Edición en formato digital: febrero de 2018
Título original: La bella di Lodi
En cubierta: cartel de la película La bella di Lodi,
de © Archivi Storico del Cinema/AFE, Roma
Diseño gráfico: Ediciones Siruela
© Adelphi Edizioni S.p.A. Milano, 2002
© De la traducción, herederos de Esther Benítez
© Ediciones Siruela, S. A., 2018
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Ediciones Siruela, S. A.
c/ Almagro 25, ppal. dcha.
www.siruela.com
ISBN: 978-84-17308-43-8
Conversión a formato digital: María Belloso
Capítulo primero
Capítulo segundo
Capítulo tercero
Capítulo cuarto
Capítulo quinto
Capítulo sexto
Capítulo séptimo
Capítulo octavo
Capítulo noveno
Intervalo
Capítulo décimo
Capítulo undécimo
Capítulo duodécimo
Esta novela parte, entre otras cosas, del relato homónimo publicado por mí en Il Mondo en 1961, y del guion de la película homónima realizada en 1962 por Mario Missiroli, que después la dirigió, y por quien siento un vivísimo agradecimiento.
A. A.
Las chicas de Lodi, altas, guapas, con su piel espléndida y un apetito de hombre, cuando son listas pueden ser mucho más fuertes que las de Milán. Cuando son listas, amén de hermosos dientes y hermosos ojos y piernas largas y pelo magnífico, claro, tienen mucha tierra, al menos un par de miles de pérticas (quince pérticas son una hectárea); y, aunque un año el forraje ande escaso, otro año el precio del trigo esté fijado un poco demasiado bajo, o el arroz no rinda, o lleguen todos juntos unos impuestos de sucesión atrasados, por mal que vaya se tratará de renunciar a cambiar el Alfa Romeo para el verano, o de no comprarse un pellejo nuevo para el próximo Saint Moritz; pero la actividad de los cientos de vacas y de la quesería aneja basta de todos modos para producir una renta bastante satisfactoria aún. El sello de la casa, total, sigue grabándose todos los días en las pellas de mantequilla o en los quesos del país o parmesanos; y en el fondo no importa mucho que no se vean nunca en los escaparates de las buenas tiendas del centro; no es necesario que sean precisamente de una gran marca, pueden perfectamente ser de calidad corriente o inferior, pero qué importa..., total, mantequilla y queso, la gente los comprará siempre, todos los días. Y, si la cosa va pero que muy mal, se venderá la leche a la central sin elaborarla, como cuando, en los años de granizo en las colinas, unos diez kilómetros más abajo, se vende la uva a la Bodega Social en vez de pisarla en casa, y a lo mejor se está un año sin hacer bodega. Aunque, por lo demás, y también con bastante frecuencia, los terrenos agrícolas que dan a carreteras vecinales asfaltadas pueden venderse también espléndidamente como solares para edificar.
¿De dónde viene el dinero? Durante varias generaciones han sido arrendatarios de fincas rústicas en el Bajo Milanesado, por ejemplo, de propiedades del Hospital Mayor. Después, a finales del XIX, a los hijos varones se les empezaba a comprar, una tras otra, una finca propia, organizada según la majestuosa estructura de cuadrilátero lombarda que se ve muy bien en especial desde un avión, el edificio de la vivienda con las casas de los campesinos y los establos y los corrales en torno al mismo gran patio patriarcal con el estiércol y los regueros (y un jardín exterior, en cambio, rodeado por un simple muro), mientras a las hijas se las acallaba con una dote en dinero líquido, que permitía a sus maridos iniciar una profesión en la ciudad y comprarse también una casa en el campo para el verano de kulaks tipo Tío Vania y Las tres hermanas. Pero también durante largos periodos han vivido, por culpa de hijos en la escuela o de abuelas viejas a las que cuidar, también en Milán, en casas generalmente propias, incluso en un hotelito con jardín en Porta Vittoria a comienzos de siglo, revendidos después con beneficios, y regresando siempre a la tierra en las fases de guerra o de depresión económica.
Este es, en suma, el tipo de chica que vive buena parte del año en el campo, en esa gran casa próxima a la carretera, en el centro de una de las fincas del circuito entre Lodi, Sant’Angelo —de donde es la santa Cabrini, que era una tipa tremenda, y de hecho en la zona suele aún decirse como modismo «más malo que la Cabrini»—, Codogno, Piacenza y Casale, es decir, Casalpusterlengo, adonde se va al mercado dos veces por semana, los lunes y los jueves.
También ha vivido en Milán durante años, ha ido un poco al colegio, que plantó bastante pronto, aunque sin la soberbia de ciertas compañeras de colegio de determinadas viejas familias de Monza, que miran siempre de arriba abajo todo lo que es de Milán, porque se consideran más antiguas y más sólidas. También en Roma, varias veces, bastantes semanas, con un tío y una tía que pasaban siempre allí todo el invierno en un cuarto de hotel, por la salud y por el clima. En cualquier caso, entre el consabido Montenapoleone y el eterno Portofino conoce a distinta gente, y lo ha aprendido casi todo; pero en la ciudad nunca se ha quedado demasiado y, por lo demás, antes aún de Portofino no están tan lejos los años de Cavi di Lavagna y Spotorno, cuando las mamás decían a los niños: «Mariarosa y Giancarlo, ay de vosotros como juguéis más con Giampiero, que es un golfillo, y tampoco la mamá de Gianluca y la de Gianluigi y Pierluigi los dejan jugar juntos». Después llegaron los años en que todos los niños se llamaban Patrizia o Fabrizia o Tiziana o Graziano, ya se sabe; y después cambiaron de playa.
Pero Milán, ahora, se lo saltan bastante. Llegarán allá ciertamente, para pasar el día y a lo mejor unos días, las chicas de Lodi, para ir a una gran modista o comprar chismitos maravillosos y carísimos para la cocina americana de San Babila; o llegarán junto con los hermanos y los amigos, y todos, el domingo por la tarde, para ir a San Siro, después una buena comilona en un estupendísimo sitio toscano donde además siempre se encuentra también a algún jugador, y por la noche acaso al cine. Pero desde hace unos años tienden a saltarse Milán, aunque a lo mejor aún tienen allá el apartamento o el abono de la sauna; puestos a viajar, la verdad da igual, cuando uno sale, pasar unos días en París o en la montaña en Suiza, o a lo mejor (aunque mucho más raramente) pasar unos días en Roma. Pero con fastidio. Con más frecuencia se marchan a Londres: su curso de inglés, y de todo, casi siempre lo han hecho allí. Y naturalmente de ahí sale esa afición suya a ciertas galletas, ciertos servicios de plata labrada, ciertos tés, ciertas librerías giratorias, y cierta marca de whisky, y cierta marca de jerez, amén, obviamente, de esa oleada de cachemira que ha acabado por conquistar incluso a los padres más fascistas, tras haber transformado a cualquier madre o tía con ese inverosímil conjunto llamado twin set.
Las lenguas extranjeras, una o dos, con su acento de Lodi, las hablan bien y hasta bastante deprisa; el coche lo guían con bastante desenvoltura desde hace muchos años; sus billetes de avión o sus entradas de teatro, con su reserva y todo, están acostumbradas a cogérselos solas, y lo mismo con los chicos más o menos mayores —«¡estos tontainas!»—, si ellos no lo consiguen, saben perfectamente cómo hacer para llevárselos enseguida a alguna parte, o para retenerlos para después. Total, esos tontainas siempre están a mano. Las casas se han apresurado a renovarlas, con sus chimeneas o sus bares y sus escaleras nuevas, con venga de mármol y venga de bronce bien brillante, y su caoba, y todos los cuartos de baño que funcionan bien; pero después bastantes de las viejas cosas tiradas de mala manera en el desván, entre viejos chismes, han acabado volviendo abajo, pisándoles los talones en parte a la panoplia de los moldes de budín de cobre comprados carísimos en la carretera de Camogli a Santa Margherita. Hace unos años —eran pequeñas y no se sabía si la posguerra había acabado ya o no— aprendieron todas, pero todas todas, a hablar con muchas sibilantes, que caían como cuchilladas sobre la tarta, en lugar de las «c» y de las «g»: vamos al «sine», he aprendido el «sharlestón», te «gusssta», pero qué me «dises», ay qué buen viaje «hise» a Montecarlo. Aunque con un acento, un «asento», mucho más suizo que boloñés... Milanín, Milanón, de todos modos, lo miran ya siempre como una especie de pied-à-terre o de supermarket, considerándolo un poco desde arriba, cuando bajan a hacer shopping; pero con eso basta; nada más, nada de nada; ¿vivir allí todo el invierno?, no vale la pena; uno baja cuando lo necesita, si tiene muchas ganas..., hacia las once o hacia las cuatro..., pero da igual (se está mucho mejor) roncar en casa, en las grandes habitaciones llenas de sofás, en compañía de alguna amiga del lugar y de algún huésped extranjero o extranjera entre Londres y Saint Moritz y Montecarlo, y una tía cualquiera que cuando tiene ganas de meterse en la cocina sabe hacer de comer infinitamente mejor que cualquier Cordon Bleu toscano, y los chicos en la casa, qué bobadas de licenciatura, ocupándose del negocio. En contabilidad son buenísimas, hasta demasiado expertas en costos; vigilar el trabajo no les cuesta nada porque lo conocen bien desde que han nacido, han nacido dentro de él, y con los mozos del establo y con los chalanes en la plaza saben perfectamente cómo tratar, si a mano viene; y muchas veces, precisamente por la pasión por la tierra y el interés por el dinero, después de casadas vigilan mejor ellas el negocio que el marido.
Nuestra amiga no tiene ni padre ni madre desde hace unos años, pero por lo demás esa es una generación que siempre contó poquísimo. Quienes mandan en casa son los abuelos —más enérgica ella, más decorativo él—, que hacen marchar bien las tierras; después de todo, han mandado siempre; ellos son los verdaderos fundadores. Será por eso por lo que ella está tan apegada a su hermano, que tiene casi dos años menos; pero en sustancia son casi iguales, las batas e impermeables de él suelen irle bien a ella. También casi el mismo pelo. Criados siempre juntos, se llevan muy bien, a espaldas de la abuela, que repite de buena gana «¡En esta casa mando yo!» y «Mientras yo esté en el mundo se hará como se ha hecho siempre»; se cuentan incluso sus cosas más increíbles, aunque la abuela siga repitiendo «Mientras yo viva, ¡en esta casa no se cambia nada de nada!», y por la mañana, si se quedan en la cama hasta bastante tarde, tienen la costumbre de contarse todo lo que han hecho la noche antes. Nuestra amiga, Roberta, lo llama de buena gana con todos los nombres de los chicos fotografiados en el Paris Match, porque se parece muchísimo a todas sus fotos en colores: idéntico pelo, idénticos ojos, sonrisa igual (y él, acaso a causa de los ojos, probaba igualmente a llamarla con algún nombre de actriz, pero es una tontería, ella no quería, y lo ha dejado; además no se parece realmente a ninguna). Pero las confidencias que los dos se hacen son verdaderamente sobre todo, hasta el punto de que ninguno de los dos hace nunca el amor sin ir después enseguida a contárselo todo al otro, llamando al pan pan, y a la polla, polla.
Es primavera pronto, en el mar. Agua tranquila, arena limpia, sabor a sal, no mucha gente. Muchas canciones de Mina en los transistores dispersos, con los tormentones sentimentales de las secretarias en vacaciones y de los contables con el Mini, pero aún no un gran verano italiano en verdad masivo. Arena no calentísima, solo caliente. Hay un carnaval vulgar, a distancia, que podría ser Sanremo o Viareggio; pero total no se ve casi. Tiempo templado. Hay sol. Hermosa estación. Se ve únicamente, a lo sumo, el extremo de alguna carroza de vez en cuando, por encima de alguna caseta, o barraca, con monigotes disfrazados; y se oyen todos los ruidos, todas las músicas, todas bulliciosas. Ellos van a la playa bastante a menudo, por lo demás, en este comienzo de temporada, con sus amigos, casi siempre los mismos: casi todos los domingos que hace bueno. Y ella se queda sola pasado un rato, porque también está harta de andar en medio del gentío. Da unos pasos, llama «Sandro, Sandro», un par de veces, pero está claro que él no la oye. Ha desaparecido con los otros, y deben de estar aún en medio de la confusión y de la gente, entre los sonidos y los malos olores, con su helado en la mano. El pescado estaba muy rico. Casi nadie se baña. Toda una digestión. Ella da unos pasos más al sol; y después echa a andar con su fular en la mano a lo largo de un vasto trecho de playa (debe de ser entonces realmente Viareggio), casi todo desierto (hacia el Forte dei Marmi, entonces).
Han comido fuera, al sol, en la rotonda de un balneario, delante de poquísimas personas en la playa o en el agua o saliendo del agua, poquísimas sombrillas en el paisaje. Después han empezado a subir y a bajar por la escalerilla de la rotonda y a entrar y salir de la caseta mientras a sus espaldas los camareros guardan las mesas de la comida, perdiendo un poco de tiempo entre cremas, fulares, trajes, bombones, jerséis. Cuando los otros suben lentamente la escalerilla, Sandro se le ha acercado un momento, se ha inclinado a hablarle; pero ella respondía con gestos desganados y vagos, tumbada semidormida entre sol y sombra. Sandro vuelve con los otros y por la carretera se alejan juntos, echan a andar entre el gentío y las palmeras.
Ha recorrido ya bastante camino por la arena caliente, y el carnaval está tan lejos que casi no se oye. Se ha desprendido del jersey, ha aflojado el paso, se ha quitado ya un par de veces también los zapatos, ha mirado a su alrededor con los ojos entornados tras las gafas de sol; y camina despacio, entre la arena húmeda y tibia y las matas. Después, ¿lo ha visto o no lo ha visto? En el fondo es el tipo bastante convencional del golfo italiano feo/guapo listo/gilipollas de pelo largo y brazos gruesos, vestido al desgaire, pero con sus jeans claros y muy ajustados de chulo, tumbado al sol, que dormita o finge dormitar —claramente septentrional, aunque no muy alto—, pero, bueno, también ella va a tumbarse un poco más lejos bien expuesta al sol, en un trozo seco de arena, a lo mejor incluso sin echarle una ojeada y sin gafas, y poco después duerme, o acaso finge dormir, o (quién sabe) duerme de verdad.
¿No nota, entonces (¿o quizá finge no notar?), que él llega arrastrándose a su lado, y le está abriendo el bolso? ¿O incluso se lo lleva? En cualquier caso, en una claridad difusa, sin imágenes, como cuando se abren lentamente los ojos emergiendo del sueño posmeridiano a la luz del día exterior; y allí, dos gruesas manos sólidas y a contraluz, con todos sus dedos que se mueven despacio. Y un torso masculino con camiseta de cuello redondo. Rebuscan precisamente en su bolso, las manos; está allí posado en la arena caliente a un palmo de la cara. Y ella se endereza como de golpe. Pero él se da prisa en quitarle importancia:
—¿No tendrá por ahí un Marlboro, por casualidad?
Y los ojos bromean en serio: carota de veinticuatro-veinticinco años, sonrisa mucho más joven, simpática, atractiva, ancho de hombros: está bien tenerlos así.
¿Ella es capaz de quedarse cortada, entre el sueño y el estupor y el fastidio de despertarse a toda prisa? ¿O esta mirada aún nublada no estará haciendo valoraciones? Él la ve allí, rubísima, estupenda de tipo: brazos, pecho, vientre, piernas; cara más bien simpática, pero con esa pizca de fuerza de carácter que podría volverla acaso dura; y la sonrisa puede volverse bastante misteriosa, porque respecto a la belleza y al toque chic de ella puede haber también un no sé qué de impalpablemente ordinario. Ella lo mira siempre asombrada, pero mucho más desenvuelta, mientras oye la voz de él que habla de manera cordial sin ton ni son, diciendo chorradas como le van saliendo:
—Claro, como pensaba que era imposible que no tuviera..., estoy aquí porque como estaba de paso..., aquí en Pietrasanta..., como es domingo..., con todos los estancos cerrados..., pensaba..., claro..., eso es...
Roberta:
—¿Quiere el cigarrillo, entonces?
Ahora, está claro que ella lo entiende todo. Lo mira a la cara. Se le frunce levemente el ceño, como a su abuela, con un pequeño surco en el entrecejo, pero no por el sol; y lo mira de hito en hito. Qué gili...
Él se agarra con la mano un talón, y se lo enseña.
—Mire esto: es alquitrán, no sale. Se necesitaría lija, la arena no sirve para nada.
Después mira de nuevo hacia el bolso, lo señala con una mano y con la barbilla.
—¿No tendrá ahí un poco de acetona?
Ella recobra el resuello, con solo una traza de sonrisa. Coge el bolso.
—Tengo cigarrillos, y nada más.
Se lo vacía delante, sobre la arena, con un gesto irónico demasiado ostentoso. Del bolso salen una cajetilla de Mercedes, un permiso de conducir, un pañuelo, una barra de labios, y nada más. Él sigue con los ojos los objetos, bastante atento; recoge la cajetilla, la abre, le ofrece a ella, le pregunta:
—¿Quiere uno?
—¿Tienes tú cerillas? —pregunta ella, mientras lo coge. Él sacude la cabeza, y ella se mete una mano por detrás de la espalda, sobre la arena, donde antes apoyaba la cabeza, atrapa una abultada cartera, de tipo portadocumentos de hombro, negra. La abre y se ve perfectamente que hay bastante dinero dentro, junto con un mechero Dunhill de oro comprado en cualquier aeropuerto. Ella le enciende el cigarrillo, se enciende el suyo, muy relajada. Arroja cartera y mechero en el bolso, con un ligerísimo guiño hacia él, y lo cierra de golpe. Se lo pone debajo, vuelve a tumbarse. Él tiene un levísimo gesto de estupor infantil, como cortado por un instante.
Ella fuma tumbada, mirando al aire, sin animarlo.
—¿Serán ya las cuatro? —pregunta él.
—Nunca me traigo el reloj a la playa —responde ella.
—Los hay de esos impermeables a los que la arena no les hace nada —dice él.
Ella ni se inmuta.
Después él se quita los pantalones, y sigue:
—Sí, porque luego, con todo el tiempo que hace falta para cambiarse... Y de aquí a Pietrasanta habrá unos diez o doce kilómetros...
—Ooooooh, ¿por qué se necesita tanto para cambiarse...?
Él alza la voz enseguida:
—¡No sabe lo que es el domingo para mí!
Roberta pregunta por qué. Él se levanta quitándose un poco de arena del slip y lanzando «ehs».
Después:
—¿Qué se cree? ¡Yo trabajo el domingo!
—¿En qué trabaja?
Él hace un gesto circular con el dedo.
—Eh, qué quiere... Corro...
Ella lo mira desde abajo mientras él se viste.
—¿Se gana mucho?
Él mira a su alrededor por la playa, subiéndose la cremallera de la bragueta.
—Los que corren para las casas, sí, están bien. Pero nosotros, los júnior, qué quiere... Están... las dietas..., las dietas... y el premio de la carrera. Pero yo, total, corro con el de mi empresa...
Ella no se interesa mucho.
—Ah, entonces, bien...
Él se da una palmada doble en las piernas.
—Bueno, pues adiós.
Se vuelve, da un paso, se gira de nuevo hacia ella:
—Eh, ¿no viene a verme correr? Un poco más ahí ¡y se le va el sol!
Ella sigue tumbada.
—Pero ¡si no sé siquiera con qué corre!
—Venga y lo ve... Total, para lo que hace ahí... un poco más...
Ella se apoya en un codo, después también en el otro.
—Ah, sí, en verdad una buena idea...
Se burla ligeramente.
Él:
—Total, en domingo...
Ella:
—Sí, ¡sí iré!
Pero se lo dice con la cordialidad nada comprometida de quien promete con la intención de trampear luego.
Él, mientras se aleja, sigue volviéndose con el dedo apuntando hacia ella, y se lo agita delante varias veces.