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Carlos Bassas del Rey (Barcelona, 1974) es doctor en Periodismo, profesión de la que escapó a tiempo. En la actualidad sobrevive como juntaletras de fortuna, labor que equilibra con la docencia y la dirección de Pamplona Negra. Ha escrito cortos, documentales, largometrajes, videoclips, spots y ha impartido numerosos cursos relacionados con el mundo audiovisual. En 2007 fue galardonado con el Premio Plácido al Mejor Guión de Largometraje de Género Negro en el IX Festival Internacional de Cine Negro de Manresa, y en 2009 fue coordinador editorial del libro Tasio 25. En 2012 publicó su primera novela, Aki y el misterio de los cerezos (Toro Mítico) y ganó el Premio Internacional de Novela Negra Ciudad de Carmona con El honor es una mortaja (Tapa Negra). En 2015 llegó Siempre pagan los mismos (Alrevés), segundo caso del inspector Corominas, y una nueva entrega de su saga japonesa titulada Aki Monogatari. El misterio de la Gruta Amarilla (Quaterni). A lo largo de 2016 ha publicado el libro de poemas Mujyōkan (Quaterni), una novela corta titulada «La puerta Sakurada» dentro del volumen El hombre sin nombre (Ronin Literario) y un relato breve para el recopilatorio 24. Relatos navarros (Pamiela).

La verdadera justicia debe ser fría, implacable, desapasionada. Y para aplicarla, Dios decidió que cada generación contara con treinta y seis Justos, los tzadik, hombres anónimos que mantienen el equilibrio entre el Bien y el Mal sobre la faz de la Tierra. Justo Ledesma es uno de ellos. Un viejo irascible que discurre por las calles de un barrio, el de Sant Pere, Santa Caterina i la Ribera, que ya no es el suyo; de una ciudad, Barcelona, que dejó de serlo hace tiempo. Un hombre cansado que, consciente de que su fin está cerca, decide saldar cuentas con su pasado; con un pasado que regresa de forma inesperada cincuenta años después.

Escrito en una primera persona de estilo directo y peculiar, Justo esconde un triple relato: el de una vida dedicada a una misión sagrada, el de una venganza y el de la nostalgia por un tiempo cada vez más lejano, por unas calles cada vez más ajenas, por una ciudad moribunda que se desangra víctima de sus propios deseos, de sus propios errores.

JUSTO

 

 

 

 

 

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JUSTO

Carlos Basas del Rey

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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Primera edición: febrero de 2018

Para Josep Forment, siempre con nosotros

www.alreveseditorial.com

© Ilustración de portada: Carlos Bassas del Rey

Producción del ebook: booqlab.com

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización por escrito de los titulares del «Copyright», la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro, comprendiendo la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo públicos. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal). Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.

A la Barcelona de mi infancia.

La vivida, la leída y la imaginada

A mi tío Juan, que tanto caminó por sus calles

Un hombre que cultiva su jardín, como quería Voltaire.

El que agradece que en la tierra haya música.

El que descubre con placer una etimología.

Dos empleados que en un café del Sur juegan un silencioso ajedrez.

El ceramista que premedita un color y una forma.

El tipógrafo que compone bien esta página, que tal vez no le agrada.

Una mujer y un hombre que leen los tercetos finales de cierto canto.

El que acaricia a un animal dormido.

El que justifica o quiere justificar un mal que le han hecho.

El que agradece que en la tierra haya Stevenson.

El que prefiere que los otros tengan razón.

Esas personas, que se ignoran, están salvando el mundo.

J. L. Borges,

Los justos

El que barre la mierda de Dios.

Justo Ledesma

Y volvió a decir: No se enoje ahora mi Señor, si hablaré solamente una vez: quizá se hallarán allí diez. No la destruiré, respondió, por amor de los diez.

Génesis, 18:32.

1

Un gorrión con el ala rota

Cada día me despierto más temprano.

Me gusta el barrio a estas horas, justo cuando empieza a clarear. Ese albor que no acaba de ser luz aún, que todavía es solo una promesa. Hasta que el sol supera los primeros tejados y azoteas y sus rayos comienzan a centellear entre las hojas de los árboles.

Los japoneses, tan ordenados, tan eficientes, tienen una palabra para eso. Una sola palabra que quiere decir: «Los rayos de sol que se filtran a través de las hojas de los árboles».

No os lo pondré en bandeja.

La buscáis.

Asisto devoto al alumbramiento de empedrados, de calles, portales y fachadas, mientras voy camino del Damián.

Todo el mundo duerme. Menos los pájaros y algún rezagado que ha perdido la dirección de casa. Queriendo. Sin querer. Que a veces mete la llave en el bombín de un piso que no es el suyo intentando entrar en la vida de otro, cansado de la suya.

La tranquilidad dura exactamente media hora. Hasta que irrumpen los primeros repartidores y la máquina del ayuntamiento arrambla con toda la mierda de la noche anterior.

Lo único que no se lleva es la miseria.

Solo botellas deshabitadas.

Hoy tengo que ir al Centro de Salud. Me toca control del Sintrom.

Pero tengo otro motivo.

Olga.

Desde la terraza del Damián se ve la entrada trasera de Santa María del Mar, más sobria, más discreta.

El local es una antigua pescadería ubicada en la esquina con la calle de Calders. Sobre la puerta conserva una vidriera con dos peces silueteados con veta de plomo.

Uno verde.

Otro azul.

Una virguería.

Cuando todo está en silencio, los puedes oír nadar.

No se rompió mucho la cabeza con el nombre del establecimiento, Damián. Lo bautizó así para dejar constancia de su paso por este mundo.

Hace tiempo le ofrecieron un buen dinero por el tinglado. Pero el hombre es de los míos. De los que aún llama al barrio por su nombre. Así que los mandó a paseo.

Nació aquí.

Creció aquí.

Se casó aquí.

Sus hijos, que lo odian por joderles un futuro de pisito en Sarrià o en Gràcia, de apartamento en Sitges, Canet o Tossa, nacieron aquí.

Morirá aquí.

Hoy, la Ribera ya no es la Ribera. Tampoco lo son Sant Pere ni Santa Caterina.

Hoy, todo es el Born.

Supongo que a los pijos les suena mejor así.

Es más chic.

El local está vacío, como siempre. Da igual la hora.

Aquí solo venimos los viejos. Los que aún somos capaces de nombrar las tiendas que han desaparecido, a los que han muerto en la diáspora, varados en alguna residencia, en algún apartamento tutelado.

Por eso no viene nadie.

Porque nadie quiere oírnos.

Están hartos de nuestra cantinela.

Y porque huele a viejo.

También le queda cierto aroma a pescado.

Por mucho que el pobre Damián pintó y repintó las paredes, primero de añil, después de un manzana ácida, le ha sido imposible librarse de él. Quizás algún día descubra el cadáver de un rape, de una pescadilla, de una merluza, emparedados tras alguno de los muros.

Mi café con leche en vaso me espera sobre la barra.

—¿Te has enterado? —me recibe.

—¿De qué?

—Ayer se cargaron al Milongas y a dos de los suyos. A tiros. Quien lo haya hecho tiene un par de huevos. Es gilipollas, pero tiene un par.

«Lo sé», estoy a punto de contestar.

El Milongas tiene un jefe. Tiene un hermano pequeño. Tiene colegas. También tiene competencia. El Moro. Y clientes descontentos, seguro; otros desesperados. Más seguro aún.

Todos sabíamos que no iba a vivir mucho, incluido él. Pero le ha llegado la hora antes de lo que esperaba, que no es lo mismo que antes de tiempo.

—Un gilipollas —constato.

—Ahora no nos van a dejar en paz.

Damián se refiere a su gente. Y se refiere a la bofia. Todo lo que afecte, aunque sea de refilón, al turismo, es prioritario.

No me preocupan ni los unos ni los otros.

—¿Vas a ver a Olga?

Asiento.

—Si me alegro por alguien, es por ella.

Vuelvo a asentir.

Olga es la ex del Milongas.

Un ángel.

El amor es el sentimiento humano más extraño.

No entiendo cómo una mujer como ella, tan inteligente, tan lista, con sus estudios, con su carrera, se pudo enamorar de un malnacido como él.

Yo no tengo estudios. Pero Dios tiene estas cosas: escoge sus herramientas según cada propósito.

Me hubiera gustado tenerlos, si lo pienso ahora.

Pero no los tengo.

Cuando eres crío, las letras y los números te parecen una pérdida de tiempo. Empleas mañanas, tardes y las noches en cosas verdaderamente importantes, aquellas que te proporcionan una satisfacción inmediata.

Ya habrá tiempo, piensas. Hasta que llega el día en el que te das cuenta de que se acabó. De que tu vida ha sido una mierda. De que te han estafado. De que el único estafador eres tú.

Eso sí, con los años me he preocupado por leer. Aprendí en casa, con los tomos de Las calles de Barcelona de Víctor Balaguer. Una calle cada noche, de postre. Ahora devoro todo lo que cae en mis manos: libros, revistas, gacetillas de barrio y hasta folletos y prospectos. Llevo años suscrito al Muy Interesante.

Los de mi generación hemos trabajado desde críos. Empezamos como nen de los recados, como botones, como aprendices en una botiga, en un taller, en una fábrica. Después te colocabas como oficial de primera, de segunda, de tercera y, con el tiempo, podías llegar hasta capataz o encargado.

Eso si sabías leer y fer números.

Luego, la barrera de clase te frenaba el ascenso.

La de nuestros padres no tuvo nada. Las pasaron canutas; bastante tenían con traer comida a casa como para encima saber querernos.

La de nuestros nietos vuelve a no tener nada.

El amor es extraño, decía.

Cuando nos enamoramos, el cerebro se nos va a freír espárragos. Algo ahí dentro deja de funcionar. Es por culpa de la adrenalina, de la serotonina, de la acetilona, de la testosterona, de la dopamina, de la norepinefrina, de la progesterona, de la oxitocina, de la vasopresina —lo leí hace tiempo en el Muy Interesante, para eso está.

A los hombres se nos va la cabeza por un coño.

Siempre ha sido así. Desde Adán.

No es una justificación. Es una mala costumbre.

Pero uno cree que las mujeres tienen un sexto sentido para los cabrones; que no les pueden los bajos. Sobre todo porque el Milongas siempre fue el Milongas.

No era uno de esos niños de familia bien que aguanta el tipo de bon nen hasta la noche de bodas; aún no le había salido pelusa sobre el labio y ya se dedicaba al negocio.

Olga debió de creer que lo podía cambiar. Que lo podría curar como a un gorrión que se ha caído del nido y tiene un ala rota. Llevárselo a casa, guardarlo dentro de una caja de zapatos y darle el cariño que nadie le había dado en su vida. Y que, al abrirla, se encontraría con una paloma blanca, con una tórtola magnífica.

Tan lista para unas cosas y tan burra para otras.

Cuando se casaron, el disgusto mató al padre y dejó muda a la madre.

«Una catatonia», dijo el médico.

«Los cojones», pensé yo.

Así que cuando llegó la primera paliza, la chica se vio sola. Sola en la segunda. Sola en la tercera. Sola en la cuarta. Hasta que se armó de valor y lo denunció.

Algunos cuentan que, justo antes, una noche en la que el Milongas llegó a casa con ganas de gresca, le puso un cuchillo jamonero en los huevos y lo deslizó despacio como si fuera un arco de violín.

Olga es enfermera.

Mientras le sacaba unas notas al escroto, debió de decirle que si le seccionaba la arteria bulbouretral, la dorsal, la cavernosa, la perineal, la pudenda o la cremastérica, se acabó lo que se daba, de modo que la dejó en paz por un tiempo. Ahogó las penas en otros coños y se dedicó a otros polvos. Pero pasados los efectos disuasorios del filo en las partes, volvió a la carga.

Todos sabíamos que la denuncia, que la orden de alejamiento, que la sentencia, no la salvarían. Y mira tú por dónde, quien se ha ido antes al otro barrio ha sido él.

Olga trabaja en el CAP de Davant del Portal Nou.

Aún es pronto.

Hoy apretará el calor.

Ese calor acuoso que hace que las calles huelan a sumidero, a cloaca.

A Barcelona le apestan los bajos en verano.

Subo por Rec hasta Tantarantana.

Me topo con un grupo de estudiantes frente a la puerta de la residencia. Son incapaces de hablar bajo. Tratan de imponer su razón, la que sea, acerca de lo que sea, a golpe de decibelio, a fuerza de aspaviento.

Un chaval descamisado presume de cuerpo griego; los bíceps, los pectorales, el recto abdominal bien marcados. Piensa que es un deber sagrado compartirlos.

Un par de chicas lo observan.

Apenas rozan los diecinueve. Una, rubia; la otra, con el pelo color otoño. Lo lleva recogido. Se ha hecho un moño en la coronilla; un nudo improvisado con un lapicero, tan tenso que le rasga los ojos.

Parecen una raspa. Son un morrión al que alguien ha dado forma de mujer, el tronco de alambre, los brazos de alambre, las piernas de alambre, los dedos y el cuello de alambre.

Me desagradan las mujeres secas, las que tienen más rectas y ángulos que curvas. Tampoco me gustan las frágiles.

Al verse descubiertas, apartan la mirada y se confiesan el pecado de la carne. Se susurran el deseo. Quizás hasta decidan disfrutarlo juntas en un alarde de solidaridad.

Cruzo Sant Agustí Vell, tiro por Basses de Sant Pere hasta Rec Comtal y llego a mi destino.

La fauna de siempre espera sentada en la sala.

No me gusta venir.

Cada rostro cansado, cada alma en pena, me recuerda que soy viejo, que me parezco poco al hombre que fui.

Ahora soy una carga para la sociedad, dicen.

Un parásito.

Una pensión que podrían ahorrarse si tuviera a bien realizar el muy solidario acto de quitarme de en medio.

Me siento y me acuerdo de Edgar G. Robinson en Cuando el destino nos alcance. También de La balada de Narayama. A los viejos de la primera les dan una muerte tranquila y los convierten en alimento. Todo muy moderno, muy civilizado; no protestan, deben cumplir, tienen una responsabilidad. A los de la segunda se los llevan a la montaña para que mueran a la intemperie y dejen de esquilmar los recursos de la comunidad.

Si algunos pudieran, nos liquidarían en aras del bien común.

Llegado el caso, prefiero convertirme en manduca. Provocarle una mala digestión a alguien.

Mientras espero, leo en el periódico que en ciertos barrios de Nueva York está pasando lo mismo que aquí. Están cerrando muchos de los restaurantes típicos.

La página dice que se llaman diners.

Pues ya quedan pocos diners en Nueva York. Una pena, señala el cronista, que a buen seguro no los ha pisado nunca. Es solo uno de esos nostálgicos de pluma.

Son el equivalente a bares como el de Damián, que es de lo poco que queda por aquí de los de toda la vida. Y por un momento, por un instante fugaz, el destello de una luciérnaga, me siento neoyorquino.

«I am a New Yorker.»

Los bares son una parte importante de la vida de un hombre. Una prolongación del salón de casa, del comedor, del retrete. A veces, hasta del dormitorio. También del diván del loquero. Hoy lloras tú, mañana se te acuna el vecino de barra.

Los debería financiar la Seguridad Social.

Me viene a la mente una canción de El Último de la Fila. Yo también he enseñado muchas veces mi trocito peor en la barra del Damián. Pero jamás me lo ha echado en cara. Ni una mala contestación. Ni un reproche.

Nunca.

Es un buen hombre, Damián.

Quizás por eso, porque es así, demasiado bueno, su mujer se largó y los hijos no le hablan desde que se negó a vender.

Olga sale y me indica que pase.

Es una mujer preciosa. El cabello negro hasta los hombros, los ojos grandes, la nariz rampante, la boca gruesa. Todo dentro de una oblea perfecta. Una torta sagrada. El cuerpo de Cristo.

Es más guapa que muchas estrellas de cine.

Ella tiene cuarenta, yo paso de los setenta.

Cuando tenga mi edad, seguirá siendo una mujer preciosa. Yo estaré muerto.

—Buenos días, Justo.

—Sí que son buenos —se la tiro.

Nos miramos durante un rato. No me pidáis que precise, a mí me parece un buen rato. Me gusta hacerlo, mirarla. Estoy seguro que sabe lo del Milongas, pero no dice nada.

Se acerca con el aparato y me pincha.

—Tienes el INR bajo —dice—. Hay que subirte la dosis.

Asiento y saco la lengua como el crío obediente que va a recibir la primera comunión.

Me pregunto qué está pensando. También qué habrá sentido al enterarse de que el Milongas ya no está en este mundo —lo está, pero no es más que carne fría—; al saber que no la molestará más.

Me parece adivinar algo en su mirada.

«No puede ser», me digo.

«Has visto mal, Justo.»

«No puede ser que haya llorado, que haya derramado una sola lágrima por ese hijo de la gran puta.»

La miro otra vez.

La observo bien.

Y constato que sí.

Si quisiera engañarme, diría que es porque está cansada, porque no ha dormido bien, porque tiene el resfriado a la vuelta de la esquina y se le han irritado los ojos.

Pero sé que no es así.

Ni me despido.

«Me da igual —me digo—. El Milongas está mejor muerto. Todos estamos mejor sin él. El maldito mundo está mejor sin él.»

Me lo repito una y otra vez mientras camino de vuelta a casa. Y en medio del cabreo, me asalta una pregunta: ¿habrá alguien que llore por mí cuando haya muerto?

2

La Vía Láctea

—¿Por qué lo haces?

«Porque me sale de los cojones», pienso.

Pero callo.

—Tú no eres así.

Me lo dice convencida.

Me lo dice como si supiera realmente cómo soy. Con esa autoridad que te da creer que conoces las entrañas ajenas mejor que las propias.

Suele ser así. Atisbamos la mota en el ojo extraño a kilómetros sin ver el rascacielos en el propio.

La capacidad del ser humano para engañarse solo tiene un parangón: la de ignorar su propia ignorancia.

—¿Y tú qué sabes cómo soy?

Esta vez lo suelto. Eso sí, el tono es tirando a neutro, acompañado de una sonrisa leve, de las que uno puede interpretar como le venga en gana.

—Porque lo sé.

«¡Qué coño sabrás tú!»

Me cuesta callarme.

Pero otra vez chitón.

«No tienes ni puta idea de cómo soy. De quién soy realmente. Jamás la has tenido.»

Me doy cuenta de que lo de Olga me ha afectado más de lo que pensaba; de lo que estoy dispuesto a conceder a nadie. Ni a mí mismo. También de que soy un hipócrita. Porque es verdad que el Milongas tenía un algo, un no-sé-qué. El hombre sabía embaucarte, hacerse simpático.

Me consuelo pensando que quizás no ha llorado porque aún estuviera enamorada de él, sino porque ya no le podrá curar nunca el ala rota, y eso debe de ser un fracaso para una buena samaritana como ella.

En este mundo hay cosas que se pueden arreglar y otras que no.

—Igual no lo sabes —respondo.

La voz sale como el piar de un jilguero.

—Te conozco —insiste.

Tiene gracia.

La gente te lo suelta como si poseyera una verdad suprema, una especie de conocimiento hermético, secreto. Pero no es más que un acto de presión. Como si el mero hecho de pronunciarlo, de frasearlo con misterio en la voz, en la mirada, les otorgara poder sobre ti.

Sobre tu alma.

«Yo, y solo yo, cómo eres de verdad.»

Lo hacen para echártelo en cara.

No les gusta.

No les gustas.

Algo en ti ensombrece su ideal, afea la imagen perfecta que se han formado en la cabeza. Un reducto insurgente que escapa a su control.

Por eso te lo dicen.

«No eres el así que yo quiero.»

Es una advertencia.

Es una amenaza.

—Lo siento.

Claudico, sí.

Y luego me bajo los calzones.

—¿Me perdonas? No sé qué me ha pasado.

Y remato:

—Tienes razón, yo no soy así.

Llevo tiempo follando con la Remedios. Y aunque nuestra relación se limita a un alivio de soledades, también hay cariño.

Pero nunca nos hemos enamorado.

Tampoco nos hemos generado dependencias mutuas.

Sí nos hemos respetado.

Siempre.

Y ahora me viene con esto.

—¿Qué te pasa? —suelta.

No sé si es que a estas alturas ha empezado a hacerme de madre.

—Nada.

—Ya.

Se envuelve en la sábana y se levanta. Eso solo lo hace cuando está enfadada. Es un castigo porque sabe que me gusta verla caminar en bolas hacia el baño. Tiene una nuca, un cuello, una espalda, un culo y unas piernas que me recuerdan a una de esas esculturas clásicas.

Los tenía a los veinte, los tenía a los cuarenta y los sigue teniendo a los sesenta.

Su espalda está llena de lunares. Es como el cielo estrellado de invierno: Casiopea, Orión, Andrómeda, las Osas… Y la estrella polar, una pequita solitaria sobre el omoplato derecho.

Me gusta peregrinar de una a otra como si fuera Ulises.

Su nuca es Ítaca.

Cada vez empiezo por un lunar y termino en otro.

En todos estos años, ningún recorrido ha sido igual.

Remedios tiene tantos lunares en la espalda como estrellas la Vía Láctea, pero lo que más me gusta son esos dos huequitos que tiene al final, uno a cada lado de la columna, justo encima del culo.

En una ocasión busqué su nombre en un libro.

Pensé que semejante maravilla debía de tener uno.

Los llaman los «hoyuelos de Venus».

Eso parece la Remedios de espaldas: la Venus de Milo.

Me recuesto en la cama y observo el techo. En alguna ocasión he pensado que los pintores de obra deberían llenarlos de esos mensajes que te encuentras en las galletas chinas o en las postales de atardeceres con frases de Coelho.

Uno:

«Antes de iniciar la labor de cambiar el mundo, da tres vueltas por tu propia casa.»

Dos:

«Jamás se desvía uno tan lejos que cuando conoce el camino.»

Tres:

«Excava el pozo antes de que tengas sed.»

Cuatro:

«El sabio no dice lo que sabe, y el necio no sabe lo que dice.»

La mayor contribución de los chinos a la historia no han sido ni la pólvora, ni el papel moneda, la brújula o las primeras imprentas, sino los malditos proverbios.

Oigo la cisterna.

Remedios sale del baño y va hasta la silla donde ha dejado la ropa. Se pone las bragas con la sábana aún enroscada. Después se ata el sujetador por delante, le da la vuelta, se pone los tirantes y deja caer al fin su parapeto.

Al verla así, en bragas y sujetador —una braga de cintura baja, un sujetador transparente que deja ver sus pezones—, siento que algo se me despierta.

Me gusta follar con Remedios.

Mucho.

Se nos da muy bien.

Quizás es precisamente por eso, porque no nos queremos, porque no nos mentimos.

—Lo siento —susurro otra vez desde la cama.

Salgo de debajo del edredón.