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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2013 Melanie Milburne. Todos los derechos reservados.

ENTRE EL ODIO Y LA PASIÓN, N.º 2231 - mayo 2013

Título original: Uncovering the Silveri Secret

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2013

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-3052-3

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Capítulo 1

 

Era la primera vez que Bella volvía a casa desde el funeral. En febrero, Haverton Manor era como un país de las maravillas invernal. La nieve recién caída envolvía las ramas de las hayas y los olmos que bordeaban el largo camino que llevaba a la mansión georgiana. Los campos y bosques estaban cubiertos por una fina manta blanca, y el lago brillaba como una sábana de cristal cuando detuvo el coche deportivo ante el jardín clásico. Fergus, el lebrel irlandés de su difunto padre, se levantó del lugar donde descansaba al sol y fue a saludarla agitando lentamente el rabo.

–Hola, Fergus –Bella le rascó las orejas–. ¿Qué haces aquí solo? ¿Dónde esta Edoardo?

–Estoy aquí.

Bella se giró al oír la voz profunda, grave y suave como el terciopelo. El corazón le dio un salto en el pecho al ver la alta figura de Edoardo Silveri. Hacía un par de años que no lo veía en persona, pero seguía tan atractivo como siempre. No era guapo en el sentido clásico; sus rasgos eran demasiado irregulares. Tenía la nariz levemente torcida por culpa de un puñetazo y una cicatriz rasgada cruzaba una de sus oscuras cejas, dos recuerdos de su problemática adolescencia.

Llevaba botas de trabajo, pantalones vaqueros desteñidos y un grueso suéter negro, arremangado hasta los codos, que dejaba apreciar sus musculosos brazos. Tenía el pelo ondulado y negro como el hollín, y una sombra de barba oscurecía su mentón, dándole un aspecto intensamente viril que, por alguna razón, siempre le provocaba temblor de rodillas. Bella tomó aire y se enfrentó a sus sorprendentes ojos azul verdoso.

–¿Trabajando duro? –preguntó con el tono de voz que usaría un aristócrata con su sirviente.

–Siempre.

Bella no pudo impedir mirar su boca. Era firme y dura, y las profundas arrugas que tenía a cada lado indicaban que tenía más costumbre de contener la emoción que de mostrarla. Una vez se había acercado demasiado a sus sensualmente esculpidos labios. Solo una vez, pero era un recuerdo que intentaba borrar de su mente desde entonces. Sin embargo, aún recordaba su sabor: a sal, menta y macho de sangre caliente. La habían besado muchas veces, demasiadas para recordar cada una de ellas, pero recordaba el beso de Edoardo con todo detalle.

Se preguntó si él también estaría recordando cómo sus bocas se habían unido en un beso abrasador que los había dejado sin aliento. Y cómo sus lenguas se habían batido en duelo, creando un baile delicioso y carnal.

–¿Qué ha pasado con el jardinero? –Bella desvió la mirada hacia sus manos, sucias de tierra. Estaba arrancando malas hierbas de un arriate.

–Se rompió el brazo hace un par de semanas –replicó él–. Te lo dije en mi correo electrónico con la actualización de datos sobre las acciones.

–¿En serio? –frunció el ceño–. No lo vi. ¿Seguro que me lo enviaste a mí?

–Sí, Bella, seguro –alzó el lado derecho de su labio superior con aire burlón, su gesto más parecido a una sonrisa–. Tal vez se perdió entre los mensajes de tu último amante. ¿Quién es esta semana? ¿El tipo del restaurante que ronda la quiebra o sigue siendo el hijo de banquero?

–Ninguno de los dos –alzó la barbilla desafiante–. Se llama Julian Bellamy y estudia para ser pastor.

–¿De ovejas?

–De una parroquia –sentenció ella, imperiosa.

Él echó la cabeza hacia atrás y se rio. No era la reacción que Bella había esperado. La molestó que su noticia lo divirtiera tanto. No estaba acostumbrada a verlo expresar ninguna emoción, y menos aún a su risa. Rara vez sonreía, aparte de cuando torcía la boca con sorna, y no recordaba la última vez que lo había visto reír. Le parecía exagerado e innecesario que se atreviera a burlarse del hombre con quien iba a casarse. Julian era todo lo que Edoardo no era. Sofisticado y culto, cortés y considerado; veía lo bueno en la gente, no lo malo.

Y la quería, en vez de odiarla como Edoardo.

–¿Qué es lo que tiene tanta gracia?

–Es que no lo veo –aún riendo, se limpió la frente con el dorso de la mano.

–¿El qué no ves? –preguntó con irritación.

–A ti repartiendo té y bollos en una clase de estudio de la Biblia. No encajas en el molde de esposa de clérigo.

–¿Qué se supone que significa eso?

Él estudió las altas botas negras, la falda y la chaqueta de diseño y se detuvo provocativamente en la curva de sus senos, antes de buscar su mirada con un brillo insolente en los ojos.

–Tus faldas son tan escasas como tu moral.

Bella deseó golpearlo. Cerró las manos en puño y se clavó las uñas en las palmas de las manos para controlar su ira. No quería tocarlo; sabía que su cuerpo hacía cosas indebidas cuando se acercaba demasiado al de él.

–No eres quién para hablar de moral –le escupió–. Al menos yo no tengo antecedentes criminales.

–¿Quieres jugar sucio, princesa? –le lanzó una mirada dura como el diamante. Puro odio e ira.

Esa vez, Bella sintió un cosquilleo en la base de la columna. Sabía que había sido un golpe bajo mencionar su pasado delictivo, pero Edoardo hacía que se disparase en ella algo oscuro, primitivo e incontrolable. La exacerbaba más que nadie.

Siempre había sido así.

Parecía disfrutar irritándola. Por más que se prometiera controlar su genio y ser sofisticada y fría, él siempre conseguía hacerle perder los estribos.

Desde aquella noche, cuando tenía dieciséis años, había hecho lo posible por evitar al chico malo protegido de su padre. Durante meses, y años, había mantenido las distancias, sin prestarle la menor atención cuando iba a visitar a su padre. Edoardo tenía un efecto inquietante en ella; a su lado no se sentía serena y controlada.

Se sentía nerviosa e inquieta.

Pensaba cosas que no debería pensar. Por ejemplo en lo sensual que era la curva de su boca, con el labio inferior más carnoso que el superior; en que su duro mentón siempre parecía necesitar un afeitado y en que siempre daba la impresión de acabar de pasarse los dedos por el cabello. Pensaba en cómo se vería desnudo, moreno y fibroso.

En cómo su mirada velada e inescrutable parecía despojarla de su ropa de diseño y ver el cuerpo excitado y tembloroso que había debajo.

–¿Qué haces aquí?

–¿Vas a echarme por invadir una propiedad privada? –Bella le lanzó una mirada desafiante.

–Este ya no es tu hogar –dijo él con un brillo amenazador en los ojos.

–Ya, bueno, tú te aseguraste de eso, ¿verdad?

–No tuve nada que ver con la decisión de tu padre de dejarme Haverton Manor –replicó él–. Imagino que pensó que nunca te interesó. Casi nunca lo visitabas, sobre todo al final.

Bella bulló de resentimiento y culpabilidad. Lo odió por recordarle que se había mantenido alejada cuando su padre más la necesitaba. La permanencia de la muerte la había llevado a correr a ocultarse. La idea de quedarse sola en el mundo la había aterrorizado. El que su madre la hubiera abandonado justo antes de su sexto cumpleaños le había creado una gran inseguridad; la gente a la que amaba siempre la dejaba. Así que había escondido la cabeza en la escena social de Londres en vez de enfrentarse a la realidad. Había utilizado como excusa sus exámenes finales, pero lo cierto era que nunca había sabido cómo comunicarse con su padre.

Godfrey había llegado a la paternidad bastante tarde en la vida y tras el abandono de su esposa no había sabido asumir el papel de padre y madre. En consecuencia, nunca habían estado muy unidos, y por ello la había vuelto loca de celos el modo en que su padre alimentaba su relación con Edoardo. Sospechaba que Godfrey veía a Edoardo como hijo en funciones, ese hijo que tanto había anhelado en secreto. Eso había hecho que se sintiera inadecuada y ese sentimiento se había multiplicado por cien cuando descubrió que su padre le había dejado la finca y la casa en herencia.

–Estoy segura de que aprovechaste mi ausencia en tu beneficio –le dijo con amargura–. Apuesto a que aprovechaste cualquier oportunidad para darle coba, al tiempo que me pintabas como una tonta vividora sin ningún sentido de la responsabilidad.

–Tu padre no necesitaba que yo le indicara lo irresponsable que eres –dijo él, curvando el labio con su irritante gesto habitual–. Eso lo haces de maravilla tú solita. Tus pecadillos aparecen en los periódicos una semana sí y la otra también.

Bella, aunque furiosa, no podía negar la verdad. La prensa se cebaba con ella, dándole una imagen de jovencita rebelde con más dinero que sentido común. Bastaba con que estuviera en el lugar equivocado en el momento erróneo para que publicaran alguna historia ridícula sobre ella.

Pero las cosas cambiarían muy pronto. Esperaba que la prensa la dejase en paz cuando se casara con Julian. Su reputación sería intachable.

–Me gustaría quedarme unos días –dijo–. Supongo que no supondrá un inconveniente.

–¿Me lo dices o me lo pides?

Bella se tensó de odio. Era humillante tener que pedir permiso para quedarse en el que había sido su hogar de infancia. Esa era una de las razones por las que había aparecido sin avisar; había supuesto que no se atrevería a rechazarla teniendo al personal doméstico de testigo.

–Por favor, Edoardo, ¿puedo quedarme unos días? –pidió con fingida expresión suplicante–. No te molestaré. Te lo prometo.

–¿Sabe la prensa dónde estás?

–Nadie sabe dónde estoy. No quiero que me encuentren. Por eso he venido. Nadie podrá imaginarse, ni en sueños, que estoy aquí contigo.

–Estoy tentado de decirte que sigas tu camino –dijo él con la mandíbula tensa como un muelle.

–Está a punto de volver a nevar –Bella sacó el labio inferior hacia fuera–. ¿Y si me salgo de la carretera? Mi muerte mancharía en tus manos.

–No puedes aparecer de repente y esperar que extienda la alfombra roja para ti –la miró con desaprobación–. Al menos podrías haber llamado para preguntar si podías venir. ¿Por qué no lo hiciste?

–Porque habrías dicho que no. ¿Qué problema hay en que me quede unos días? No molestaré.

–No quiero un montón de mirones fisgoneando por aquí. En cuanto aparezcan los paparazzi, puedes hacer la maleta y largarte. ¿Entendido?

–Entendido –aceptó Bella, rabiando por su autoritarismo. Parecía creer que quería convocar una rueda de prensa cuando su intención era pasar desapercibida hasta la vuelta de Julian. No quería más escándalos en su vida.

–No toleraré que traigas a amigos y estéis de fiesta día y noche –la taladró con su mirada dura como el diamante–. ¿Entendido?

–No habrá fiestas –Bella esbozó su mejor expresión de «seré una niña buena».

–Lo digo en serio, Bella. Estoy trabajando en un gran proyecto. No quiero distracciones.

–Vale, vale. Está claro –lo miró con irritación–. ¿Cuál es ese importante proyecto? ¿Es del género femenino? ¿Está durmiendo aquí? No me gustaría cortarte las alas en ese sentido.

–No voy a discutir mi vida privada contigo. Serías capaz de contársela a la prensa.

Bella se preguntaba quién sería su amante del momento, pero interrogarlo al respecto habría implicado interés de su parte y no quería que él creyera que dedicaba siquiera un instante a pensar en qué hacía él y con quién. Él guardaba celosamente su vida privada. Su carácter enigmático lo convertía en diana para los paparazzi, pero de alguna manera conseguía mantenerlos al margen. Bella, en cambio, no podía dar un paso fuera de su casa de Chelsea sin atraer los flashes de los reporteros que siempre la pintaban como una profesional de las fiestas que no tenía nada mejor que hacer que broncearse.

Con un poco de suerte, su compromiso con Julian Bellamy pondría fin a todo eso. Quería empezar una nueva página, y lo haría cuando estuviera casada. Julian era el hombre más agradable que había conocido. No se parecía nada a los hombres con los que había salido en el pasado. No atraía escándalos ni intrigas. No era mundano. No le interesaban la riqueza ni el estatus, solo pretendía ayudar a los demás.

–¿Podrías meter mi equipaje? –le pidió a Edoardo con falsa dulzura–. Está en el maletero.

–¿Cuándo conoceré a tu nuevo amante? –Edoardo se apoyó en el guardabarros delantero del coche y cruzó los brazos sobre el ancho pecho.

–Técnicamente no es mi amante –Bella alzó la barbilla un poco más–. Vamos a esperar hasta que estemos casados.

–Santa madre de Dios –Edoardo volvió a reírse.

–¿Te importaría no blasfemar?

Él se apartó del coche y se acercó a ella, que captó el olor varonil de su cuerpo: a sudor y trabajo duro suavizado con una nota cítrica. Bella ensanchó las aletas de la nariz y dio un paso atrás. Uno de sus tacones se enganchó en la piedra caliza y se habría caído si él no lo hubiera impedido.

Dejó de respirar al sentir los largos y morenos dedos cerrarse sobre su muñeca como unos grilletes de acero. El contacto de los callosos dedos fue como una descarga eléctrica que le abrasó la piel y le llegó hasta los huesos. Se pasó la lengua por los labios e intentó hacer acopio de altivez y frialdad, pero su corazón aleteaba como un colibrí cuando sus ojos se encontraron con los de él.

–¿Qué diablos estás haciendo? –protestó.

–Mira quién blasfema ahora –una esquina de su boca se alzó con sorna.

El estómago de Bella dio un bote, como un ascensor que cayera sin control, cuando sintió la presión de su pulgar en la parte interna de la muñeca. Hacía años que no estaba tan cerca de él. Desde aquella noche, la del beso, había evitado cualquier contacto físico con él. En ese momento le parecía que la piel que estaba en contacto con la suya se estaba abrasando.

–Quítame tus sucias manos de encima –ordenó con voz ronca y entrecortada.

Sus dedos se tensaron un instante y clavó sus ojos azul verdoso en los de ella. Bella sentía que esa parte esencial de él, la que lo definía como macho potente y viril, estaba muy cerca de su pelvis. Su cuerpo sentía su atracción magnética, igual que había ocurrido años atrás, cuando aún era una adolescente torpe, inexperta y algo borracha. Se preguntó cómo sería apretarse contra él en la actualidad.

–Di «por favor» –exigió él.

–Por favor –dijo, apretando los dientes. Él la soltó y Bella se frotó la muñeca–. Me has ensuciado, bastardo –le espetó, lívida.

–Es suciedad de la buena. De la que se lava.

Bella miró el puño de su camisa, bajo la chaqueta, que mostraba las huellas polvorientas de sus dedos. Aún sentía su presión, como si la hubiera marcado al rojo vivo.

–Esta blusa me costó quinientas libras. Y las has arruinado por completo.

–Eres tonta si pagas eso por una blusa –replicó él–. El color ni siquiera te favorece.

–¿Desde cuándo eres estilista personal? –cuadró los hombros, indignada–. No sabes ni una palabra de moda.

–Sé lo que favorece a una mujer y lo que no.

–Apuesto a que sí –rezongó ella–. Cuanta menos ropa mejor, ¿no?

–Ni yo lo habría expresado mejor –sus ojos chispearon, recorriéndola de arriba abajo.

Bella sintió un hormigueo en todo el cuerpo, como si le hubiera quitado la ropa, botón a botón, prenda a prenda. No pudo evitar intentar imaginarse la sensación que provocarían sus manos curtidas sobre su piel suave y sedosa. ¿Se engancharían como espinas o se deslizarían con suavidad?¿Arañarían o acariciarían? Apartó esos pensamientos propinándose una bofetada mental.

–Voy a saludar a la señora Baker –dijo, pasando a su lado de camino a la puerta delantera.

–La señora Baker está de permiso.

Bella se detuvo como si hubiera topado con una pared invisible. Se volvió para mirarlo.

–¿Quién se está ocupando de guisar y limpiar? –preguntó con gesto de intriga.

–Yo me ocupo de eso.

–¿Tú? –arrugó la frente.

–¿Tienes algún problema con eso?

Bella soltó el aire lentamente. Tenía un problema enorme. Sin la señora Baker allí, estaría sola con Edoardo. No había planeado eso. Era una casa muy grande, pero aun así...

En el pasado él había ocupado la casa del guardabosques. Pero, dado que su padre le había dejado Haverton Manor, tenía todo el derecho a vivir en la casa principal. Edoardo gestionaba las inversiones de su padre y dirigía su propia empresa de desarrollo inmobiliario desde el despacho que había junto a la biblioteca. Exceptuando algún que otro viaje de negocios, vivía y trabajaba allí.

Dormía allí.

En la casa de ella.

–Espero que no pretendas que me haga cargo de la cocina –dijo Bella, mirándolo con fijeza–. He venido para tomarme un descanso.

–Toda tu vida es una vacación continua –comentó él con sorna–. No sabrías cómo realizar un día de trabajo decente si lo intentaras.

Bella movió la cabeza con rabia. No iba a contarle sus planes de ayudar a Julian a fundar una misión utilizando un alto porcentaje de su herencia. Edoardo podía seguir pensando que era una cabeza hueca, igual que hacía todo el mundo.

–¿Por qué iba a trabajar? Hay millones de libras esperando a que cumpla veinticinco años.

–¿Alguna vez dedicas un momento a pensar en cuánto tuvo que trabajar tu padre para ganar ese dinero? –apretó los dientes y un músculo en la mandíbula empezó a pulsar–. ¿O te limitas a gastarlo tan rápido como entra en tu cuenta?

–Es mi dinero para gastarlo como me dé la maldita gana –Bella le dedicó otra mirada desafiante–. Lo que ocurre es que estás celoso porque tú viniste de la nada. Tuviste suerte con mi padre. De no ser por él estarías encarcelado en alguna prisión, no haciendo de señor feudal.

–Eres igual que la zorra cazafortunas de tu madre –sus ojos chispearon con acritud–. Supongo que sabes que estuvo aquí hace un par de días.

Bella intentó ocultar su sorpresa. Y su dolor. Hacía meses que no sabía nada de su madre. La última noticia que había tenido de Claudia fue cuando telefoneó para decirle que se trasladaba a España con un nuevo marido, el segundo desde su divorcio del padre de Bella. Claudia había necesitado dinero para la luna de miel. Lo cierto era que Claudia siempre necesitaba dinero y Bella siempre se sentía obligada a dárselo.