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Índice

Cubierta

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Agradecimientos

Créditos

Un cadáver en el desierto

A mi hermano y hermana,

Mark y Mary Broach,

en agradecimiento por tantas aventuras compartidas.

1

Hay problemas que nunca ves venir, como esas tormentas eléctricas que empiezan de la nada. Un día el cielo es azul y distante y de repente se oscurece y se llena de nubes que se ciernen sobre ti. Las hojas se tornan plateadas y revolotean en el viento, el aire comienza a silbar y llega la lluvia, con tanta fuerza y tan rápido que apenas puedes ver. Casi nunca consigues llegar a tiempo a casa.

Eso es lo que ocurrió la noche que atravesamos Nuevo México. Había hecho sol todo el día y en el coche hacía demasiado calor. Yo estaba pegajosa del sudor, harta del asiento de atrás y de que Kit manipulara constantemente el aire acondicionado de forma que sólo le llegara a él. Mi hermano Jamie estaba conduciendo y le dejaba hacer lo que quisiera. Le parecía divertido.

–¡Por favor! –insistí–. ¿Podéis poner el aire para que llegue aquí atrás? –me despegué la camiseta de la piel y me abaniqué la tripa–. Me voy a desmayar.

–Vale –dijo Kit–. No nos vendría mal un poco de tranquilidad.

Jamie se rió, así que di una patada fuerte a su asiento. Entonces movió rápidamente el volante de un lado a otro para que todo el coche se zarandeara y dijo:

–¡Basta, Luce! O te arrepentirás.

Íbamos de Kansas City a Phoenix para pasar las vacaciones de primavera con mi padre. No tengo ni idea de por qué vino Kit. Era el mejor amigo de Jamie y sus padres se habían ido a las Bahamas «para salvar su matrimonio». Es justo lo que no quieres oír sobre los padres de otra persona, aunque me imagino que es mejor que oírlo sobre los tuyos. Nuestros padres ya estaban divorciados, así que Jamie y yo no teníamos que preocuparnos por ese tipo de cosas. Pero hay algo que nunca entendí: cómo una relación puede ser independiente de las dos personas que la conforman, de lo que respira y vive dentro de ella.

El caso es que Kit no tenía nada mejor que hacer en las vacaciones de primavera y decidió venir con nosotros. El viaje cambió totalmente. Ya tenía suficiente con estar relegada al asiento trasero como para encima tener que escucharles hablar de chicas doce horas seguidas durante todo el camino a través de Kansas, Oklahoma, parte de Texas y Nuevo México.

Todo empezó cuando Jamie dijo algo como:

–¿Viste a Maddie Dilworth el sábado en el gimnasio?

Kit dio un puñetazo al salpicadero y exclamó:

–¡Sí, claro! ¡Está buenísima!

Y entonces, como si yo no estuviera, empezaron a hablar de cada parte del cuerpo de Maddie Dilworth, lo que dejó de ser interesante pasados tres segundos. Me senté con mi bloc en las rodillas e intenté dibujar, pero me caían gotas de sudor en la hoja y las líneas se emborronaban. No me podía concentrar. Me quedaba mirando mis piernas flacuchas –demasiado blancas– y cómo la camiseta se me pegaba al pecho. Iba a cumplir quince años en un mes pero cuando estaba con Jamie y Kit siempre me sentía más pequeña, como si tuviera doce.

No paraban de hablar, primero sobre otra chica del gimnasio, luego sobre una estudiante de primero de bachillerato que trabajaba en la droguería Kane, luego sobre Kristi Bendall, una chica de mi curso. ¡Estaban en segundo de bachillerato! No podía soportarlo más.

–¡Oye! Está en tercero de ESO, imbéciles. ¿No es demasiado pequeña para vosotros? ¡Está en mi clase de matemáticas! No quiero saber lo que pensáis de sus tetas. ¿Podéis parar, por favor?

–Relájate –dijo Kit. Jamie se rió.

Me metí entre ellos y subí el volumen de la radio. Abrí el mapa y lo extendí sobre el asiento. Los interrumpía cada vez que veía una señal. Pero no servía de nada. Estaban en racha y yo estaba condenada a aguantarlos.

–Éste es el viaje más aburrido de mi vida –dije.

–Como si nos importara –gruñó Kit. Ése era el tipo de chico que era. Si no te aguantara, probablemente tampoco estarías allí.

Todo el viaje fue así. Cada vez que parábamos en una cafetería, Jamie y él se sentaban solos en una mesa para poder ligar con las camareras.

–¡Hola! ¿Cómo va todo? ¿Qué nos recomiendas del menú? No, elige tú. Tráenos tu plato favorito, confiamos en ti.

Suena tan mal que lo normal sería que las camareras los ignoraran, pero como los dos son muy guapos se salen con la suya. Jamie y yo nos parecemos a nuestro padre –ojos oscuros, nariz recta, amplia sonrisa– y Kit tiene el pelo rojizo, tan suave y ondulado que te dan ganas de tocarlo. Hasta que lo conoces.

La mayoría de las chicas no eran muy guapas. Tenían el pelo teñido, los dientes marrones y la voz ronca de fumar. Pero sonreían mucho y lanzaban con disimulo largas miradas a Jamie y Kit, y con eso bastaba. A Jamie le encantaban las mujeres y a Kit... Bueno, como diría mi madre, a Kit le encantaba el sonido de su propia voz.

Y yo tenía que ver cómo sonreían satisfechos y les abrían la puerta y dejaban billetes de propina en cada sitio que parábamos. En el último restaurante, la camarera era mexicana y hablaba inglés a duras penas, así que intentaron con todas sus fuerzas practicar el español que habían aprendido en el instituto –«por favor, claro que sí, no más»– tratando de impresionarla. Nuestro padre es medio mexicano y habla muy bien español, así que Jamie pudo imitarlo mejor que Kit, pero aun así metían la pata constantemente y la camarera se reía de ellos.

Me puse los auriculares en los oídos e hice algunos dibujos en el fino mantel de papel: un cactus, un coyote, la camarera con su frente ancha y suave y sus cejas oscuras y arqueadas... No paraba de pensar en mi mejor amiga Ginny. Si estuviera aquí nos estaríamos partiendo de risa burlándonos de Jamie y Kit. Pero sin ella lo único que podía hacer era tratar de parecer ocupada, y no una perdedora que tiene que comer sola.

Estaba harta de que me ignoraran. Así que cuando volvimos al coche me puse a discutir con Kit para que me cambiara el sitio.

–¡Venga! Has estado sentado ahí todo el viaje. No es justo. Ni siquiera es tu coche. ¡Tengo mucho calor!

–Pues bebe algo –Kit se agachó y abrió con fuerza el pack de seis latas que había a sus pies. Se lo había conseguido un camionero al que le habían pedido que las comprara para que no les pidieran el carnet.

–¡Eh! –exclamé–. ¿Qué estás haciendo?

Kit le pasó una cerveza a Jamie y cogió una para él.

–Tengo sed –se dio la vuelta y me puso la lata fría en el brazo. Me estremecí y él sonrió abiertamente.

Le aparté la mano de un empujón.

–Dijiste que eran para Albuquerque, para el hotel, Jamie, ¡jo! Mamá te va a matar. No bebas mientras conduces. ¿Qué pasa si nos para la policía?

Jamie me miró por el espejo retrovisor.

–Por aquí no hay policías.

Tenía razón. No había nada más que el desierto, rojizo y pedregoso, extendiéndose en todas las direcciones. Kansas también era llano, pero no tanto. Era más verde, más suave, con montones de casas construidas entre tierras de cultivo. Aquel lugar estaba vacío. Pasadas unas cuantas rocas y matorrales aquí y allá alcancé a ver en la distancia una línea irregular de montañas, azul y tenue. Pero aparte de eso, sólo la tierra dura y seca con alguna brizna de hierba plateada, cactus como los de los dibujos animados y algún arbusto de vez en cuando. Durante toda la tarde estuve pensando lo extraño que era que alguien hubiera puesto una carretera allí, como si eso hiciera que mereciera la pena visitar ese lugar. Horas antes Jamie se había salido de la autopista principal porque decía que era aburrida.

Di otra patada a su asiento, sólo para fastidiarle.

–¡Para ya, Luce! Ni siquiera hace calor ahora.

Tenía razón. Era casi de noche. De repente el cielo se tornó de un gris denso y tormentoso. Bajé la ventana y dejé que una ráfaga de viento me diera en la cara y el pelo me rozara las mejillas. El aire soplaba a ráfagas y era cada vez más frío. Bramaba alrededor del coche.

Entonces es cuando empezó a llover.

–¡Sube las ventanas! –gritó Jamie.

Un torrente de lluvia cayó del cielo golpeando el techo del coche y empapando la autopista. El parabrisas se empañó y la carretera desapareció.

Agarré el reposacabezas de Jamie.

–¡Más despacio!

–¡Qué guay! –Kit echó la cabeza hacia atrás–. ¡Es increíble!

Era como estar debajo del agua, atravesando rápidamente un océano oscuro y negro.

Entonces lo sentimos.

Una sacudida. Grande pero hueca. Una especie de ¡pum! cuando el coche chocó contra algo.

2

Me di con las rodillas en el asiento delantero y la cerveza de Jamie se derramó en el salpicadero.

–¡Maldita sea! –exclamó Jamie.

Frenó dando un volantazo. Entonces el coche empezó a patinar y él volvió a acelerar, intentando controlarlo.

–¡Eh, tranquilo! –dijo Kit–. Sea lo que sea, le has dado.

–¿Qué? –grité–. ¿Qué ha sido eso? –me puse de rodillas con dificultad y traté de vislumbrar algo por la ventana de atrás. En el resplandor rojo de las luces traseras, bajo la lluvia torrencial, logré ver algo oscuro en la carretera. Se sacudía con espasmos, arrastrándose hacia un lado–. ¡Dios mío, Jamie! ¡Has golpeado algo! ¡Está en la carretera! ¿Qué es?

–No lo sé –le temblaba la voz–. Será un coyote. Corrió directo al parachoques. No me dio tiempo a frenar.

Ahora conducía más despacio. Sus pálidas manos apretaban fuertemente el volante. Parecía que la lluvia había arrastrado la noche delante y detrás de nosotros. No veía nada.

–¡Todavía estaba vivo! –exclamé–. Tenemos que volver.

Kit se dio la vuelta.

–¿Para qué? Sólo es un animal.

Yo seguía mirando detenidamente a través de la ventana de atrás y de la cortina de agua plateada.

–¿Y qué pasa si es un perro?

–Aquí no vive nadie. ¿Cómo va a ser un perro?

Y eso habría sido todo, fin de la discusión, porque yo no estaba segura, Jamie estaba conmocionado, Kit estaba impaciente y todavía quedaba una hora para llegar a Albuquerque. Eso habría sido todo si yo no hubiera visto aquella luz amarilla, una mancha húmeda y brillante en medio del desierto.

–¡No, espera! –grité–. Ahí hay una casa. Podría ser un perro. ¡Podría ser el perro de alguien! Jamie, por favor, tenemos que volver.

Kit se dio la vuelta rápidamente.

–¿Estás de coña? ¿Qué vamos a hacer? ¡Nada! Fue un accidente. Fue derecho a la puta carretera.

Pero Jamie ya estaba frenando. Con gran esfuerzo dio marcha atrás y giró en la autopista.

–¿Qué estás haciendo? –Kit le fulminó con la mirada, indignado.

–Voy a volver –dijo en voz baja pero firme, como si alguien le hubiera preguntado algo que no debía contestar. En mi familia nos entusiasmaban los perros y Kit, que lo sabía, hizo un gran alarde de desesperación negando con la cabeza y mirando hacia arriba exasperado, sabía que teníamos que volver.

La carretera parecía extraña en la oscuridad. Brillaba bajo la luz de los faros, resbaladiza e inundada de agua. Jamie conducía más despacio. Era imposible saber cuánto nos habíamos alejado. Mantuve la cara presionada contra el cristal, mirando cada silueta de la carretera: los hitos kilométricos, los arbustos de aspecto salvaje, las inminentes rocas que aparecían de improviso... Miraba tan fijamente que me dolían los ojos. Ya era casi noche cerrada y nos abrimos paso entre la lluvia que caía con tanta fuerza que parecía tan sólida como un muro.

–No vamos a encontrar nada –dijo Kit, golpeando ruidosamente el salpicadero con los pies. Y un minuto después–: ¿Lo veis? Se ha ido. Seguro que sólo lo has golpeado. Ya nos hemos alejado mucho. Da la vuelta.

Pero entonces lo vi: algo impreciso e inesperado tendido a un lado de la carretera.

–¡Jamie, para! Está ahí.

Jamie frenó y el coche derrapó de lado.

–¿Dónde? ¿Qué?

–Mira –lo señalé, pero con la lluvia no podía estar segura.

–Estáis locos –dijo Kit–. No me puedo creer que estemos haciendo esto. ¿Qué pasa si es un perro? Probablemente esté rabioso. ¿Qué vamos a hacer con él?

–No lo sé –farfulló Jamie–. ¡Pero venga! Vamos a echarle un vistazo –volvió a girar el coche y se detuvo en medio de la carretera, proyectando los faros hacia donde yo había apuntado. Un arco blanco de luz cubrió el asfalto. Abrí la puerta del coche y una ráfaga de aire frío me hizo estremecer. Había chaquetas sepultadas en algún lugar del maletero, pero Jamie y Kit se pusieron la camiseta en la cabeza y avanzaron a trompicones bajo la lluvia. El agua resbalaba sobre nosotros empapándonos la ropa y corriendo como un río por nuestros brazos y piernas. Con la camiseta alrededor de la cara, Jamie y Kit parecían fantasmas.

Los adelanté corriendo.

–¡Ahí está! –chillé. Oí el crujido de los pies de Jamie en la gravilla detrás de mí.

Con el resplandor de los focos me pareció ver algo pálido encorvado en la carretera.

Me detuve. Jamie casi se choca contra mí. Nos quedamos parados mirando. No podíamos respirar.

No era un animal. Era una chica, y su brazo delgado trazaba una curva en el asfalto, como una bailarina. «Oh Dios mío», pensé.

3

Hay momentos en que todo cambia tan rápido como un parpadeo o el tiempo que se tarda en coger aire. Es como si hubiera una línea entre el «antes» y el «después» y puedes sentir que pasas por encima pero no quieres hacerlo porque sabes que no hay vuelta atrás. Eso es lo que pasó cuando vi a la chica. Fuimos hacia ella mientras Kit se acercaba a nosotros por detrás, y no sé cómo lo hicimos, cómo fuimos capaces de mover los pies o respirar. Quería volver corriendo al coche, cogerles de la mano y llevarlos conmigo justo antes de ese momento para que pudiéramos huir en medio de la noche sin saber lo que había ocurrido. Porque saberlo cambiaría todo. En cuanto la vi lo sentí: nos estábamos alejando de nuestra antigua vida y acercándonos a otra cosa.

Cuando llegamos a donde yacía pudimos ver su pelo extendido en el suelo como un abanico oscuro y mojado. Tenía los ojos totalmente abiertos, imperturbables a la lluvia. Estaba muerta.

Ninguno dijo nada. Nos quedamos ahí de pie con la lluvia cayendo sobre nosotros y sin dejar de mirar fijamente a la chica, como si de algún modo pudiéramos devolverle la vida con la mirada, hacer que se levantara de la carretera y se alejara de los coches que circulaban bajo la lluvia.

Nunca en mi vida había visto a un muerto. No dejaba de pensar que si esto fuera una película la gente estaría desesperada, tomándole el pulso, tendiéndola en el suelo, golpeándole el pecho. Y quizá un minuto más tarde ella tosiera o respirara con dificultad, y entonces sabrías que se iba a poner bien. Pero esta chica estaba tan quieta... Incluso en el fragor de la tormenta uno podía sentir la tranquilidad que la rodeaba.

Jamie se agachó a su lado.

–Pero si era un coyote –dijo en voz baja.

Kit se inclinó con las manos en las rodillas. Le temblaba la respiración.

–Estaba muy oscuro, no la viste. Vino directa a la carretera.

–No –dijo Jamie–. Era un animal.

–No se veía nada.

–No.

–Jamie –le puse la mano en el hombro. Negó fuertemente con la cabeza y se apartó de mí con un movimiento brusco. No podía dejar de mirarla. Tenía la boca entreabierta, un óvalo perfecto en completo silencio. Era mayor que nosotros, pero no mucho más. Una chica bastante normal: vaqueros oscuros, una camiseta con un texto estampado delante y una pulsera de la suerte de plata parecida a la que guardaba yo en el primer cajón de mi cuarto. Su esmalte de uñas se estaba descascarillando y tenía dos agujeros en una oreja. ¿Cómo podía estar muerta?

Su cuerpo estaba tendido en diagonal, retorcido, con la camiseta levantada mostrando una franja de piel blanca. Estiré el brazo y se la bajé. Entonces, no sé por qué, sentí náuseas y empecé a vomitar. Mientras me retorcía de dolor sentí como alguien me agarraba del pelo y me lo apartaba de la cara. Debió de ser Kit, lo que resultaba extraño, pero no más extraño que todo lo demás.

Jamie se quitó la camiseta de la cabeza y la lluvia lo empapó entero, haciendo que el pelo se le quedara pegado a la frente. No me miró.

–Vale, Luce, llamaremos a alguien.

–Toma –dijo Kit, sacando su móvil. Lo protegió de la lluvia con la palma de la mano y lo movió apuntando en varias direcciones mientras presionaba el teclado. Al cabo de un rato alzó la vista desesperado–: No hay cobertura.

Y entonces me acordé.

–Había una casa –dije.

–¿Qué? –se giraron hacia mí.

–La luz esa que vimos. Nos podrán ayudar.

–Ah, vale –contestó Jamie. Le había cambiado la cara, estaba conmocionado. No dejaba de mirar a la chica–. Está demasiado cerca de la carretera, ¿podemos alejarla?

Kit negó con la cabeza.

–No creo que debamos tocarla.

Tragué saliva.

–¿Y si alguien choca contra ella? ¿Y si la atropellan?

–Está muerta –dijo Kit.

Jamie tenía la boca muy tensa pero sus ojos estaban abiertos como platos.

–Me quedaré aquí. Vosotros id a la casa. Yo esperaré con ella.

Kit frunció el ceño.

–No puedes hacer nada.

Jamie le lanzó las llaves del coche.

–Marchaos.

Así que Kit y yo volvimos al coche. Kit abrió el maletero y me lanzó mi chaqueta; la cogí y me quedé parada mirándola. No se me ocurría nada que hacer.

–Póntela –dijo. Y entonces me di cuenta de que estaba temblando. Nos subimos al coche y sujeté la cazadora de Jamie por fuera de la ventanilla para dársela cuando pasáramos a su lado. Él la cogió y se la puso sobre el hombro, mientras la lluvia seguía cayendo con fuerza a su alrededor. Lo miré por el espejo retrovisor mientras nos alejábamos. Se volvía cada vez más oscuro y pequeño, pero aún podía ver su chaqueta, ondeando inútilmente, como una bandera.

4

Llovía tanto que casi nos pasamos la salida. Pero ahí estaba la luz, en lo más profundo de la oscuridad del desierto, y cuando disminuimos la velocidad vimos un estrecho camino de tierra a un lado de la carretera. Estaba lleno de barro y encharcado, con pequeños riachuelos de agua corriendo sobre él. Kit avanzó muy lentamente y fuimos dando tumbos sobre aquel suelo plagado de surcos. Yo todavía estaba temblando, pero sentía que iba despertando y que prestaba más atención. Ahora todo parecía demasiado real: el tirador metálico de la puerta del coche, congelada, me presionaba en el muslo y el olor penetrante a cerveza se extendía por el asiento delantero. De vez en cuando miraba disimuladamente a Kit. No era típico de él estar callado.

Finalmente dijo:

–Deberíamos deshacernos de las latas.

–¿Qué?

–Tenemos que tirar la cerveza.

–¿Ahora?

Parecía imposible que pudiéramos pensar en algo que no fuera la chica. Pero habría policía.

–No sé –dije.

–Tenemos que librarnos de ellas.

–Pero el coche huele un montón. Lo averiguarán. Parecerá que... –no sabía cómo decirlo.

Kit se encogió de hombros y miró la carretera con el rabillo del ojo.

–Si encuentran latas de cerveza abiertas en el coche... –titubeó–. Piensa en Jamie.

Estaba muy enfadada con él, furiosa. Él era el que había querido cerveza, el que había conseguido el pack de seis latas y el que había dado a Jamie una mientras conducía. Y ahora una chica estaba muerta y Jamie no tenía la culpa, no podía tenerla. Pero habíamos conducido muy rápido y nuestro coche apestaba a cerveza. ¿Quién iba a saber lo que había pasado en realidad?

–Estoy pensando en Jamie –dije.

Kit me miró de reojo. Redujo la velocidad y bajó la ventanilla. Luego alargó la mano hacia mis espinillas, cogió las dos latas y las tiró por la ventana hacia la oscuridad. Un minuto después lanzó el resto del pack, que desapareció detrás volando en espiral.

–¡Kit! –exclamé. Pero siguió conduciendo.

De pronto estábamos frente a la casa. Era pequeña y laberíntica y había luces brillando en dos de las ventanas y una furgoneta aparcada en un lateral. Tan pronto como estacionamos en el jardín –si se le puede llamar así porque no estaba cerrado sino que se extendía hacia el desierto– dos perros grandes salieron corriendo y ladrando de detrás de un cobertizo.

Volvimos a estar bajo la lluvia.

Los perros rodearon a Kit. Le olisqueaban las piernas mientras sus largas colas se sacudían de un lado a otro. Me puse la capucha y fui hacia la puerta.

Se abrió antes de que me diera tiempo a llamar. Una mujer de unos treinta años estaba de pie junto a ella. Llevaba una camisa masculina salpicada de pintura. Era guapa: estaba bronceada por el sol y su pelo negro le caía por la cara como si fuera un velo. Se lo echó para atrás. Parecía molesta.

–Bueno, ¿qué ha pasado? ¿Problemas con el coche?

–No –dije–. Hay... nosotros... –no sabía qué decir.

Entonces Kit llegó corriendo, con los perros saltando detrás de él y enredándose entre sus piernas.

–¡Oscar! ¡Toronto! –dijo la mujer duramente. Los perros se alejaron serviles. Alargué la mano hacia el grande y negro y él la lamió, moviendo su cabeza bajo la palma de mi mano.

Kit hablaba rápidamente:

–Una chica corrió hacia la carretera, justo enfrente de nuestro coche. Está... está muerta. Mi amigo se ha quedado ahí con ella, pero está muerta.

La mujer dejó de mirar a Kit y me miró a mí. Tenía los ojos oscuros y fijos y resultaba muy difícil devolverle la mirada.

–Pasad –dijo–. Llamaré a la policía.

Mientras marcaba el número llenamos todo el suelo de agua. En el centro de la habitación había un enorme trozo de metal retorcido pintado de varios colores con cosas raras colgando: un tapacubos, un trozo de una tubería... Una tela protectora estaba extendida bajo la escultura y había una alfombra enrollada contra la pared. Kit me miró y arqueó las cejas.

–¿Joe? Hola, soy Beth Osway. Tengo a un par de chicos aquí. Han tenido un accidente, atropellaron a alguien. Creen que podría estar muerta –escuchó un momento y luego se giró hacia Kit–: ¿Dónde ha sido? ¿A cuánta distancia de aquí?

Kit hizo gestos.

–No lo sé, hacia el este, ¿a unos tres o cuatro kilómetros?

Ella repitió la información por teléfono.

–De acuerdo, nos encontraremos allí –se giró hacia nosotros–: ¿Estáis bien? ¿Alguno de vosotros está herido?

Negamos con la cabeza.

–No, parece que están bien –colgó y cogió una chaqueta de nylon de un gancho de la pared–. Tardarán un rato –dijo–. Pero los esperaremos allí.

Entonces nos miró con curiosidad, otra vez con esa mirada penetrante, como si estuviera resolviendo un puzle.

–Soy Beth. ¿Vosotros cómo os llamáis?

Kit dijo:

–Kit Kitson y Lucy Martínez.

Ella lo miró.

–¿Kit Kitson?

Kit se ruborizó.

–Bueno, Frederick. Pero todo el mundo me llama Kit.

Lo miré. ¿Frederick? Ni siquiera estaba segura de que Jamie lo supiera.

Corrimos de nuevo bajo la lluvia. Cuando subí a la parte de atrás del coche el olor a cerveza era más fuerte que nunca. Beth abrió de golpe la puerta del copiloto y cuando se disponía a entrar se detuvo. Echó un vistazo dentro del coche y me miró.

–¿Has estado bebiendo?

–¡No! –dije rápidamente–. ¡No! Tengo sólo catorce años.

Kit se deslizó en el asiento del conductor, sin mirarla.

Sus ojos no se apartaron de mí.

–¿Él ha estado bebiendo?

Me giré hacia Kit. Arrancó el coche sin decir nada.

Beth alargó la mano, giró las llaves y las sacó del contacto.

–Cogeremos la furgoneta –dijo con voz seria.

5

Me senté en medio en la furgoneta y apreté los hombros contra mi cuerpo para no tener que tocar a ninguno de los dos. Sentía cómo Kit se movía inquieto, preparándose para decir algo. En la oscura cabina su cara estaba tensa y su habitual sonrisita había desaparecido.

–No estábamos bebiendo –dijo finalmente.

Beth no respondió. Lo miré. No me podía creer que fuera a mentir. Ella había estado dentro del coche apestoso.

Kit se encogió de hombros.

–Quiero decir, nos tomamos una cerveza.

Beth siguió mirando a la carretera. Los limpiaparabrisas se agitaban frenéticamente de un lado a otro y latían al ritmo de mi corazón.

Kit se inclinó hacia delante.

–Un sorbo o así, en serio. De todas formas la mitad se cayó. Ya sabes, cuando nosotros... –estaba intentando que ella lo mirara, pero sus ojos no se apartaban de la carretera.

Frunció el ceño.

–Una gilipollez, ¿no crees?

Kit se hundió en el asiento, derrotado, y yo me quedé encogida. No lo entendía. Parecía que nos estaba ayudando con lo de llamar a la policía y llevarnos a donde estaba Jamie. Pero no nos trataba como lo habría hecho cualquier otro adulto. No nos hacía preguntas para llenar los silencios de la conversación. Parecía que estaba deseando librarse de nosotros.

Entonces vimos a Jamie, sentado donde lo habíamos dejado.

–Ahí está –dije en voz baja, pero Beth ya lo había visto y estaba frenando y conduciendo por el arcén.

–Quedaos ahí –dijo bruscamente, dando un portazo. Yo me separé de Kit enseguida y miré por la ventana. Caminó hacia Jamie poniéndose la capucha. Él intentó levantarse pero le temblaban las piernas. Daba la impresión de que no se había movido desde que nos marchamos. Dio un traspié hacia un lado y Beth le agarró del brazo para que no se cayera.

Vi cómo hablaba con ella y ella le respondía. Jamie señaló a la chica y Beth se agachó y se quedó así un rato, mientras mi hermano gesticulaba y hablaba. Cuando ella se empezó a poner de pie, él le tendió la mano para ayudarla a levantarse.

–¿De qué están hablando? –preguntó Kit.

–No lo sé –le lancé una mirada–. Puede que de la cerveza que no os bebisteis.

–¡Venga ya! ¿Qué se supone que tenía que decir? Bastantes problemas tenemos ya como para que se ponga así por eso. Ni siquiera nos tomamos media lata.

–¡Pero huele todo el coche! Me parece una tontería mentir sobre ello ahora.

–Vale, vale –estaba furioso–. Tampoco veo que a ti se te ocurra ninguna gran idea.

No supe qué decir.

Volví a mirar por la ventana y de pronto paró de llover tan repentinamente como había empezado. No fue amainando hasta convertirse en una llovizna sino que paró del todo. Nos quedamos de nuevo en silencio, escuchando los sonidos que hacía el leve goteo del agua corriendo por la carretera. El parabrisas resplandecía con una cortina de gotitas. La autopista brillaba como un río iluminada por los faros. Me costaba horrores mirar a la chica. ¿Qué había estado haciendo ahí afuera, sola, en medio de la carretera? Abrí la puerta y el aire húmedo de la noche entró en la furgoneta y empecé a tiritar.

Podíamos oír la voz apagada de Jamie hablando con Beth. Seguramente ella le estaría preguntando por la cerveza. Yo estaba convencida de que él le diría la verdad. En ese sentido no era como Kit: no estaría pensando y tratando de adivinar las consecuencias.

–Mira –dijo Kit, señalando. A lo lejos se veían diminutos destellos de luz roja y azul atravesando rápidamente el campo. Casi en el mismo momento oímos el silbido de las sirenas. Me temblaban los brazos. Me agarré firmemente los codos para que no se movieran.

¿Qué nos iba a pasar? La gente iba a la cárcel por cosas así. Conducir borracho, atropellar y matar a alguien... ¿Acaso no era un asesinato? Pero Jamie no estaba borracho, Kit tenía razón. No bebieron mucho. Deseé que Kit no viera cómo temblaba.

Beth volvió a la furgoneta y apoyó la mano en la puerta.

–Aquí vienen. Vosotros también tendréis que salir.

Nos acercamos a Jamie. Estaba hecho una sopa, con la camiseta tan empapada que se le pegaba al pecho y se le transparentaba. El pelo le caía sobre los ojos, así que se lo echó para atrás agitando la cabeza y salpicándonos.

–No ha venido ni un solo coche desde que os marchasteis –dijo–, todo esto es muy raro.

Podíamos oír cómo la noche susurraba alrededor de nosotros, salvo en el silencioso pedazo de tierra donde yacía la chica.

Kit sacudió la cabeza:

–¿Podemos irnos hacia allí, lejos de esto?

–De ella –repliqué.

Kit se alejó unos metros y Jamie y Beth le siguieron. Yo me quedé donde estaba. Me agaché para mirarla bien. Tenía los ojos brillantes y claros como el cristal y las mejillas resplandecientes. Carecía de expresión. Era diferente a la cara de la gente cuando duerme, muchísimo más inexpresiva, sin parpadeos ni tics, sin ninguna señal de que fuera a cambiar jamás.

En su camiseta azul oscura se extendían letras formando grandes curvas alborotadas: «¡Las Rocosas molan!». Quizá fuera de Colorado o había estado allí de vacaciones. O puede que alguien le hubiera traído la camiseta de un viaje.

Las sirenas se oían cada vez más alto. Le miré la mano blanca y retorcida y la pulsera que le rodeaba la muñeca. ¿No debería ser más fácil destruir una pulsera que a una persona? ¿No debería haber sido eso lo primero que se aplastara o hiciera añicos? Sin embargo la pulsera estaba intacta, exactamente igual que cuando ella vivía.

Se parecía a la pulsera de la suerte que tenía en casa, con un corazón colgando como la mía. Alguien se la llevaría pronto. Esta pulsera sería todo lo que quedara de ella.

Me parecía tan injusto. Debería quedar algo.

Antes siquiera de pensar sobre lo que estaba haciendo estiré el brazo y la desabroché, deslizándola bajo su brazo. Las puntas de mis dedos rozaron su piel fría y al chocarse, los amuletos tintinearon. Sabía que estaba mal. Apenas podía respirar. No sabía por qué lo estaba haciendo.

Me la metí en el fondo del bolsillo de la chaqueta justo cuando los coches de policía llegaron aullando y se detuvieron.