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De repente en lo profundo del bosque

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Amos Oz

Créditos

De repente en lo profundo del bosque

Para mis queridos y asombrosos Din, Nadav, Alon y Yael, que me ayudaron a contar esta historia y le aportaron algunas ideas y sorpresas.

1

La maestra Emmanuela explicó a la clase qué aspecto tiene un oso, cómo respiran los peces y qué sonidos emite la hiena por la noche. También colgó en la clase fotografías de animales. Casi todos los niños se burlaban de ella, porque en su vida habían visto un animal. La mayoría de los niños no se creía del todo que en el mundo existiesen esas criaturas. Al menos, no cerca de donde nosotros vivimos. Y además, decían, la maestra todavía no ha conseguido encontrar en todo el pueblo a nadie que quiera ser su pareja, y por eso, decían, tiene la cabeza llena de lobos, gorriones y todo tipo de fantasías que las personas sin pareja se inventan llevadas por la soledad.

Sólo el pequeño Nimi, debido a las explicaciones de la maestra Emmanuela, empezó a soñar por las noches con animales. Casi toda la clase se reía de él cuando lo primero que hacía por la mañana era contar cómo sus zapatos marrones, alineados delante de su cama, se habían convertido en la oscuridad en dos erizos que habían estado durante toda la noche arrastrándose por la habitación, pero por la mañana, al abrir los ojos, habían vuelto a ser de pronto un par de zapatos debajo de la cama. En otra ocasión, llegaron murciélagos negros a medianoche, le montaron sobre sus alas, atravesaron con él las paredes de la casa, sobrevolaron el pueblo, las montañas y los bosques y lo condujeron a un palacio encantado.

Nimi era un niño un poco despistado y casi siempre le moqueaba la nariz. Además, tenía los dos dientes incisivos hacia fuera y con un gran espacio entre ellos. Los niños llamaban a ese espacio «pozo de basura».

Cada mañana, Nimi llegaba a clase y empezaba a contarles a todos un nuevo sueño, y cada mañana le decían:

–Qué plasta, cierra de una vez tu pozo de basura.

Y cuando no se callaba, se metían con él. Pero Nimi, en vez de sentirse herido, se unía a sus burlas. Aspiraba, se tragaba los mocos y, con una especie de alegría desbordada, empezaba a llamarse a sí mismo con los motes ofensivos que le habían puesto los niños: pozo de basura, soñador, zapato-erizo.

Maya, la hija de Lilia la panadera, que se sentaba en clase detrás de él, le susurró varias veces:

–Nimi, escucha. Sueña todo lo que quieras, con animales, con chicas, pero cállate. No lo cuentes. No te conviene.

Mati le dijo a Maya:

–No lo entiendes, Nimi sueña sólo para contarlo. Y, además, sus sueños tampoco cesan cuando se despierta por la mañana.

Todo divertía a Nimi y todo le hacía gracia: la taza rajada en la cocina y la luna llena en el cielo, el collar de la maestra Emmanuela y los dientes que sobresalían de su boca, los botones que había olvidado abrocharse y el rugido del viento en el bosque, todo lo que existía y todo lo que ocurría le parecía gracioso a Nimi. En todo encontraba una razón para partirse de risa.

Hasta que un día huyó de la clase y del pueblo y se adentró solo en el bosque. Casi toda la gente del pueblo le estuvo buscando durante dos o tres días. Durante siete o diez días más le estuvieron buscando los guardas. Luego sólo siguieron buscándolo sus padres y su hermana.

Volvió al cabo de tres semanas, delgado, sucio, arañado y magullado, pero relinchando de entusiasmo y alegría. Y desde entonces, el pequeño Nimi continuó relinchando y no volvió a hablar: no dijo ni una palabra desde que volvió del bosque, sólo deambulaba descalzo y harapiento por las calles del pueblo, moqueando, enseñando los dientes y el pozo que tenía en medio, correteando entre los patios traseros, trepando a los árboles y a los postes, y relinchando todo el rato mientras el ojo derecho le lloraba sin cesar por culpa de su alergia.

Era totalmente imposible hacerle volver al colegio a causa de la relinchitis. Al salir de clase, los niños relinchaban a propósito para hacerle relinchar a él. Le llamaban Nimi el potro. El médico confiaba en que se le pasaría con el tiempo: tal vez allí, en el bosque, se había tropezado con algo que le había asustado o impresionado, y ahora tenía relinchitis.

Maya le dijo a Mati:

–¿No crees que tú y yo deberíamos hacer algo? ¿Que deberíamos intentar ayudarle?

Y Mati le contestó:

–Déjalo, Maya. Pronto se cansarán. Pronto se olvidarán de él.

Cuando los niños le echaban con burlas y arrojándole piñas y cáscaras, el pequeño Nimi escapaba relinchando. Trepaba a las ramas del árbol más cercano y desde allí, desde la copa, volvía a relincharles con un ojo lloroso y unos exagerados dientes incisivos. Y a veces desde el pueblo, incluso a mitad de la noche, parecía oírse a lo lejos el eco de sus relinchos en la oscuridad.

2

El pueblo era gris y triste. Estaba rodeado de montañas y bosques, nubes y viento. No había otros pueblos por los alrededores. Casi nunca venía nadie a este pueblo y los caminantes no lo visitaban. Unas treinta o cuarenta casas pequeñas estaban diseminadas por la ladera de un valle cerrado, rodeado por todas partes de montañas escarpadas. Sólo por el oeste había una estrecha apertura entre las montañas, y por esa apertura pasaba el único camino que llegaba al pueblo; pero no iba más allá, porque no había más allá: aquí se terminaba el mundo.

De tarde en tarde llegaba algún artesano errante o algún vendedor ambulante, y a veces algún mendigo desorientado. Pero nadie se quedaba más de dos noches, porque el pueblo estaba maldito: un extraño silencio reinaba siempre en él, ninguna vaca mugía, ningún burro rebuznaba, ningún pájaro trinaba, ninguna bandada de ocas atravesaba el cielo vacío, y tampoco los aldeanos hablaban mucho entre ellos, sólo decían lo imprescindible. Lo único que se oía constantemente era el sonido del río, día y noche, porque un caudaloso río se deslizaba entre los bosques de las montañas. Dejando espuma blanca en las orillas pasaba ese río a lo largo del pueblo, efervescente, burbujeante, haciendo un ruido que parecía un ligero lamento, para surgir y ocultarse después entre las sinuosidades de los valles y los bosques.

3

Por las noches el silencio era aún más negro y denso que durante el día: ningún perro estiraba el cuello ni echaba hacia atrás las orejas para aullarle a la luna, ningún lobo gemía en el bosque, ningún ave nocturna ululaba, ningún grillo cantaba, ninguna rana croaba, ningún gallo cacareaba al amanecer. Hacía ya muchos años que todos los animales habían desaparecido de este pueblo y sus alrededores, vacas, caballos y ovejas, ocas, gatos y gorriones, perros, arañas y conejos. Ni un solo jilguero vivía aquí. Ni un solo pez quedaba en el río. Las cigüeñas y las golondrinas rodeaban el estrecho valle en sus viajes migratorios. Ni siquiera insectos o reptiles, ni siquiera abejas, moscas, hormigas, gusanos, mosquitos o polillas se veían desde hacía muchos años. Los mayores, que aún se acordaban, normalmente preferían callar. Negar. Hacer como que habían olvidado.

Hace años vivían en el pueblo siete cazadores y cuatro pescadores. Pero cuando el río se quedó sin peces, cuando todos los animales se fueron lejos, también los pescadores y los cazadores emigraron de aquí y se marcharon a otros lugares que no hubiesen sido alcanzados por la maldición. Tan sólo un pescador, un anciano solitario llamado Almón, permanece en el pueblo. Vive en una pequeña cabaña al lado del río y discute largo y tendido consigo mismo mientras se prepara un guiso de patatas. La gente del pueblo aún le sigue llamando Almón el pescador, aunque hace tiempo que dejó de ser pescador y ahora se dedica a trabajar la tierra: durante el día, Almón cultiva verduras y tubérculos en esponjosos bancales y también se ocupa de veinte o treinta árboles frutales en la ladera de la colina.

Puso incluso un pequeño espantapájaros entre sus bancales, porque creía que tal vez una noche volverían todos los pájaros, y con ellos los demás animales que habían desaparecido. También con ese espantapájaros discute a veces largo y tendido. Se enfada, le suplica, le regaña y se desespera completamente. Luego va a por una vieja silla, se sienta frente al espantapájaros y, con una paciencia infinita, intenta convencerle o al menos hacer que cambie un poco sus tercas opiniones.

Al atardecer, en los días despejados, Almón el pescador suele sentarse en su silla al borde del río, ponerse unas viejas gafas que le resbalan por la nariz hacia su canoso y espeso bigote y leer libros. O se sienta y escribe y tacha líneas y líneas en su cuaderno mientras murmura todo tipo de quejas, opiniones y razonamientos. A lo largo de los años ha aprendido a tallar en madera, por las noches, a la luz de una lámpara, multitud de formas de preciosos animales, así como de criaturas desconocidas imaginadas por él o que se le han aparecido en sueños. Almón reparte esas criaturas talladas en madera entre los niños del pueblo: Mati recibió de él una gata hecha con una piña y unas crías labradas en madera de nogal. Al pequeño Nimi le talló una ardilla, y a Maya le hizo dos golondrinas con el cuello estirado y las alas desplegadas y listas para volar.

Sólo por esas figurillas, así como por los dibujos que hacía la maestra Emmanuela en la pizarra, sabían los niños cómo era un perro, un gato, una mariposa, un pez, un pollo, una cabra o un ternero. La maestra Emmanuela también enseñó a algunos de los niños a imitar los sonidos de los animales, unos sonidos que los adultos del pueblo seguro que aún recordaban de cuando eran pequeños, de antes de que las criaturas desapareciesen, pero que los niños no habían oído jamás en la vida.

Maya y Mati casi sabían algo que les estaba prohibido saber. Y los dos tenían mucho cuidado de que nadie sospechase que tal vez sabían o que casi sabían. A veces se encontraban a escondidas detrás de un establo abandonado, y allí hablaban en voz baja un cuarto de hora más o menos y luego se alejaban por caminos diferentes. De todos los adultos del pueblo había sólo uno en quien tal vez podían confiar. O no: Mati y Maya habían estado a punto varias veces de contarle su secreto a Danir el tejero (el que arregla tejados), que en ocasiones, al atardecer, bromeaba en voz alta con sus jóvenes amigos en la plaza del pueblo sobre cosas que los niños no podían oír. Y cuando bebía vino con sus amigos, incluso hablaba entre risas de un caballo, de una cabra y de un perro que tenía intención de traer desde alguno de los pueblos del valle.

¿Qué pasaría si le contasen su secreto a Danir el tejero? ¿O si se lo contasen al viejo Almón? ¿Y qué ocurriría si un día se atreviesen a adentrarse un poco en la oscuridad del bosque para intentar comprobar hasta qué punto su secreto era real o una mera fantasía, un sueño fugaz propio quizás de Nimi el potro pero no de ellos?

Mientras tanto esperaron, sin saber en realidad a qué esperaban. Un día, al atardecer, Mati se atrevió a preguntar a su padre por qué habían desaparecido los animales. El padre no contestó enseguida. Se levantó del banco de la cocina, caminó un rato de una pared a otra y a continuación se detuvo y puso las manos sobre los hombros de Mati. Pero en lugar de mirar a su hijo, el padre clavó la vista en una calva oscura de la pared, encima de la puerta, en el lugar donde se había caído el yeso por la humedad, y dijo lo siguiente:

–Mira, Mati. El asunto es el siguiente. Una vez ocurrieron aquí todo tipo de cosas de las que no podemos sentirnos orgullosos. Pero no todos somos culpables. Lo cierto es que no todos somos culpables en la misma medida. Además, ¿quién eres tú para juzgarnos? Aún eres pequeño. No debes juzgarnos. No tienes ningún derecho a juzgar a los adultos. Y además, ¿quién te ha contado que aquí hubo alguna vez animales? Tal vez los hubo. Y tal vez no los hubo nunca. Ha pasado mucho tiempo. Lo hemos olvidado, Mati. Lo hemos olvidado y punto. Déjalo ya. ¿A quién le quedan fuerzas para recordar? Ahora baja al sótano, trae unas pocas patatas y deja ya de hablar sin parar.

Y cuando Mati se levantó y se dispuso a abandonar la habitación, su padre añadió:

–Escucha una cosa, nunca hemos tenido esta conversación. Jamás hemos hablado de esto. ¿De acuerdo?

Casi todos los demás padres preferían negarlo. O evitar ese tema en silencio. No hablar nunca de ello. Sobre todo no hacerlo en presencia de los niños.

4

Silencioso y triste vivía el pueblo su sencilla vida: cada día los hombres y las mujeres iban a trabajar al campo, a los viñedos y a las plantaciones de frutales, y al atardecer volvían cansados a sus pequeñas casas. Los niños del pueblo iban cada mañana a estudiar al colegio. Por la tarde jugaban en los patios vacíos, deambulaban por los establos abandonados y los gallineros desolados, trepaban a los palomares desiertos o a las ramas de los árboles en las que no anidaba ningún pájaro.