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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2014 Harlequin Books S.A.

© 2015 Harlequin Ibérica, S.A.

La lección del playboy, n.º 101 - febrero 2015

Título original: Playboy’s Lesson

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-6101-5

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Índice

 

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Publicidad

Capítulo 1

 

 

Lucca Chatsfield tenía que reconocer que el último escándalo del que hablaban los tabloides de Londres era el más grave que había visto hasta el momento. Se recostó en el sillón y miró con una sonrisa perezosa a Christos Giatrakos, el nuevo hombre de confianza de su padre.

–¿Qué es lo que le ha molestado más? ¿Las esposas o el taparrabos de cuero? –le preguntó.

El nuevo consejero delegado de la cadena de hoteles Chatsfield no contestó. No tenía demasiado sentido del humor, pero suplía esa carencia de su carácter con una frialdad de hielo.

El griego lo miró como si se hubiera transformado en una estatua de mármol y lo fulminó con sus heladores ojos azules. Vio que había apretado la boca en una fina línea.

–Estamos bastante acostumbrados a leer sus sórdidas hazañas en las revistas del corazón, pero esta noticia corre como la pólvora por Internet. No ha hecho más que manchar la prestigiosa marca de este hotel con la forma en la que se comporta en su vida privada.

Lucca no se molestó en disimular un bostezo. Todo lo que le estaba diciendo le parecía muy aburrido. Era algo que había oído muchas veces, más de las que podía contar.

Balanceó las patas traseras de su silla. Era un experto en equilibrar de esa manera su peso mientras mantenía su mirada en la cara del director general de turno, siempre tan furioso como lo estaba Giatrakos ese día. Estaba acostumbrado a reuniones como esa.

Incluso había aprendido a disfrutar con ellas. Era su manera de compensar cómo se había sentido a los siete años cuando se mojó los pantalones después de que el director del internado lo llamara a su despacho. Desde entonces, no se había vuelto a dejar intimidar. Nunca.

–Lo único predecible en usted es exactamente su imprevisibilidad –continuó Giatrakos–. Y, puesto que se ha negado sistemáticamente a cambiar de conducta, tendremos que hacerlo los demás.

–Solo fue una fiesta que se nos fue un poco de las manos, nada más –le dijo Lucca–. La prensa hace que suene como si se hubiera tratado de una orgía, pero ni siquiera me acosté con ninguna de esas chicas. Bueno, puede que con una sí, pero solo porque estaba esposado a la cama en ese momento, ¿qué otra cosa iba a hacer? No me quedó más remedio.

Vio que latía rápidamente un músculo en la mandíbula del director.

–Su padre se niega a darle un céntimo más de su asignación hasta que se comprometa a cumplir con la misión que le he asignado. Ya me imagino que esto le parecerá una crueldad, después de todo, no está acostumbrado a tener que trabajar para ganarse la vida. Lo suyo es ir de fiesta en fiesta seduciendo a aspirantes a famosas que solo se acercan a usted para obtener fama y dinero.

Lucca dejó caer de golpe la silla en el suelo al oír las palabras del otro hombre.

Tenía previsto asistir a una exclusiva subasta de arte en Montecarlo la siguiente semana. Estaba reuniendo una colección privada de pinturas en miniatura y había una en particular que quería comprar. Su instinto le decía que esa obra iba a revalorizarse en poco tiempo. Lo último que quería era que ese hombre lo exiliara a algún lugar remoto y perdiera la oportunidad de adquirir esa obra. Pero, por otro lado, tampoco podía permitirse el lujo de perder la asignación que obtenía del fondo fiduciario familiar.

Sentía que era algo que su familia le debía a él y no al revés.

–¿Qué clase de misión?

–Un mes de trabajo en el hotel Chatsfield de la isla de Preitalle, en el Mediterráneo.

Lucca tuvo que contenerse para no suspirar aliviado. El principado de Preitalle estaba a poca distancia de Montecarlo y podía ir tanto en ferry como en helicóptero, si llegaba a ser necesario.

Pero pensó que le convenía mostrarse descontento. Le había quedado claro que el nuevo director general nombrado por su padre quería castigarlo y estaba disfrutando mucho haciéndolo. Igual que le había pasado con el director del internado, alguien en quien prefería no pensar.

–¿Y qué es lo que se supone que tengo que hacer? –le preguntó con fingido recelo.

Todo eso formaba parte de su juego. Tenía que oponerse a lo que le pedían, pero solo era una fachada. En realidad, creía que era él el que llevaba las riendas de su vida y controlaba esa situación.

Los ojos fríos de Giatrakos lo miraron con malicia.

–Tendrá que trabajar de manera conjunta con la princesa Charlotte y ayudarla a planear la boda de su hermana Madeleine, que se celebrará a finales de este mes.

Lucca echó la cabeza hacia atrás y se echó a reír con ganas.

–Es una broma, ¿verdad? ¿Yo? ¿Quiere que organice una boda? ¡No sé nada de eso! Puedo organizar fiestas, ¿pero una boda? Ni siquiera puedo recordar la última vez que fui a una.

–Mucho mejor, así tendrá la oportunidad perfecta para aprender a hacerlo –repuso Christos mientras jugueteaba con el bolígrafo que tenía entre sus manos–. Se supone que sabe muy bien qué es lo que quieren las mujeres. Aquí está su oportunidad de poder por fin darle un buen uso a esa experiencia.

Lucca decidió seguirle el juego. Pensaba que no podía ser muy difícil. Después de todo, la boda se iba a celebrar a finales de ese mes y ya debía de estar organizado casi todo.

Decidió que dejaría los trabajos de última hora para las personas que de verdad sabían hacer ese tipo de cosas, mientras él se relajaba en una de las maravillosas playas de Preitalle.

De todas formas, ya había empezado a cansarse un poco del ambiente londinense. Había sido divertido salir a menudo, provocar escándalos y hacer las cosas más desvergonzadas que se le ocurrían solo por el mero placer de que podía hacerlo. Había sabido muy bien cómo explotar cada situación a su favor, pero ya empezaba a cansarse de tanta fiesta, tantos clubes nocturnos y tantas amantes.

Tenía que reconocer que era agotador e incluso, aunque le costara admitirlo, algo aburrido.

Además, le atraía la idea de tener más tiempo para concentrarse en su arte. No solo en los cuadros en miniatura que coleccionaba, sino en sus propias pinturas. Su pasión por el dibujo había estado presente en su vida desde que fue lo suficientemente mayor como para sostener un lápiz en la mano. El dibujo era su manera de abstraerse de todo y meterse en un mundo privado donde podía estar tranquilo y centrado. Había sido su manera de estar anclado a algo durante una infancia muy caótica.

Por muy mal que estuvieran las cosas en su familia, siempre había tenido el dibujo para poder escaparse a ese mundo interior de paz y creatividad. Había pasado horas sentado en el suelo del salón, frente al cuadro de su madre, tratando desesperadamente de captar unos rasgos que ya había empezado a olvidar, pero que estaban capturados para siempre en ese retrato.

Disfrutaba mucho del proceso de creación, desde los primeros trazos de lápiz en un pequeño lienzo hasta el resultado final, una pintura en miniatura terminada, enmarcada y con su firma en la esquina derecha.

Pensaba que iba a poder aprovechar ese mes de junio en el Mediterráneo para disfrutar de esa otra pasión que tenía, menos carnal y básica que las otras.

Creía que le resultaría fácil. No tenía más que fingir estar de acuerdo con todo, hacer lo que le pedían y tratar de disfrutar de esas semanas en la isla.

–Bueno, ¿y qué le parece a la princesita que llegue alguien de fuera para inmiscuirse en la organización de su boda? –le preguntó finalmente mientras volvía a balancear la silla sobre las patas traseras.

 

 

–¿Cómo? –preguntó Lottie mirando a su hermana Madeleine muy ofendida–. ¿Por qué crees que necesito que alguien me ayude? ¿No crees que estoy a la altura de las circunstancias y puedo organizar sola tu boda? ¿Acaso lo ha sugerido mamá? ¿O ha sido papá?

Madeleine levantó las manos para detener las preguntas.

–¡Un momento! No mates al mensajero. Me he limitado a contarte lo que va a pasar. Es parte del acuerdo para poder celebrar el banquete en el hotel Chatsfield. Me lo han comunicado así desde la máxima dirección de la empresa y cuentan con mi aprobación. El director general va a enviar a un representante de la familia Chatsfield para trabajar contigo. Se hace así por el interés de las relaciones públicas de la familia real y de la empresa hotelera.

–Pero yo ya lo he organizado todo –protestó Lottie mientras golpeaba con los nudillos el grueso archivador que portaba en sus manos–. Tengo aquí cada detalle de la boda, cada minuto de la celebración… Lo último que necesito ahora mismo es alguien que trate de cambiarlo todo en el último momento.

Madeleine se recostó en su asiento y cruzó con elegancia las piernas mientras miraba sus pies y las uñas recién pintadas.

–Creo que te va a venir bien tener a alguien con quien compartir la carga de trabajo –le dijo su hermana mientras la miraba a los ojos.

Estaba cansada de que se refiriera a ella de esa manera, como si supiera lo que le convenía y lo que debía hacer. No lo soportaba.

–Alguien joven, moderno y que se maneja bien en los ambientes sociales.

Lottie entrecerró los ojos al oír esa descripción. Le daba muy mala espina.

–¿Quién va a venir?

–Uno de los gemelos.

Sabía que Madeleine pensaba que ella no estaba en contacto con el mundo moderno, pero le dolía que se lo restregara por la cara contratando a alguien que no hacía otra cosas en su vida más que salir de fiesta. Los gemelos Chatsfield, Lucca y Orsino, eran famosos por su vida escandalosa, que las revistas del corazón estaban encantadas de retratar cada semana.

Esperaba al menos que no fuera…

–¿Cuál? –le preguntó Lottie a su hermana.

–Lucca.

Parpadeó rápidamente al oírlo.

–¿Cómo? ¿Has dicho…?

Madeleine asintió con la cabeza.

–Sí.

Lottie tragó saliva.

–¿Ese cuya fotografía está ahora mismo en todas las redes sociales? ¿Una foto en la que aparece en una habitación de hotel con…? ¿Con esa cosa de cuero y nada más? Ni siquiera sé cómo se llama…

–Taparrabos.

Se llevó las manos a la boca.

–Dios mío… –susurró angustiada.

–Estoy segura de que va a comportarse de manera impecable mientras esté aquí –le aseguró Madeleine–. He oído que dejará de recibir dinero de la familia Chatsfield si no lo hace –añadió.

–¿Así que van a utilizarme para modificar su conducta? ¿A quién se le ha ocurrido una idea tan ridícula y nefasta? –preguntó enfadada–. ¿Seguro que no es una broma? Dime que es una broma.

–No es ninguna broma –le dijo Madeleine–. Y, de hecho, creo que será algo positivo para nosotros a largo plazo. Ya sabes que todo el mundo tiene la idea de que la casa real de Preitalle es anticuada y poco importante. No tenemos el mismo prestigio que otras casas de la realeza europea. Pero si demostramos que somos capaces de abrirnos algo más a la actualidad y a la vida moderna, tendremos la posibilidad de mejorar la imagen de la familia y asegurarnos el futuro de la dinastía en la región –agregó con seguridad su hermana–. Lucca Chatsfield lleva años asistiendo a los eventos y fiestas más exclusivas de Europa y América. Se mueve en círculos con los que la mayoría de la gente solo puede soñar. Conoce a estrellas del rock, deportistas, actores y directores de cine… Involucrarlo en la organización de mi boda hará que aumente de forma automática mi popularidad. Estoy segura.

Lottie puso los ojos en blanco al oírlo.

–¿Y cómo crees que un famoso donjuán al que solo se conoce por sus escándalos y fiestas va a poder ayudarme a organizar una boda real?

–Bueno, ¿por qué no se lo preguntas tú misma? –le dijo Madeleine con otra de sus sonrisas de superioridad–. ¿Has oído ese helicóptero? Acaba de llegar.

 

 

Lucca lo tenía todo planeado. Pensaba entrar al palacio para presentarse, conocer a la princesa que se estaba encargando de organizar el evento y salir enseguida, dejándola a ella con los arreglos florales y las fruslerías típicas de una boda, mientras se relajaba en una tumbona de la playa más cercana con un cóctel en la mano y una camarera en biquini a su lado. O tres.

Había aprovechado el viaje hasta la isla para recabar un poco de información. La hermana mayor y heredera al trono, la princesa Madeleine, tenía fama de ser una joven bastante mimada. No era una diva, pero sí alguien que había sabido desde siempre cuál era su destino y daba por sentado que merecía todo lo que tenía.

Durante años, se la había visto en compañía de hombres de todas partes de Europa, pero había terminado prometiéndose a un joven inglés de aspecto serio y estudioso, Edward Trowbridge. Al parecer, Madeleine quería un gran banquete de bodas en el hotel Chatsfield y había encargado a su hermana pequeña, Charlotte, la planificación de la boda.

Había visto un montón de fotografías de Madeleine de Chavelier en la prensa. Era una joven atractiva, rubia, con los ojos azules y algo rellenita. Tenía veintiséis años y una personalidad extrovertida que le iba a ser muy útil cuando sus padres, los reyes Guillaume y Evaline, abdicaran el trono en ella. Se había dado cuenta de que era uno de los objetivos favoritos de los paparazis y no había encontrado ni una sola fotografía en la que saliera poco favorecida. Los diseñadores de moda la cortejaban continuamente para que se pusiera su ropa. Bastaba con que la joven princesa apareciera en público con uno de sus conjuntos para que esa ropa se vendiera como rosquillas y se convirtiera en la moda del momento.

No podía decirse lo mismo de la princesa Charlotte. Había encontrado en Internet decenas de comentarios poco halagadores sobre su falta de gusto a la hora de vestirse. Leyó algunas comparaciones bastante desagradables e injustas entre su hermana y ella. Para ilustrar esas duras críticas, encontró varias fotografías que le habían hecho sin que ella fuera consciente de ello y en las que aparecía seria y con una imagen que le hacía parecer mucho más mayor de lo que era.

Apenas había encontrado nada sobre su vida privada, solo un artículo sobre la relación que había tenido con el hijo de un diplomático cuando tenía dieciocho años y estaba estudiando en Suiza. Le dio la impresión de que, si tenía una vida social intensa, no debía de ser lo suficientemente salvaje como para atraer la atención de los paparazis y ese detalle consiguió atraer su atención.

–Por aquí, señor Chatsfield –le indicó un empleado del palacio haciéndole una reverencia mientras abría una puerta que daba a un soleado salón–. Su Alteza Real la princesa Charlotte lo recibirá ahora.

Lo primero que vio nada más entrar fueron unos intensos ojos verdes que lo miraban desde detrás de unas gafas de carey. La princesa estaba de pie y con la espalda muy recta, le recordó a uno de esos soldaditos de plomo antiguos, preparado siempre para una batalla imaginaria.

Estaba completamente inmóvil, como si estuviera congelada.

Pero vio entonces un pequeño movimiento en sus dedos que la traicionaba. No paraba de mover su dedo índice izquierdo contra la uña del pulgar. Supuso que se trataba de un hábito inconsciente.

No tardó en entender por qué la prensa criticaba su falta de estilo al vestir. Si lo que llevaba en esos momentos era su atuendo habitual, o no tenía ni idea de lo que le favorecía o vestía deliberadamente de esa manera para pasar desapercibida.

Llevaba una falda de cuadros por debajo de la rodilla, una blusa de algodón marrón y una gran chaqueta de punto que cubría casi por completo su torso. Parecía una vagabunda, no una princesa que ocupaba el segundo lugar en la línea de sucesión. Su cabello no era rubio ni castaño, sino de un tono rojizo, y lo llevaba recogido en una tirante cola de caballo. Tenía un aspecto general recatado y aburrido.

–Bienvenido al palacio real de Preitalle, señor Chatsfield –lo saludó la princesa en un tono cortés pero también frío.

Tenía un ligero acento francés.

La princesa extendió hacia él la mano derecha y no se le pasó por alto que lo hacía por compromiso y educación, no porque le apeteciera tocarlo, todo lo contrario.

Vio cómo sus ojos se abrían con sorpresa cuando sus fuertes dedos envolvieron la diminuta mano de la princesa. Su piel era suave como los pétalos de una rosa y fresca como el tacto de la seda. Inclinó la cabeza hacia atrás para mantener el contacto visual con él, haciendo que se sintiera muy alto al lado de ella.

Su mano revoloteó entre sus dedos como un pajarito enjaulado y no pudo evitar sentir una oleada de calor en su cuerpo que se concentró en su entrepierna.

Lucca la soltó y tuvo que contenerse para no sacudir la mano, como si así pudiera librarse de la sensación de hormigueo que ese breve contacto le había provocado.

–Gracias, alteza –repuso él con exagerada cortesía.

No era el hijo perfecto y todo el mundo lo conocía por su escandalosa vida, pero sabía cómo comportarse cuando la ocasión lo requería, aunque en realidad no creyera en esas tonterías. Para él, todo el mundo era igual, ya fueran ricos o pobres, miembros de la realeza o no.

La princesa apretó con fuerza los labios. No sabía si estaría molesta con la situación o si era simplemente un gesto de nerviosismo o timidez, pero solo consiguió atraer su mirada hacia esa parte de su anatomía.

Tenía unos labios gruesos, carnosos y rosados, sin necesidad de maquillaje, ni siquiera llevaba brillo de labios. Era una boca que parecía concebida para la pasión más intensa, pero que estaba en completo desacuerdo con el resto de su cuerpo y su aspecto.

No podía dejar de pensar si esa apocada princesa tendría un lado salvaje que escondía bajo esa ropa tan poco atractiva y una personalidad más bien fría.

Pensó que, después de todo, tal vez su exilio en esa isla no fuera a ser una completa pérdida de tiempo…

Charlotte se apartó de él como si necesitara poner algo de distancia entre los dos. Cuadró sus delgados hombros y cruzó las manos frente a ella.

–Tengo entendido que va a ser mi ayudante –le dijo la princesa.

No estaba acostumbrado a que las mujeres lo trataran de esa manera. Era muy diferente. No lo miraba con una sonrisa tonta ni agitaba su melena. No le susurraba al oído ni reía sus bromas. Tampoco trataba de seducirlo con ropa insinuante ni se contoneaba para él.

Todo lo contrario.

Llevaba la blusa abotonada hasta el cuello y le hablaba con mucha formalidad y frialdad. Para colmo de males, lo miraba con cierto desdén, como si fuera algo desagradable que se le hubiera pegado a la suela del zapato.

–Así es –repuso él con una inclinación de cabeza.

La princesa levantó un poco más la cara y entrecerró levemente los ojos.

–Ya sabrá que la función que se supone que va a desempeñar aquí es innecesaria, además de ir completamente en contra de mis deseos.

Se quedó atónito al oírlo, no se había esperado ese tipo de actitud.

Había sido su intención salir de allí lo antes posible, pero algo en su hostilidad consiguió irritarle. No estaba acostumbrado a ser tratado de esa manera, como si no fuera más que un humilde siervo que no estaba a la altura de las circunstancias.

Después de todo, era uno de los herederos de una de las familias más ricas de Inglaterra y se negaba a que le hablaran así. No iba a dejar que una recatada y tímida princesita fastidiara sus planes e hiciera que él se quedara sin la asignación que recibía de su familia. No podía permitir que lo despidiera antes de que tuviera la oportunidad de fingir que trabajaba con ella.

Había decidido seguir el juego para salvar las apariencias y para asegurarse de que todos en su familia estuvieran contentos.

–La boda de su hermana no puede seguir adelante sin la cooperación de mi familia –le recordó él–. El hotel Chatsfield es el único lugar lo suficientemente grande y moderno en Preitalle para dar cabida al banquete de una boda real.

Charlotte le lanzó una mirada desafiante.

–Podríamos celebrarlo aquí en el palacio, en el salón de baile. Eso es lo que le dije a mi hermana cuando empezamos a organizar el evento.

–Pero no es eso lo que quiere su hermana –respondió él.

Estaba divirtiéndose mucho, le parecía muy estimulante ese combate verbal entre los dos. Tan estimulante que podía sentir la agitación en su sangre, recorriendo todo su cuerpo y centrándose en la entrepierna como un fuego que se propagaba sin que pudiera hacer nada para evitarlo.

–El hotel está más cerca de la catedral y quiere celebrar la boda en una zona neutral, como sería ese establecimiento, para demostrarle al resto del mundo que la casa real de Preitalle se está modernizando y tiene visión de futuro, ¿no es así? –agregó él.

La princesa Charlotte apretó los labios de nuevo. Casi podía oír el sonido de los engranajes de su cerebro moviéndose a toda velocidad. Sabía que estaba planeando un contraataque. Casi podía ver lo que estaba pensando, barajando mentalmente todos los posibles comentarios para elegir el más mordaz.

–No entiendo cómo un hombre que ha pasado toda la vida malgastando su tiempo y el dinero de su familia, alguien que ha elegido un estilo de vida tan libertino e inmoral como el suyo, puede llegar a enseñarme u ofrecerme algo que me pueda ayudar en la organización de la boda.

Lucca le dedicó una sonrisa burlona.

–Se equivoca, princesita. Creo que puedo ofrecerle mi experiencia y conocimientos para conseguir que este principado se muestre ante el resto del mundo como un lugar que es consciente del siglo en el que estamos.

Sus mejillas se sonrojaron al instante y apretó aún más la boca.

–No tiene permiso para dirigirse a mí de manera informal. Así que, por favor, no lo haga. Debe dirigirse a mí como «su alteza real» la primera vez que somos presentados y, a partir de ese momento, como «señora».

–¿Señora? ¿Como si fuera una maestra de escuela o una bibliotecaria? –repuso él.

La princesa inspiró con fuerza y contuvo el aliento. Después, se apartó de él y se fue al lado opuesto del salón. Seguía con los brazos cruzados y levantó aún más la cabeza mientras contemplaba desde los ventanales los jardines del palacio. Todo su cuerpo parecía estar vibrando con una ira que apenas podía controlar.

Podía percibir cómo trataba de mantener la compostura, supuso que se habría entrenado durante años para ser capaz de hacerlo. Sabía que la realeza tenía tantas debilidades y cambios de humor como podía tenerlo cualquiera, pero a sus miembros no se les permitía mostrarlos, al menos no en público.

Pero tenía la sensación de que, en ese preciso instante, la princesa Charlotte estaría dispuesta a cambiar su tiara preferida por la oportunidad de poder abofetearlo.

–No tengo nada más que decirle –le anunció ella con formalidad–. Por favor, retírese.

–Escucha, cariño –le dijo Lucca tuteándola e ignorando por completo el protocolo–. Tal y como veo las cosas, no tenemos más remedio que trabajar juntos, aunque solo sea para salvar las apariencias. Tu hermana mayor parece muy interesada en que trabajemos juntos y me da la sensación de que lo que ella dice va a misa. La verdad es que preferiría estar tomando el sol en alguna playa cercana, a ser posible con un par de modelos rubias que me ayuden con la crema bronceadora. Así que échame de aquí si te atreves, no me importa. Pero entonces no vas a poder usar el hotel Chatsfield para el banquete.

La princesa Charlotte se volvió hacia él y le dirigió una mirada que hizo que se sintiera como una cucaracha.

–Es el hombre más desvergonzado que he conocido en mi vida –le espetó la princesa.

–Entonces, creo que deberías salir más –repuso él con media sonrisa–. Te puedo asegurar que hay muchos más como yo o peores.

La joven entrecerró los ojos y apretó las manos con fuerza.

–Salga de aquí antes de que tenga que avisar a mi equipo de seguridad.

Lucca se encogió de hombros con indolencia mientras iba despacio hacia la puerta.

–Si me necesitas, me encontrarás en el ático del Chatsfield –dijo antes de lanzarle un beso desde la puerta–. Ciao!