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M.Àngels Bogunyà

¡Vamos a liarla!



© de esta edición Metaforic Club de Lectura, 2016
www.metaforic.es

© M.Àngels Bogunyà

ISBN: 9788416862450

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A de agudísimo

¡Clinc-clonc! Marta entra, da un portazo. Pepe se esconde en el paragüero. Clementina se mete bajo la cama. Marta sube las escaleras del dúplex de tres en tres. Tere deja el ordenador y pregunta:

—Marta, ¿cómo te ha...?

Pepe, el gato, se arrebuja como un ovillo en su escondrijo. Clementina se esconde en su caparazón.

—¡FatAAAl!

Ya está. Ha vuelto a ocurrir. Se lo temían, porque la A de Marta es fulminante, agudísima. Hace añicos los cristales.

Clementina y Pepe notaron a la legua que Marta estaba muy, pero que muy mosqueada. El colmo del mosqueo es lo que llevaba encima. Porque el cole era una eme, una eme MAYÚSCULA. Todo el mundo jugaba a game-boys y a fútbol en vez de jugar a hadas y princesas que es lo que de verdad mola, lo único que mola. Así que Marta se pasaba los recreos sentadita en un rincón, sola y aburrida; el malhumor le salía por la puntita de los pelos, se le ponían tiesos y muy, muy rojos. Pero estaba en sus trece y no iba a jugar a esas tonterías, ¡faltaría más!

Pronto llegaron las vacaciones de Navidad. Menos mal.

B de batidora y ¡bola!

Imposible. Algo así no podía ser.

—O sea, ¿que cuando tú eras pequeña no existían las hadas, mamá?

—No —responde Tere.

—¿Y cuando la abuela era pequeña?

—Tampoco.

—¿Tampoco? Entonces..., ¿cuándo existieron las hadas?

—Nunca.

—¿Nunca? ¿Pero nunca de NUNCA? ¿De nunca JAMÁS? —insistía Marta.

—Nunca de NUNCA JAMÁS.

Tere está de guasa, le toma el pelo. ¿Cómo va a ser verdad una cosa así? ¡No puede ser verdad! ¡Las hadas existían, claro que existían! ¡Como los Reyes Magos! Bueno, sólo que a los Reyes Magos Marta los ve cada año y le traen regalos... y la comprenden. Justo este año le han echado un vestido de hada de los de verdad, con un cucurucho larguísimo salpicado de estrellas y varita mágica incluida. Precisamente el vestido que a ella le chiflaba, el que anunciaban por el canal 333.

Sólo había una pega.

—El cucurucho tiene la culpa, mamá... —se defendía Marta.

Pues claro. Porque ella nada tenía que ver con el asunto. El cucurucho ese era ingobernable, se movía por donde le daba la gana, lo barría todo de un plumazo; ya se había llevado por delante la figurita de porcelana china, el trofeo de papá cuando era capitán del EUROFUT C.F. y nueve copas de la cristalería de Tere. No se iba con remilgos, que va, todo le importaba un comino.

Tere se pone colorada, pero que muy colorada, más bien a punto de darle un patatús. En cambio a Quique todo le iba de mil maravillas; a él nadie le buscaba tres pies al gato, nadie le incordiaba, nadie le sermoneaba. ¡Nadie se metía con él! ¡Vaya enchufado, ese Quique! Ahora mismo está buscando a Pepe a gatas, la mar de feliz, mientras el cucurucho no se está quieto en la cabeza de Marta, da vueltas como un molinillo de papel.

—No te molestes Quique, a Pepe no lo vas a encontrar, —le dice la abuela— ¿No ves que está asustadísimo, el pobre? Cada vez que Marta quiere echarle un encantamiento, se escapa con unos marramiaus como si se hubiese pillado la cola con la plancha.

Y así andaban las cosas: Quique, gateando; a Pepe no se le veía el pelo, Tere con el enfado metido en el cuerpo y papá al rojo vivo, porque el cucurucho de Marta daba más vueltas que una batidora eléctrica y él andaba con un ojo a la virulé. ¡Ya podéis imaginaros la de veces que se había dado de narices con el dichoso cucurucho!

Y llega el día de volver a la escuela. ¡Menos mal!

C de cucurucho

El primer día después de vacaciones, Marta se levanta prontísimo. Se viste con el vestido de hada, naturalmente.

—Hoy hace un frío que pela, Marta...

—No importa. Me he puesto dos camisetas afelpadas, las medias rojas y los calcetines naranja.

—Vas a coger un resfriado como un piano si no te pones el anorac y la gorra...

—Mamá, ¿pero cómo me voy a poner la gorra y el cucurucho? ¿Es que no entiendes?

—Muy sencillo, debajo la gorra y encima, el cucurucho.

Tere no entendía.

—Anda ya, ¡menuda facha! ¿Pero no ves, Tere, que toda la gracia está en el cucurucho?

—Espavila, tómate el zumo mientras te preparo el bocadillo, que es tarde...

Cada día bocata. Para variar, hoy Tere podría comprarle una pasta de esas envueltas con plástico que llevan tanto colesterol, ¿no?

—Por un día sin bocata no pasa nada, Tere... —ruega Marta.

Pero no. Tere era enemiga de las comidas prefabricadas, de los chuches, de las hamburgueserías, de los grandes almacenes, de andar por la ciudad en coche... Por eso Marta no insistió, con Tere no se podía discutir.

Marta se mira al espejo, no se gusta nada con el anorac. Ni con los guantes. Ni con la mochila en la espalda.

—¡Menuda facha, mamá! No parezco un hada... No puedo andar por la calle con esas pintas!

—Ya lo creo que puedes, anda, vamos...

Marta continúa protestando. Tere se ha vuelto sorda. Marta echa una última ojeada al espejo, le saca la lengua, el espejo le devuelve su imagen, no le importa lo más mínimo su problema. Clementina se acerca a desearle buena suerte, l e n t a m e n t e. Marta la mete en la mochila, será mejor tener a una amiga cerquita.

En la calle, el sol se esconde tras un nubarrón.

D de dedo

Suben al metro, a empellones. No cabía ni un chupa-chup.

—Mira, mamá, ¡ahí está Marcos! —señala Marta con su dedo índice que entra en el ojo de un chico con uniforme de colegio de pago y el cucurucho se mete por el agujero de la nariz de un estudiante de informática algo enclenque. Los agredidos se quejan a la vez.

—¡Ay! ¡Ay! ¡Huy!

Marta se da vuelta mandando a paseo las gafas de una señora muy bien puesta.

—¡Ay, mis gafas! ¿Dónde están mis gafas?

La señora, que no ve ni jota sin ellas, palpa todo lo que encuentra a su alrededor.

—¡Aquí están, señora!

El estudiante raquítico que las había descubierto se protege la cara con una mano, con la otra coge las gafas de la punta de cucurucho y con un gesto de jugador de básquet de la NBA consigue devolverlas a la señora.

—Tenga... —dice con aire triunfal.

La punta del cucurucho da en el ojo de un ejecutivo muy bien vestido, inmediatamente saca la gorra de un empleado de correos. El ejecutivo se restriega el ojo. El empleado de correos intenta recuperar su gorra.

—¡Me van a echar del trabajo sin gorra! —grita.

—Tendrían que prohibir subir al metro con semejantes artefactos...

—¡Quítenle ese arma! —ordena un señor vestido de Indiana Jones.

—Vamos a avisar al encargado del metro —anima la señora de las gafas.

Tierra trágame, eso es lo que piensa Tere mientras un exagerado protesta:

—Mejor ir a la policía.

¡Menudo lío se arma! Tere coge a Marta y se la lleva en un plis plas hacia la puerta de salida.

—¡Pero si todavía faltan quince paradas, mamá! —protesta muy espabiladilla ella.

Tere le tapa la boca cariñosamente. El de correos sigue buscando su gorra, que algún gracioso ha hecho desaparecer, y ellas dos se quedan como un sándwich entre un vendedor de enciclopedias y un turista japonés. Tere agarra a Marta de la mano tan fuertemente que no puede ni moverse.

A Tere, el trayecto en metro se le hace larguísimo.