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Primera edición digital: septiembre 2017
Imagen de la cubierta: Ana San Gabriel
Diseño de la colección: Jorge Chamorro
Corrección: Elena Pina
Revisión: Sandra Soriano

Versión digital realizada por Libros.com

© 2017 Ana San Gabriel
© 2017 Libros.com

editorial@libros.com

ISBN digital: 978-84-17023-83-6

Ana San Gabriel

Erie, Kanji y la bicicleta azul que les espera en Tokio

A mi madre, Lucrecia, por haber creído siempre en mí; a la memoria de mi padre, Alberto, por haberme enseñado el valor de la tenacidad y el esfuerzo; y a mi marido, Hiroshi, por ser mi fuente de fuerza e inspiración y mi apoyo incondicional.

Índice

 

  1. Portada
  2. Créditos
  3. Título y autor
  4. Dedicatoria
  5. Prólogo
  6. 1. El accidente
  7. 2. De vuelta a Tokio
  8. 3. La casa
  9. 4. Ishigaki
  10. 5. La playa
  11. 6. Aclarando las cosas
  12. 7. El juego de la verdad
  13. 8. Querida Okinawa, las princesas de los lirios
  14. 9. Ancestros; la luz y la sombra
  15. 10. Tokio
  16. 11. Cosas sencillas
  17. 12. Omiai
  18. 13. Una mañana juntos
  19. 14. El verdadero encuentro
  20. 15. John
  21. 16. Toji
  22. 17. Erie, el compromiso
  23. 18. Juntos
  24. 19. La despedida
  25. 20. Akira y Kanji
  26. 21. El regreso
  27. Mecenas
  28. Contraportada

Prólogo

 

Cada día se hace de instancias mundanas: bebemos café, nos duchamos, vamos a trabajar, chateamos o discutimos sin razón, acciones sin mayores consecuencias. Pasamos el tiempo indiferentes y seguros de estos momentos que nos son tan familiares. ¿Cuántas veces nos vemos atrapados en la ira contra el jefe de turno, las molestias de cada día y la falta de tiempo para completar la lista de cosas pendientes? Pero de repente, un día, un evento significativo nos recuerda lo que realmente somos y lo que transciende en nuestro interior.

Así de importante fue aquel día para Erie. Podría haber previsto que iba a suceder algo, pero no lo hizo. De pie frente a la puerta del apartamento de sus padres, Erie se sintió excepcionalmente excitada. Había una pizca de angustia, una advertencia tal vez, pero excitación era definitivamente la emoción que ganaba de forma rampante. Podría ser una exageración de su mente. Con la llave en la mano derecha, empujó obstinada el ojo de la cerradura para abrir la puerta. El apartamento era viejo y el cerrojo se atascaba con frecuencia, sobre todo en los días fríos. Un vecino comenzó a tocar el solfeo en un piano —do, re, mi, fa, sol, la, si… do, re, mi—. Su piel pálida se ruborizó de alegría cuando por fin entró en el apartamento. La cara de Erie era claramente mestiza; los ojos grandes y de color más claro que los de su madre japonesa, Yoko, y con una nariz más pequeña y redonda que la de su padre británico, Arthur. La mandíbula angular y los labios finos, que podían proceder de cualquiera de sus padres, le daban una presencia delicada, pero su timidez venía del fondo de la mirada. Los entrometidos la llamaban half pero, ya en sus veinte años, Erie estaba acostumbrada a las habladurías, a que la señalaran o la miraran; no es que le importara demasiado, ahora que los niños de raza mixta no eran una rareza.

Erie acababa de regresar de Fukushima ese día. La imagen de Kanji era persistente; se había grabado en la mente su expresión mientras le decía adiós con la mano desde lejos en la plataforma de la estación. El viaje a Fukushima había reforzado el afecto que ella sentía por Kanji. Aunque no acababa de decidir si «afecto» era la mejor manera de describir este querer pasar más tiempo juntos. «¿Es “confianza” una palabra mejor?», se preguntaba Erie. En este viaje a Fukushima se dio cuenta de que Kanji creía en ella, en su trabajo; y eso era importante. Cuando Erie le habló en el tren de que quería rehabilitar una casa abandonada, Kanji la escuchó con atención. Claro que Kanji era su novio y parecía lógico que la tratara con deferencia, pero sus palabras sonaron sinceras y no se sintió juzgada con su mirada. En la Universidad Bunka Joshi, donde ella estudió, la envidia era la norma. Era como si los estudiantes hubieran hecho de la crítica su afición.

La competividad obligó a Erie a ser cautelosa con sus diseños. Sólo presentaba algo cuando lo tenía acabado y enseguida captaba los comentarios superficiales que se hacían con ganas de decepcionar. Kanji había sido el primero que alabó sus creaciones con una asertividad franca. Él poseía un sexto sentido para los edificios y los espacios. A veces, Kanji intuía las ideas de Erie como si supiese lo que ella pensaba. Pero eso era amenazante para Erie. Él la conocía demasiado. Hasta entonces, Erie no se había sentido suficientemente cercana a nadie como para confiar sus sentimientos más escondidos; y, de alguna forma, estaba aprendiendo a confiar en Kanji.

Después de colocar los zapatos en la repisa de la entrada, Erie llamó a su padre varias veces, pero Arthur no contestó. En el apartamento había una tranquilidad excesiva. Erie imaginó que Arthur estaría en su despacho escuchando música con los auriculares puestos. Eran más de las seis de la tarde y ya estaba anocheciendo. En el crepúsculo, el cielo violáceo tenía una profundidad imponente desde la cristalera del salón, dejando entrever la silueta oscura de los edificios. Por un instante, se quedó hipnotizada con los colores del cielo y, después de acostumbrarse a la oscuridad, encendió una lamparita de pupitre; luego dejó las llaves sobre la mesa de cristal y se estiró con las piernas en alto en el único sofá acolchado que había en la habitación. Su madre no quería que colocara los pies sobre los cojines, pero sus pantorrillas pesaban tras el cansancio del viaje. Descansando en el sofá, sus sentimientos en conflicto surgieron otra vez. Ella hubiera preferido pasar el fin de semana con Kanji yendo a uno de esos restaurantes de comida casera después de una larga caminata o alguna excursión en las afueras. En cambio, estaba confinada en el apartamento de sus padres todo el fin de semana. La inactividad enfrió sus pies y se masajeó las piernas de abajo hacia arriba. Su madre, Yoko, había ido a Hiroshima y le rogó a Erie que cuidara de Arthur ese fin de semana. A Erie le hubiera gustado negarse, especialmente con toda la agitación interna debido a Kanji. Pero Yoko necesitaba un descanso. Arthur no estaba bien. Su introversión y cambios de humor agotaban a Yoko, así como a Erie, para quien la enfermedad de su padre no era fácil de aceptar. Arthur estaba a su cargo este fin de semana.

En las últimas semanas, Arthur se había descuidado mucho, había ganado peso, le costaba ducharse, comía a deshoras, casi siempre dulces, y bebía demasiada cerveza sin apenas salir de su habitación. Arthur andaba tan retraído que probablemente le daba igual si Erie entraba o salía, nunca se había aislado tanto como ahora. Estos pensamientos provocaron la alarma en Erie. Tendría que hablar con Yoko seriamente cuando regresara de Hiroshima. En su opinión, tendrían que llevar a Arthur a una clínica privada o contactar con alguna ONG, como TELL, donde le pudieran atender en inglés. Por lo que Erie sabía, en el hospital de Aoyama lo reconocían en japonés y en diez minutos le recetaban antidepresivos y ansiolíticos, o le enviaban de vuelta a casa sin un plan de rehabilitación. Así no mejoraría nunca. Los psiquiatras no apreciaban el esfuerzo de Arthur para ir al hospital cada semana ni le llamaban cuando se saltaba las visitas. Arthur no encontraba alivio. Hasta Erie se daba cuenta de eso. Todas esas idas y venidas del hospital y las visitas con los psiquiatras no ayudaban a Arthur. Y la medicación era por sí misma otro revés. A su padre nunca le gustó tomarse nada, especialmente si no sentía mejoría; «nadie quiere tomar pastillas que no funcionan», pensó Erie. Cualquiera dudaría de una prescripción dada después de un examen de diez minutos. Y, sin embargo, si la solución no estaba en las píldoras, Erie no sabía lo que podría aliviar a Arthur. Esperaba no tener que pelearse con él durante el fin de semana. Su padre necesitaba salir del cuarto, pero por su propia elección. No iba con ella controlar a nadie. Además, el control no parecía ser una buena solución; al contrario, eso aún lo avergonzaría más. A ella también le habría avergonzado si estuviera en su lugar. Erie deseaba que Arthur se recuperase a su ritmo.

El silencio persistente asustó a Erie. Escuchó el reloj del salón, la sirena de alguna ambulancia a lo lejos y un murmullo casi imperceptible del tráfico procedente de la calle; pero la habitación de Arthur parecía sumamente tranquila. Su padre tenía que estar por fuerza allí dentro, tal quietud no era normal. Se levantó con una sensación de urgencia y se dirigió a la habitación de Arthur. La luz del salón apenas alumbraba el pasillo y golpeó sin querer un jarrón de la estantería con la mano. Unos pasos más y, justo delante de la puerta de la habitación, se topó con un bulto en el suelo. No veía nada, pero percibió un olor penetrante que le produjo un escalofrío. Cuando encendió la luz, encontró el infierno a sus pies: su padre yacía boca abajo sobre un charco de sangre y los brazos escondidos bajo el torso. Los rastros de sangre se extendían sobre el linóleo, la pared y la puerta. La sangre de su padre había dejado unas marcas aterradoras. Una arcada violenta la obligó a reclinarse.

1. El accidente

 

Sin entrar en la madriguera del tigre no se pueden obtener sus cachorros.

Proverbio japonés.

(Erie)

 

Ese día de otoño se levantó gris en Tokio, como anunciando el invierno. Llovía con fuerza. Los arces de las afueras ya habían enrojecido y se mezclaban con los tonos ocres propios del mes de octubre. Erie iba al funeral de su padre y vestía de negro, traje, medias y zapatos. Desde un lado de la acera, hizo señas a un taxi que se aproximaba. El sedán verde oliva se detuvo delante de ella. «Aoyama Sogisho», pidió Erie.

La casa mortuoria sólo estaba a diez minutos de Shirokanedai si no había tráfico. Y aunque el viaje iba a ser corto, enseguida descansó la cabeza sobre el respaldo del asiento cubierto por un encaje blanco. El taxista aceleró a través de la calle Gaien Nishi sin decir nada, moviendo los guantes blancos sobre el volante. Las gotas de agua de los cristales de la ventana deformaban los destellos de los semáforos y las luces de otros coches que se aproximaban. Erie relajó la espalda. Apenas había dormido en los últimos días y cada vez que conciliaba el sueño tenía pesadillas. Todo parecía estar fuera de lugar, era confuso. Sólo hacía unos días que había visto a Arthur regando las begonias naranjas del balcón o firmando algún documento en su habitación. Una y otra vez, Erie recordaba cómo había encontrado a su padre en el pasillo y el dolor punzante retornaba.

Cuando Erie llegó a la casa mortuoria, su madre, Yoko, ya la estaba esperando. Eran las dos de la tarde. Las dos mujeres iban de negro completo. Yoko tenía una palidez que pronunciaba su mirada inexpresiva, como si estuviera en blanco. El tener que saludar a la gente que lloraba y había venido a decir adiós a Arthur era una carga de por sí. Los sutras budistas ayudaron a Erie a entrar en un trance profundo. Volvió al día en el que se había sentado con su madre delante del ataúd blanco de su padre hacía una semana. Había el mismo olor fuerte a incienso mezclado con el de las flores de las coronas. Erie contempló los crisantemos de la familia que estaban en primera fila. En el lazo morado se leía su nombre en katakana: familia Archer.

Habían transcurrido siete días desde la muerte de Arthur. Siete era un número mágico, el día que su padre cruzaría el río Sanzu, el de los tres infiernos. La noche anterior lo había soñado aturdido en la intersección de la muerte. Él estaba ante el río infestado de serpientes: «¡No cruces por el río! —le advirtió—. Pasa por el puente». Según la leyenda, la anciana Datsue-ba se sentaría a los pies del agua quitándole el kimono blanco y el viejo Keneo colgaría el kimono para medir el peso de las ofensas de Arthur. Mientras se llevaba las cenizas del incienso a la frente delante de la foto de su padre, Erie se preguntaba si alguna parte de Arthur seguía aún con vida y, si así era, dónde estaría él. Observó el incienso mezclarse con las cenizas en el quemador.

El cuerpo de su padre se convirtió en cenizas en el crematorio de Shirokanedai. Cuando metieron el féretro en el horno, Erie creyó que todo él se volvería cenizas. Pero quedaron algunos huesos y el monje les explicó cómo se los tenían que pasar con los palillos. Transcurrió casi media hora antes de que los depositaran en un cáliz de cerámica: primero los de los pies, luego los de la cabeza y al final el hueso hioides, el más simbólico por tener la forma de un buda contemplativo.

La gente las rodeó para darles el pésame nada más terminar el funeral, para consolarlas tal vez, o para consolarse a sí mismos. Erie no pudo evitar desconfiar de los innumerables familiares, amigos e incluso extraños que ni ella conocía; «¿realmente se preocupan por Arthur?». Había una comida después del funeral y tenían que hacer el recuento de las donaciones de los invitados y dar los regalos. «Menos mal que mis primas han venido a ayudar a Yoko», pensó Erie. Volvió ella sola a Shirokanedai para cambiarse de ropa e ir al hospital. Dos días después de la muerte de Arthur, el coche de Kanji chocó contra otro vehículo en la autopista. «¿Cuál es la probabilidad de que un suicidio y un accidente de coche ocurran en la misma familia al mismo tiempo?», se preguntó Erie. Era un pensamiento al azar ya que tampoco lo quería saber o tal vez su mente merodeaba sobre la sensación de que se tratara de una maldición.

Desde la muerte de Arthur, cada vez que entraba en la casa de sus padres, Erie notaba su presencia de alguna manera. Y ahí estaba el pasillo, delante de su despacho. Ya habían limpiado la sangre, pero lo había evitado toda la semana. Sintiéndose melancólica, Erie miró el mueble de madera roja que Arthur había comprado en Hong Kong. Seguía en la entrada, más rojo a la luz natural de la ventana, con la repisa llena de fotos sonrientes: el día de la inauguración del negocio familiar de diseño de interiores Arthur’s Design, Arthur y Erie con su primer kimono, el día que celebró su mayoría de edad y el de la graduación de Erie. La colección especial de las obras completas de Shakespeare que Arthur había tardado diez años en recopilar sobresalió de la penumbra. Erie tocó las tapas duras de color azul. La piel vieja era rugosa. Por un momento tuvo la impresión de que los libros la acercarían más a Arthur, pero no sintió nada.

Más triste de lo que había llegado, se deslizó a su vieja habitación y buscó el móvil para llamar al padre de Kanji. Toji Takahashi era más alto que Kanji, estaba delgado y curtido por el sol. Toji contestó rápido, como si estuviera esperando su llamada. La voz de Toji sonó áspera en el teléfono. Erie lo imaginó taciturno y con las arrugas marcadas en la frente. Toji le contó que Kanji ya había salido del quirófano y que estaba estable, pero los médicos se abstenían de dar un pronóstico hasta que recobrara el conocimiento. Erie le prometió llegar antes de que acabara el horario de visitas y colgó. La falta de energía en las palabras de Toji era contagiosa. Antes de ir al espejo del tocador, Erie permaneció en silencio por un momento. El marco del espejo estaba lleno de fotos de un tiempo más feliz, en las que ella estaba sonriente. Erie estudió su propia cara de arriba hacia abajo: las bolsas oscuras de debajo de los ojos y su color pálido. Con una esponjita embadurnada de maquillaje trató de borrarse la tristeza. Pero parecía imposible recuperar los mismos veintiséis de hacía siete días. «¿Habrá más por venir?», se preguntó. Muy dentro tenía este malestar constante que comenzó después de que Arthur muriera. Erie no lo sabía describir con exactitud, pero la dejaba sin aire la mayoría del tiempo. Notaba su cuerpo pesado. Con la muerte de Arthur algo había muerto en ella también.

Pensativa, Erie se quitó el vestido negro y las perlas blancas del funeral y escogió un traje de chaqueta gris. El negro mate había sido el uniforme de toda la semana. Después de abrocharse el abrigo beige de corte clásico, salió de nuevo, cerró la puerta y bajó deprisa las escaleras del edificio robusto donde vivían sus padres, una construcción típica de los años setenta recubierta de baldosas pequeñas y blancas que el tiempo había convertido en grises. A Kanji lo habían ingresado en el hospital Toranomón. La lluvia había cesado, pero afuera seguía haciendo frío. Esta vez le costó más encontrar un taxi. El coche dejó la calle Gaien Nishi hacia la de Sakurada, Roppongi. En quince minutos estuvo delante un rascacielos corriente de hormigón grueso y una altura que sobrepasaba la autovía elevada. La fachada estaba cubierta de hollín de los humos de los coches.

Después de pagar el taxi, Erie corrió a la entrada para no mojarse. La lluvia había ganado fuerza durante el trayecto, pero no sacó el paraguas que llevaba en la bolsa ni se sacudió el agua del pelo ni del abrigo cuando estuvo dentro del edificio. La luz natural de la entrada fue perdiendo fuerza al penetrar el pasillo del interior. El paso del tiempo había ensuciado las paredes del hospital con un tono amarillento. El clic repetitivo de sus propios tacones era el único ruido que oía. La unidad de cuidados intensivos estaba en el cuarto piso. Cruzó la sala de espera, los lavabos en la esquina con olor a desinfectante y se detuvo delante de la ventanilla. En ese momento, se le ocurrió que Kanji tendría tubos y vendas.

—¿Kanji Koyama? —preguntó Erie a una enfermera a través de la ventanilla.

No era la enfermera del viernes.

—Le han traslado —la placa de su nombre decía: «Nakamura»—. Ha estado estable desde el mediodía y no necesita respirador.

—¿A qué habitación? —eran buenas noticias para Erie.

Los médicos estaban preocupados por los efectos del golpe de cabeza que Kanji había sufrido en el accidente de tráfico. Había alto riesgo de hemorragia cerebral. Su intranquilidad sería visible porque la enfermera Nakamura enseguida añadió que Kanji había respondido bien a la cirugía. Kanji se encontraba ahora en la habitación 105, en el décimo piso. Desde el cuarto piso, y hasta el décimo, Erie tardó más de lo que hubiera querido. Los pasillos parecían más largos de lo habitual y ella arrastraba los tacones como si en vez de llevar zapatos llevara botas y fueran de plomo. La puerta de la 105 estaba entornada. Se asomó indecisa. Kanji estaba solo, dormía en la cama. Toji ya se había marchado. Una luz de noche alumbraba las vendas blancas de la cabeza de Kanji. El resto de la habitación estaba a oscuras. Kanji tenía una máscara con vapor ajustada a la cara, el hombro escayolado y una vía endovenosa en el brazo. Erie no podía dejar de mirarle la cabeza. Era difícil aceptar que el neurocirujano le había hurgado el cerebro, sobre todo porque las consecuencias eran inciertas. Antes de la operación, el doctor Hirota les explicó que el trauma había producido una hemorragia difusa en el cerebro de Kanji. La intervención pretendía quitarle un coágulo y la presión de la hemorragia para evitar lesiones más graves. Una semana antes, Kanji había ido a Shirokanedai a darle el pésame por el fallecimiento de su padre y ahora yacía en la cama semiinconsciente. Erie se sentó en la silla acolchada al lado de Kanji con cuidado para no hacer ruido y se quedó observando cada respiración, cada gemido, la medicación endovenosa, estudiando la expresión de la enfermera cada vez que entraba. Kanji no dio muestras de entender que ella estaba cerca de él. Los ojos de Kanji permanecieron cerrados toda la tarde del sábado que Erie pasó junto a su cama.

Erie volvió el domingo. Otra vez se sentó en la silla acolchada, atenta a la respiración de Kanji, la medicación endovenosa y a la expresión de las enfermeras de la décima planta. Por si acaso Kanji pudiera escucharla, comenzó a leer en voz alta el suplemento de arte y arquitectura del periódico. Él continuó como bajo el efecto de una anestesia permanente. Las enfermeras le dijeron que Kanji había recobrado algo de consciencia por la mañana, protestando o gimiendo por alguna incomodidad, pero enseguida volvió a quedarse dormido. Si no fuera por las vendas o por el bulto de su cuerpo bajo las ropas de la cama, parecía que Kanji estuviera drenado de vida. Cuanto más tiempo pasaba con él, más le pesaba la falta aparente de Kanji, y su propia desgana aumentaba, como si la inconsciencia fuera contagiosa. Sentada a su lado, ojeando la revista de diseño Interior Space, un recorte pequeño llamó su atención:

El diseñador de interiores británico Arthur Archer falleció el pasado fin de semana. Creador de un estilo discreto pero de personalidad fuerte, era un artista de extrema sensibilidad. Su trabajo influenció a numerosos interioristas que encontraron en él una fuente interminable de inspiración […]

Con el recorte parecía que Arthur se había muerto de nuevo y Erie se sintió más pequeña y más sola que antes. Por suerte, el artículo no hablaba de suicidio. Ni Yoko ni ella quisieron que lo supiera nadie. Podría decirse que era para proteger la imagen de Arthur, pero sobre todo para protegerse a sí mismas. No sabía qué sentía Yoko, pero Erie no estaba dispuesta a escuchar cualquier juicio contra Arthur.

El lunes, Erie llevó revistas de cine, y el martes, de cocina. Pero el miércoles el doctor Hirota convocó una reunión y en vez de ir a la habitación de Kanji, Erie se dirigió a la consulta del médico. Toji ya estaba sentado a la izquierda de la mesa del despacho cuando Erie entró. Ella escogió la silla de al lado, delante del médico Hirota, que llevaba bata blanca y tenía unas cuantas canas en la sien. Esperaron unos minutos al hermano de Kanji. Desde donde Erie estaba sentada sólo veía parte de los brazos del médico, pues varios montones de documentos le cubrían los codos. Erie tenía miedo de lo que el doctor Hirota les tuviera que decir; habría huido si hubiese podido.

Premios y diplomas recargaban la pared de la oficina del doctor Hirota, que parecía más estrecha de lo que era en realidad. Akira llegó con la respiración entrecortada y secándose la frente con un pañuelo. Era obvio que había corrido. Se disculpó por haber llegado tarde y se sentó a la derecha de la mesa del doctor, en la única silla que quedaba libre, rígido e inexpresivo, con las piernas alineadas, la espalda recta y las manos sobre las rodillas. Parecía querer resguardarse de lo que tuviera que explicarles el doctor Hirota. No había duda de que Akira se sentía como Erie, fuera de lugar, con ganas de marcharse.

—Kanji ha recobrado la conciencia, pero no puede ver —anunció por fin el médico con voz sincera, pero compasivo a la vez—. Por los tests que le hemos hecho, la pérdida es total de momento.

Erie se hundió en el asiento. «Al fin, ya había sucedido todo lo que tenía que suceder», pensó Erie. Esta era la mala noticia que había estado esperando desde hacía días. Y a pesar de la premonición, le dolió de todos modos. Las palabras del doctor Hirota descendieron a una profundidad absoluta en la que poca entereza le quedaba ya. Quiso irse enseguida. Akira la llevó a Shirokanedai. Con el resentimiento que sentía contra lo que fuera responsable de su dolor, Erie no pudo hablar con Kanji. No era el mejor apoyo para Kanji en este momento. El viaje en el coche hacia la casa de Erie fue silencioso. Akira y Erie no hablaron hasta que llegaron a la entrada. Akira mencionó Kamakura, los recuerdos de la infancia, los campos de gencianas, la playa de arena negra y las tiendas de helados. Erie se daba cuenta de que Akira estaba haciendo un esfuerzo por animarla recordándole las cosas que compartieron en un pasado mucho más jubiloso. Pero ese pasado quedaba tan lejos en ese momento para Erie que dudaba de que Akira la pudiera ayudar. Nadie podía ayudarla.

—Kanji se recuperará, ya lo verás —Akira aseguró al final—. Es fuerte. Lo superará.

Pero Erie no quería pensar si Kanji lo superaría, o sentirse ligada a nadie. Ella sólo deseaba huir de que Arthur hubiera muerto, huir de que Kanji se hubiera quedado ciego. Se despidió de Akira, dio un portazo y corrió hacia su vieja habitación. No deseaba hablar ni ver a nadie.

Erie no pudo ir al hospital el jueves, ni el viernes tampoco. Dejaba pasar el tiempo como si en su tictac existiera el poder de borrar la inercia de la insensibilidad que la dominaba. Todo era apatía. Escuchaba tictac desde algún lugar y dormía. Entre sueños podía imaginar a su padre aún vivo y a Kanji con una mirada radiante. La cama plegable de su habitación parecía ser lo único que le quedaba mientras estaba despierta y estirada boca arriba sin pensar en nada. Ni siquiera podía llorar. Dormía, se despertaba, dormía otro poco. Durmiendo desaparecía todo. Sólo se levantaba para comer, o cuando Yoko la instigaba con algún problema urgente que resolver: llamadas de trabajo, certificados del banco o solicitudes de la compañía de seguros. Pero cada vez que se levantaba, lo hacía con mucho esfuerzo. Todo era lejano, ajeno, foráneo, como si fuera real para los demás pero no para ella.

El negocio familiar seguía adelante gracias a su amiga Nami. Ella era la socia de Arthur y sabría qué hacer con los proyectos que Arthur había dejado sin acabar o atendería a los clientes acertadamente. Seguro que la clientela querría saber si la tienda seguiría funcionando y quién se iba a encargar de los contratos a partir de ese momento. Cada vez que sonaba el teléfono, Erie se sobresaltaba; y las llamadas ocurrían con frecuencia. De hecho, esperaba que en cualquier momento sonara el teléfono. Todos los que llamaban querían hablar de Arthur. «Pobre, tan joven», decían algunos. «Sí, tan joven», contestaba ella sin ganas. Necesitaba a alguien en quien apoyarse, como había hecho con Kanji en los últimos meses. Pero no había vuelto al hospital desde la reunión con el doctor Hirota. Cada vez que lo intentaba algo la detenía: cómo iba a confortar a Kanji si ella apenas se consolaba sola. Ahora, Kanji estaba ciego.

El sábado, su intención de ignorar la necesidad de huir ganó finalmente a la apatía y pudo obligarse a sí misma a cambiar su estado de ánimo. Erie se bañó, se colocó el primer traje que pilló del armario y sin maquillarse volvió a Toranomón. Esta vez, cuando abrió la puerta de la habitación 105, Kanji ya no estaba en la cama, sino sentado en una silla de ruedas más ancha que los sillones del hospital, delante de la claridad nublada de la ventana del cuarto. Erie permaneció unos minutos plantada bajo el marco de la puerta sin atreverse a entrar. Trató de hablar, pero no pudo hacerlo enseguida.

—¿Cómo estás? —dijo al fin, entrando sólo unos pasos.

Kanji no contestó, no se movió.

—Te he traído unos dulces —ella anduvo un poco más, lo justo para dejar sobre la mesita de la cama la caja de galletas—. No sabes la variedad de pasteles que hay en la tienda de la entrada —Erie se sintió banal; todo lo que hacía y decía parecía estar fuera de lugar.

—No tendrías que haber venido —Kanji replicó finalmente.

Kanji tenía derecho a estar enfadado con ella. Ella no había ido al hospital, no había compartido con él el shock de la ceguera.

—¡Kanji-kun! —Erie se fue acercando hacia la silla con aprensión—. Todo ha pasado tan rápido —se justificó. Mientras estuvo durmiendo en la cama por dos días, Kanji la habría estado esperando—. Lo siento.

En ese momento se sintió culpable, como si su apatía fuera la causa de la ceguera de Kanji. Diez días atrás, los dos se habrían abrazado, hablado con sinceridad de lo que sentían o hasta llorado juntos, ¿qué les pasaba ahora? Erie no se reconocía a sí misma, ni a Kanji tampoco. Se comportaban como extraños.

—No tienes por qué disculparte —objetó Kanji muy serio.

Con el funeral y el accidente de coche, Erie no había tenido tiempo todavía de contarle a Kanji cómo encontró a Arthur en el pasillo, desangrado, con los cortes en el cuello y en las muñecas, y ahora Kanji estaba ciego. Kanji no parecía él mismo, era como si él ya no existiera para ella.

—¿Necesitas algo? Agua, algo para… —iba a decir «para leer», pero enseguida cambió las palabras— para comer.

—Tengo lo que necesito.

Erie dio un paso más y se encontró al lado de Kanji. No se atrevió a mirarle la cara enseguida. Kanji tenía el brazo derecho escayolado desde el hombro, sujeto al cuello con una tela blanca, y una pierna inmovilizada. Las vendas eran un recuerdo constante de que le habían abierto la cabeza, de que ya no veía. Ni siquiera le podía acariciar el pelo. Lo tenía tan denso y fuerte antes de la operación que reflejaba un lustro negro muy atractivo. Con una mirada de soslayo, Erie encontró que la cara de Kanji estaba contraída. Sus ojos no estaban vivos, les faltaba ese brillo tan suyo, esa mirada de «puedo con todo». Hoy sus ojos estaban llenos de rabia o tal vez su expresión colgada del infinito era más bien un desprecio insolente. Dos semanas antes, Kanji la habría mirado casi con veneración. Era decepcionante para Erie pensar que a partir de ahora ya no podría volverla a ver. Erie había dejado de existir para Kanji; se dejó caer sobre la silla de plástico que estaba al lado de él. Al sentarse debió de hacer demasiado ruido porque Kanji se giró, le clavó los ojos y por primera vez se sintió juzgada. Nunca hasta ese momento le había visto un reproche como ese.

—No tendrías que haber venido —repitió Kanji, en un tono de desprecio.

Ahora Erie sintió miedo; había ido al hospital pensando que era lo correcto, pero no era espontáneo. Eso sería probablemente lo que Kanji le estaba recriminando. Él era el primer hombre que había hecho que se sintiera irracional o impulsiva. ¿Cómo iba a dejar de importarle? Erie se ahogaba en su propia miseria.

—No te voy a dejar solo —justificó en voz baja y con poco convencimiento. Su voz no sonaba convincente. Pero creía que el tiempo la ayudaría a sobreponerse, en algún momento volvería a ser la Erie que solía ser, perspicaz para Kanji.

—Necesitas tiempo —dijo Kanji, como leyéndole los pensamientos. Apartó los ojos de Erie—. Yo también necesito tiempo. No quiero que vuelvas más.

—¡No entiendo! —protestó Erie.

Ella entendía que Kanji necesitara expresar frustración, pero ¿cómo podía apartarla de él? Kanji y Erie habían pasado tanto tiempo juntos, hablando de diseño, compartiendo las ganas de crear cosas nuevas y protegiéndose mutuamente. Nunca se habían hablado con esta indiferencia antes; es más, Erie estaba segura de que si Arthur no hubiera muerto y Kanji no hubiera tenido el accidente, este momento no habría existido.

—Prefiero solucionar esto solo.

«Esto tiene que significar haberse quedado ciego», pensó Erie.

—No estarás pensando…

—No pienso nada —interrumpió Kanji—. Creí que podría compartir cualquier cosa contigo, pero me equivoqué. Ahora necesito estar solo.

Erie enmudeció. Ni siquiera estaban discutiendo. Kanji se retraía sin darle opción. Erie achacaba su alejamiento a no haberlo visitado antes en el hospital. Aunque era verdad, ella necesitaba tiempo para sentirse más fuerte. El dolor de la pérdida de Arthur lo ocupaba todo.

Erie le pidió a Kanji que la llamara en cuanto se encontrara mejor, y se le formó un nudo de congoja en la garganta. El cuerpo de Erie estaba en la habitación del hospital, pero su parte etérea deseaba estar en otro lugar, donde no hiciera falta decidir nada, pensar en nada. Erie salió afligida de la 105, más cansada de lo que había entrado y arrastrando las piernas de nuevo. Sin un objetivo concreto, se dirigió hacia las escaleras del pasillo, se sentó sobre un peldaño frío y solitario entre el noveno y el décimo piso, y al instante comenzó a llorar como no lo había hecho en diez días. Lloró hasta que se le entumecieron las piernas por la postura y el frío del suelo le traspasó la tela del vestido. No regresó a Shirokanedai; esa noche durmió sola en su apartamento de Shibuya. Esta fue la última vez que Erie vio a Kanji.