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Créditos

Título original: Maya

Edición en formato digital: noviembre de 2012

© Jostein Gaarder y H. Aschehoug & Co., Oslo, 1999

© De la traducción, Kirsti Baggethun y Asunción Lorenzo, 2000

© Ediciones Siruela, S. A., 2000, 2010, 2012

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

28010 Madrid

Diseño de cubierta: Ediciones Siruela

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ISBN: 978-84-15723-70-7

Conversión a formato digital: El poeta (edición digital) S. L.

www.siruela.com

Glosario

agujero negro Objeto de densidad infinita formado inicialmente por el colapso de una gran estrella. La gravedad de un agujero negro es tan potente que ni siquiera la luz puede escapar de él.

autotomía Amputación espontánea (de la cola, por ejemplo) que se realizan algunos animales como método de autodefensa para escapar de un peligro.

Bhagavadgita Poema didáctico filosófico, considerado el «evangelio» del hinduismo, que forma parte del Mahabharata.

brahman El eterno e inmutable Absoluto, la suprema y no-dual Realidad del vedanta. Es un estado de trascendencia pura inaccesible al pensamiento y al lenguaje.

cadena trófica Cadena alimenticia en la que una sucesión de organismos se nutre a expensas del anterior y, a su vez, sirve de alimento al siguiente.

carbonífero Quinto período geológico de la era primaria o paleozoica que sigue al devónico (véase) y precede al pérmico (véase).

circunvolución cerebral Cada uno de los pliegues externos de la corteza cerebral en formaciones circulares, separados por depresiones.

cretácico Tercer y último período en que se divide la era secundaria o mesozoica, inmediatamente posterior al jurásico (véase). Aparecen las plantas con flores, los mamíferos continúan su evolución y presentan un aspecto muy similar a los insectívoros actuales, los reptiles culminan su desarrollo y, hacia el final del período, desaparecen los dinosaurios. Aprox.: 135-83 millones de años.

criptógama vascular Pteridofita, helecho. Planta que no se reproduce por semillas formadas en flores.

crosopterigio Subclase de osteictios cuyos géneros son todos fósiles, excepto latimeria (véase), y que se considera precursora de los vertebrados tetrápodos (véase) terrestres. Estos peces, que vivían en las zonas costeras, desarrollaron los primeros pulmones como alternativa a las branquias, debido a los cambios bruscos del nivel de agua que padecían. Su hábitat, con épocas de sequía, favoreció también la evolución de sus aletas a patas.

cuanto Cantidad mínima de energía emitida o absorbida por la materia.

desplazamiento hacia el rojo Desviación de la luz hacia el extremo rojo del espectro observado en las fuentes que se alejan de la Tierra.

devónico Cuarto período geológico de la era primaria o paleozoica que sigue al silúrico y precede al carbonífero (véase). Su fauna es similar a la del período anterior, con trilobites, corales, erizos o estrellas de mar. El grupo de los peces evoluciona y aparece un grupo de animales con respiración aérea: los escorpiones. Aprox.: 410-355 millones de años.

ecolocación Sistema que permite calcular la distancia a la que se encuentran los objetos mediante la emisión de sonidos que son reflejados por aquéllos. Este proceso ocurre, por ejemplo, en los murciélagos.

enana blanca Núcleo colapsado de una estrella del tamaño del sol.

equinodermo Grupo de animales, exclusivamente marinos, con simetría radial y piel gruesa provista de placas y espinas calcáreas, como los erizos y estrellas de mar, o las holoturias.

estrella de neutrones Estrella que se ha colapsado en una forma de materia muy densa.

geco Pequeño reptil saurio muy parecido a la salamanquesa. Cuija.

gigante roja Fase del ciclo de la existencia de muchas estrellas en la que su tamaño aumenta y comienzan a convertir el helio en carbón.

Gondwana Supuesto continente austral formado durante el período paleozoico por Sudamérica, África con Madagascar, Australia y las actuales penínsulas de Arabia e Indostán.

hamartía Término griego que significa «error». En la estructura de la tragedia, cometer un error (hamartía) se castiga con el dolor y la muerte, y se llega al saber a través de la experiencia dolorosa (pathéi máthos).

Jano En la mitología romana, dios de las puertas y también de los comienzos. Reinó conjuntamente con Saturno cuando fue expulsado del Olimpo; se le concedió el don de ver el pasado y lo porvenir, por ese motivo se le representa con dos caras.

jurásico Segundo período geológico de la era secundaria o mesozoica que sigue al triásico (véase) y precede al cretácico (véase). Se empiezan a delimitar las masas continentales, aparecen diversos grupos de mamíferos y aves y predominan los dinosaurios. Aprox.: 205-135 millones de años.

keval-advaita Solo, único, completo. Designación del absoluto no-dualismo de Shankara, según el cual Dios y el alma personal en su trascendencia son idénticos, y todo lo demás pertenece a la maya (véase), siendo por lo tanto irreal.

latimeria Pez teleósteo crosopterigio (véase) de la familia de los latiméridos que fue descubierto en 1938 en aguas de Madagascar, cuando se creía que sólo era ya un pez fósil. Conocido también como celacanto.

Laurasia Supuesto continente boreal separado de Gondwana (véase) por el mar de Tetys. En el peleozoico dio origen a América del Norte, Groenlandia, Europa y Asia.

marlín Animal parecido al pez espada.

maya Engaño, ilusión, apariencia. Designa el mundo fenoménico, impermanente y siempre cambiante, la Ilusión o engaño que una mente no-iluminada ve como la única realidad.

monismo Doctrina filosófica que reduce la realidad a una sola sustancia.

mungo Mamífero carnívoro, conocido también como mangosta asiática.

musgaño Mamífero insectívoro de unos 11 cm con cabeza afilada y similar a la musaraña.

opossum Mamífero marsupial de unos 20 cm y una larga cola. pentadáctilo Que tiene cinco dedos.

pérmico Último período de la era primaria o paleozoica, que fue un período de transición hacia la secundaria. Se desarrollaron los anfibios y comienzan a existir los primeros reptiles. Aprox.: 290-255 millones de años.

prakriti Naturaleza, materia. La materia primordial a partir de la cual se constituye el Universo.

precámbrico Último período geológico de la era arcaica. Comprende la formación de la corteza terrestre, hace aproximadamente 600 millones de años, y se caracteriza por su intensa actividad volcánica y clima variado. En este período se encuentran ya los primeros seres vivos, como protozoos de esqueleto silíceo y organismos carentes de esqueleto, como medusas y gusanos.

pterosaurio Reptil fósil volador característico de la era secundaria o mesozoica, con alas membranosas similares a las del murciélago.

purusha Hombre, ser humano. Designación de la persona primordial, suprema y eterna.

rincocéfalo Orden de reptiles diápsidos con aspecto de lagarto propia del archipiélago de Nueva Zelanda y que presenta características propias de los reptiles de la era terciaria (véase). Hoy sólo queda viva una especie: el tuátara (véase).

samkhya Uno de los seis sistemas filosóficos del hinduismo. Su doctrina sostiene que el Universo surge por la unión de la Prakriti (véase) y el Purusha (véase).

sinapsis Zona en donde se realiza la transmisión y comunicación de impulsos entre dos células del sistema nervioso, permitiendo el paso de señales de una neurona a otra.

síndrome de Stendhal Reacción física que puede producirse en el cuerpo ante la belleza.

supernova Explosión de una gran estrella que puede producir brevemente más luz que toda una galaxia entera.

tamazul Sapo de gran tamaño, conocido también como sapo marino.

terciario Período más antiguo de la era cenozoica en el cual se originan las glaciaciones cuaternarias. Desaparecen muchos reptiles, se desarrollan los peces teleósteos, las aves modernas y los mamíferos placentarios. Aprox.: 65-1,5 millones de años.

tetrápodo Que tiene cuatro patas.

tuátara Único superviviente prehistórico de los rincocéfalos (véase). Se alimenta de insectos y actualmente sólo se halla en las islas neozelandesas.

Índice

MAYA

Prólogo

La carta a Vera

El que mira el último, mira mejor

La falta de asombro de Adán

Anfibios de vanguardia

Hombre mosquito para un geco

El hastiado hermanastro del neanderthal

Cumbre en el trópico

La paloma de color naranja

Optaste por partir el dolor en dos

Bellis perennis

El enano y la foto mágica

La lógica es demasiado pobre en ambivalencia

Epílogo de John Spooke

Manifiesto

Glosario

Créditos

MAYA

A Siri

Prólogo

Nunca olvidaré aquella húmeda y borrascosa mañana de enero de 1998 en que Frank aterrizó en Taveuni, una pequeña isla del archipiélago Fidji. Durante toda la noche había estado tronando y, antes del desayuno, los dueños del hotel Maravu Plantation tuvieron que ocuparse de la reparación de un fallo en la instalación eléctrica. Como la cámara frigorífica peligraba, me ofrecí para ir con el coche a Matei para recoger a unos nuevos huéspedes que llegarían a la línea de cambio de fecha en el vuelo de la mañana, procedente de Nadi. Angela y Jochen Kiess aceptaron agradecidos mi ayuda, yJochen me elogió diciendo que siempre se podía contar con un británico en una situación de crisis.

Me fijé ya en el serio noruego en el momento en que subió al todoterreno en compañía de un par de norteamericanos. Tenía unos cuarenta años, era de estatura media y pelo rubio, como la mayoría de los escandinavos, pero con los ojos marrones y un semblante más bien abatido. Se presentó como Frank Andersen, y recuerdo que me tomé el tiempo de pensar que quizá pertenecía a esa rara categoría de seres humanos que durante toda su vida se sienten oprimidos en la Tierra por la brevedad de la vida y la falta de espíritu. Esta suposición no se disipó cuando aquella misma noche me enteré de que era biólogo evolutivo. Si uno de entrada tiene cierta predisposición a la melancolía, la biología evolutiva tiene que ser una ciencia poco reconfortante.

Sentado frente a la mesa de trabajo en mi casa de Croydon, estoy mirando una postal arrugada, fechada en Barcelona, el 26 de mayo de 1992. La postal muestra una foto de la Sagrada Familia, la catedral inacabada de Gaudí, y en la parte de atrás pone:

Mi querido Frank: Llegaré a Oslo el martes, pero no iré sola. Todo va a ser diferente a partir de ahora, tienes que estar preparado. ¡No me llames! Quiero sentir tu cuerpo antes de que medien más palabras entre nosotros. ¿Te acuerdas de la bebida mágica? Pronto beberás unas gotas. A veces me entra miedo. ¿Podemos hacer algo tú y yo para aceptar que la vida sea tan breve? Tuya siempre, Vera.

Frank me enseñó de repente la postal con esas altas torres una tarde en que estábamos tomando una cerveza en el bar de Maravu. Yo le había contado que había perdido a Sheila unos años antes, y Frank permaneció sentado un buen rato, hasta que con un gesto brusco cogió la cartera del bolsillo y sacó una postal doblada que inmediatamente desdobló y puso sobre la mesa. El texto estaba escrito en español, pero el noruego lo tradujo palabra por palabra. Parecía necesitar mi ayuda para captar lo que acababa de traducir.

–¿Quién es Vera? –pregunté–. ¿Estabais casados?

Asintió con la cabeza.

–Nos conocimos en España a finales de los ochenta. Al cabo de un par de meses, ya vivíamos juntos en Oslo.

–¿Y la relación se rompió?

Negó con la cabeza pero sin embargo dijo:

–Después de diez años se volvió a Barcelona. Fue en el otoño pasado.

–Vera no es un típico nombre español –objeté–. Y tampoco catalán.

–Un pueblo de Andalucía se llama así –explicó–. Según su familia, es donde fue concebida.

Miré la postal.

–¿Y había ido a Barcelona a visitar a su familia?

De nuevo negó con la cabeza.

–Había ido a su ciudad a leer la tesis doctoral.

–¿Ah sí?

–Sobre las migraciones de la especie humana desde África. Vera es paleontóloga.

–¿Y a quién se llevó a Oslo?

Frank miró el interior del vaso.

–A Sonia –dijo sin más.

–¿Sonia?

–Nuestra hija, Sonia.

–¿Así que tenéis una hija?

Señaló la postal.

–Así fue como me enteré de que Vera estaba embarazada.

–¿De ti?

Se estremeció.

–Era mi hija, sí.

Comprendí que algo tenía que haber ido mal, e intenté adivinar qué pudo haber pasado. Pero tenía un punto de referencia más y dije:

–¿Y qué hay de esa «bebida mágica» de la que ibas a saborear unas gotas? Suena muy tentador.

Vaciló. Luego sonrió con cierta timidez antes de quitarle importancia.

–Nada, es una tontería, cosas de Vera.

Llamé al camarero y le pedí otra cerveza. Frank apenas había tocado la suya.

–Cuéntame –dije.

Y Frank contó:

–Teníamos en común esa misma intransigente sed vital. ¿O acaso debo llamarlo «anhelo de eternidad»? No sé si entiendes lo que quiero decir.

Claro que lo entendía. Noté el corazón latir en el pecho y pensé que debía tranquilizarme. Levanté la palma de la mano para expresarle que no necesitaba que me explicara lo del anhelo de eternidad. Él reparó en ello. Aparentemente, no era la primeravez que Frank intentaba explicar lo que quería decir con lo de anhelo de eternidad. Añadió:

–Nunca había encontrado en una mujer esa inflexible necesidad. Vera era un persona cálida y realista. Pero también vivía metida en su mundo, o mejor dicho, en el mundo de la paleontología. Era de los que se orientan más vertical que horizontalmente.

–¿Ah sí?

–No le interesaba lo que sucede en la calle o en el espejo. Era guapa, muy guapa. Pero nunca la vi hojeando una revista femenina.

Seguía sentado, removiendo la cerveza con un dedo.

–Me contó que de joven había tenido muchas fantasías sobre una bebida mágica que le concedería la vida eterna en cuanto se hubiera bebido la mitad. Así tendría tiempo ilimitado para encontrar al hombre a quien daría la otra mitad y podría estar segura de que un día encontraría al hombre de su vida, si no la semana siguiente, al menos en cien o en mil años.

Volví a señalar la postal.

Sonrió con resignación.

–Cuando volvió de Barcelona aquel verano del 92 declaró solemnemente que de alguna manera habíamos tomado algunas gotas de esa bebida mágica con la que soñaba de pequeña. Pensaba en el niño que iba a nacer. Algo de nosotros dos ya había comenzado a vivir su propia vida, decía. Algo que tal vez daría frutos durante miles y miles de años.

–¿La posterioridad, quieres decir?

–Sí, en eso pensaba. De hecho, todos los seres humanos de la Tierra descienden de una mujer que vivió en África hace unos cientos de miles de años.

Dio un sorbo de cerveza y, como no dijo nada más en mucho rato, intenté que arrancara de nuevo.

–Continúa, si quieres –le dije.

Me miró a los ojos. Fue como si por un instante evaluara si yo era o no un hombre de fiar. Siguió hablando:

–Cuando llegó a Oslo me aseguró que no habría vacilado en compartir conmigo la bebida mágica, si la hubiera tenido. Obviamente no me dio ninguna «bebida mágica», pero lo viví, de todos modos, como un gran momento. Consideré como algo sublime el hecho de que se atreviera a hacer una elección de la que jamás podría retractarse.

Me declaré de acuerdo con un gesto de cabeza.

–Ya no es corriente que la gente se prometa fidelidad eterna. Se estájuntos en lo bueno, pero luego viene lo malo, y entonces hay muchos que simplemente se largan.

Pareció de repente algo irascible:

–Creo que recuerdo literalmente lo que dijo: «Para mí sólo hay un hombre y una tierra, y si lo siento tan intensamente es porque sólo vivo una vida».

–Qué declaración tan singular –dije–. ¿Y qué pasó luego?

Fue muy escueto. Tras vaciar el vaso de cerveza me contó que habían perdido a Sonia cuando tenía cuatro años y medio, y que desde entonces la convivencia les había resultado imposible. Era demasido dolor bajo el mismo techo, explicó Frank. Luego se quedó contemplando el palmeral.

No se dijo nada más al respecto, a pesar de un par de discretos intentos por mi parte de retomar el hilo.

La conversación también fue interrumpida en cierto modo por un enorme sapo que saltó a la plataforma donde estábamos sentados. Sonó un «¡chop!», y el contrahecho sapo se sentó debajo de la mesa, entre nuestras piernas.

–Un tamazul –explicó el noruego.

–¿Tamazul?

–O Bufo marinus. Fueron importados de Hawai hace poco tiempo, en 1936, con el fin de combatir la gran cantidad de insectos en las plantaciones de caña de azúcar y se encuentran muy a gusto aquí.

Señaló el palmeral, donde descubrimos otros cuatro o cinco ejemplares. Unos minutos más tarde pude contar hasta diez o doce sapos en la hierba húmeda. Yo llevaba ya muchos días en la isla, pero jamás había visto tantos sapos juntos. Tuve la sensación de que era Frank quien los atraía, y no pasó mucho tiempo hasta que pude contar más de veinte ejemplares. Sentí una especie de aversión al ver tantos sapos juntos.

Encendí un cigarrillo.

–Sigo pensando en esa bebida que mencionaste –dije–. No todo el mundo se habría atrevido a probarla. Creo que la mayoría no la habría probado.

Puse el mechero en la mesa, lo señalé y susurré:

–Esto es un mechero mágico. Si lo enciendes ahora, vivirás eternamente en la Tierra.

Me miró fijamente sin sonreír. Fue como si sus pupilas se iluminaran.

–Pero tienes que pensártelo mucho –precisé–, porque sólo tendrás una oportunidad, y nunca podrás revocar la decisión que tomes.

–No importa –dijo con altivez, y dudé respecto a la elección que hiciera.

–¿Quieres vivir hasta la edad normal del ser humano? –pregunté solemnemente–. ¿O quieres quedarte en la Tierra por los siglos de los siglos?

Frank levantó el mechero lenta pero resueltamente, y lo encendió.

Me impresionó. Llevaba casi una semana en la isla y ya no me sentía tan solo.

–No somos muchos –comenté.

Por fin sonrió, una amplia sonrisa. Creo que nuestro encuentro le había sorprendido tanto como a mí.

–No, al parecer no somos tantos –admitió.

Se incorporó y me tendió la mano por encima del vaso de cerveza.

Fue como si nos hubiéramos confiado el uno al otro que pertenecíamos al mismo orden selecto. Ni a Frank ni a mí nos daba miedo la idea de vivir eternamente. Lo que nos aterraba era lo contrario.

Faltaba poco para la cena, e insinué que celebráramos la fraternización con una copa. Cuando sugerí pedir una ginebra sola, mostró su conformidad.

Los sapos continuaron multiplicándose en el palmeral, y volví a sentir asco. Confesé a Frank que aún no me había acostumbrado a los gecos en el dormitorio.

Llegaron las copas de ginebra, y mientras el personal empezaba a preparar las mesas para la cena nosotros seguíamos sentados, brindando por los ángeles del cielo. También brindamos por ese pequeño grupo de gente que no era capaz de reprimir su envidia de los ángeles por vivir eternamente. AI final, Frank señaló los sapos del palmeral. Opinó que por educación también deberíamos brindar por ellos.

–Al fin y al cabo son nuestros hermanos de sangre –señaló–. Estamos más emparentados con ellos que con los ángeles del cielo.

Así era Frank. Un auténtico titán, pero además tenía los pies en el suelo. El día anterior me había confesado que no se había sentido nada a gusto montado en esa avioneta que le había traído de Nadi a Matei. Las condiciones del viento habían sido extremas, dijo, y además le había disgustado descubrir que el avión no llevaba copiloto.

Mientras apurábamos las copas, el noruego me contó que a finales de abril participaría en un congreso en la vieja ciudad universitaria de Salamanca, y que el día anterior se había enterado, por una llamada telefónica a la secretaría del congreso, de que también Vera estaba inscrita en el mismo. Pero no sabía si ella estaba al tanto de que se encontrarían en Salamanca.

–¿Pero tú lo esperas? –pregunté–. ¿Esperas poder ver a Vera en abril?

No contestó a mi pregunta. Tampoco pude observar si movió la cabeza para asentir.

Esa noche, todas las mesas del restaurante de Maravu se juntaron formando una larga y única mesa. Era una idea que había partido de mí, pues muchos de los huéspedes eran personas solas. Cuando entraron Ana y José, eché un último vistazo a la postal con las ocho torres, antes de devolvérsela a Frank.

–¡Te la puedes guardar! –exclamó–, pues recuerdo cada palabra.

No me pasó inadvertido el tono amargo de su voz e intenté hacerle cambiar de parecer. Pero no se dejó convencer. Sonó como si hubiera tomado una decisión importante cuando dijo:

–Si yo me la guardo, en algún momento podría llegar a romperla en pedazos, así que será mejor que tú me la guardes. Y quién sabe, tal vez volvamos a vernos en algún lugar.

A pesar de eso decidí que se la devolvería el día en que se marchara. Pero la mañana en la que Frank se marchó sucedieron muchas cosas.

El que volviera a ver al noruego casi un año más tarde fue una de esas extrañas casualidades que condimentan la existencia y crean la esperanza de que, a pesar de todo, existen fuerzas ocultas que conducen nuestras vidas lateralmente y de vez en cuando nos tiran una pizca de los hilos del destino.

Las casualidades han querido que ya no sólo tenga ante mis ojos una vieja postal. Desde hoy también cuento con una larga carta que Frank escribió a Vera después de su encuentro con ella en abril. Considero una victoria personal el que este escrupuloso documento esté por fin en mis manos, y seguramente no habría sucedido así de no ser porque una extraordinaria coincidencia hizo que me topara con Frank en Madrid. Incluso me lo encontré en el mismo hotel donde él había escrito esa carta a Vera en mayo. Nuestro encuentro tuvo lugar en el Hotel Palace en el mes de noviembre de 1998.

En la carta a Vera, Frank describe varios episodios que los dos vivimos en aquella isla de Fidji. Se centraba, lógicamente, en Ana y José, pero también hacía referencia a un par de conversaciones que él y yo mantuvimos a solas.

Ya que he decidido sacar a la luz esa larga carta, podría ser tentador interrumpir el relato de Frank con comentarios adicionales por mi parte. No obstante, he optado por presentar la carta a Vera en su totalidad y añadir un amplio epílogo.

Naturalmente estoy muy contento de poseer esta epístola, sobre todo porque me ha permitido estudiar las 52 máximas del manifiesto. Me permitiré precisar que no me he apoderado de una carta personal. En absoluto es el caso. Pero sobre esta cuestión también volveré en el epílogo.

Faltan apenas unos meses para entrar en el siglo XXI. Me parece que el tiempo pasa demasiado deprisa. Me parece que el tiempo pasa cada vez más deprisa.

Desde que era pequeño –y no hace mucho tiempo de eso– sabía que tendría 67 años si llegaba a vivir el cambio de milenio. Siempre me ha resultado un pensamiento fascinante y aterrador a la vez. Tuve que despedirme de Sheila en este siglo. Sólo llegó a cumplir 59 años.

Tal vez vuelva a visitar la isla de la línea de cambio de fecha antes del cambio de siglo. Estoy pensando en encerrar la carta a Vera en una cápsula del tiempo, para que permanezca sellada dentro de ella durante mil años. Puede ser que no haya que publicarla hasta entonces, y lo mismo se puede decir del manifiesto. Mil años no son nada, al menos comparados con los enormes períodos de tiempo trazados por el manifiesto. Ysin embargo, mil años son más que suficiente para que se haya borrado gran parte de las huellas de los que ahora vivimos en la Tierra, y la historia sobre Ana María Maya parecerá, en el mej or de los casos, una saga de un lejano pasado.

Ya soy lo bastante mayor como para que no me importe cuándo salga a la luz lo que quiero contar. Lo más importante es que se diga antes o después, y tampoco es necesario que lo diga yo. Tal vez por eso he empezado a jugar con la idea de una cápsula del tiempo. Espero que dentro de mil años haya un poco menos de ruido en el mundo.

Después de haber releído una vez más la carta a Vera, me siento por fin capaz de organizar la ropa de Sheila. Ya ha llegado el momento. Mañana por la mañana vendrán unas personas del Ejército de Salvación a recoger todo. También se llevarán los vestidos viejos, aunque no creo que los puedan vender. Es una sensación parecida a la de quitar un nido de golondrinas en el que no hay pájaros desde hace muchos años.

Pronto me habré acostumbrado a la vida de viudo. También es una forma de existir. Al mirar la gran foto en color de Sheila ya no me estremezco tanto como antes.

A pesar de toda esa retrospección que ha llenado mi vida en los últimos tiempos, puede parecer una paradoja el que ni siquiera ahora habría vacilado en tomar la bebida mágica de Vera. Lo habría hecho sin pestañear, incluso sin estar seguro de encontrar a una persona a quien poder dar la otra mitad. Para Sheila es demasiado tarde. Ella no recibió mucho más que quimioterapia durante el último año de vida.

Mañana tengo ya una cita. He invitado a Chris Batt a comer. Chris es el bibliotecario jefe de la nueva biblioteca de aquí en Croydon. Yo soy uno de sus visitantes más asiduos. Me parece un gran honor para este barrio el contar con una moderna biblioteca, con escaleras mecánicas entre las plantas. Chris es un hombre muy activo. No creo que él hubiera encendido aquel mechero en el bar de Maravu. Tampoco habría sentido asco al ver todos aquellos sapos.

He decidido preguntar a Chris si cree que el prólogo de un libro debe escribirse antes o después de haber escrito el libro. Mi teoría es que el prólogo se escriba al final de todo el proceso. Eso concordaría con otra cosa en la que me he fijado, sobre todo después de haber leído la carta de Frank.

Transcurrirían cientos de millones de años desde que los primeros anfibios salieran a la tierra, hasta que un ser vivo de este planeta fuera capaz de describir lo que sucedió entonces. Hoy por fin podemos escribir el prólogo de la historia de la humanidad, es decir, muchísimo tiempo después de que la historia en sí haya acabado. De esa manera la esencia de las cosas se muerde la cola. Tal vez esto sea válido para todos los procesos de creación, incluidos los de las composiciones musicales. Me imagino que lo último que se compone en una sinfonía es el compás inicial de la misma. Voy a preguntar a Chris qué opina él de esto. Tiene mucho sentido del humor y también creo que es un hombre sabio. Dudo que Chris Batt sea capaz de mencionar ni siquiera una opereta en la que la obertura haya sido compuesta antes de que la opereta hubiera estado terminada en su versión última y final. Sólo se tiene una visión global de una sucesión de hechos cuando éstos dejan de tener utilidad. El que pretenda entender el destino tiene que sobrevivir a él.

No sé si Chris Batt sabe mucho de astronomía, pero le preguntaré qué le parece el siguiente breve resumen de la historia de este universo:

El aplauso a la gran explosión no llegó hasta quince mil millones de años después de que hiciera explosión.

A continuación se reproduce la carta a Vera en su totalidad.

Croydon, junio de 1999

John Spooke

La carta a Vera

Querida Vera:

Ya han pasado algunas semanas desde que nos vimos, y teniendo en cuenta lo que ocurrió la última noche, tal vez te parezca que ya es hora de que sepas algo de mí. Lo que sucede es que he tenido que esperar a tener todos los cabos atados.

Como sabes, me quedé en Salamanca después del congreso porque estaba seguro, completamente seguro, de que eran ellos a los que había visto bajo el puente que cruza el Tormes. Creías que bromeaba, pensabas que estaba contando cuentos con el fin de entretenerte antes de que volviéramos al hotel. Pero eran Ana y José a los que había visto, y no podía abandonar la ciudad sin tomarme uno o dos días para intentar volverlos a encontrar. Ya a la mañana siguiente me topé con ellos en la Plaza Mayor, pero no voy a adelantar acontecimientos, he previsto exponértelo todo por orden cronológico.

A José lo encontré unos diez días más tarde en el Museo del Prado, en Madrid, y parecía como si me estuviese buscando por las enormes salas. Al día siguiente, es decir, esta misma mañana, volvimos a encontrarnos. Yo estaba sentado en el parque del Retiro repasando mentalmente todo lo que me había contado, aunque faltaba todavía alguna pieza del puzzle, cuando de pronto apareció ante mí –como si alguien le hubiera avisado de mis paseos diarios–, se sentó a mi lado y permanecimos varias horas en el banco, hasta que lo acompañé atravesando el parque hasta la estación de Atocha. Justo al echar a correr para alcanzar el tren, me dio un montón de fotos, y de vuelta en el hotel descubrí que había algo escrito en el dorso de cada una de ellas. ¡Era el manifiesto, Vera! Tenía todo el solitario en mis manos.

Debido a lo que José me contó en el parque del Retiro, y, sobre todo, a lo que me puso en la mano al desaparecer tan apresuradamente, no puedo abandonar esta ciudad sin antes enviarte toda la historia. Son las dos de la tarde, y sé que no voy a poder dormir mucho esta noche. Me sirven café y algo de comer en la habitación, y no tengo otro plan que enviarte esta epístola antes de hacer el equipaje y marcharme a Sevilla el viernes por la mañana.

Me preocupa un poco el que tal vez no vayas a conectarte a la red hasta más tarde, pues me tienta el poder ir enviando este informe por partes. Pero has de recibirlo todo a la vez, todo o nada. Se me ha ocurrido que podría enviarte un correo electrónico diciendo que mañana, en el transcurso de la mañana, te llegará un envío. Pero no sé si deseas seguir teniendo noticias mías. Además, tendré que esforzarme bastante para que creas en esta historia, y, como sabes, aún no la he escrito.

Fui metido en esta telaraña en Fidji, y ya no me acuerdo de lo que te conté, pues nos vimos sólo unos días, y creo que a los dos nos pareció lo más adecuado mantener cierta distancia, por razones de decoro. Recuerdo que cuando me pareció haber visto a esa extraña pareja en Fidji, todo empezó a moverse como un alud, pero soy incapaz de recordar lo que te dije o no, porque me interrumpías constantemente con tus carcajadas, ya que pensabas que todo era un invento mío, que estaba improvisando, como una especie de espectáculo nocturno, sólo con el fin de retenerte a mi lado junto al río.

Te preguntarás qué tienen que ver conmigo Ana y José, o con nosotros, si quieres. He de recordarte una postal que en una ocasión me enviaste desde Barcelona. «¿Qué podemos hacer tú y yo para aceptar que la vida sea tan breve?», escribiste. Ahora soy yo el que hago esa pregunta, pero para contestarla, tengo que hablar primero de Ana y José. Para comprender el alcance de mi cometido tendrás, incluso, que retroceder conmigo algo más en el tiempo, tal vez hasta el devónico, período en el que aparecieron en escena los primeros anfibios. En mi opinión, es ahí donde empieza esta historia.

Independientemente de lo que ocurra con nosotros dos, te pediré un favor. Pero, ahora, ponte cómoda y lee, ¡lee!

El que mira el último, mira mejor

La última etapa de la expedición de dos meses por el Pacífico era Taveuni, una de las islas Fidji. Mi misión consistía en estudiar cómo han intervenido en el equilibrio ecológico las especies vegetales y animales importadas. Se trata de polizones como ratas y ratones, insectos y lagartijas, así como de una importación más o menos planificada de especies como el opossum y el mungo, con el fin de tener en jaque a otras especies, sobre todo a alimañas relacionadas con nuevas formas de agricultura. Un tercer grupo lo constituyen animales domésticos extraviados, como gatos, cabras, cerdos, por no olvidar descuidadas despensas de carne –o presas de fácil acceso– representadas por animales herbívoros, como conejos y corzos. En lo que se refiere a plantas, tanto decorativas como alimenticias, la lista de las especies importadas es tan larga y, además, varía tanto de isla a isla, que no merece la pena mencionar nombres.

La parte sur del Pacífico es un paraíso para realizar esta clase de estudios, pues estas islas aisladas mantenían cada una, hasta hace muy poco, su antiquísimo equilibrio ecológico con una rica variedad de especies vegetales y animales endémicas. Hoy en día, en proporción a su superficie y a su número de habitantes, Oceanía tiene el mayor porcentaje de especies animales en peligro de extinción. Este hecho no se debe única mente a la importación de nuevas especies, sino también a la deforestación y explotación imprudente de plantaciones, que han causado una fatal erosión de la tierra, lo que en última instancia ha arruinado los hábitats tradicionales.

Varias de las islas que visité no habían estado prácticamente en contacto con la cultura europea hasta hace poco más de cien años. Nos encontramos ante la última gran ola de colonización europea. Es obvio que cada isla, cada nuevo asentamiento y cada pequeño puerto tienen su propia historia. No obstante, las consecuencias ecológicas han tenido el mismo triste denominador común: los polizones de los barcos –ratas, ratones e insectos– fueron como una plaga ecológica que llegó con las primeras naves. Con el fin de subsanar los efectos dañinos de estas especies importadas, se procedía enseguida a importar una nueva especie, como por ejemplo sapos, para mantener a raya a ciertos insectos, sobre todo en las plantaciones de azúcar, o bien se importaban felinos con el fin de combatir las ratas. Estas especies se convertirían más tarde en una peste aún peor de lo que habían sido las ratas y los insectos, por lo que se procedió a importar una nueva especie de animales de presa, que a su vez tendría la función de mantener a raya a los sapos, serpientes y ratas. Estos animales se convertían luego en una catástrofe ecológica para, entre otras, muchas especies de pájaros, pero también para muchos de los reptiles autóctonos, lo que traía consigo la necesidad de una especie de animal de presa aún mayor, y así sucesivamente, Vera. Hoy en día se tiene más fe en venenos, virus y distintas formas de infertilizar; en otras palabras, en la guerra química y biológica. Pero no se compone una nueva cadena trófica en un abrir y cerrar de ojos, incluso puede uno llegar a preguntarse si es factible. Por otra parte, es terrible comprobar lo fácil que resulta acabar con el equilibrio ecológico construido por la naturaleza durante muchos millones de años. Pero la insensatez del mundo ya no conoce límites ni fronteras. Estoy pensando en esa arrogante insensatez de los listos, una especie de miopía del ingenio, tan maravillosamente subdesarrollada entre aborígenes, maoríes y melanesios antes de que se convirtieran en aprendices del hombre blanco. Pienso en la insensatez de la codicia y del lucro. Hoy en día se emplean eufemismos tales como «globalización» y «acuerdos comerciales». Esto implica que la comida ya no se define como un alimento, sino como una mercancía. Allí donde antaño la gente podía comer de lo que cosechaba en su campos, hoy se cultiva cada vez más productos inútiles a los que sólo pueden acceder los países más ricos del mundo. Ya no vivimos de la naturaleza. Se acabó el tiempo de los paraísos.

Por lo demás, conoces de sobra mi viejo interés por los reptiles. Fue una fascinación pueril por la vida en este planeta hace cien o doscientos millones de años la que me convirtió en biólogo, y mucho antes de la moda de los dinosaurios que surgió hace unos diez o quince años. Quería comprender por qué todos esos reptiles altamente especializados se extinguieron de repente. Además me obsesionaba una pregunta que desde entonces nunca me ha abandonado: ¿qué habría sucedido si los dinosaurios no se hubieran extinguido? ¿Qué habría pasado en ese caso con todos esos mamíferos parecidos a los musgaños, de los que tú y yo descendemos? Pero sobre todo: ¿qué habría sucedido con los dinosaurios?

En Oceanía tuve la oportunidad de estudiar varias antiguas especies de reptiles. Algo muy especial fue el arcaico tuátara, que se encuentra en algunas islas aisladas de Nueva Zelanda. Aun arriesgándome a que te ofendas un poco, me atrevo a confesar que tuve un sentimiento casi religioso al contemplar a uno de los vertebrados vivos más antiguos desenvolverse en los restos de los viejos bosques del antiguo continente Gondwana. Estos reptiles de avanzada edad viven en madrigueras subterráneas, a menudo compartidas con algún petrel. Pueden medir hasta 70 centímetros de largo, tienen una temperatura corporal singularmente baja –nueve grados–, y pueden vivir más de cien años. Cuando los ves por la noche es como retroceder aljurásico, a la época en que Laurasia se separó de Gondwana, y los grandes dinosaurios apenas habían comenzado a desarrollarse. Fue cuando los rincocéfalos se distinguían de las demás familias de saurios como una familia de reptiles poco numerosa pero sumamente resistente. Su único representante vivo, el tuátara, se ha conservado espectacularmente inalterado durante unos doscientos millones de años.

Tengo que tomar aliento, Vera. El tuátara no es un hecho menos notable que si de repente se encontrara un archaeopteryx vivo y coleando en una de estas aisladas islas. Por cierto, algo así ocurrió al este de Suráfrica el 22 de diciembre de 1938, cuando un barco pesquero atrapó en sus redes un crosopterigio, el llamado latimeria. El grupo de peces con aletas en forma de ramillete, tan importante para la evolución, simplemente porque de ellos descendemos tú y yo y todos los demás vertebrados terrestres, sólo estaba documentado mediante hallazgos de fósiles hasta las Navidades de 1938, y se creía que se habían extinguido hace casi cien millones de años. Tanto el pez azul como el tuátara merecen la denominación de «fósiles vivientes», y tal vez debo añadir un «por ahora». No hace tantos años que el tuátara se hallaba extendido por amplias zonas de Nueva Zelanda.

Nunca me ha parecido muy estimulante tener que contentarme con la descripción de una especie animal dada por un colega. El interés siempre se ha centrado en el origen de la especie, su evolución y taxonomía, y no se ha tenido acceso a mucho más material que a los fósiles. Lo más espectacular en el campo de los fósiles durante los últimos cien años es sin duda el hallazgo de los dinosaurios con plumas. ¡Casi podría decirse que los pájaros son dinosaurios!

Como ves, no estoy diciendo que no me interesen los viejos huesos y fósiles. No obstante, en lo que atañe a las especies vivas, prefiero llevar a cabo mis propios estudios de campo antes de sacar provecho, más adelante, de las monografías de otros científicos, y profundizar en un análisis más sistemático. En cuanto al tuátara, y una serie de especies endémicas de cierta edad, es precisamente el propio biótopo el que se ha conservado tan asombrosamente intacto durante muchos millones de años. Confieso que cuando volaba de isla en isla por encima de los arrecifes coralinos de color turquesa a veces me sentía como un Darwin moderno.

En Fidji me dediqué especialmente a estudiar al raro camiguana, que sólo se encuentra en algunas islas Fidji y que no fue descrito hasta 1979 (por John Gibbons). Hay dos especies de iguanas en Fidji, lo cual es en sí notable ya que no hay iguanas en otros lugares de Asia, sólo en Fidji, y, en lo que se refiere a una de las dos, también en Tonga. ¡Antes se había dicho que estos animales habrían llegado milagrosamente de Sudamérica sobre restos flotantes de plantas! Es una posibilidad, porque puede ser que no sólo los primates sean capaces de pasar de un continente a otro en troncos de balsa y cosas semejantes. El profesor Peter Newell, de la Universidad del Pacífico Sur, ha reseñado, no obstante, que las iguanas de Fidji pueden tener una historia geológica mucho más antigua de lo que se supuso inicialmente. Escribe: «Recientes descubrimientos de subfósiles de cocodrilos –que pueden nadar miles de kilómetros– indicarían que las iguanas llevan aquí mucho más de lo que en un principio suponíamos. Se consideran reliquias de Gondwana, de cuando Fidji, con otros países como Nueva Zelanda, Australia y la India, formaba parte de esa gran plataforma continental que después se fragmentó». Las iguanas se encontraban también en Madagascar, que hace más de ciento cincuenta millones de años formaba parte de Gondwana.

No te voy a cansar con mis estudios. Ya tendrás oportunidad de conocerlos cuando el informe se publique, alrededor del cambio de milenio. Pero prométeme que sólo lo leerás si te interesa.

Volvía a casa desde Auckland. La Air New Zealand tiene un par de veces a la semana un cómodo vuelo a Los Ángeles con escalas en Nadi y Honolulu y conexión con Frankfurt. Como en casa no me esperaba nadie, decidí tomarme un par de días de descanso en Fidji, por un lado, con el fin de digerir todas las impresiones encontrándome aún en el archipiélago tropical, y por otro, para descansar y estirar un poco las piernas antes de emprender el largo viaje de regreso a casa. Ya había pasado una semana en Fidji al llegar a Oceanía a principios de noviembre, pero no me había dado tiempo a visitar la verdadera joya de las islas. Me refiero a Taveuni, a la que llaman «the Garden Island of Fiji», porque ofrece una frondosidad inigualable, a la vez que sigue manteniéndose relativamente intacta.

Aquella mañana, el vuelo de Sunflower Airlines de Nadi a Taveuni estaba completo; mi equipaje salió en ese vuelo, y a cuatro pasajeros más y a mí nos metieron en algo que llamaban «el avión caja de cerillas». Te aseguro que el nombre era muy adecuado. Entramos casi a gatas en una avioneta con seis asientos, y nos dio la bienvenida un piloto de pelo blanco que nos informó con una amplia sonrisa de que lamentablemente no se serviría nada durante el vuelo y de que prohibía los paseos innecesarios por el pasillo. Así consiguió transmitir a los pasajeros un ambiente adecuadamente macabro, y el hecho de que le faltaran dos dedos en la mano con la que nos saludó, no hizo sino reforzar esta impresión. El «pasillo central medía aproximadamente unos 15 centímetros de ancho, y nadie a bordo habría podido ni pensar en comer porque, en cuanto la avioneta despegó, empezó a dar tumbos de un lado para otro debido a los fuertes vientos, mientras el motor se esforzaba a tope para conseguir sobrevolar la alta montaña Tomaniivi, la isla Viti Levu.

El hombre de pelo blanco era probablemente un piloto jubilado que se había ido a vivir a las islas Fidji, simplemente porque no quería despedirse de la palanca de mando ni del altímetro, y se contentó con una desgastada avioneta con el parabrisas agrietado y un par de instrumentos que no funcionaban, al menos temporalmente. Tal vez la avioneta fuera suya. No habría sido una adquisición muy costosa. Pero era un hombre afable, yo iba sentado con las rodillas empujando su espalda, y él se volvía constantemente hacia nosotros, nos preguntó sonriente de dónde veníamos cada uno, y nos iba mostrando en el mapa dónde nos encontrábamos en cada momento, señalando con entusiasmo los arrecifes coralinos mientras hablaba por los codos.

Como seguramente habrás adivinado, yo iba con el corazón en vilo. Estaba habituado a las avionetas, porque durante las últimas semanas apenas había hecho otra cosa que desplazarme de una isla a otra, pero confieso que me sentía bastante a disgusto en una avioneta que sólo llevaba un piloto. Puedes objetar y decir que ese sentimiento es irracional, que se trata de una especie de idiosincrasia, bueno, en mi interior te oigo decir exactamente eso, porque también un turismo es conducido por una sola persona, añades, y ocurren más accidentes mortales en la carretera que en el aire. Es posible, pero no se puede tachar de irracional el hecho de sufrir una repentina indisposición a una altura de cinco mil pies, cuando la víctima de la misma es un piloto de sesenta y muchos años. Un desmayo en el calor del trópico no es en absoluto improbable, todo lo contrario, es muy humano, y son cosas que pasan.

Después de haber viajado tanto, no me temía un fallo técnico, sino más bien lo contrario, me temía un fallo orgánico. Tenía la vertiginosa sensación de no ser más que un ser humano, un vertebrado carnoso que por el momento estaba atado al asiento de una avioneta, y que lo mismo regía para ese tipo que estaba sentado tan ufano junto a la palanca delante de mí. Además, me llevaba treinta años. Un reflejo irrefutable de ese sentimiento era un pulso como si acabara de correr un maratón, y pensé que si yo tenía doscientas pulsaciones por minuto, ¿cómo estaría entonces el piloto, y cómo tendría el colesterol y las arterias coronarias? No conocía a ese amable señor, no le había hecho un examen médico, y tampoco había averiguado lo que había comido y bebido durante el día, y mucho menos en qué bar habría estado tal vez hasta el amanecer. Aún más preocupante me parecía no tener ni idea del interior existencial de ese piloto de avanzada edad. Tal vez creyera en la vida eterna, un juego de azar que debería estar prohibido para ese grupo de profesionales, es decir para pilotos que vuelan sin copilotos y con pasajeros de los que pagan por su billete, aunque de éstos no hay muchos. Quizá lo había abandonado recientemente una mujer. O podría tener indicios de que más tarde ese mismo día se vería forzado a confesar una grave malversación de fondos. No disfruté ni de la montaña Tomaniivi, ni de los delfines, ni de los arrecifes coralinos. Había una distancia horrible hasta abajo, estaba encerrado y no podía salir ni escapar. Echaba de menos mi botella de ginebra, y no me habría dado vergüenza haber dado un trago si la hubiera tenido conmigo. Lo terrible era que ese sedante se encontraba en mi maleta, la cual volaba en el vuelo regular.

Esto no se trata del «miedo a volar», Vera, y has de saber que este relato no pretende ser un relato de viajes, sólo intento decir algo sobre mi sentimiento vital. En cierta manera lo llevo siempre conmigo, pero no suele emerger a la superficie excepto en dos situaciones: cuando me despierto por la mañana y cuando alguna que otra vez estoy borracho. In vino veritas, se dice, y no me importa afirmar que la embriaguez puede ir acompañada de un estado de ánimo más desnudo, más expuesto y, en realidad, mucho más sincero que esa presencia mental diaria más velada, al menos cuando se trata de las grandes cuestiones, como es el caso aquí y ahora. A ese estado mental llegué ahora de un modo más abrupto, más despejado y más inmediato al haber delegado la responsabilidad de mi ser o no ser en un pilotojubilado en una avioneta caja de cerillas con el parabrisas roto y los instrumentos estropeados. La única diferencia era que tenía los sentidos aún más agudizados que en las dos situaciones mencionadas, ya que no estaba medio dormido y tampoco las sinapsis del cerebro estaban anestesiadas por el alcohol.

De hecho, era la primera vez que despegaba en una avioneta pilotada por un hombre de avanzada edad con tres dedos enteros y dos medios dedos en la palanca, pero hasta entonces me había despertado cada día, y no de muy tarde en tarde bebía para elevarme a ese estado de ánimo más verdadero y más noble y, en el fondo, más sobrio. Por lo tanto, siento la necesidad de profundizar un poco más en lo que pensé y viví allí arriba entre las nubes durante esos cinco cuartos de hora entre Nadi y Taveuni. Además, resulta muy conveniente ahora, a punto de enfocar mi encuentro con Ana yJosé, sin olvidar a Gordon, a quien creo que no he mencionado todavía, a pesar de que mis conversaciones con él supondrían una parte importante de mi estancia en la isla.

Hay algo de lo que siempre me resisto a hablar contigo a fondo, aunque supongo que habré tocado el tema por encima un par de veces. Me refiero a esa vivencia de mi infancia, cerca de mi casa en la provincia de Vestfold. Tendría unos siete u ocho años, al menos fue antes de los ocho, porque entonces me trasladé con mi familia a Madrid, donde vivimos durante cuatro años. Recuerdo que iba corriendo por un sendero a través del bosque con los bolsillos llenos de avellanas que había encontrado y que quería enseñar a mi madre lo antes posible. De repente, sobre el húmedo suelo del bosque, cubierto en parte por las hojas de otoño, descubrí un pequeño corzo tumbado. Lo de las hojas se me quedó grabado, porque recuerdo que también había algunas sobre el pequeño animal. Pensé que estaba dormido, y me acerqué a él, no sé si para acariciarlo o para quitarle todas esas hojas amarillas y rojas, y el animalito no estaba dormido, estaba muerto.