Título original: Irina

© 2018 Empar Fernández

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Diseño: Ediciones Versátil

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1.ª edición: febrero 2018

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Capítulo 1

Barcelona, abril de 2016

El día no había empezado bien y un hombre como él, con una acusada propensión al pesimismo, solo contemplaba una posibilidad: la de que empeorase irremisiblemente. Si hubiera podido, hubiera regresado a casa, hubiera conectado el televisor y hubiera dejado volar el resto del día con ayuda de unas cervezas y un par de películas de acción disparatada. Previamente hubiera enviado a la mierda a la empresa entera y, en especial, a sus altos mandos, una caterva de incompetentes que solo sabían proferir exabruptos y culpabilizar a los demás de su propia ineptitud.

Se limitó a abandonar el despacho durante un rato, a poner el pie en la calle con el propósito de airearse y a barajar la posibilidad de quemar el primer pitillo; aquel que intentaba, en vano y a contrapelo, demorar hasta el café de la sobremesa. Era uno de sus retos, el resto todavía eran menos gloriosos. Muy raras veces lo conseguía.

Quizás por pura prevención, quizás porque no esperaba nada bueno; cuando la desconocida se le acercó y le pidió fuego, a punto estuvo de responder que no fumaba. No lo hizo. No sabía mentir. No había aprendido durante la adolescencia, cuando generalmente se aprenden esas cosas, y había acabado andando por la vida con la verdad por delante.

Se llevó la mano al bolsillo de los vaqueros y sacó el encendedor rosa geranio. Se lo tendió. Recordó que no le pertenecía y que lo había cogido de la mesa de reuniones al retirarse mascullando imprecaciones para sus adentros, como casi siempre. La reunión había sido un desastre, ni una buena noticia y tantas recriminaciones como caben en cincuenta minutos de un monólogo hiriente salpicado de algunos vanos intentos de los empleados humillados públicamente de objetar alguna cosa en su defensa. Los subordinados habían intentado parapetarse, alegar desamparo, malos tiempos, poca promoción, crisis galopante… También él había procurado descargar algo de responsabilidad. Todo inútil. La habitual e irritante sordera selectiva de un director comercial que blandía, como si se tratara de un puñal bien afilado, un penoso balance de resultados.

Cuando, a pocos pasos de la enorme puerta de acceso del edificio, la desconocida alzó los hombros, esbozó una sonrisa encantadora y le mostró los dedos vacíos, a Santiago apenas le sorprendió su desinhibición. Ni fuego ni pitillo. Su cara no le resultó familiar, pero no era extraño, cientos de personas se repartían por los dieciséis pisos de oficinas. Imaginó que era una empleada de otra planta. Su curiosidad era limitada, no preguntó.

Sacó del bolsillo el paquete de Camel y se lo tendió. Acompañó el gesto de un leve resoplido de resignación. Ni podía ni quería ocultar su malhumor. Con unos dedos asombrosamente largos y delgados, la joven sacó un cigarrillo y lo prendió. Tras llevárselo a la boca y aspirar entornando levemente los ojos, le alargó la mano.

—Yo soy Oxana —pronunció con dificultad y gesto de concentración—. Muchas gracias a ti.

Y pocas palabras le bastaron para comprender que la joven no solo no hablaba castellano sino que había nacido a miles de kilómetros de distancia.

Se sintió obligado a estrechar la mano de aquella mujer de piel blanca y ojos de un azul imposible que parecía haber nacido en las inmediaciones del Círculo Polar y a la que no sentía deseos de conocer. La retiró de inmediato para sacar otro cigarrillo del paquete. Oxana aproximó la llama y él entrecerró los ojos, como tenía por costumbre.

La joven debía tener unos treinta y pocos años, era muy rubia, vestía una falda estrecha y negra por encima de la rodilla y un jersey gris de punto que ceñía su busto y dejaba al descubierto la prodigiosa palidez de su escote. Calzaba zapatos oscuros de medio tacón. Había algo de brillo en sus labios y en sus uñas y, en sus ojos, una línea azulada en el párpado inferior producía un singular efecto: sus pupilas parecían flotar en alta mar. Era alta, tanto como él, y tenía las caderas estrechas y unas piernas que se adivinaban muy largas. La ausencia de medias en un día fresco de principios de primavera le resultaba chocante, debía ser una costumbre más propia de otras latitudes. Al hombro un bolso sintético de asa corta.

El conjunto, rematado por un moño alto, como de bailarina clásica, resultaba enigmático y algo pasado de moda. Como las bailarinas clásicas, permanecía muy derecha sobre la acera.

—Santiago —correspondió a su vez y con evidente desgana estrechándole la mano de dedos como lápices.

La chica entornó de nuevo los ojos azul báltico para protegerse del humo e inclinó la cabeza con una mueca, como si examinara su nombre o como si intentara grabarlo en su memoria. A Santiago el gesto le resultó inapropiado, demasiada proximidad.

—San-tia-go —repitió ella.

Se sintió violento, incómodo, era como si la mujer pretendiera saberlo todo de él, ahondar en sus miserias, que eran muchas, y calibrar así su valía. Quizás por ello instantes después giró sobre sus talones e inició una retirada algo indigna. Como casi todas.

A su espalda Oxana repitió su nombre casi en un susurro.

—Santiago.

Y lo hizo de nuevo en voz algo más alta y con una dificultad evidente. Como si ensayara.

—Santiago.

Sonó a otro nombre, a un nombre distinto, el de otra persona. Seguir adelante le pareció demasiada descortesía. Se giró, Oxana sostenía el encendedor en alto. Sonreía. Tenía los ojos hermosísimos y extraordinariamente azules.

—Puedes quedártelo —respondió ayudándose con un gesto atropellado de su mano derecha que le sirvió para disimular su confusión.

En aquel instante no podía saber que acaba de cruzarse con la mujer que semanas más tarde haría saltar su vida entera por los aires.

Carles Armengol, uno de los pocos colegas con los que mantenía cierta relación, había contemplado la escena y siguió a Santiago al interior del edificio.

—¿La conoces? —preguntó sin preámbulos.

—De nada.

—Es una de las mujeres más guapas que he visto jamás. —Y remató sus palabras con un silbido que hizo que las tres mujeres que ya aguardaban en el interior del ascensor lo miraran con recelo. Una de ellas puso cara de estar a punto de escupir a su paso. Armengol le sostuvo la mirada unos instantes.

Santiago cabeceó. No quiso pronunciarse.

Regresó al despacho. Rosa, en la mesa de enfrente, tecleaba un mensaje en su móvil. Ahogó un gruñido de desagrado. Santiago hubiera preferido mil veces estar solo y maldecir interiormente a todos y a cada uno de sus congéneres en absoluto silencio. Quizás tenían razón los que afirmaban que se le estaba agriando el carácter.

Pensaría en ello.

—¿Sabes que Sandra, la de ventas, está esperando una niña? —preguntó su compañera de despacho sin levantar la mirada de la pantalla del móvil.

Le costó unos instantes recordar quién era Sandra. No tenía ni idea de que esperaba descendencia y la noticia no le interesó lo más mínimo.

—¡Ah! —comentó por quedar más o menos bien.

—Y ¿sabes cómo se va a llamar? No te lo vas a creer.

Era obvio que Santiago ignoraba el nombre de la criatura que había de llegar al mundo. También lo era que no le importaba en absoluto. Se limitó a encogerse de hombros y a pronunciar:

—Ni idea. —Era hombre de pocas palabras.

—Ariel.

—¿Cómo el detergente? —preguntó por preguntar y porque sentía una leve extrañeza. En algo Rosa no se equivocaba. Era cierto, no podía creérselo.

—¡Pero qué bruto eres, Santiago! Por la Sirenita, hombre. ¿En qué mundo vives?

Aceptó sin replicar que era poco más que un animal de bellota. Se preguntó a sí mismo en qué mundo vivía, no encontró una respuesta apropiada y regresó a sus cosas.

Hay que joderse.

Como la Sirenita, repitió para sí.

Capítulo 2

Moscú, diciembre de 2015

Irina había conseguido salir al rellano de su piso minúsculo en las afueras de Moscú, había pulsado el timbre y había alertado a Oxana, la madre soltera que ocupaba el piso de enfrente. La joven se disponía a dejar a su hijo en la guardería, como cada mañana antes de salir volando hacia el trabajo. Siempre iba deprisa, muy cansada, agotada. Siempre parecía al borde de un ataque de ansiedad.

Se llevaban bien. Simpatizaban. Ambas se ayudaban en lo que podían. Eran conscientes de que, a falta de parientes más o menos cercanos y de amigos en las proximidades, se necesitaban para ir tirando.

La tarde anterior había notado que le faltaba el aire. Intentó no preocuparse. No era la primera vez. Pero había pasado mala noche, no había conseguido dormir más que unos pocos minutos. Ni tan siquiera había podido tenderse en su cama por miedo a no poder respirar. Llevaba muchas horas mal acomodada en el sillón que su cuerpo había moldeado con el paso de los años, extraviada en una especie de delirio febril y captando, con mucho esfuerzo y un sordo ronroneo en el pecho, un hilo de aire.

Con las primeras luces se había levantado trabajosamente y, sujetándose a la pared y arrastrando los pies como si pesaran quintales, había cruzado el umbral de su casa, había recorrido la distancia que la separaba de la puerta del piso de su vecina y había conseguido pulsar el timbre.

Había sido Oxana la que, al comprobar que Irina estaba en apuros y que apenas conseguía respirar, había avisado inmediatamente al servicio de emergencias a pesar de que la anciana se resistía. No quería ir a parar a un hospital, quería que el médico la visitase en casa. No quería moverse de allí. No había para ella otro lugar en el mundo.

Asustada y con su hijo lloriqueando en el cochecito, Oxana la había ayudado a sentarse en el rellano y le había echado una manta más sobre los hombros. El frío en la escalera era tan intenso que la joven temblaba mientras buscaba en el piso de Irina una maleta que no encontró por ninguna parte. Antes de que los sanitarios se la llevaran, metió en una gran bolsa de plástico las pertenencias de la anciana que creyó que podría necesitar. Algo de ropa interior —la más presentable que encontró en el cajón de su cómoda—, dos pares de medias de lana zurcidas en más de una ocasión, una falda de paño, un par de blusas con muchos años a cuestas, un jersey grueso, un camisón tan viejo que daba grima, colonia, peine, unas zapatillas…

Irina no tenía muchas cosas, no le preocupaba su aspecto, salía muy poco y no recibía visitas. Nunca. A menudo no se despojaba durante días del camisón ni de sus medias gruesas y hacía años que no pisaba una peluquería. Se limitaba a pasarse diariamente un peine, a tirar de tijeras cuando el cabello le llegaba a los hombros y a acumular ropa de abrigo sobre un cuerpo que seguía resultando escuálido.

—Tranquila, Irina. Ya llegan. Te pondrás bien. Ya lo verás.

La anciana no conseguía articular palabra. Asentía. Temblaba y parecía confusa. Había dejado de resistirse a ser conducida a una sala de hospital. No respondía a las preguntas de la joven y, cuando lo hacía, su voz no resultaba audible. Ella misma se había envuelto en una de las mantas de su cama a la que Oxana había sumado otra. Apenas asomaba el rostro que era todo huesos. Era incapaz de mantenerse en pie y, sentada en un escalón del tramo que subía a la planta superior, había apoyado el cuerpo y la cabeza en el muro bajo de la barandilla, como si se hubiera desvanecido o estuviera a punto de hacerlo. Tenía las manos sobre los ojos, no deseaba ver a nadie ni quería que la vieran, no quería mostrar al mundo su decrepitud. Era una persona lúcida a la que el cuerpo, del que renegaba a diario, correspondía con una traición en toda regla.

Mientras esperaba, Irina jadeaba al tiempo que emitía una especie de ronquido que parecía salir de las profundidades de sus bronquios. Tenía el cabello blanco y ya ralo, y pendía en apagados mechones a ambos lados de su cabeza. Le temblaban las manos y parecía tan consumida que sus pies, embutidos en medias y varios pares de calcetines gruesos, no alcanzaban el grosor de unos pies corrientes.

—Necesitaremos la documentación. Probablemente se quedará ingresada —advirtió el sanitario nada más ver sus ojos vidriosos, sus manos temblorosas a la altura de los ojos y su boca abierta.

Oxana rebuscó en armarios y cajones. Encontró un sobre enorme en el que se acumulaban pruebas médicas que pertenecían a otra persona, las desestimó. Localizó en un cajón un pasaporte con la fotografía de Irina algo más joven y un nombre que no reconoció y que, desde luego, no era ruso. Comprobó que era el mismo que aparecía en el exterior de los informes médicos: Asunción Cadavieco Marón.

—Esto es lo que he encontrado. Pero ella es Irina, no sé por qué aquí dice… Yo soy su vecina. No sé…

El hombre inclinó la cabeza mientras contemplaba el pasaporte y fruncía el ceño. No parecía contento. No lo estaba. Resopló. Anticipaba problemas. Siempre los había. Los problemas, como la muerte, eran ley de vida.

—Con esto no hacemos nada, señora. Esta documentación pertenece a una tal Asunción, si esta mujer se llama Irina como usted dice… Además necesita la identificación sanitaria.

Irina agitaba una mano en el aire, señalaba la documentación. Susurró.

—Soy yo, soy yo… —Su voz apenas superaba la frontera de sus labios y su esfuerzo resultó inútil.

—En algún momento la habrá tratado alguien, la habrá visitado algún médico…

—Sí, claro, pero no encuentro nada más. Si espera usted un momento…

—Bueno, pero no creo que ella esté en condiciones de esperar mucho —alegó el auxiliar mirando de reojo a una Irina muy apurada cuyo estertor al respirar resultaba alarmante.

Oxana se perdió de nuevo en el interior del piso. Encontró la identificación sobre el frigorífico. El nombre no era el de Irina.

—Tenga. Todo lo que hay es de otra persona… No sé, no está a su nombre. Puedo buscar esta tarde y…

El hombre, corpulento y de mirada atravesada, negó con los brazos en jarras.

—Necesitamos sus papeles.

—Pero no pueden ustedes dejarla aquí. Ella vive sola y… Ya la ve. Parece muy débil y yo diría que hace muchos días que no sale de casa. No sabía nada, pero… Debe haber una explicación. Yo no puedo… Solo soy su vecina y no… Para mí ella siempre ha sido Irina. Irina Korovin.

—Las cosas no funcionan así —aseveró el sanitario.

Oxana se encogió de hombros incapaz de explicar por qué Irina parecía llamarse Asunción a efectos oficiales.

El hombre rezongó y metió la identificación y el pasaporte en el sobre con las pruebas médicas que, al parecer, pertenecían a otra mujer. Siguió protestando mientras sujetaba a la anciana por las axilas, la alzaba sin esfuerzo con la ayuda de su compañero y la ayudaba a tenderse.

Irina se quejó un par de veces, como si sintiera algún dolor que el movimiento incrementaba sin remedio, y se llevó la mano al pecho. Una de las mantas se deslizó y, aunque intentó en vano sujetarla, cayó al suelo. Oxana la recogió y entregó la bolsa con las cosas de Irina al sanitario que había permanecido ajeno al conflicto sobre la identidad de la enferma. El hombre, que rozaría los cincuenta, llevaba unos auriculares diminutos encajados en los oídos; no se había enterado de nada.

—Lo siento. Yo ahora no puedo acompañarla, pero si hay algo que… Puedo pasar más tarde —añadió dirigiéndose al hombre que insistía en que necesitaban sus papeles mientras el niño aullaba en el cochecito y, desde el rellano del piso inferior, una pareja muy mayor pretendía averiguar lo que ocurría.

—Fiodor, Margaretta, es Irina. Se encuentra mal, se la llevan al hospital —explicó Oxana asomándose al hueco de la escalera.

Margaretta se santiguó y musitó algo entre dientes. Una especie de conjuro. Fiodor, su hermano mayor, un hombre muy arisco que vivía por y para su colección de minerales, tiró de su brazo para obligarla a entrar en el piso. No lo consiguió.

Ataron a Irina a una tabla roja mediante unas cintas anchas, la alzaron como si apenas pesara y desaparecieron escaleras abajo. Oxana, sujetando el cochecito, bajó tras ellos. La criatura pareció conformarse y dejó de protestar.

Mientras uno de los hombres depositaba las pertenencias de la anciana en un rincón del vehículo y se sentaba frente al volante, la joven advirtió la mano alzada de la anciana, cuyo nombre a aquellas alturas no quedaba nada claro. Se acercó tanto como pudo.

—Irina. ¿Quieres algo? ¿Aviso a alguien? ¿A algún familiar? ¿A una amiga?

La mujer negó moviendo la cabeza muy lentamente con los ojos cerrados. No conseguía respirar y hablar a la vez. Instantes después, y también muy despacio, señaló sus ojos con el índice de su temblorosa mano derecha.

—Perdona. Claro. No había pensado. Por favor, esperen. Solo será un momento —prometió.

Comprendió la joven que si la anciana se había cubierto los ojos con las manos era porque sin sus lentes apenas le servían de mucho. Echó a correr de nuevo en dirección al piso. Antes de perderse en el portal rogó otra vez al hombre malhumorado:

—Por favor, solo será un minuto. Las necesita. Sin ellas está perdida.

Arreciaron las protestas del hombre que cerraba ya las puertas del vehículo. Visiblemente irritado, prendió un cigarrillo y trató de ahuyentar el frío golpeando la acera con su pie derecho mientras su compañero intentaba en vano retirar la fina capa de escarcha que empañaba el cristal delantero y que minutos antes no estaba allí.

Tardó en encontrar las gafas doradas de Irina. En algún momento durante la noche se habían caído junto a la butaca en la que la mujer había visto pasar las interminables horas nocturnas. Afortunadamente no se habían roto. Las recogió y, solo entonces, Oxana advirtió que en el piso hacía frío, mucho frío. La vieja estufa de gas frente a la butaca estaba apagada. Quizás el gas se había agotado e Irina no había podido cambiar la bombona. Quizás no había podido comprarla. Apagó el televisor que permanecía encendido y sin volumen y echó un último vistazo a algunos de los informes médicos que había desestimado y que seguían sobre la mesa junto a un frasco de jarabe y un vaso con restos de leche.

¿Asunción Cadavieco?

Un nombre extraño para una mujer rusa ya anciana.

Antes de entregarle las gafas, Oxana, acariciándole la mano, prometió:

—Vendré a verte en cuanto pueda, Irina. Te pondrás bien. Seguro.

La mujer, abriendo los ojos y ajustándose las gafas, asintió. ¿Qué otra cosa podía hacer?

Capítulo 3

Barcelona, abril de 2016

Cuando Santiago puso el pie en la calle al día siguiente, el cielo tenía el color del hormigón y el día presentaba parecidas, y no menos aciagas, perspectivas que el anterior. Se detuvo en una cafetería cercana a la empresa y ojeó la prensa como hacía a diario desde que se separó de Andrea. No había vuelto a preparar café y apenas comía en casa si podía evitarlo. Y siempre podía.

Le molestaba el televisor siempre encendido al fondo del local, el zumbido de la cafetera y las conversaciones sostenidas en la voz invasora de los que quieren hacerse oír a toda costa; pero cualquier cosa era mejor que ingerir el primer café a solas y de pie entre la cocina y el salón.

A juzgar por lo que Rosa señalaba, un día sí y otro también, parecía cierto que Santiago había acabado por acomodarse y se había acostumbrado a vivir en una especie de moderado abandono personal en el que chapoteaba a la espera de levantar cabeza. Aunque no lo hubiera reconocido ni a punta de pistola, vestía los mismos vaqueros durante toda la semana y aireaba las camisas para poder usarlas más de un día. Muy a menudo más de dos. Visitaba al peluquero cuando el pelo, que acostumbraba a peinar corto, se aproximaba a sus cejas y amenazaba sus pestañas, y pasaba un trapo húmedo a sus zapatos cuando el polvo enturbiaba el color.

Para su contrariedad, Rosa había reparado en ello y le había sugerido en más de una ocasión que consultara con un experto. Era entonces cuando experimentaba un deseo intenso de volarle la cabeza de un disparo, de arrancársela de cuajo como en un cómic, o de vaciarle los ojos con una cucharilla.

—A mi hermana le ayudó mucho poder hablar con un psicólogo. Las depresiones son algo muy serio, te lo aseguro, y yo juraría… Vamos que estoy convencida que lo que tú tienes…

—No jures, Rosa. Tú no eres creyente —señalaba solo por incordiar.

—Mi hermana estaba cada vez peor, ya te lo expliqué, y le recomendaron una psicóloga que…

—Lo pensaré, Rosa. Lo pensaré —prometía sin desmayo al tiempo que giraba sobre sí mismo, resoplaba de espaldas a su interlocutora y abandonaba el despacho zanjando así el asunto durante un par de días.

—Lo que tú necesitas es un buen terapeuta. También le llaman coach emocional. No sé si has oído hablar de ellos —había sido la última aportación de Rosa al tema de su aparente abandono—. Y yo conozco a uno que…

A sus cuarenta y un años Santiago no pasaba por un buen momento y no advertía señales de que su estado de ánimo pudiese mejorar a corto plazo. Pero ni por un instante consideraba la posibilidad de visitar a un terapeuta. Lo de pagar a un coach emocional no solo quedaba descartado, sino que le parecía una aberración. A su juicio lo necesitaba tanto como una bala en la cabeza.

A excepción de los buenos resultados del equipo de fútbol del que era incondicional y que aquella temporada encabezaba la clasificación, las noticias de la prensa eran por lo general peor que malas. Las víctimas de una catástrofe devastadora seguían sin recibir ayuda mientras la Fiscalía Anticorrupción, que investigaba financiaciones ilegales y dobles y fraudulentas contabilidades del partido en el gobierno, invitaba elegantemente a mirar hacia otro lado y los refugiados en busca de asilo se contaban por millares. Gruñó de rabia mientras cerraba los puños. De buena gana hubiera aporreado la mesa o arrojado la taza a la pantalla plana de la cafetería. Se limitó a levantar la cabeza y mirar hacia la calle.

Una llovizna leve oscurecía la acera. No era un contratiempo. Le gustaba la lluvia.

Se levantó, pagó el café, cruzó la calle y con un peso en el estómago saludó al conserje del edificio en el que trabajaba. Se limitó a un gesto de reconocimiento al que el empleado respondió con un «buenos días» de cortesía y se encaminó con la vista baja al ascensor. Todavía no había cruzado palabra con nadie desde que había puesto el pie en el suelo. Ni tan siquiera había tenido que pedir su habitual café corto que le era servido automáticamente por el mismo camarero que llevaba meses atendiendo su mesa con una discreción encomiable.

Por fortuna no se vio obligado a compartir el trayecto ascendente hasta el séptimo piso. Detestaba hablar por hablar. Quiso creer que era una buena señal. Había empezado a perseguir las indicaciones positivas, pequeños detalles que le permitieran augurar tiempos más dichosos. En el fondo seguía los barruntos de Rosa e intentaba identificar signos de cambio. Ella se empecinaba en llamarlos «señales».

Cada día le resultaba más duro entrar en el despacho, sonreír a los colegas, bromear o aparentar confianza. Lo de poner cara de emplearse a fondo en el trabajo se le antojaba un imposible. La maldita opresión en el estómago que hacía semanas que no le abandonaba era cada vez más intensa y de vez en cuando se sorprendía llevándose la mano al abdomen como un Napoleón de pacotilla. En ocasiones, Santiago se sentía como uno de aquellos primeros buzos que había visto en alguna ilustración. Un hombre abnegado al que le costaba infinitamente levantar los pies por calzar plomo y cuya escafandra, en forma de gran burbuja en torno a su cabeza, le impedía comunicarse. Un hombre que dependía de un tubo para respirar.

Aislado, casi incomunicado por voluntad propia, era un bicho raro que vestía vaqueros y americana algo informal. Una enorme escafandra invisible protegía y aislaba su cabeza. Y si él recordaba a uno de aquellos buzos, su despacho, de no haber sido por la irritante presencia de Rosa, bien hubiera podido considerarse un batiscafo.

Le constaba que en la empresa inmobiliaria en la que trabajaba, sus compañeros más antiguos, los que todavía sentían cierto aprecio por él, achacaban su distanciamiento a su reciente separación. También Rosa lo hacía muy a menudo. Algunos le habían incitado a unirse a ellos los viernes por la noche, incluso propusieron una salida masiva de compañeros de trabajo. Se limitó a negarse con un gesto. Generalmente no abría la boca. Si insistían, recurría al convencionalismo y alegaba que todavía no estaba preparado. Sospechaba que la deserción de Andrea no tenía mucho que ver con sus cada vez más prolongados silencios y con el feroz deseo de estar solo. Tampoco era la causa directa del episodio depresivo que los otros creían reconocer en su conducta.

Hacía días, semanas quizás, que apenas pensaba en ella. En los últimos meses las cosas entre ellos habían ido de mal en peor. No añoraba su cuerpo ni su compañía, aunque era cierto que echaba en falta su capacidad organizativa, su resolución. Su rutina. Era bien poca cosa.

Su natural tendencia al sarcasmo y a la introversión se acentuaba con el paso de los días. Era una evidencia para todo el mundo, también para él. Aumentaba la distancia respecto a los demás y su trato era cada vez más agrio. «Guerra avisada no deja muertos», dicen.

Ya no añoraba a la mujer con la que había compartido la vida durante unos cuatro años. No la deseaba. Ni a ella ni a nadie. No anhelaba su presencia ni se le pasaba por la cabeza suplicar su regreso. No extrañaba su olor, su voz o sus pisadas. No le importó que vaciara sus cajones entre lágrimas, que retirara sus cremas del lavabo, sus papeles del despacho ni sus libros de las estanterías. No se sintió tentado a acceder a su propósito de tener un hijo en común. Ni por un momento. Y no estaba arrepentido de ello. Tampoco le resultó especialmente doloroso que, una vez tomada la decisión, ella prefiriera no volver a verlo en mucho tiempo.

Santiago no había intentado retenerla, no le había prometido la luna, no le había jurado redención, ni tan siquiera le había pedido algo de tiempo para reflexionar. No le había suplicado que lo pensara mejor. De hecho había experimentado cierto alivio cuando, tras haber reunido todas sus posesiones en el rellano del edificio, Andrea cerró la puerta para no volver. Santiago abrió y salió para echarle una mano con las cajas. No quiso que él la ayudara.

—Es mejor así —fueron sus palabras.

Y Santiago se encerró en el piso dejándola a solas con sus bártulos y su decepción.

Entre lágrimas, Andrea los encajó como pudo en el maletero y en los asientos traseros del coche de Ester, su mejor amiga. Quizás se hubiera quedado si él le hubiera pedido que lo hiciese. Eso era lo que más le dolía, que a él no parecía importarle.

Era difícil saber cuándo empezó el desamor. Un imposible. Santiago apenas se había dado cuenta. Solo echaba en falta las rutinas de su vida en común, la vida que Andrea había organizado para ambos con tanta eficacia. El primer café en compañía, el trayecto en metro compartido cada mañana, un paseo de vez en cuando para estirar las piernas, el dejarse arrastrar hasta el cine o hasta la mesa de un restaurante. Era ella la que decidía la hora a la que debían levantarse, qué comerían o cómo pasarían el fin de semana. Era un descanso no tener que preguntarse cómo llenar las horas y cómo completar los inacabables días. Solo muy de tarde en tarde, cuando el silencio le pesaba en el ánimo, Santiago pensaba en ello.

Pasadas las primeras horas sin moverse del teclado miró el reloj y comprobó que era ya media mañana. Un buen momento para el primer cigarrillo. Tampoco aquel día esperaría a la sobremesa. Se aseguró de llevar encima el paquete de Camel y abandonó el despacho tras dar por acabado el peritaje de un local comercial que había quedado libre en una localidad del extrarradio. Uno de los muchos que se habían destinado a la venta de cigarrillos electrónicos y que habían cerrado pocos meses después. Una verdadera ruina. Era muy probable que el propietario del establecimiento hubiera invertido en su puesta a punto los ahorros de media vida; o bien naufragaban con él las esperanzas del parado que había capitalizado el subsidio. Las posibilidades de venta o traspaso eran mínimas. Un mal negocio. En el apartado destinado a las conclusiones finales había escrito: «Se desaconseja la compra». Era consciente de que el futuro de alguien en algún lugar, quizás de una familia entera, dependía de las palabras que acababa de teclear. Era lo peor de su oficio.

Se alejó unos pasos de la entrada del edificio en el que trabajaba y se cobijó bajo la marquesina de un hotel acristalado cuyo interior recordaba a un acuario. El barrio había sido remodelado y las viejas naves industriales y las decrépitas casas de vecinos habían sido substituidas por modernos edificios de oficinas, por algún hotel de muchas estrellas para los ejecutivos de paso y por cafeterías donde comer poco, caro y mal. Para regocijo de algún colega, que desbordaba testosterona, acababan de inaugurar en las proximidades un gimnasio de los que permanecían abiertos las veinticuatro horas.

La lluvia era suave, cadenciosa, y cuando el semáforo en rojo interrumpía la circulación, del asfalto se elevaba un rumor grato al oído. Hubiera podido permanecer allí varado el resto de la mañana. Ensimismado, escuchando las diminutas gotas estrellarse sobre el asfalto con un cigarrillo entre los dedos y la vida en suspenso.

—¿Santiago?

No reconoció la voz y a punto estuvo de dejar escapar un gesto de fastidio. No necesitaba compañía. No la deseaba.

Se giró. La mujer del día anterior, la rubia de ojos azules, moño alto y piernas al descubierto se acercó a él bajo la lluvia. No llevaba paraguas y se arrimó a Santiago para resguardarse a su lado bajo el voladizo. No pidió permiso para cobijarse junto a él.

—Te debía un cigarrillo. Yo siempre pago mis deudas.

La mujer se había dirigido a él en un inglés fluido que Santiago comprendió sin dificultad al tiempo que sacaba de su bolso un paquete de la misma marca que él le había ofrecido el día anterior.

—No me debías nada —corrigió, sin asomo de amabilidad, rescatando su inglés algo oxidado.

No se sentía halagado. La presencia de la mujer desbarataba el silencio y con él saltaba por los aires su propósito de estar a solas y demorarse unos minutos en la ensimismada contemplación de lo que prometía convertirse en un aguacero.

—Por favor, acéptalo —rogó tendiéndole el paquete y el mechero de un rosa intenso del día anterior.

En su mano, las venas azuleaban bajo la piel blanquísima. Un verdadero estudio de anatomía. Santiago elevó la suya, que descansaba junto a su pierna, y le mostró el cigarrillo humeante ya en las últimas.

Oxana hizo un mohín de contrariedad.

—Tendré que volver otro día.

Santiago apretó los labios. Se sentía hostigado por la mujer y profundamente molesto por su insistencia.

—No es necesario. Te lo aseguro. Ha sido un placer —mintió—, no me debes nada.

Oxana pareció no comprender el desaire. Vestida con una camisa blanca y una falda azul celeste resultaba todavía más pálida que el día anterior, más llamativa todavía. Parecía una guapísima azafata de líneas aéreas. Seguía sin llevar medias.

Santiago imaginó las salpicaduras de lluvia en sus tobillos. Se estremeció. Afortunadamente, Armengol no andaba por las proximidades. Ajena a las cavilaciones del hombre taciturno que exhalaba el humo con la vista en el asfalto mojado, Oxana sonreía como si acabara de concertar una cita mientras prendía el cigarrillo que sujetaba entre los labios.

También sus labios eran hermosos, reconoció Santiago para sus adentros.

Fumaron en silencio. Instantes después él dejó caer el cigarrillo mediado sobre la acera y lo aplastó con el zapato.

—¿Hasta mañana? —se despidió la mujer.

Profundamente irritado, se retiró sin abrir la boca.

Mañana sería otro día y subiría a la terraza del edificio. Allí siempre había gente, demasiada, pero ni por un momento se le pasó por la cabeza volver a salir a la calle. No soportaba la mirada de aquella mujer que parecía esperar algo de él. Y él no tenía nada que ofrecer.

Capítulo 4

Moscú, diciembre de 2016

La anciana dormitaba con el rostro vuelto hacia la pared de la habitación. No había abierto los ojos. Silenciosa, jadeante, siempre con las manos protegiéndose la cara y los ojos obstinadamente cerrados. No parecía necesitar nada. Respondía a cualquier ofrecimiento negando con un movimiento de cabeza. Apenas atendía a los requerimientos de las enfermeras de la planta de Neumología y no abría la boca.

No quería agua ni leche ni necesitaba un pañuelo de papel ni deseaba ir al lavabo. Lo que Irina quería era seguir respirando. Se conformaba con eso. No era poca cosa. Aunque, a su edad y en sus circunstancias, no siempre sabía por qué conservaba tanto empeño en seguir con vida.

Una de las enfermeras había guardado la bolsa con sus pertenencias en un armario y, al observar que la enferma temblaba, había traído otra manta y la había tendido sobre ella. También había depositado las lentes de miope sobre la mesita metálica al alcance de su mano junto a la medicación que debía tomar a mediodía. Sabía que los enfermos, sin excepción, necesitaban tener las gafas muy cerca, se sentían perdidos sin ellas. Algunos reclamaban también su dentadura postiza. No parecía el caso de la anciana silenciosa que no abría los ojos. Aparentemente, no sentía el menor interés por lo que pasaba a su alrededor.

—Aquí se las dejo, Asunción. —La veterana enfermera había pronunciado su extraño nombre con mucho esfuerzo y separando las sílabas en un maltratado castellano de latitud alta.

«Asunción Cadavieco».

El nombre y el primer apellido figuraban en su registro de entrada. Y si el nombre era extraño, el apellido parecía de otro planeta.

—Si necesita cualquier cosa, no se apure, pulse este botón, el rojo, y una de nosotras vendrá enseguida. Estamos aquí mismo.

—Irina —había susurrado la mujer mientras negaba débilmente con la cabeza—. Me llamo Irina.

—Está bien, Irina. Llame si nos necesita.

Y le había acercado a la mano el pulsador rojo.

Era una habitación triste, de paredes grises y techos altos, como todas las de un hospital que llevaba en funcionamiento más de cincuenta años y que ya resultaba carente de todo atractivo cuando se inauguró a principios de los sesenta. Tres enfermas de cierta gravedad compartían el espacio y las atenciones de las enfermeras asignadas a la planta de Neumología que, por turnos, se acercaban para asearlas, controlar sus variables o asegurarse de que habían ingerido las pastillas prescritas.

Su única hija, de cutis muy blanco, voz muy aguda y muchas ganas de hablar, acompañaba a menudo a la mujer que yacía en el otro extremo de la habitación y cuyo nombre era Svetlana. El marido se acercaba cada tarde hasta la cabecera de la enferma que ocupaba la cama central. Esta última, Galina, permanecía en todo momento conectada al depósito de oxígeno. Retirando momentáneamente la sujeción, Galina suspiraba a intervalos que siempre eran mucho más cortos cuando el marido estaba junto a ella, sujetando su mano o explicándole cosas de su vida cotidiana. En su ausencia a menudo se olvidaba de hacerlo. Irina no había tardado en reparar en ello. Sus quejidos la enervaban, hubiera querido gritarle que dejara de suspirar, de lamentarse y de buscar compasión. No lo hizo. Con el tiempo había perdido parte del empuje que siempre la había caracterizado y que le había reportado un buen puñado de adversarios en todas partes. Tantos como fieles colaboradores.

Recordó una oración que había oído de labios de su madre en su otra vida, cuanto todavía era Asunción Cadavieco, una cría asustada con el infinito por delante. Su madre la improvisaba a la menor ocasión, mientras su padre, poco amigo de rezos, bendiciones y sacristías, rezongaba. Era la plegaria del «por si acaso», del «nunca se sabe».

A Irina, la oración le venía al pensamiento cuando estaba asustada o se enfrentaba a una decisión crucial.

La musitó:

Jesusito de mi vida,

dueño de mi corazón

perdóname mis pecados,

tú bien sabes los que son,

si me muero en este día

sírvame de confesión,

para en este mundo paz

y en el otro, salvación.

Una oración de la que no esperaba nada, en una lengua que ya solo utilizaba para escribir. Y hacía meses que Irina apenas escribía. No esperaba de la divinidad ni consuelo ni milagros ni perdón. No había sido mujer de catecismos ni de letanías. Nada más lejos. Pero hacía cuanto podía por conservar intactos los recuerdos. Aquella oración era uno de ellos.

«…en este mundo paz»

Paz. No era poca cosa. En su vida Irina apenas había conocido alguna breve tregua.

Poco más.

«Y en el otro, salvación».

Tampoco creía en una vida posterior, pero poco importaba.

Solo era una oración.

Capítulo 5

Barcelona, abril de 2016

Viernes. Los viernes, cada viernes, ante la inminencia del fin de semana y de las horas vacías que se avecinaban, acostumbraba a ser el día que Rosa Aladreny elegía para insistir a Santiago sobre la conveniencia de pedir ayuda a un profesional de la salud mental. Era como si formara parte de sus muchos deberes; de su manifiesta y activa solidaridad con sus congéneres. Él solo era uno más. Luego estaba lo de su estrecha colaboración con una protectora de animales. Rosa rescataba perros, los cuidaba y los mimaba como si le fuera la vida en ello. Un desvelo altruista que Santiago, que nunca había tenido animal doméstico alguno, no acertaba a comprender. En más de una ocasión, Rosa había intentado que acogiese a un animal maltratado, abandonado o ambas cosas a la vez.

—Os entenderéis enseguida, es un amor. Y tiene unos ojos… —aseguraba una vez al mes.

Haciéndose la víctima, papel que la gente le atribuía de inmediato al saber que era Andrea la que había desparecido de su vida, Santiago había contestado con el sarcasmo que le caracterizaba:

—No, gracias. Tendríamos demasiadas cosas en común.

Los viernes, sermón.

No fallaba.

Rosa, con la erguida y amedrentadora silueta de un mascarón de proa y la misma superioridad moral, carraspeó antes de hablar. Era el inicio de la temida jaculatoria semanal.

—Escucha, Santiago, por favor. Creo que… Sé que no quieres hablar de ello porque te resulta doloroso, y es lógico, pero creo que necesitas ayuda. Algún tipo de ayuda.

—Rosa, por favor… No insistas.

—Tú haz lo que quieras, faltaría más. Pero no eres el que eras. Y, si me lo permites, vas a peor. Pasamos aquí muchas horas al día y no abres la boca, no recibes llamadas, no… Y medio año es tiempo más que suficiente para…

Ancha de espalda, estrecha de caderas, con el cabello teñido de rojo óxido, una 120 de sujetador desde su más tierna adolescencia y las manos en actitud orante, Rosa era la viva imagen de la obstinación.

—Por favor, Rosa. No te metas —la atajó—. Es mi vida y haré lo que crea que tengo que hacer. Cuando considere que necesito ayuda, la pediré. No lo dudes. Es mi vida, te lo he dicho mil veces, no pretendo echarla por la borda —añadió en concordancia con la silueta de la mujer que tanto recordaba a la talla que adornaba la proa de los barcos—. De hecho, si no recuerdo mal, te lo llevo diciendo cada viernes, sin excepción.

—Lo sé, pero no puedo… Solo una consulta, una opinión. No te cuesta nada. Yo no puedo simular que no te pasa nada, no puedo cerrar los ojos. Te aseguro que si pudiera, lo haría, pero…

—Sí puedes. Claro que puedes —la interrumpió con acritud—. Es lo que dicen los gurús, si quieres, ya sabes…

—Con esta actitud no puedes ver lo que te rodea, quizás ya has conocido a alguien, a alguna chica con la que tener una nueva relación, alguien que puede pasarte desapercibida y que sin embargo podría… A veces, no hay más ciego que el que no quiere ver. —Rosa acompañó sus palabras con una mueca de complicidad que cayó en el vacío—. Tienes que ir por la vida con los ojos bien abiertos, podrás advertir alguna señal que de otro modo… Yo creo que debe haber una mujer dispuesta a intentarlo contigo. Creo que ya está cerca, que ya ha aparecido, estoy convencida. Solo debes estar atento y desprenderte de todo ese miedo.

«Paulo Coelho, dixit», pensó Santiago y apretó los puños hasta clavarse las uñas en la palma. Putas señales. Podía contar hasta mil, podía intentar abstraerse, asentir… ni aun así conseguiría eludir la palabrería de Rosa.

—No he conocido a nadie y no tengo miedo. ¡Ah! Y solo estoy de puta madre, te lo aseguro.

—Yo solo te digo que no te cierres puertas, que alguien podría estar llamando y que…

—Por favor, corta el rollo —dijo y resopló sonoramente.

—Si no quieres ver a nadie, si crees que no necesitas un terapeuta, otra opción es un buen libro. Algo adecuado, positivo, una lectura que te levante la moral, que te ayude a abrir los ojos. He leído uno que te iría bien Coge las riendas de tu vida. Es magnífico. Una joya. Coge las riendas de tu vida —repitió por si no había quedado claro.

Santiago estuvo a punto de recibir la propuesta con un relincho. Se contuvo y bajó la mirada. Rosa acabaría por ofenderse y tardaría en perdonarle. Era una mujer intuitiva y había obviado decir que el libro era de autoayuda.

—Mira…

Fue el momento que escogió Susana, la joven recepcionista, más positiva que una pandereta, para abrir la puerta del despacho, asomar la melena rubia y lacia y preguntar:

—Rosa, ¿bajas a desayunar?

—Tengo para 5 minutos.

—Por mí, no… —Y Santiago acompañó sus palabras con un gesto que la animaba a abandonar el despacho y que Rosa obvió sin reparos.

—Ok, guapa, te espero.

Y Susana desapareció.

Rosa tardó un nanosegundo en reanudar la conversación.

—Lo que te decía, lo tengo aquí, lo acabé anoche. Lee un par de capítulos. ¿Qué puedes perder?

Y sacó un libro de su bolso. Tapas azul celeste e infantiles letras rojas y rosadas.

—¿Qué puedes perder? —insistió acercándole el ejemplar.

La paciencia, pensó Santiago, la paciencia, pero se limitó a decir:

—Pasa de mí, por favor. Pasa de mí. —Y sus tajantes palabras pusieron punto final a la conversación.

Abrió el informe del aparcamiento en traspaso en el que estaba trabajando, bajó la cabeza e intentó concentrarse en su lectura.

—Me gustabas más como eras antes —remató Rosa antes de batirse en retirada con el bolso al hombro, la mirada en la lejanía y en el rostro un mohín de desaprobación y agravio—. Te aseguro que no entiendo cómo puede alguien fijarse en ti. No lo entiendo.

Desapareció en el pasillo con alboroto de tacones. El ruido que Rosa hacía al caminar era la medida exacta de su enfado. Más enojada, más ruido. A su regreso Rosa podía ser temible. Contrariada, se convertía en un silencioso incordio. Mejor salir un rato. Airearse, prepararse para lo peor.

Cogió el paquete de cigarrillos del cajón inferior y se encaminó al ascensor. Algo en las palabras de Rosa había dejado en su mente una sombra de curiosidad, como la baba transparente de un caracol sobre una gran roca, un rastro leve que desaparecería en pocos minutos. ¿Cómo puede alguien fijarse en ti?

En la terraza, tres personas consultaban su móvil. Una de ellas, la única que trabajaba en su planta, esbozó una sonrisa de reconocimiento antes de regresar la mirada a la pantalla. No mostró el menor interés por entablar conversación. Santiago se felicitó por ello.

No llevaba su móvil encima. Lástima. Era una forma inmejorable de no tener que charlar con nadie. Cada vez más a menudo olvidaba cargarlo y, en ocasiones, lo dejaba en casa, justo en la entrada, junto a las llaves. Allí lo abandonaba al llegar y allí debía seguir aquella mañana. En ocasiones se lo echaba al bolsillo aunque tuviera la batería descargada. No esperaba llamadas ni mensajes, pero nunca se sabía cuándo sería conveniente simular una conversación.

A veces echaba en falta el contacto frecuente con Andrea a través de sus mensajes informándole de un cambio de planes o dándole instrucciones precisas de obligado cumplimiento. En los buenos tiempos le enviaba un corazón rosado en mitad de un renglón, a caballo de una palabra y la siguiente o justo en medio de cualquier mensaje de lo más prosaico. Él nunca lo hizo.

Santiago se preguntaba si el amor era eso, esa rutina amable a la que se había acostumbrado en pocos meses. La misma rutina sin agobios ni sobresaltos que incluía hacer el amor una vez a la semana y que a Andrea no parecía bastarle.

Se acodó en la barandilla y dio la espalda al resto de los trabajadores del edificio cuando advirtió la llegada de uno de los mandos intermedios cuyo discurso del día anterior le había encendido la sangre. No todos los presentes fumaban, pero todos llevaban encima un paquete de tabaco. A algunos incluso les repugnaba la mera idea de llevarse el cigarrillo a los labios, otros lo prendían y lo dejaban quemar sobre la barandilla en la que destacaban centenares de marcas oscuras, como pequeños gusanos negros sobre la pintura gris. Solo se acercaban el pitillo a la boca en presencia de algún jefe.

Todos ellos necesitaban una excusa para alejarse unos minutos de la mesa de trabajo en la que intentaban evitar el naufragio de las empresas que les abonaban mensualmente un sueldo de miseria. A veces se imponía un cambio de escenario.

En el cielo, una perfecta gradación de nubes. Desde las compactas, blancas y algodonosas, a las que eran una pura hilacha. Y, asomando ocasionalmente entre todas ellas, un tímido sol de primavera, casi una caricia. Ni sombra de Oxana.

La mujer de las piernas desnudas quizás estaba en aquel momento junto a la entrada aguardando para devolverle el encendedor o restituirle un cigarrillo. Santiago esperaba que tuviera algo mejor que hacer y hubiera desistido. Le irritaba su deferencia, su amabilidad le resultaba invasiva. Casi se sentía acosado. Intuía que esperaba algo de él. Fuera lo que fuera era algo que él no quería darle y esperaba no volver a encontrársela en el futuro. Experimentaba un recelo intenso, nuevo.

Meses atrás quizás hubiera cruzado unas palabras y seguramente habría aceptado el cigarrillo de sus manos. Quizás hubiera acabado así el enojoso asunto de la estúpida deuda pendiente.

Había cambiado, era cierto, pero no le parecía preocupante. Quizás madurar consistía en desconfiar de los demás, en mostrarse cauto. A los 41 años recién cumplidos tampoco era de extrañar que se mostrara algo más reservado.

A su espalda, el hombre cuya molesta aparición en la terraza había advertido minutos antes lanzaba una soflama contra un partido de reciente creación que se atrevía a cuestionar principios que, a su entender, resultaban incuestionables.

—Si no fuera por la puta casta de los cojones muchos no tendrían dónde caerse muertos. Que si la casta por aquí, que si la casta por allá… Pero hay que hablar claro. ¿Aquí quién genera beneficios? ¿Quién da trabajo? ¿Eh? ¿Quién? ¿Los muertos de hambre?

¡Hay que joderse!, pensó.

Caerse muerto, muertos de hambre… se repitió Santiago para sus adentros. Será cabrón. Miles de personas no tenían dónde vivir. Ni trabajo ni techo ni expectativas. Y los que tenían la fortuna de encontrar trabajo tampoco iban a salir de pobres. ¡Manda cojones!

Apagó el cigarrillo con rabia contra la barandilla, como si pretendiera taladrarla. Resopló y, evitando el cruce de miradas, abandonó la terraza en la que se sucedían diferentes tonos de teléfonos móviles.

Tenía que recordar comprar cervezas antes de regresar a casa.