Agradecimientos

A todas las personas que nos han indicado cómo llegar al centro del Laberinto.

1. El Bosque de los Lamentos

Esta es la historia de alguien que lo había perdido todo.

Tras una larga temporada de soledad y tristeza, cierto día Ariadna fue despedida de su trabajo en la fábrica de hilos sintéticos. El jefe de personal le dijo que últimamente había bajado su rendimiento. La veía distraída, con la cabeza en las nubes. Por eso había contratado a una persona más joven que ocuparía su puesto por menos dinero.

Ariadna tenía treinta y tres años.

Al salir de la fábrica con el despido en la mano empezó a encontrarse mal. De repente tuvo mucho miedo, porque si también le fallaba la salud, lo habría perdido absolutamente todo.

La fábrica de hilos sintéticos se hallaba en la periferia de su ciudad, justo donde terminan los bloques de hormigón y empieza el bosque. Nunca se había atrevido a internarse en la espesura, porque todo el mundo decía que era fácil perderse allí. De hecho, se conocía el caso de muchas personas que se habían adentrado y jamás habían vuelto.

Lo llamaban el Bosque de los Lamentos.

Como Ariadna sentía que lo había perdido todo, incluso las ganas de vivir, no hizo caso de estas advertencias y tomó un sendero entre los árboles. Secretamente tenía el deseo de desaparecer. Quería que se la tragara el bosque para no molestar a nadie con sus desgracias.

El sendero discurría entre hayas muy altas y espesas, donde la luz del sol se filtraba haciendo extraños juegos de luces. Ella caminaba y caminaba, embebida en sus pensamientos, sin el propósito de llegar a ningún sitio.

Pero suele suceder que, aunque no lo esperes ni te lo propongas, los senderos acaban llevando a alguna parte. Así que, cuando Ariadna hubo recorrido un buen trecho, se encontró en un claro del bosque.

Allí se topó con un singular personaje. Un anciano diminuto y risueño que tenía un puesto lleno de billetes de color esmeralda, cuidadosamente ordenados en montoncitos.

Por encima del mostrador donde vendía sus boletos había un cartel en el que se leía:

GRAN LOTERÍA DE LA VIDA

Asombrada con aquel puesto en medio del bosque, Ariadna se llevó las manos a los bolsillos y encontró su última moneda. Aunque esperaba ya bien poco de la vida, decidió hacer su última apuesta: invertir su última moneda en alguien que probablemente la necesitara más que ella.

—¿Cuánto cuesta? —le preguntó.

—Depende —respondió el anciano—. Cada boleto tiene un precio distinto que varía según el comprador.

—Todo lo que tengo es esta moneda.

—Entonces este billete es tuyo —respondió el anciano, que le entregó a cambio uno de aquellos boletos esmeralda.

Hasta que no se alejó unos pasos, Ariadna no se dio cuenta de que aquel billete de lotería no tenía números. Pensando que se debía a un fallo de impresión, volvió hacia el anciano para reclamar.

—¡Claro que no tiene números! —dijo el anciano muy sonriente—. ¡Porque este billete toca siempre!

Al oír esto, Ariadna pensó que era absurdo discutir con aquel hombre —probablemente estaba loco—, así que se guardó el boleto esmeralda en el bolsillo y prosiguió su camino.

Cuando llevaba ya muchas horas andando bosque adentro, la invadió el cansancio y tuvo que detenerse a tomar aliento. Se tumbó sobre la hierba fresca y cerró los ojos un instante.

Sin darse cuenta, cayó dormida.

2. Los muros del Laberinto

Cuando Ariadna abrió los ojos, se encontró rodeada de altos muros cubiertos de hiedra.

No podía entender lo que había pasado. Recordaba haberse tumbado a descansar entre los árboles, pero ahora parecía hallarse en un lugar totalmente diferente.

«Debo de haber caminado en sueños hasta aquí», se dijo, convencida de que aquello era fruto del sonambulismo.

Ariadna recorrió con la palma de la mano una de las paredes, que era demasiado alta para saltarla y estaba formada por enormes bloques de granito. Solo la hiedra lograba escalarla y pasar al otro lado.

Sin salir todavía de su asombro, anduvo por el camino entre muros, que al torcer a la izquierda se hacía más angosto. Las altas paredes de piedra contrastaban con un cielo luminosamente azul. Solo se oscureció por un momento cuando una gran bandada de aves —cientos, tal vez miles— cruzó las alturas como una nube viva y cambiante que transportaba el canto de cada una de ellas.

Se sintió súbitamente triste. Tal vez —pensó— porque las aves vuelan a donde quieren y ella había pasado su vida entre su minúsculo apartamento y la asfixiante fábrica de hilo sintético. A pesar de haber entrado en el Bosque de los Lamentos, ahora se encontraba entre paredes que apenas la dejaban ver el cielo.

Y lo peor de todo era que no sabía dónde se encontraba ni cómo podía salir de allí.

Estaba a punto de echarse a llorar cuando vio acercarse una figura estrambótica. Venía del final de aquel camino recto y angosto que parecía no tener fin. Era un hombre barrigudo de estatura mediana y con una gran nariz en la que se apoyaba un monóculo que le ampliaba el ojo derecho. Iba vestido de blanco con un viejo sombrero de explorador. Pero lo más insólito era que, en lugar de un rifle, blandía un largo cazamariposas y no apartaba la mirada del cielo.

«Lo raro es que no tropiece contra los muros», se dijo Ariadna, que no dudó en preguntarle:

—Disculpe, ¿es usted de aquí?

El explorador apoyó el cazamariposas en el suelo y pareció sorprendido de encontrar a Ariadna.

—¡Pues claro que soy de aquí! —dijo con acento ligeramente francés—. ¿De dónde si no? Cuando estoy aquí, soy de aquí. Cuando estoy allí, soy de allí. ¡Qué pregunta más tonta!

—Lo que quiero saber —repuso Ariadna avergonzada— es si puede decirme dónde estamos. ¿Por qué hay tantos muros? ¿Adónde lleva este camino? ¿Dónde está la salida? ¡Quiero salir!

—Cálmese, joven. Solo puedo responder una pregunta cada vez. Esto es el Laberinto de la Felicidad.

Ariadna se sorprendió al escuchar esto. Nunca había oído hablar de aquel lugar. Al observar su confusión, el explorador prosiguió:

—Aquí vienen a parar los que han perdido el sentido de la vida. Y no puedo decirte dónde está la salida, porque la verdad es que no lo sé. La tendrás que encontrar por ti misma, como yo.

—¿Y hace falta un cazamariposas para encontrar la salida? —preguntó ella muy curiosa.

—Eso depende —sonrió el explorador mientras se sujetaba el monóculo y se secaba el sudor con un pañuelo—. Así como el sentido de la vida es diferente para cada persona, aquí todos debemos encontrar la salida por nuestros propios medios. Yo espero que me muestre el camino una mariposa.

—¿Una mariposa? —preguntó Ariadna asombrada.

—Eso mismo. Una muy especial: concretamente, la Mariposa de la Luz. Es blanca y le gusta volar por campos abiertos, aunque también se la puede encontrar en jardines y en los bordes de los caminos. Antes de ser mariposa, cuando es oruga, le gusta comer trébol blanco. ¡Así se alimenta de buena suerte! Además, tiene una singularidad: sea de día o de noche, vuela con determinación hacia cualquier luz en movimiento. A diferencia del resto de mariposas, no se dirige hacia luces estáticas, y eso la hace única.