Él también había sido así cuando llegó a Iris, pero solo le duró hasta que descubrió cómo ganar buen quivo. Defendiendo a irisinos no.

En la pared enfrente de él apareció una imagen. Fue adquiriendo consistencia, materialidad; se desprendió de la pared y se le acercó. Olía a chairus podridos, a goyots en descomposición, al mercado de Nova Isa después del atareado fin de semana. El Juez se echó para atrás y estuvo a punto de caerse del sillón. Esa figura que lo miraba con displicencia era en apariencia tan sólida como él, pero estaba seguro de que si estiraba el brazo atravesaría su pecho.

Al principio le costó reconocerlo. Van Diemen. Un kreol insumiso a los dictados de SaintRei. Una noche se incendió su casa y su mujer murió carbonizada. Ella tenía un amante irisino, y, a pesar de la ausencia de pruebas consistentes de que Van Diemen había iniciado el incendio, al Juez –entonces apenas un abogado– no le costó convencer de su culpabilidad a los miembros del jurado. Quién más, gritaba en la sala de audiencias, quién.

El Juez cerró los párpados como intentando ahuyentar la visión. En la noche oscura detrás de sus ojos sintió por un momento que no había visto lo que acababa de ver. Los abriría y todo volvería a la normalidad.

No fue así. Van Diemen lo esperaba cuando entreabrió los párpados.

No me das tembleque, gritó el Juez encendiendo la lámpara flotante del escritorio. Quizás si alzaba la voz podría romper ese encantamiento negativo.

A mí me provocas algo peor, dijo o creyó que dijo la visión, porque Van Diemen no había abierto la boca. Pena, mucha pena. El informe decía que yo no pude haber incendiado la casa. Pagaste pa esconderlo y así me pudro en la cárcel. Mas eso se acaba y te toca.

La visión desapareció con la luz.

El Juez deseó un trago de ielou que calmara su agitación.

Esa noche, mientras se preparaba para ir a la cama, Van Diemen volvió. La boca abierta mostraba colmillos. El Juez trató de ignorarlo. A mí, hacerme creer que la conciencia culposa se manifiesta sin matices. Nada es fácil y menos eso.

Tuvo una agitada duermevela. Un sueño intranquilo lo despertó. Abrió los ojos y descubrió que el sueño continuaba: su cuarto estaba poblado por serpientes enroscadas cerca de las paredes, dibujos geométricos suspendidos en el aire, puntos de colores que flotaban sobre una mesita al lado de la cama, alfombras de piel de mapache en el suelo, un carrusel que no paraba de girar, payasos de sonrisa cruel.

Van Diemen no estaba por ningún lado.

Tenía un pie fuera de la cama. Lo agitó la sospecha de que apenas cerrara los ojos Van Diemen lo agarraría de ese pie y lo tendría colgado de cabeza hasta que su sangre se agolpara en el cerebro y explotara.

Metió el pie debajo de las sábanas. Se llevó una mano al pecho: el corazón repercutía con violencia. Le costaba respirar.

Tardó en volver a conciliar el sueño.

 

A la mañana siguiente el Juez se encontró con Reynold, el gobernador de la Casona. Solían verse todos los miércoles en las oficinas de Reynold en el primer piso del penal, cruzando el arco de entrada en el que se leía, tallada en la piedra, la fecha de su inauguración tres siglos atrás. Bebían ielou, hablaban de los últimos casos, jugaban un par de partidas de Clausewitz. Reynold era bueno para ese juego de guerra porque sabía cómo pensaban los asesinos; el Juez, en cambio, no estaba interesado en distinguir asesinos de los que no. Le daba lo mismo, porque creía que una falla primordial unía a todos en esa región hostil. Maldecía el momento en que había decidido venir. Un juicio conjunto de sus tres exmujeres lo había dejado en la bancarrota; concluyó que a su edad Iris era el único lugar donde podía escaparse de ellas e intentar algo diferente. En las afueras de Nova Isa se encontraba una prisión de máxima seguridad conocida como la Casona. La cercanía de la prisión le dio mucho trabajo: defendía casos imposibles de oficiales de SaintRei narcos o asesinos, que sacaba adelante intimidando a testigos e inventándose pruebas exculpatorias. SaintRei sabía de sus artimañas pero igual pagaba. Se le ofreció el puesto de Juez principal de Nova Isa, y con el dinero acumulado construyó una casa a la medida y semejanza de la que había habitado en la infancia, cuando tomaba decisiones sobre la vida de las iguanas que infestaban el jardín.

El juego se inició y Reynold tomó la iniciativa. Una mente estratégica de primer nivel, pensó el Juez al verlo apabullar sus tropas estacionadas cerca de un bosque. Esperó el momento ideal para comunicarse con Reynold a través de los lenslets. Al gobernador no le gustaba que en pleno juego se tocara otro tema, porque no quería que nada perturbara su ensimismamiento holográfico en el personaje del general que comandaba un ejército audaz, pero el Juez creyó que valía la pena arriesgarse. Era cuestión de tiempo.

Las fuerzas especiales de Reynold hicieron una incursión a través de uno de los flancos del Juez y quemaron el castillo de un príncipe que colaboraba con su ejército. El Juez aparentemente meditaba una respuesta. Los minutos se alargaban.

Anoche soñé con Van Diemen, apareció la frase del Juez en los lenslets de Reynold.

Un prisionero modelo, fue la respuesta de Reynold. Está estudiando leyes. Dice que le hará competencia cuando salga.

No saldrá. Morirá antes.

Nunca se sabe. Dentro de poco podrá hacer que rexaminen su caso.

Evite eso, plis. Un informe de mala conducta bastaría.

Ya pasaron esos tiempos.

El Juez levantó la mirada y vio el rostro entre taciturno y melancólico de Reynold. Lo recordó recién llegado, con una esposa bella y fuera de lugar en Nova Isa. Un hombre que quería llevarse Iris por delante. Tan impresionable que accedía a todos los pedidos del Juez. Ahora un alcohólico que sospechaba de las infidelidades de su mujer y se desbarataba al ver que se le iba el tiempo de vida en la isla.

Van Diemen nos las tiene juradas, dijo en voz alta en vez de comunicarse por los lenslets. No diga que no se lo advertí.

Mientras no sea Malacosa todo estará bien, Reynold respondió a través de los lenslets. En todo caso la culpa es suya.

Esa época hubo muchos crímenes. Había que dar una lección.

Todos saben. Todavía no entiendo cómo nadie reabre el caso.

Que la muerte llegue por la ley del lugar y no por manos vengativas.

Esa misma es la ley del lugar. La ha escrito un dios caprichoso.

Reynold se levantó y dijo que no tenía ganas de seguir jugando. El Juez lo dejó irse sin decir una palabra. Se quedó pensando en que cuando llegó a Iris le dijeron que ingresara a una mina, cualquier mina, y se arrodillara ante la estatua de Malacosa, para que Xlött le permitiera vivir en paz. Los irisinos creían que esa estatua con el falo enorme y sangrante enrollado en torno a la cintura estaba viva y hacía cumplir en Iris las órdenes del dios mayor, Xlött. El Juez había vivido de espaldas a Xlött. Quién se había creído, al descreer.

No debía dejarse llevar por esa confabulación. Los cobardes no duraban mucho en Iris, y él no era uno de ellos.

 

Esa noche el Juez vio en un sueño a Enoichi, un irisino que un día fue a un mercado con un riflarpón y no descansó hasta matar a diecisiete pieloscuras. Enoichi asumió con orgullo la matanza y el Juez no tuvo reparos en condenarlo a muerte. En el sueño Enoichi se hallaba en un ataúd de cristal en un claro en el bosque y le pedía que lo rescatara. El Juez buscaba un hacha para romper el cristal cuando abrió los ojos y descubrió a Enoichi parado al lado de la cama como si estuviera velando su sueño. El Juez se sentó en la cama cubriéndose con una sábana y le preguntó vacilante qué quería.

Que vayas a lo más profundo del bosque y me entregues allá tu corazón.

Enoichi desapareció y el Juez se quedó en cama restregándose las palmas de las manos sin descanso, como si le escocieran. Ahora que le había tocado un asesino sin vueltas, descubría que las visiones no eran el recurso fácil de una conciencia culposa. Fokin creepshow. Ya lo sospechaba, porque en ningún momento se había sentido culpable, ni siquiera de los inocentes que encaminó a la prisión o a la muerte.

Le costó salir del cuarto esa mañana. Por más que no admitiera ninguna equivocación se le había metido el tembleque en la piel. Ese día no fue al trabajo y se tomó una botella de ielou. Se cayó de bruces en la sala y no pudo levantarse y se recostó en el suelo preparándose para dormir, como había visto hacer a su padre tantas veces. Tirado sobre la alfombra lo recordó, un gordo de sonrisa fácil, un abogado de prestigio hasta que lo ganó el alcohol. Resolvía los casos más difíciles y era tan justo que le decían Salomón, pero nadie sabía cuánta presión diaria debía soportar para mantener esa calma. Descubrió un licor de los indígenas de Munro que le servía para desahogarse y hubo días en que no fue al juzgado porque sus manos le temblaban y prefería quedarse cerca de la botella. Dejó de trabajar y se reunía con sus amigos de borrachera en sesiones que podían durar toda una semana.

Con los ojos entrecerrados volvió a ser un niño que admiraba a su padre y quería ser lo mismo que él. Golpeado por el ielou y su manera poco sutil de marear a la gente, contempló la decadencia del padre como en un holo acelerado, el vistoso y tenaz delirium tremens, la madre que lo dejaba y se iba a vivir con otro hombre, los hermanos que huían de la casa.

El Juez sospechó que burlarse de la ley era la forma que había encontrado de vengarse de lo ocurrido con su padre. Porque era ella, la ley, la que se lo había llevado. Eran inútiles los esfuerzos por ser justo; a veces lo que convenía era tirar una moneda.

 

Al día siguiente salió a caminar por el malecón. El mar estaba embravecido. Detectó miradas torvas a su paso. Se sabía odiado pero confiaba en que algún día la historia reconociera su labor. La criminalidad había descendido desde que comenzara a administrar justicia. Había terror en llegar al juzgado porque inocentes y culpables entendían cómo procedería.

Sentía la resaca en la lengua amarga y en la cabeza pesada. Circulaban rikshös y jipus por las calles, las aceras vacías debido al viento huracanado, muchos negocios cerrados aunque él sabía que si les tocaba la puerta abrirían. Shanz de guardia en los mercados.

En su paseo lo acompañaban Van Diemen y Enoichi. Van Diemen llevaba entre sus brazos una cría de goyot, la piel tibia y las pupilas dilatadas; cuando llegó a Iris el Juez quiso verlos en su hábitat natural, en los bosques. No había podido ser. Tantas cosas no. Mujeres mas no el amor. No fue culpa de ellas, lo aceptaba. Y así todo se iba diluyendo en esa soledad amarga e irrevocable.

La ciudad iba cambiando a su paso, como si su solo discurrir por ella fuera capaz de provocar la magia. Visiones tenebrosas de calles con casas que albergaban criminales; quienes discurrían por su lado tenían la piel transparente y él veía su corazón vil. Un mendigo que le pedía limosna se transformaba en el guía que le abría las puertas rumbo a un bosque de helechos gigantescos y árboles de ramas secas y prehistóricas por las que se deslizaban gusanos venenosos, y él se estremecía al ver pájaros enormes de alas acarbonadas listos para devorarlo. La plaza se convertía en un descampado donde lo esperaban irisinos y kreols para el juicio final.

Trataba de mantener la calma. Podía ver las calles verdaderas detrás de las oscuras; el medigo detrás del guía; la plaza detrás del descampado. Cuestión de tiempo para que la realidad volviera a imponerse.

Un paso en falso y morirán más, dijo Enoichi.

Yo no fui y todavía me importa, dijo Van Diemen.

Ustedes nostán ki, dijo el Juez.

Cómo sabe que usted sí, dijo Enoichi.

Eso, cómo, dijo Van Diemen.

El Juez se detuvo en medio de la calle y se puso a aplaudir, como si el golpeteo de las palmas pudiera despertarlo del encantamiento.

Las visiones seguían ahí.

Van Diemen le entregó la cría de goyot. El Juez la sostuvo entre sus manos y luego, como acordándose de que no existía, la dejó caer. Se estremeció al pensar qué demonios había agarrado durante unos segundos.

Se detuvo ante un templo de Xlött y estuvo tentado de entrar. Se quedó contemplando la madera tallada en la puerta principal, sin saber si buscar amparo en el interior de la iglesia o huir. Un pieloscura que trabajaba en la corte lo reconoció y le preguntó si necesitaba ayuda.

Quisiera dejar de ver, dijo. Mas no se puede ni con los ojos cerrados.

El Juez siguió su camino ante el asombro del pieloscura.

 

La casa se fue poblando de los seres a quienes había condenado a prisión o a muerte a lo largo de su carrera. En la mesa al lado de la cocina a veces aparecían a desayunar Ma Kint, una mujer que había metido a sus hijos al horno y luego invitó a comer a sus amigas; Dent, un irisino del que se decía que jukeó minerales de un cargamento valioso; Foox, un abusivo capataz kreol que murió en la prisión ahogado en su propio vómito. Por los pasillos deambulaban mapaches y goyots, y en la habitación del Juez había poco espacio para moverse, llena como estaba de peces voladores y caballos de madera.

Se fue acostumbrando a esa vida populosa. A veces, en el Palacio de Justicia, tomaba un descanso y se encerraba en su oficina con el único propósito de convocar a las visiones. Cuando aparecían se sentía mejor. Ya había dejado de preguntarse por su causa. No había una carga moral, era una arbitrariedad cósmica como lo había sido su decisión de tratar de encontrar culpables a todos quienes visitaran su juzgado. No había lección que extraer de lo que le ocurría. Incluso se retrotrajo a sus días antes de Iris y pensó en sus exmujeres, en los siete hijos que deambulaban por ahí sin que él alguna vez hubiera hecho algo por ellos (uno vivía en la capital de Iris y quiso visitarlo pero el hijo se negó a recibirlo), quizás sospechando que la culpa lo atareaba. No, no había remordimientos. Tus hijos no son tus hijos, leía todas las mañanas en un cuadro en la casa de su infancia, son hijos e hijas de la vida, había memorizado esas líneas y cuando le tocó actuó en consonancia, que deseosa de sí misma. Ellos estaban bien sin él. Mejor: él había estado bien sin ellos y aceptar esa verdad no lo hacía mejor ni peor. Simplemente era así.

Había intentado hablar del tema con Reynold. El gobernador comentó que el Juez ya no veía de frente. Que su mirada se dirigía a los lados, como distraído por algo. El Juez dijo que no le era fácil concentrarse viendo a Reynold inclinado en una mesa frente a su Qï y rodeado de crías de mapaches que deambulaban delante de él.

Cuáles crías, dijo Reynold.

Es lo que trato de decir, dijo el Juez. Cuáles.

Un criado ingresó con dos tazas de güt humeante en una bandeja. El Juez observó un tatuaje en el antebrazo: el rostro asustado de un lánsè bajo las estrellas. El lánsè se movió. Lo seguían goyots caminando por un sendero que conducía al abismo. En ese abismo esperaba Malacosa, los ojos fulgurantes y los brazos abiertos. A los costados del sendero aparecían árboles imponentes. Entre la vegetación asomaban las caras de guerreros irisinos. Decían que era el tiempo del Advenimiento y que pronto el mundo se daría la vuelta y los pieloscura amanecerían de cabeza y los irisinos volverían a ocupar el lugar privilegiado que Xlött les había reservado desde los tiempos de la creación.

El criado salió del recinto.

Es el fin de noso mundo, murmuró el Juez, y sintió esa verdad como una liberación. Su objetivo había sido administrar justicia en un tiempo crepuscular, cuando no había certezas que valieran y los aparatos de SaintRei debían ingeniárselas con lo que tenían a mano. Un triste instrumento de SaintRei. A veces había encontrado culpables a pieloscuras como él, pero su furia se había dirigido a irisinos y kreols.

Costaba encontrar la claridad bajo el sol ardiente de Iris.

Qué dijo, preguntó Reynold.

No me haga caso, dijo el Juez.

 

Esa noche un monstruo con el falo inmenso en torno a la cintura se le apareció a los pies de la cama. Era Malacosa, tenía que serlo. Al principio pensó que formaba parte del sueño por el que se deslizaba –un sueño en el que jugaba a las escondidas con su padre en la casa de su infancia–, pero la visión no tardó en imponerse a la realidad. Sintió que ese cuerpo era tan duro como la roca y a la vez capaz de desvanecerse entre sus manos como la arena en los días de viento intenso. Un cuerpo sólido-líquido. Gruñía, y despedía un olor fétido que le hizo recuerdo a las cloacas en el piso subterráneo de la Casona. Sus ojos lo miraban con fijeza y él se perdió entre sus órbitas, cayendo por ellas hacia un abismo insondable.

Estaba listo para convertirse en una visión como todas las que lo habían abrumado los últimos meses.

El monstruo se le acercó y estiró el brazo y lo alzó por el cuello.

 

Un vecino fue el primero en alertar por la madrugada que la residencia del Juez se incendiaba. Los rescatistas tardaron en contener el incendio. El primer shan que entró a la casa, todavía llena de un humo ácido que hacía arder los ojos y dificultaba la respiración, descubrió al Juez de bruces en el suelo, a los pies de la escalera. Las llamas lo habían eludido. Se hincó a su lado y vio el cuello quebrado y comprobó que ya no respiraba.