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Peter Elmore es doctor en Literatura por la Universidad de Texas en Austin. Actualmente es profesor principal de literatura latinoamericana y jefe del departamento de español y portugués de la Universidad de Colorado. Ha publicado los siguientes libros de investigación y ensayo: Los muros invisibles (primera edición, 1993), La fábrica de la memoria. La crisis de la representación en la novela histórica latinoamericana (1997), El perfil de la palabra. La obra de Julio Ramón ­Ribeyro (2002) y una antología de sus artículos sobre literatura y cultura, La estación de los encuentros (2010). Es autor de las novelas Enigma de los cuerpos (1995), Las pruebas del fuego (1999), El fondo de las aguas (2006) y El náufrago de la santa (2013). Colabora con el grupo teatral Yuyachkani (Perú) desde 1984.

Peter Elmore

LOS MUROS INVISIBLES

Lima y la modernidad en la novela del siglo XX

Los muros invisibles. Lima y la modernidad en la novela del siglo XX
Peter Elmore

© Peter Elmore, 2015

© Fondo Editorial de la Pontificia Universidad Católica del Perú, 2015
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ISBN: 978-612-317-162-9

A Vivian, mi esposa

A la memoria de Tito Flores Galindo

Agradecimientos

Han pasado los años, pero no ha decaído mi gratitud a Aníbal González Pérez, Enrique Fierro y al ya fallecido, pero siempre presente para mí, don Luis Arocena. El diálogo constante con Alberto Portugal durante los años en que escribí este libro fue siempre enriquecedor y estimulante. Lo sigue siendo, como lo es la larga y fructífera conversación que sostengo en Colorado con otro gran amigo, Juan Pablo Dabove. No olvido a Federico de Cárdenas, que es el primer lector de casi todo lo que escribo. Sin el apoyo y el interés de Luis Valera y Abelardo Oquendo, la primera edición de Los muros invisibles no habría llegado a la imprenta. Mi gratitud también a Patricia Arévalo, directora del Fondo Editorial PUCP, por haber propuesto generosamente esta nueva aparición de mi primer libro. Por último, le doy las gracias a Militza Angulo por su atento cuidado de esta edición.

Prólogo a esta edición

La primera edición de Los muros invisibles salió de la imprenta en 1993 con el patrocinio de dos sellos, Mosca Azul y El Caballo Rojo. Ambos, aparte del cuño zoológico y cromático de sus nombres, estaban ligados al pensamiento radical y a la configuración del campo intelectual ocurrida a partir de la década de 1960 en el Perú. Los tiempos, sin embargo, no eran ya propicios a lo que un gran amigo, el historiador Alberto Flores Galindo, llamó «la dimensión utópica». El siglo se acercaba a su fin y el país, incluyendo por supuesto a su capital, se debatía en un estado de malestar, precariedad y violencia: más eran las ruinas, muchas de ellas creadas por la larga guerra interna y el sostenido descalabro de la economía, que las nuevas construcciones. El Perú, que desde los años de la Conquista había sido un destino de migrantes, se convirtió a partir de la década de 1980 en un fabricante de expatriados. Hoy en día, pese al retorno de muchos, un 10% de los peruanos residimos fuera del país.

El vínculo con el lugar de origen toma muchas formas, que van desde la nostalgia crónica hasta el empeño tenaz por desasirse de él para siempre. Entre esos dos extremos se extiende un espectro muy amplio de actitudes, emociones y juicios. Obviamente, quienes permanecen en el sitio donde nacieron o vivieron sus experiencias formativas suelen tener una relación intensa y ambivalente con este, pero me parece que quienes dejan de afirmarse en el suelo natal y se arraigan (o desarraigan) en otras partes tienden, con frecuencia, a sentir o pensar sus lazos con el lugar de nacimiento de un modo particular. Como la vida cotidiana ya no transcurre allá, el sentimiento y la percepción del medio ausente se viven sobre todo a través de la imaginación y la memoria. La distancia y la ausencia no cavan un vacío, sino que abren nuevas perspectivas: uno puede ver, extrañando y con extrañeza, aquello que fue familiar y próximo. En mi caso, ese examen —al mismo tiempo afectivo, intelectual y moral— reclamaba la lectura de ciertas novelas peruanas en las cuales Lima es mucho más que el tinglado de la acción, pues en ellas tiene un efecto dinámico y complejo sobre los temas y los personajes.

Entre 1986 y 1991, mientras seguía mis estudios de doctorado en la Universidad de Texas en Austin, el proyecto que más intensamente me comprometía era el de investigar sobre Lima y sus representaciones. De hecho, era un proyecto intuido o deseado ya desde antes de salir del país, cuando trabajaba en publicaciones como El Observador, adonde me llevó Luis Jaime Cisneros, o en el suplemento «El Caballo Rojo», de El Diario de Marka, al que llegué gracias a Toño Cisneros. Las urgencias del periodismo suelen dejar de lado todo aquello que sucede fuera del presente inmediato, incluso cuando está más vigente y es más relevante que lo sucedido en el último ciclo de noticias. Por otro lado, es cierto que la crítica más lúcida e incitante sobre la literatura peruana surge sobre todo de la vena periodística: José Carlos Mariátegui no vino de las canteras académicas y Luis Loayza publicó no pocos de los ensayos que forman su admirable El sol de Lima en diarios limeños.

Durante casi todo el siglo XX, en el Perú —o, al menos, en los medios intelectuales de este— la novela fue sin duda el género con mayor autoridad y prestigio. Eso se percibe claramente al hacer la crónica del diálogo sobre el sentido de la existencia colectiva y los problemas de la nación peruana, así como en la demanda por representar de modo convincente la trama de las relaciones entre las clases, los grupos étnicos y las regiones del país. De ahí que la historia de la escritura y la recepción de Todas las sangres sea, a este respecto, ilustrativa. Como argumenta José Alberto Portugal en Las novelas de José María Arguedas. Una incursión en lo inarticulado, a mediados de la década de 1960 se enciende un debate al interior de la intelligentsia peruana sobre la calidad y el valor del conocimiento que generan la literatura, por un lado, y las emergentes ciencias sociales, por el otro (2007). La mesa redonda sobre Todas las sangres que el Instituto de Estudios Peruanos organizó en 1965 es ejemplar. Curiosamente, los reparos más rotundos provinieron de escritores y, en particular, de Sebastián Salazar Bondy, que era, con toda justicia, una de las figuras centrales en la escena literaria y cultural peruana. Salazar Bondy había publicado la que es probablemente su obra más conocida, el ensayo Lima, la horrible (1964), apenas un año antes de la publicación de Todas las sangres. Los títulos mismos de los libros de Salazar Bondy y Arguedas son reveladores de su voluntad crítica y su intención abarcadora: respectivamente, declaran ocuparse de la capital del Perú y de la sociedad peruana. Dos décadas antes, El mundo es ancho y ajeno (1941), la mejor y más celebrada novela de Ciro Alegría, narraba con brío las vicisitudes de una comunidad campesina cuyos miembros se ven forzados a la dispersión y la muerte por obra de agentes del estado oligárquico.

La cuestión nacional palpita no solo en las novelas que llamamos indigenistas, sino en buena parte de nuestra literatura, incluyendo a la de asunto urbano: una demanda —la de trazar un perfil simbólico y narrativo del pasado colectivo y la comunidad imaginada— estimula a la mayoría de nuestros novelistas más importantes durante los dos primeros tercios del siglo XX. Esa demanda hace que la ética (y, casi siempre, la poética y el régimen de representación) de la novela peruana sea realista. José María Arguedas y Mario Vargas Llosa, sin duda las dos presencias claves en el canon narrativo peruano, confirman que las ficciones centrales de la tradición moderna pasan —para tomar las palabras de Penélope en el canto XIX de la Odisea— por la puerta de cuerno y no por la de marfil.

El mundo representado en las principales novelas peruanas pertenece, obviamente, al orden de la ficción, pero no ese modo particular de la creación artística —el romance— que da forma a las pulsiones irracionales y satisface los entusiasmos de la fantasía. La distinción entre romance y novela, que Nathaniel Hawthorne ilustró con elegancia en el prefacio de The House of the Seven Gables, se sostiene en la certeza de que el mundo de la ficción novelesca es análogo al de la existencia histórica y social. Sin duda, el propósito de dar cuenta imaginativamente de la realidad —concebida, básicamente, como la esfera opuesta a la de la ilusión y el ensueño— no nace con la modernidad ni se origina en el género burgués y moderno por excelencia, la novela. Uno de los libros imprescindibles de la crítica literaria en el siglo XX, Mimesis, de Eric Auerbach, recorre a través del análisis preciso de fragmentos que abarcan desde la Biblia y la Odisea hasta To the Lighthouse, de Virginia Woolf, las diversas modalidades de la representación de la realidad en la tradición occidental. La mimesis literaria no es, ni pretende ser, calco: un artefacto verbal no puede, por su propia naturaleza, duplicar lo que existe fuera de él. Más bien, lo que la representación hace es poner en primer plano aquello que en una época determinada se percibe y valora como «real».

Como apuntó otro gran crítico del siglo pasado, Georg Lukács, el realismo clásico identificó el ámbito de lo real con el de lo social y, al mismo tiempo, asumió que el concepto de totalidad era indispensable para hacer inteligibles relaciones y experiencias que de otro modo aparecerían como azarosas o arbitrarias. Es bien sabido que Lukács veía en la novela del alto modernismo un retroceso, en términos artísticos, frente a la gran novela realista del siglo XIX. Entre sus contemporáneos solo veía un continuador admirable de esa tradición en Thomas Mann. Para que la experiencia humana adquiera forma artística, el realismo postula que la representación se trace dentro de las coordenadas del tiempo histórico y del espacio geográfico, social y político. Aunque Vargas Llosa incorporó y renovó como ningún otro autor latinoamericano los recursos narrativos del alto modernismo, Lukács habría sin duda aprobado el epígrafe de Balzac que precede a Conversación en La Catedral: «La novela es la historia privada de las naciones». Esa misma cita podría haber aparecido, sin escándalo, en el umbral de la mayoría de las novelas más importantes de nuestro canon.

«Lima, ciudad sin novela» es el título del artículo que Julio Ramón Ribeyro publicó, el último día de mayo de 1953, en el suplemento dominical del diario El Comercio. El joven escritor, que dos años más tarde publicaría su primer libro, la colección de cuentos Los gallinazos sin plumas, envió su breve ensayo desde París, adonde acababa de llegar. París, a la que Walter Benjamin llamó «capital del siglo XIX», era ciertamente el ejemplo de una ciudad que no se hallaba huérfana de novelas. Aunque Ribeyro no habla directamente de émulos limeños de Balzac o Proust, su artículo —a pesar del humor y desenfado del tono— es un llamado a los miembros de su generación. El escritor parte de afirmar que la capital del Perú no está representada en la narrativa de largo aliento: «Es un hecho curioso que Lima, siendo una ciudad grande —por no decir una gran ciudad— carezca de una novela» (1976, p. 15). La declaración no es exacta, pero lo más importante no es el balance inexistente sino la propuesta esperanzada, aunque tratándose de Ribeyro esa expectativa no suena muy entusiasta: «De este modo, cabe ser optimista y esperar resignadamente que alguien se decida a colocar la primera piedra» (p. 19).

La novela de Lima, sugiere Ribeyro, es un edificio que aún no se ha levantado. En sí misma la metáfora arquitectónica es reveladora, más aún cuando en la década de 1950 la ciudad siguió su expansión hacia el sur, en busca del mar, y el centro de Lima cambió en parte su fisonomía con las obras públicas y los ministerios decretados por la dictadura de Manuel A. Odría (1948-1956). En todo caso, la percepción de que faltaba una imagen literaria de Lima debe matizarse. Las Tradiciones peruanas, de Ricardo Palma, que en su gran mayoría se refieren a la ciudad en sus tiempos coloniales y en las primeras décadas del siglo XIX, habían ya caracterizado a la ciudad: frívola, pintoresca, coqueta y apegada a los usos tradicionales; la Lima de Palma responde a un cliché patriarcal de lo femenino. Además, corresponde a una visión que tiene como su molde (o modelo) al romance. Cruce entre el romanticismo de anticuario, el artículo de costumbres y la oralidad plebeya, la tradición al modo de Palma marca la manera de concebir e imaginar la ciudad para los escritores venideros. Si, como había apuntado antes, la novela engendra un tipo de ficción que está atenta a los datos de la observación y la experiencia, el romance se distingue por su voluntad de figurar un modo de socialización en el cual los conflictos —sobre todo los de género, clase, etnicidad y raza— se resuelven finalmente en un cuadro armónico y amable. La imaginería virreinal y la nostalgia conservadora del vals peruano en la década de 1950 se emparenta con esa versión de Lima que viene de Palma, aunque el tradicionista estaba más cerca de un liberalismo moderado —es decir, un liberalismo incapaz de ofender sensibilidades clericales— que del ardor hispanófilo y retrógrado de sus epígonos. La generación de Felipe Pinglo en la década de 1920 y los compositores anteriores a esta, los de la llamada Guardia Vieja, no le cantaron a una versión idealizada de la Lima colonial. En la ciudad que conocieron, los cambios fueron instigados por las élites modernizadoras: quienes tenían las riendas de la República Aristocrática y luego el régimen de Augusto B. Leguía hicieron que entre 1895 y 1930 la Lima popular y criolla se replegara en sus barrios mientras la urbe crecía hacia el sur. La exaltación del boato colonial y de una ciudad sin «invasores» provincianos ocurre recién cuando a partir de la década de 1940 la crisis del régimen latifundista y el crecimiento de la población en los Andes hicieron que la migración andina se volviera multitudinaria.

A la ciudad de Lima le podían faltar novelas, pero no cuentos, crónicas periodísticas, relatos orales y canciones populares. En el área de la creación artística y el discurso, Lima no era una tierra baldía. Es lícito agregar que ya había una tradición narrativa que se ocupaba de la ciudad, en la cual hay que incluir no solamente a Cartas de una turista (1905), de Enrique Carrillo, «Cabotin», sino también a Blanca Sol (1888), de Mercedes Cabello de Carbonera, y Herencia (1895), de Clorinda Matto de Turner. Los melodramas naturalistas de Cabello y Matto de Turner contrastan con la ironía modernista que circula por la novela de Carrillo, pero los tres comparten la convicción de que Lima —o, al menos, su alta sociedad— no es ajena al mundo moderno, aunque lo sea solamente a través del consumo suntuario y el deseo de estar a la moda.

Con Ribeyro, los demás prosistas de la Generación del 50 se propusieron dar cuenta en sus ficciones de una Lima que percibían, al mismo tiempo, atrapada en una doble crisis: por un lado, la que surgía de la colisión entre la experiencia cotidiana de la urbe y los mitos autocomplacientes de las capas altas (sin duda, el ensayo Lima, la horrible expresa de la manera más acabada y concluyente ese choque a la vez simbólico e histórico); por el otro, la que nacía del choque entre la urbanización formal y los asentamientos creados por las «invasiones» de terrenos eriazos en las faldas de los cerros o en pampas periféricas. Dar cuenta de los conflictos contemporáneos a través del realismo crítico fue la voz de orden para los nuevos escritores. Situar los relatos en Lima no suponía, en rigor, un corte radical con las ficciones indigenistas: en ambos casos, subyacía un propósito cuestionador y la convicción de que la representación literaria era un modo de intervención intelectual y moral en la vida pública. Por lo demás, no es cierto que el tema urbano volviera irrelevante o arcaico el asunto andino en nuestras letras. Basta pensar tanto en la aparición y persistencia del neoindigenismo como en las obras de Arguedas desde Los ríos profundos (1958) en adelante. De hecho, novelas como El Sexto (1960) y, sobre todo, El zorro de arriba y el zorro de abajo (1971) dramatizan la presencia de sujetos andinos y bilingües en medios costeños que no son ni rurales ni tradicionales.

Es comprensible que a principios de la década de 1950, cuando la institución literaria peruana era tan frágil que la sola idea de convertirse en escritor a tiempo completo parecía completamente quimérica, los jóvenes narradores vieran el pasado de las letras peruanas como un paisaje cubierto por una neblina tupida. La tía Julia y el escribidor (1975), la admirable novela de autoficción y aprendizaje de Vargas Llosa, es ejemplar a este respecto, como lo son también Una piel de serpiente (1964), de Loayza, y Los geniecillos dominicales (1965), de Ribeyro. En esas tres novelas, los protagonistas son jóvenes que aspiran a ser escritores en un medio que es hostil o indiferente a su vocación. Dos de ellos desertan y solo uno pasa de la condición de aprendiz imberbe a la de novelista consagrado. Al margen de los desenlaces y los epílogos, las tres novelas comparten un rasgo importante: en ellas la literatura (el deseo de dedicarse a ella, la imposibilidad o la dificultad de convertir ese deseo en realidad) es un tema capital. A propósito de esta última palabra, no está demás subrayar que las tres suceden en Lima.

El vuelco hacia las ficciones metaliterarias, entonces, no comienza en la década de 1990, con libros como La disciplina de la vanidad (2000), la valiosa e influyente novela de Iván Thays. La diferencia más saltante entre las novelas de autores de la Generación del 50 o inmediatamente posteriores a ella y aquellos que comenzaron a publicar a partir de la segunda mitad de la década de 1990 tiene que ver, sobre todo, con la manera de concebir la relación del escritor con la realidad social y el medio limeño. En Una piel de serpiente, Los geniecillos dominicales y La tía Julia y el escribidor residir en Lima no es un dato menor, pues el clima de prejuicios, valores, expectativas y gustos les resulta, en grados diversos, irrespirable a los protagonistas. Los capítulos pares de La tía Julia y el escribidor, esos pastiches de las radionovelas extravagantes de Pedro Camacho, ofrecen una versión grotesca, truculenta y cómica de la Lima de la década de 1950, que el escriba boliviano divide gruesamente en zonas pobladas por grupos humanos a los cuales etiqueta sin miramientos. En contraste, a los capítulos impares, en los cuales un narrador autoficcional cuenta la historia de sus amores con la que sería su primera esposa, los impregna el humor de la comedia romántica y de costumbres. También en esos capítulos Lima está muy lejos de ser un escenario intercambiable con cualquier otro: en ese momento de la vida urbana, la radio crea un público interclasista y masivo, que por cierto no tiene nada que ver con una sociedad civil democrática. Las barreras que separan a la «gente decente» del pueblo llano no solo no han desaparecido, sino que aún le parecen naturales a la mayoría de los habitantes de la ciudad. La tía Julia y el escribidor, escrita a una distancia de un cuarto de siglo del tiempo de su historia, puede parecer irónicamente nostálgica, pero está lejos de ser una celebración de una ciudad más simple y menos peligrosa: si una lección resulta evidente es que para preservar la vocación literaria hay que romper con las rutinas y servidumbres del medio. ¿Acaso no se desprende lo mismo de Una piel de serpiente y Los geniecillos dominicales?

En contraste, las tensiones y conflictos que animan el drama (o la tragicomedia) del joven escritor en la mayoría de las novelas posteriores a La disciplina de la vanidad poco tienen que ver con la urbe y la polis: en el mundo representado tienen poca intervención la vida urbana y las cuestiones políticas. Más que una evasión, lo que se advierte es una concentración y un repliegue: la república del autor es la de las letras, la única sociedad que parece importarle es la de quienes comparten su oficio y sus aspiraciones de reconocimiento. Podría decirse, sin mucha exageración, que las únicas relaciones dignas de ese nombre son las amorosas y las amicales. De ahí, entonces, que la ciudad —morada y lugar de trabajo, sitio de la socialización, espacio de encuentros e itinerarios— pueda carecer de especificidad y personalidad sin que eso se sienta como un defecto de la representación. Urbe y polis no son términos intercambiables, pero vale la pena notar que en muchas ficciones peruanas —sin exclusión de aquellas que toman como asunto la violencia y el terror de la década de 1980— la experiencia urbana y la vida política se presentan como datos obvios y no como cuestiones que requieran elaboración artística o conceptual.

Aunque el panorama literario peruano se distingue actualmente por la variedad y hasta por la dispersión, eso no quiere decir que no haya ciertas coincidencias: una de ellas es que, al menos para la mayoría de los narradores y cuentistas que empezaron a publicar en la década de 1980, el escenario de la ficción suele ser urbano, pero con frecuencia opera como un telón de fondo neutro o como un ambiente enrarecido y espectral. Hay que considerar, por supuesto, que esto no se aplica a todos los escritores en actividad. En muchos relatos de Fernando Ampuero se advierte la sensibilidad y la curiosidad del cronista urbano, como también en no pocos cuentos de Pilar Dughi y en varias de las novelas de Abelardo Sánchez León. La poesía de este último, además, está marcada por las vivencias de un sujeto lírico que —como hijo o padre de familia, como estudiante o profesional— suele expresar un malestar que no es solo un estado de ánimo sino el índice preciso de su manera de hallarse en la ciudad de Lima. Otros coetáneos de Sánchez León, como Enrique Verástegui y Jorge Pimentel, expresaron en su poesía temprana una vivencia de la urbe que conjugaba la alienación con el entusiasmo. Un poeta de una generación anterior, Washington Delgado, presentó en Historia de Artidoro un personaje cuyas peripecias y reflexiones no tienen en la ciudad y el país su marco, sino su paisaje y su argumento. Antes que narrativa o descriptiva (o coloquial, término del que se abusa y que apenas refiere a un efecto de dicción, por lo demás mucho menos significativo de lo que se piensa en las generaciones poéticas de las décadas de 1960 y 1970), la obra de estos creadores, sin por eso perder su carácter lírico, se vincula con el drama: la persona poética actúa en el teatro de una experiencia vital que tiene un tiempo y un lugar precisos. Esto se manifiesta con un brillo y una complejidad particulares en Canto ceremonial contra un oso hormiguero (1968), de Antonio Cisneros, que es con toda justicia uno de los libros claves de la poesía latinoamericana del siglo XX. El oso hormiguero al que exorciza la palabra poética es un limeño viejo y chismoso: la maledicencia es (como el «pacto infame de hablar a media voz» que denunciaba Manuel González Prada) un rasgo clave de la comunicación en una ciudad cuyas élites tradicionales desconocen el verdadero diálogo. Si el costumbrismo dibujaba retratos amables de personajes típicos limeños y toda una vertiente del ensayismo se ocupaba en capturar la esencia del (y de lo) limeño, Cisneros ofrece una versión alternativa en la que el centro de la escena lo ocupa, precisamente, un yo poético que vive con pasión y complejidad el vínculo con el sitio natal. Ningún poema lo expresa mejor que «Crónica de Lima», donde la gama de registros va desde la ironía hasta la confesión íntima: el poema trata de la memoria («Acuérdate Hermelinda, acuérdate de mí», el verso del conocido vals de Alberto Condemarín es su epígrafe y su estribillo), pero esa memoria opera en varios planos: el familiar, el íntimo, el cultural, el político y el histórico. El yo lírico cuestiona, pero no lo hace desde afuera. Por el contrario, lo que da fuerza y profundidad a la voz de Canto ceremonial contra un oso hormiguero es el deseo imperioso de salir del medio limeño y vivir experiencias intensas en otros lares.

Vuelvo a Martín Adán, uno de los pocos poetas peruanos que Cisneros menciona más de una vez en su obra poética. La casa de cartón es una de las pocas novelas vanguardistas que no está anclada en una sensibilidad y una retórica ya perecidas. Lejos de ser una pieza más del museo de las modas literarias, se halla junto a dos libros publicados ese mismo año en Brasil y Argentina —Macunaíma, de Mário de Andrade, y No toda es vigilia la de los ojos abiertos, de Macedonio Fernández— entre los aportes duraderos de su década a la escritura genuinamente experimental en América Latina. Cisneros conocía bien La casa de cartón cuando escribió Canto ceremonial contra un oso horniguero, gracias a la reedición hecha a los treinta años de que se publicara por primera vez el libro. En contraste, cuando Ribeyro redactó «Lima, ciudad sin novela», la única novela de Adán era casi inhallable. En todo caso, al filo del colapso del orden capitalista mundial y de la caída del Oncenio de Leguía (1919-1930), el artista adolescente que fue Adán se permite escribir una novela que está a contrapelo, no del tradicionalismo, sino del consenso optimista que veía en los cambios urbanos fomentados por Leguía una prueba de que Lima se había convertido, por fin, en una ciudad moderna. La casa de cartón corroe, con ironía, los usos, gustos y prejuicios de una élite urbana que identificaba lo moderno con un cosmopolitismo superficial, el consumo suntuario de productos extranjeros, la incorporación librecambista al mercado internacional, el culto a la novedad y el abandono de las zonas antiguas de la ciudad en beneficio de los balnearios de Miraflores y Barranco. Adán no es elegíaco, a la manera de los criollos liberales como José Gálvez, que idealizaban una ciudad popular y plebeya. Su posición es, más bien, la de quien afirma una modernidad radical que no ve como derivativo o subordinado a todo lo que suceda en la periferia del sistema capitalista mundial: el humor y la mirada lúdica transforman el paisaje urbano (o, ya que se trata del Barranco de la década de 1920, suburbano) a través de tropos vanguardistas que, con frecuencia, cosifican a los humanos y humanizan a las cosas. Otros ven, complacidos, cómo la ciudad crece y se moderniza. Adán, con imágenes de una plasticidad extraordinariamente dinámica, muestra con agudeza e ingenio que la aceleración del pulso de la vida tiene una doble faz: el cambio es, al mismo tiempo, construcción y destrucción. En su libro la Lima colonial no está presente ni siquiera como recuerdo. Es la ciudad de la especulación inmobiliaria y el auge urbanizador la que se nos presenta como si ya fuera pintoresca y anticuada. A la modernidad epidérmica de las capas dominantes opone, entonces, un modo propio y creativo de ser moderno en Lima.

Durante los años en que investigaba para escribir Los muros invisibles, pude confirmar algunas intuiciones, pero sobre todo aprendí a corregir hipótesis o, de plano, a cambiar totalmente mi comprensión del tema. Como muchos, había asumido que en el Perú —y, más agudamente, en las primeras décadas del siglo XX— el problema de la modernidad se presentaba como el deseo de un objeto ajeno y lejano. Esa manera de afrontar la cuestión de lo moderno se diferenciaba poco del consenso entre los intelectuales progresistas sobre el problema de la nación. El Perú, pensábamos, sufría demasiados lastres para ser moderno y la clase dominante había sido incapaz de construir un verdadero Estado nacional. No era irracional ni pesimista pensar de esa manera, sobre todo cuando las necesidades básicas y los derechos de una gran parte de la población eran negados o postergados, pero había en esa posición un problema conceptual. Se aceptaba, como si se tratara de un dato innegable, que la modernidad era una sola y que su foco de irradiación estaba en otro lado, en los grandes poderes metropolitanos. Ocurría lo mismo con la noción de lo nacional, pues se comparaba al Perú, con sus muchas limitaciones y deficiencias, con un modelo que era en el fondo la versión idealizada y compacta del Estado nación surgido de las revoluciones burguesas en Europa. Más útil resulta entender que la modernidad se manifiesta de un modo plural y según las circunstancias concretas de la inserción de cada país en el concierto global. Lo mismo debe hacerse con la categoría de lo nacional, pues simplemente decir que en el Perú no había llegado a formarse un «verdadero» Estado nacional no nos sirve mucho para entender qué fue exactamente lo que sí se había constituido.

La lectura de All That Is Solid Melts into Air, de Marshall Berman, tuvo el efecto estimulante que suelen tener los libros escritos con inteligencia y entusiasmo. Sin el extraordinario capítulo sobre lo que Berman llamó «el modernismo del subdesarrollo» en el San Petersburgo del siglo XIX, me habría costado mucho más explicar cómo una cultura moderna en la periferia no está condenada a ser el reflejo distorsionado y pálido de la modernidad en los países hegemónicos. La tortuosa y dialógica vitalidad de la obra de Dostoievski, la agudeza irónica de Chejov, la comicidad entre grotesca y fabulosa de Gogol serían impensables sin el medio urbano de San Petersburgo, esa París rusa que Pedro el Grande quiso que fuera la ventana a Europa de su imperio. Obviamente, no se trataba de encontrar la contraparte limeña de lo que Berman escribió sobre la cultura de una de las ciudades claves de la cultura moderna, pero sí quedé persuadido de que en vez de deplorar la falta de modernidad en nuestro país, era mucho más interesante estudiar la manera en que lo moderno se expresa y se construye en el Perú. Emilio Adolfo Westphalen, que como su amigo José María Arguedas nació en 1911, dijo que la Lima de su juventud era una aldea grande. Abraham Valdelomar, que era un emigrante venido de una pequeña localidad costera, formuló el silogismo irónico según el cual el Perú era Lima, Lima el Palais Concert y el Palais Concert, por último, era él. Cuando murió Valdelomar, Westphalen tenía ocho años. La Lima a la que ambos se refieren es la de la República Aristocrática, cuando por fin la inversión inmobiliaria hace que la ciudad extienda, después de 250 años, su perímetro. Los cambios en la vida cotidiana, que van desde el alumbrado público, los medios de transporte hasta la variedad inédita de la oferta de entretenimiento, muestran que el pulso de la experiencia citadina y la textura de la ciudad sufrieron transformaciones importantes: en la década de 1920 una persona adulta podía comprobar, con nostalgia, que no vivía ya en la Lima de su niñez. La memoria y la sensibilidad de esa persona serían muy parecidas a las de José Gálvez, pero no a la de un Westphalen. Este, que fue contemporáneo y condiscípulo de Martín Adán, llegaría a la impaciente conclusión de que la modernización era tan pausada que casi coincidía con la rutina y el estancamiento tradicionales. Ese modo de sentir, propio de los jóvenes radicales y vanguardistas de la época, es paradójicamente un signo de que la realidad cultural y social de la ciudad vivía ya un proceso rápido de cambios. Los obreros que paralizaron la ciudad en 1919, exigiendo la jornada de ocho horas, se comportan de un modo diferente de la multitud plebeya que se hacía sentir, fugaz y tumultuosa, en las pobladas del siglo XIX. La nueva intelligentsia —radical y juvenil— es distinta de la capa de letrados respetables que formó la llamada Generación del Novecientos.

A los jóvenes contestatarios y los trabajadores organizados hay que añadir otro grupo: los migrantes andinos. De todos los nuevos protagonistas de la Lima del siglo XX, los más importantes son esos provincianos venidos de las alturas andinas, compatriotas nuestros a los que el racismo oligárquico tildó de «invasores» desde que a partir de la década de 1940 se volvió masiva su presencia. De hecho, ningún fenómeno social, económico y cultural ha cambiado tanto el rostro del país como el proceso de urbanización: hasta la década de 1940, el 65% de la población peruana vivía en el campo, pero en apenas medio siglo se produjo un vuelco drástico, al punto que en 1990 el 70% de los peruanos se había arraigado en ciudades. Lima, que en 1940 tenía 644 000 habitantes, multiplicó tanto su población que en menos de medio siglo era ya la ciudad donde residía (o se aglomeraba laberínticamente, en el juicio de muchos limeños desconcertados) un tercio de todos los peruanos.

El paso de un país en el que predominaba la población rural a una sociedad en la que los habitantes en zonas urbanas forman la clara mayoría es más que un dato importante: se trata de una verdadera revolución que ha transformado el cuerpo mismo del Perú. Ciertamente, la literatura no refleja miméticamente los cambios sociales y sería un error grave preguntarse en qué medida y con cuánta precisión los escritores peruanos han dado cuenta del proceso que convirtió a Lima en una de las urbes más populosas de América Latina. La fisonomía de la ciudad cambió y no fueron pocos los limeños tradicionales que se alarmaron porque un cinturón de miseria estrechaba a la urbe. La llegada de indios y mestizos nacidos en la región andina, en muchos casos hablantes de quechua o aymara, exaltó prejuicios racistas que tuvieron expresión tanto en el vituperio como, de modo más sutil, en la celebración de una Lima antigua que habría tenido como rasgos principales la supuesta gracia criolla, los fastos del coloniaje, la sensualidad femenina y la ausencia de población indígena. En realidad, no faltaban indios en la Lima del periodo colonial, que los concentraba en el barrio de El Cercado. De todas maneras, es cierto que la travesía desde las alturas serranas a la urbe costeña fue uno de los efectos principales de la conflictiva modernización peruana. Antes que la notaran las capas altas y acomodadas, ya José María Arguedas y Ciro Alegría la habían percibido. Recuerdo que una de las objeciones a mi libro era la inclusión de un capítulo dedicado al indigenismo y, en concreto, a Yawar Fiesta y El mundo es ancho y ajeno. Las dos novelas fueron publicadas en 1941 con fortunas editoriales muy diferentes. La novela de Arguedas tuvo en su momento pocos lectores en el Perú y casi ninguno en otros países, mientras que la de Alegría obtuvo el primer premio en el concurso convocado por la editorial Farrar and Rinehart y se convirtió no solo en un best seller continental, sino que fue traducida a más de una decena de lenguas, entre ellas el inglés y el francés. El mundo es ancho y ajeno, leído fuera del Perú, podía fácilmente asociarse al regionalismo, que tuvo su momento de auge en la década de 1920. En el Perú, muchos de los lectores del libro de Alegría fueron militantes o simpatizantes del APRA, partido en el cual militaba el autor y por cuya causa conoció el destierro. También la novela tuvo acogida entre la dispersa y algo desmoralizada intelectualidad izquierdista que había seguido a José Carlos Mariátegui, muerto en 1930, apenas al comienzo de una década convulsa y violenta en la que las fuerzas populares fueron derrotadas por el orden oligárquico. Ciertamente, la novela de Alegría era más accesible y parecía tener un mensaje mucho más claro que la de Arguedas. El mundo es ancho y ajeno se centra en el conflicto entre un terrateniente inescrupuloso y una comunidad campesina. Las maniobras del hacendado cuentan con el apoyo del Estado y provocan el éxodo de muchos campesinos; varias de las historias de estos forman líneas argumentales que demuestran, sin lugar a dudas, la contundente verdad del título. Por su parte, Yawar Fiesta tiene como núcleo argumental la prohibición de que se celebre en el aniversario de la independencia del Perú la corrida de toros tradicional en la que los cuatro ayllus de Puquio participan y compiten. El conflicto económico y social está en el centro de El mundo es ancho y ajeno, mientras que la acción de Yawar Fiesta narra una contienda en torno a una práctica cultural andina que muchos podrían considerar premoderna y bárbara. Tanto Alegría como Arguedas habían leído con interés y simpatía 7 ensayos de interpretación de la realidad peruana (1928), de los cuales al menos tres —«El problema del indio», «El problema de la tierra» y «El proceso de la literatura»— se relacionan de un modo directo al material de sus novelas. En el caso de Alegría, aunque su militancia se dio en el partido de Víctor Raúl Haya de la Torre, es fácil ver cómo la obra de ficción dialoga con el texto de Mariátegui y lo respalda. Resulta menos obvia la relación en Yawar Fiesta, aunque dentro de la ficción hay un pasaje en el que un miembro del Centro Unión Lucanas se dirige, con emotiva reverencia, al retrato de Mariátegui que cuelga en la pared del modesto local donde se reúnen los puquianos residentes en Lima.

Las relaciones entre el campo y la ciudad, entre las provincias y Lima, entre la formación sociocultural andina y la colectividad criolla están en el fundamento de lo que llamamos indigenismo, que no deberíamos confundir con una plantilla argumental. De hecho, basta comparar El mundo es ancho y ajeno con Yawar Fiesta para darse cuenta de que ninguna de las dos reproduce la supuesta trama típica de un relato indigenista: las peripecias de la disputa por el control de la tierra agrícola entre un terrateniente abusivo y un campesinado al que asisten la razón y la justicia, pero no el orden establecido. En El mundo es ancho y ajeno, a Álvaro Amenábar no le interesan las parcas tierras de los comuneros, sino la fuerza de trabajo de estos. Su propósito es hacerlos trabajar en sus minas, cierto que no como proletarios sino en condiciones serviles. Por su parte, la acción de Yawar Fiesta tiene como instigador al gobierno central, que con una orden imprevista decreta que se abandone una tradición local. Los bandos que se forman no oponen a terratenientes contra campesinos, sino a partidarios de la fiesta tradicional (entre los cuales están los campesinos y algunos hacendados) contra quienes desean erradicarla o cambiarla (entre quienes se cuentan los mestizos radicales que han emigrado a Lima y ansían un nuevo orden que restituya la tierra a los indios).

Tanto en la geografía de El mundo es ancho y ajeno como en la de Yawar Fiesta, Lima ocupa un lugar importante. El reparto de ambas novelas incluye a un nuevo tipo humano: el indio o mestizo que migra a la capital y en ella aprende no solo a leer y escribir, sino a cuestionar el orden oligárquico. En la crítica y los manuales literarios, era de rigor afirmar la oposición rígida entre una literatura de ambiente rural y otra de escenario urbano. Esa visión me parecía anticuada y superficial, aparte de que daba pie a una falsa ecuación: la narrativa que situaba sus historias en Lima era, por virtud de esa elección, más «moderna» y más «actual» que aquella cuya acción ocurría en el medio andino. Para salir de ese callejón conceptual me sirvió de mucho la lectura de los libros de Raymond Williams y, en particular, de The Country and the City. Sin duda, uno de los procesos modernizadores más importantes es la urbanización, pero ese fenómeno —como bien ve Williams— afecta tanto a los medios rurales como a los citadinos. La aparición en el Perú de una narrativa que le daba representación literaria al campesinado indígena y las distintas capas (o tipos) de la región andina permitió, paradójicamente, ilustrar cómo el campo no era el reducto de una tradición estática mientras que, en contraste, la ciudad habría sido el teatro donde se representaba el drama de la modernidad. Alegría y Arguedas, a pesar de las muy significativas diferencias entre ellos, ponen en escena historias en las cuales las relaciones entre el medio rural andino y la urbe centralista son intensamente dinámicas y complejas: el cronotopo del camino, según lo expuso el gran crítico ruso Mikhail Bakhtin, encuentra su imagen exacta en la carretera, que tanta importancia tiene en el mundo representado de Yawar Fiesta y que permite la travesía a Lima y el retorno a Rumi de Benito Castro, el último presidente de la comunidad de Rumi.

Sin el cambio del color y el rostro de Lima, que puso en crisis la imagen de la ciudad criolla y modernizada desde arriba, sería imposible entender el deseo de representación de la urbe en la novela por parte de los cuentistas y novelistas aparecidos en las décadas de 1950 y 1960. Ya me he referido a ellos antes, pero creo que vale la pena notar que la migración serrana a la ciudad costeña no tiene su expresión literaria más radical, experimental e intensa en una novela ambientada en Lima, sino en El zorro de arriba y el zorro de abajo, la obra última y póstuma de Arguedas. A ella hay que añadir uno de los poemas más importantes de la literatura peruana del siglo XX, «A nuestro padre creador Túpac Amaru», texto en quechua y castellano que imagina la llegada del hombre y la mujer de la sierra a la capital no como la conquista bárbara de un reducto de civilización y refinamiento, sino como un proceso mesiánico que fortalece la esperanza en una modernidad alternativa y sin exclusiones.

Los muros invisibles concluye con la discusión y el análisis de tres novelas escritas por autores de primera fila: Los geniecillos dominicales (1965), de Julio Ramón Ribeyro; Conversación en La Catedral (1969), de Mario Vargas Llosa; y Un mundo para Julius (1970), de Alfredo Bryce Echenique. En ellas, el deterioro y la cancelación de la esperanza utópica son los signos de la experiencia urbana. No son adultos los protagonistas de estas tres novelas, pues ninguno de ellos está asentado y establecido. Los tres personajes centrales son, respectivamente, Ludo Totem, el joven universitario que se desliza a la marginalidad y el crimen en el libro de Ribeyro; Santiago Zavala, el ex estudiante universitario e hijo de familia que se sumerge, como en un acto de expiación masoquista, en la rutina de un trabajo mal remunerado y al cual desprecia; por último, Julius, el niño curioso y sensible de clase alta que observa, con lúcido candor, un orden basado en injustos privilegios de clase, etnicidad y género. Hay diferencias de edad y condición entre los tres, pero comparten un rasgo: el desarraigo, la sensación de que su lugar en la sociedad y la urbe no es —no debe ser— el que les han asignado su extracción social y su historia familiar. Más allá de la condición existencial de los personajes, las novelas de Ribeyro, Vargas Llosa y Bryce muestran cómo una misma estructura de sensibilidad conecta a escritores y artistas en la década de 1960. Un malestar profundo con las normas dominantes de convivencia se expresa en una sensación de asfixia e inquietud, pero esta no se presenta como una crisis íntima y psicológica, sino más bien bajo la forma de una relación tensa y conflictiva entre el sujeto y el medio urbano. De ahí que en los textos de Ribeyro, Vargas Llosa y Bryce sean cruciales los itinerarios de los personajes en una urbe que provoca una mezcla de fascinación y revulsión. Lima no es solamente el lugar donde ocurren las acciones y las vivencias narradas, sino que tiene un rol activo y dinámico: sería inexacto decir que es un personaje, pero es evidente que en las tres novelas la ciudad está lejos de ser un telón de fondo. El deterioro y la caducidad que corroen los espacios urbanos no tienen que ver principalmente con la desidia estatal o la cultura cívica de los habitantes de Lima, sino que expresan y encarnan la alienación —larvada en el caso de Julius, manifiesta en los de Ludo Totem y Santiago Zavala— que la ciudad provoca. Significativamente, la decrepitud y la fealdad del paisaje urbano no se ilustran con los lugares de la Lima tradicional, sino con aquellos que se edificaron durante la euforia modernizadora de apenas unas décadas antes. A través de un régimen de representación realista, las obras de Ribeyro, Vargas Llosa y Bryce ponen en evidencia cómo una cierta posición afectiva, moral, existencial e ideológica —cifrada en la disidencia y el rechazo a un orden establecido en crisis— está raigalmente implicada en un periodo de la historia moderna de Lima. Es por las ruinas de una modernización superficial y una modernidad hechiza que transitan los personajes de las novelas. La avenida Tacna, que Santiago Zavala mira «sin amor» en el memorable párrafo que abre Conversación en La Catedral no es parte de la Lima antigua y colonial. Sintomáticamente, es ahí donde se da la percepción casi intolerable de un estancamiento en la podredumbre. Ese sentimiento de rechazo va acompañado por una sensación de impotencia: la única alternativa para Zavalita parece ser una forma de autoinmolación que no es ni espectacular ni heroica, pues consiste en sumergirse en la grisura y el descenso social.

El arco histórico de Los muros invisibles va desde fines de siglo XIX, cuando unas décadas después de la Guerra del Pacífico empezó en Lima un proceso de renovación urbana, hasta inicios de la década de 1970, cuando se quiebran los límites de ese proceso y el orden oligárquico llega a su fin. Decía en un pasaje de este prólogo que, a lo largo de casi todo el siglo XX, la novela ha tenido un lugar de respeto y privilegio en el campo de la cultura: fue el género en el que se forjaron las imágenes y visiones más influyentes sobre la vida peruana. Esa afirmación, sin embargo, no parece regir ya. En lo que atañe a la representación de Lima y la experiencia urbana, no faltan novelas cuya acción transcurre en la capital, pero me atrevo a decir que en la mayoría de los casos la ciudad no aparece en ellas como un problema: está presente, pero no es una presencia. En las últimas décadas, Lima ha tenido más fortuna con otro medio, el cine, y con una forma dramática, la ficción cinematográfica. Una reunión de cuatro cortos, Cuentos inmorales (1978), dirigida por Francisco Lombardi, Augusto Tamayo, José Carlos Huayhuaca y José Luis Flores Guerra, fue un intento convincente de convocar a un público limeño que podía reconocer con facilidad locaciones y tipos humanos. Unos años más tarde, Gregorio (1984), del grupo Chaski, se centró con un estilo influido por el cinema pobre de las décadas de 1960 y 1970 en la lucha por la supervivencia de un niño de la calle. Con el paso de los años, se ha formado ya un importante repertorio de cintas que proponen, desde poéticas y estilos distintos, versiones de la existencia en la Lima contemporánea y desbordada. Pienso en, por ejemplo, Días de Santiago (2004), de Josué Méndez; La teta asustada (2009), de Claudia Llosa; Paraíso (2009), de Héctor Gálvez; Octubre (2010) y El mudo (2013), de los hermanos Diego y Daniel Vega; o El evangelio de la carne (2013), de Eduardo Mendoza, entre otras. Ese corpus, creo, es más representativo y versátil que su contraparte en la narrativa de ficción, aunque no olvido textos valiosos como Al final de la calle (1993), de Oscar Malca, o Grandes miradas (2003), de Alonso Cueto, para citar apenas dos títulos.

No afirmo con lo anterior que el cine haya desplazado a la literatura como medio principal de representación artística en el Perú. Tampoco sostengo que la única función de las obras de arte sea la de intervenir en la vida pública mediante visiones críticas de la realidad social. Los textos que analizo en Los muros invisibles admiten otras lecturas, pero en el libro me propuse reflexionar sobre el modo en que la novela, a lo largo de la mayor parte del siglo XX, había contribuido a perfilar, definir y formular tanto la imagen de Lima como la experiencia (o, mejor dicho, las variedades de la experiencia) urbana en tiempos de modernización y cambio. Leídas en conjunto y situadas en la historia social peruana, las siete novelas que discuto en Los muros invisibles trazan una trayectoria cuyo sentido y cauce depende de las maneras de entender la problemática de la modernidad en un país como el nuestro. Como es notorio, esa problemática no se ha agotado ni está resuelta. Por ello pienso que la reedición de este libro, que quiso y quiere ser parte de un diálogo mayor, se justifica.

Peter Elmore