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WILLIAM BLAKE

Portada de la edición original inglesa

G. K. Chesterton

WILLIAM BLAKE

Traducción directa del inglés Victoria León

Prólogo de Antonio Rivero Taravillo

Epílogo de André Maurois

Diseño de cubierta: Equipo Renacimiento

Ilustración: Jerusalem, pl. 25, William Blake

1ª edición: marzo de 2007

2ª edición: noviembre de 2010

3ª edición: febrero de 2016

© Traducción: Victoria León Varela © Prólogo: Antonio Rivero Taravillo

© Epílogo: Herederos de André Maurois © 2017. Ediciones Espuela de Plata

ISBN: 978-84-17146-01-6

Impreso en España Printed in Spain

PRÓLOGO

UNA SOLEDAD: WILLIAM BLAKE

En las siete décadas –cifra cabalística– por las que derramó la cera ardiente de su vida, William Blake (1757-1827) demostró ser esa imperdonable rareza para el mundo: un solitario, una llama aislada ante un altar distinto que fue modificándose según reflejaba, luces y sombras devorándose unas a otras, su alma singular. A los nueve años le sobrevino su primera visión, la de un árbol con ángeles en las ramas (algo menos insólito de lo que parece, pues como luego escribiría en El matrimonio del cielo y el infierno, «Un necio no ve el mismo árbol que un sabio»). Frecuentador de la Biblia desde temprana edad, como suele suceder con los grandes místicos ni siquiera gozó la compañía del Dios del común, ese sólido consuelo establecido del rebaño: horadando en su propia alma hubo de inventarse no sólo uno nuevo, prístino, no prestado, sino todas una cosmogonía y mitología para acompañarlo (Cosmogonía se titula, precisamente, una entrega poética de otro raro, Juan Eduardo Cirlot, que se abre con una cita del autor de Cantos de experiencia: «Un pensamiento llena la inmensidad»). En esto, la creación de Blake llegó a extenderse hasta alcanzar a la del Creador, a la del Makar (sinónimo de poeta entre los escoceses y título institucionalizado ahora en la vieja Alba en puesto que acaba de abandonar, al morir, Edwin Morgan), a la del Hacedor. Pero de Jorge Luis Borges hablaré más adelante.

Blake realizó durante siete años su aprendizaje como artista plástico en la Abadía de Westminster, y la unión de poesía e imagen ya es patente en su primer título, Bocetos poéticos (1783), que a diferencia de otros suyos no apareció sin embargo iluminado. Se sabía perteneciente a una estirpe extraña de poetas (vate y vaticinio en él confirman su consanguínea etimología), y durante una larga temporada de su vida se proclamó Jefe Elegido de la Antigua Orden de los Druidas. Profetizó de Francia y América, con sus revoluciones. Pero en su juventud, de un grabador de quien fue aprendiz dijo que no le gustaba su cara porque parecía la de alguien que viviría para ser ahorcado. Doce años después, ese rostro, y su pescuezo, conocían las asperezas de la soga.

Su obra en línea y verso, en la página y en el grabado, es variada y abundante. De 1805 a 1808 compuso Milton: un poema (creyó que el autor del Paraíso perdido había reencarnado en él), e ilustró por encargo ese libro prerromántico, Pensamientos de la noche, de Edward Young: un aire a cementerio que inspiró a Cadalso sus Noches lúgubres. Pero nadie menos romántico que Blake, enemigo como los gnósticos o los cátaros de la Naturaleza, ese espejo donde Wordsworth quería verse a sí mismo y al ser humano pero que a él, Blake, le estorbaba para esa otra realidad que ya percibía, sin groseros accidentes externos, en su imaginación.

T. S. Eliot supo ver su gran diferencia con Dante, y en El bosque sagrado (1920) escribió que «lo que su genio pedía, y de lo que tristemente careció, era un entramado de ideas aceptadas y tradicionales». De ahí su excentricidad. Pero en ello no distaba mucho de William Butler Yeats. En Blake, la compleja visión del mundo y del trasmundo se asemeja, por lo libre e independiente, a la del Yeats de Una visión o a la también caprichosa, a veces, La diosa blanca, de Robert Graves.

Su filosofía y religión eran más de la incumbencia de Chesterton, siempre preocupado por la ortodoxia católica. A lo no mucho, aunque certero, que indica sobre sus versos podemos añadir que la poesía de nuestro autor se presenta con tonos infantiles en Cantos de inocencia en 1789, pero en aquella sencillez a veces acecha un acerado retorcimiento, perceptible ya desde el frontispicio de la edición, donde la tortuosa caligrafía se enreda en la figura de un árbol. En «Canción de cuna», por ejemplo, escribe «Sweet dreams form a shade / O’er my lovely infant’s head», pero la tal sombra del entrelazado de ramas se le antoja al lector del ilustrado libro como una abrumadora, amenazante pesadilla.

No es baladí que Blake, al crear su propia y proteica religión, que fue mudando de piel con el tiempo, como uno adivina que haría hasta la misma serpiente del Paraíso, creara también sus evangelios, los iluminados manuscritos que contienen sus poemas y que, con el paso de los años, éstos vayan asemejándose, en su versolibrismo, a los versículos de los libros sagrados. Tras su muerte, Dante Gabriel Rossetti obtuvo un cuaderno con borradores suyos, que puso en manos de Algernon Charles Swinburne y que éste utilizó para el pionero estudio que le dedicara. Viene esto a demostrar una vez más que Blake fue todo menos un poeta romántico: dispar de Byron o Keats (a pesar de cierto neoplatonismo que lo emparentaba con éste), empezó a ser apreciado entre los prerrafaelistas, culminando esa incipiente admiración en la doble faz de simbolismo y esoterismo que representan Arthur Symons y Yeats, dos valedores tempranos –pero cuando ya llevaba décadas difunto– de su obra.

Ambos escribieron sobre él, y Yeats, que lo editó en 1893, también se ocupó de su pensamiento en Ideas sobre el Bien y el Mal (1903). Además del citado Swinburne, lo han hecho Harold Bloom, Kathleen Raine o Peter Ackroyd, junto con el propio Chesterton. Después de la revalorización finisecular, el surrealismo ha sido terreno propicio para su reconocimiento, pues se adelanta, más de cien años a no pocos planteamientos de Breton.

En España, Juan Ramón Jiménez pergeñó varias traducciones, entre ellas la del poema «A las musas», cuya publicación en El Heraldo fue, si no una experiencia mística, sí casi un ejercicio de ascética mortificación para el moguereño, por las insufribles erratas. Miguel de Unamuno, que lo había leído con detenimiento, anotando versos suyos, escribió:

Y yo que no sabía, Blake mío,

lo que ibas diciendo…

Vidente de este cielo, pues no hay otro,

señor de tu sendero…

Pablo Neruda publicó en 1934 sendas traducciones de Visiones de las hijas de Albión y «El viajero mental» en la revista Cruz y raya, que dirigía un cristiano heterodoxo –pero menos heterodoxo y más cristiano que Blake–, José Bergamín. Luis Cernuda vertió algunos versos suyos y reconoció que pocos contemporáneos se dieron cuenta de su genio. Le dedicó el primer capítulo de su Pensamiento poético en la lírica inglesa (siglo XIX), donde analiza sus ideas de visión sencilla y visión doble. Cirlot tiene muchos puntos en común con él, uno de los cuales es haber sido valorado más en vida como crítico de arte (en el caso de Blake, el aprecio fue como artista) que como poeta; hoy, en los logros alcanzados en la poesía, las figuras de ambos no dejan de agigantarse. El barcelonés escribió sobre el londinense un ensayo magnífico, «La ideología de William Blake»; y en su estremecedor legado, el poema «Momento», un verso que encierra toda la sabiduría y la desesperación de Blake y que podría haber sido firmado por éste, o incluso canturreado en su particular agonía: «El ángel es el peor de los dragones». Por su parte, Cristóbal Serra, el mallorquín de saberes insólitos, publicó en 1992 su Pequeño Diccionario de William Blake.

De entre los poetas de nuestra lengua, Borges fue uno de sus más íntimos conocedores. No sólo hizo que la Poesía completa del inglés, traducida por Pablo Mañe, apareciera en la colección Biblioteca Personal por él patrocinada, sino que le dedicó esclarecedoras páginas, surgidas no tanto de la fría dilucidación literaria como del idéntico estupor ante las rayas del tigre, en el que Blake veía el Mal que Dios no se resignó a omitir, y el poeta argentino un asombro y hechizo que se remontan a su infancia, visitante de la Casa de Fieras de Buenos Aires (en ubicación anterior a la que hoy se puede ver en las lindes de Palermo). El tigre real de Bengala al que se quedaba horas mirándolo pasó, dibujado, a una hoja de papel, reproducción que hoy se exhibe en el recoleto Museo Borges del 1660 de la porteña calle Anchorena, y la aguda y cenital magia del felino se apoderó de un zarpazo de un maduro libro de poemas, El oro de los tigres (1972).

Recientemente Jordi Doce ha vertido una muy amplia selección de la obra de Blake, que posee, junto con la pulcritud de su traducción, siempre ofrecida más allá de lo exigible, la virtud de recoger, como una parte más del quehacer de aquél, tan rico, su valiosa faceta plástica.

He juntado aquí algunas páginas sobre Blake habiendo leído previamente el libro al que me refiero, algo que contraviene una arraigada convención entre los escritores de prólogos. No tengo, por tanto, curiosidad por saber qué nos dice Chesterton, sino una certeza: sé bien que siluetea, como tú comprobarás enseguida, lector, una poderosa semblanza de este hombre inclasificable que, no importa aquí desvelar el fin, murió cantando.


Antonio Rivero Taravillo

Sevilla y Buenos Aires, verano de 2010