Portada
Portadilla


Créditos

Título original: Sotto il sole giaguaro

Edición en formato digital: octubre de 2012

© 2002 by The Estate of Italo Calvino

All rights reserved

© De la traducción, Aurora Bernárdez, 2010

© Ediciones Siruela, S. A., 2010, 2012

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

28010 Madrid

Diseño de cubierta: Ediciones Siruela

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ISBN: 978-84-15723-50-9

Conversión a formato digital: El poeta (edición digital) S. L.

www.siruela.com

Índice

Nota preliminar

Esther Calvino

Bajo el sol jaguar

El nombre, la nariz

Bajo el sol jaguar

Un rey a la escucha

Créditos

Un rey a la escucha

El cetro se sostiene con la diestra, recto, ay si lo bajas, y por lo demás no tendrías dónde apoyarlo, junto al trono no hay mesitas o ménsulas o trípodes donde poner, qué sé yo, un vaso, un cenicero, un teléfono; el trono está aislado, en lo alto de unos peldaños estrechos y empinados, todo lo que dejas caer rueda y ya no se lo encuentra. Ay si el cetro se te escapa de la mano, tendrías que levantarte, bajar del trono para recogerlo, nadie puede tocarlo salvo el rey; y no está bien que el rey se incline hacia el suelo para alcanzar el cetro que ha ido a parar debajo de un mueble, o la corona, que es fácil que te ruede de la cabeza si te agachas.

Puedes apoyar el antebrazo en el brazo del trono, así no se cansa: hablo siempre de la derecha, que empuña el cetro; en cuanto a la izquierda, queda libre: puedes rascarte, si quieres; a veces el manto de armiño te da una picazón en el cuello que se propaga por la espalda, por todo el cuerpo. También el terciopelo del cojín, al calentarse, provoca una sensación irritante en las nalgas, en los muslos. No te prives de meter los dedos donde te pique, de soltarte el cinturón de hebilla dorada, de cambiar de lugar el collar, las medallas, las charreteras con flecos. Eres rey, nadie puede decirte nada, no faltaría más.

Debes mantener la cabeza inmóvil, no olvides que la corona se balancea sobre tu coronilla, no puedes encajarla hasta las orejas como una gorra en un día de viento; la corona culmina en una cúpula más voluminosa que la base que la sostiene, lo cual quiere decir que su equilibrio es inestable: si llegas a adormecerte, a abandonar el mentón en el pecho, terminará por irse al suelo y hacerse trizas; porque es frágil, sobre todo las partes de filigrana de oro engarzadas de brillantes. Cuando sientes que está por resbalar, debes tener la precaución de corregir su posición con ligeras sacudidas de la cabeza, pero has de estar atento a no levantarla con demasiada rapidez para que no choque contra el baldaquino que la roza con sus drapeados. En una palabra, debes mantener esa compostura real que se supone innata en tu persona.

Por lo demás, ¿qué necesidad tienes de tomarte tanto trabajo? Eres rey, todo lo que deseas ya es tuyo. Basta que levantes un dedo y te traen de comer, de beber, goma de mascar, mondadientes, cigarrillos de todas las marcas, todo en una bandeja de plata; cuando te da sueño, el trono es cómodo, tapizado, te basta con entrecerrar los ojos y abandonarte contra el respaldo, manteniendo en apariencia la posición de siempre: que estés dormido o despierto no cambia nada, nadie se da cuenta. En cuanto a las necesidades corporales, no es un secreto para nadie que el trono está perforado, como cualquier trono que se respete; dos veces por día vienen a cambiar el recipiente; con más frecuencia si huele mal.

En una palabra, todo ha sido previsto para evitarte cualquier desplazamiento. Si te movieras no tendrías nada que ganar, y todo que perder. Si te levantas, si te alejas aunque sólo sea unos pocos pasos, si pierdes de vista el trono aunque sólo sea un instante, ¿quién te garantiza que cuando vuelvas no te encontrarás a otro sentado en él? Tal vez alguien que se te parece, igualito, idéntico. ¡Y vete a demostrar que el rey eres tú y no él! Un rey se distingue por el hecho de que está sentado en el trono, de que tiene la corona y el cetro. Ahora que estos atributos son tuyos, es mejor que no te separes de ellos ni un minuto.

Está el problema de desentumecerte las piernas, de evitar el hormigueo, la rigidez de las articulaciones: es cierto, es un grave inconveniente. Pero siempre puedes dar un puntapié, levantar las rodillas, acuclillarte en el trono, sentarte a la turca, naturalmente por breves períodos, cuando las cuestiones de estado lo permiten. Todas las noches vienen los encargados de lavarte los pies y te quitan las botas durante un cuarto de hora; por la mañana los del servicio desodorante te frotan las axilas con motas de algodón perfumado.

Se ha previsto también la eventualidad de que te asalten deseos carnales. Damas de la corte, oportunamente escogidas y adiestradas, desde las más robustas hasta las más delgadas, están a tu disposición, por turno, para subir los peldaños del trono y acercar a tus temblorosas rodillas sus amplias faldas vaporosas y revoloteantes. Las cosas que se pueden hacer, tú en el trono y ellas de frente o de espaldas o de costado, son diversas, y puedes despacharlas en unos instantes o, si las tareas del Reino te dejan bastante tiempo libre, puedes demorarte más, digamos hasta tres cuartos de hora; en este caso es una buena norma correr las cortinas del baldaquino, sustrayendo la intimidad del rey a las miradas extrañas, mientras los músicos entonan el camino de ronda con pisadas de suelas claveteadas, un golpeteo de melodías acariciadoras.

En una palabra, en el trono, una vez que has sido coronado, te conviene estar sentado sin moverte, día y noche. Toda tu vida anterior no ha sido sino la espera de llegar a ser rey; ahora lo eres; no te queda más que reinar. ¿Y qué es reinar sino esa otra larga espera? La espera del momento en que serás depuesto, en que deberás dejar el trono, el cetro, la corona, la cabeza.

Las horas se alargan; en la sala del trono la luz de las lámparas es siempre igual. Escuchas el tiempo que pasa: un rumor como de viento; el viento sopla en los corredores del palacio, o en el fondo de tu oreja. Los reyes no tienen reloj: se supone que son ellos los que gobiernan el fluir del tiempo, la sumisión a las reglas de un dispositivo mecánico sería incompatible con la majestad real. La extensión uniforme de los minutos amenaza con sepultarte como una lenta avalancha de arena: pero tú sabes cómo escapar. Te basta aguzar el oído y aprender a reconocer los ruidos del palacio, que cambian de una hora a otra: por la mañana resuena la trompeta del que iza la bandera en la torre, los camiones de la intendencia real descargan cestas y barricas en el patio de la despensa; las criadas sacuden las alfombras sobre la barandilla de la galería; por la noche chirrían al cerrarse los portales de hierro; de las cocinas sube un entrechocar de calderos; desde los establos algún relincho avisa que es la hora de cepillar los caballos.

El palacio es un reloj: sus cifras sonoras siguen el curso del sol, flechas invisibles indican el cambio de la guardia en el camino de ronda con pisadas de suelas claveteadas, un golpeteo de culatas de fusiles al que responde el chirriar del pedregullo bajo la oruga de los tanques que hacen ejercicios en la explanada. Si los ruidos se repiten en el orden habitual, con los debidos intervalos, puedes estar tranquilo, tu reino no corre peligro: por ahora, por esta hora, por este día.

Hundido en tu trono, te llevas la mano a la oreja, corres los drapeados del baldaquino para que no atenúen ningún susurro, ningún eco. Los días son para ti un sucederse de sonidos, unas veces claros, otras casi imperceptibles; has aprendido a distinguirlos, a evaluar su proveniencia y la distancia, conoces su sucesión, sabes cuánto duran las pausas, cada retumbo o crujido o tintineo que está por llegar a tu tímpano ya te lo esperas, lo anticipas con la imaginación, si tarda en producirse te impacientas. Tu ansiedad no se calma hasta que no se reanuda el hilo del oído, hasta que la urdimbre de ruidos bien conocidos no se remienda en el punto en que parecía abrirse una laguna.

Vestíbulos, escalinatas, galerías, corredores del palacio tienen cielos rasos altos, abovedados: cada paso, cada chasquido de cerradura, cada estornudo despiertan ecos, retumban, se propagan horizontalmente por una serie de salas que se comunican, vestíbulos, columnatas, puertas de servicio, y verticalmente por cajas de escaleras, vanos, pozos de luz, tuberías, conductos de chimeneas, huecos de montacargas, y todos estos recorridos acústicos convergen en la sala del trono. En el gran lago de silencio en el que flotas desembocan ríos de aire movido por vibraciones intermitentes; tú las interceptas y las descifras, atento, absorto. El palacio es todo volutas, todo lóbulos, es una gran oreja en la cual anatomía y arquitectura intercambian nombres y funciones: pabellones, trompas, tímpanos, caracoles, laberintos; tú estás aplastado en el fondo, en la zona más interna del palacio-oreja, de tu oreja; el palacio es la oreja del rey.

Aquí las paredes tienen oídos. Los espías acechan detrás de todos los cortinajes, las cortinas, los tapices. Tus espías, los agentes de tu servicio secreto que tienen la tarea de redactar informes minuciosos sobre las conjuras de palacio. En la corte los enemigos pululan, tanto que es cada vez más difícil distinguirlos de los amigos: se sabe con seguridad que la conjura que te destronará será la de tus ministros y dignatarios. Y tú sabes que no hay servicio secreto donde no se hayan infiltrado agentes del servicio secreto adversario.

Tal vez todos los agentes que tú pagas trabajan también para los conjurados, son ellos mismos conjurados; esto te obliga precisamente a seguir pagándoles para que estén quietos el mayor tiempo posible.

Pliegues voluminosos de informes secretos salen cada día de las máquinas electrónicas y son depositados a tus pies en los peldaños del trono. Es inútil que los leas: los espías no pueden sino confirmar la existencia de las conjuras, lo cual justifica la necesidad de su espionaje, y al mismo tiempo deben desmentir su peligrosidad inmediata, lo cual prueba que sólo el espionaje de ellos es eficaz. Por lo demás nadie cree que tú debas leer los informes que te preparan: en la sala del trono no hay luz suficiente para leer, y se supone que un rey no tiene necesidad de leer nada, el rey ya sabe lo que debe saber. Para tranquilizarte te basta oír el tecleo de las máquinas electrónicas que llega desde las oficinas de los servicios secretos durante las ocho horas reglamentarias del horario. Una multitud de operadores introduce en memoria nuevos datos, vigila complicadas tabulaciones en el vídeo, extrae de las impresoras nuevos informes que tal vez son siempre el mismo informe repetido cada día con mínimas variantes relativas a la lluvia o el buen tiempo. Con mínimas variantes las mismas impresoras producen las circulares secretas de los conjurados, las órdenes de servicio de los motines, los planos detallados de tu deposición y tu ejecución.