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A todos mis mentores, quienes me inculcaron el apetito

por lo desconocido y la confianza para hacer el bing bang de la

creatividad. Así mismo, a todos los jóvenes del mundo, quienes

materializarán el resto de mis sueños.

INTRODUCCIÓN

El porqué de este libro

"A medida que avanzamos en la vida, todo se hace cada vez más difícil;

pero en los enfrentamientos contra las dificultades, la fuerza íntima del

corazón es revelada".

VINCENT VAN GOGH

No escribí este libro solo por publicar o hacer un ejercicio intelectual. La idea surgió dado que adonde quiera que voy, como científico negro, la gente me hace siempre la misma pregunta: “¿Cómo logró usted hacerse científico e intelectual a pesar de su origen pobre, su origen geográfico y su origen racial?”. He tratado de contestar esta pregunta en las páginas de este libro.

El triunfo y la supervivencia revelan el afán constante de los humanos, desde el principio de su existencia, por ser miembros de una sociedad. Este afán se ha acentuado en los tiempos modernos con la prosperidad económica y el progreso de la tecnología. Esta lucha ha sido parte de mi vida y la he observado en mis amplias experiencias en muchas culturas del mundo.

El triunfo es un concepto hasta cierto punto fabricado por el hombre y es muy común en nuestra sociedad, mientras que la supervivencia es un concepto natural y es el común denominador entre todos los grupos de especies animales. Esto probablemente confirma el principio darwiniano de que la subsistencia es la última meta de todas las especies existentes, incluyendo el Homo sapiens. Nosotros nos proponemos metas para sobrevivir solamente a nuestro dolor individual o a las desigualdades sociales. Así es como buscamos poder para sobreponernos a nuestros temores de ser parias o inadaptados sociales. Queremos ser amados y tener compañía para sobrevivir al dolor de la soledad; también algunos de nosotros, incluyéndome, buscamos el conocimiento para sobrevivir al dolor de la ignorancia.

A veces los triunfos ponen mucha más presión sobre la supervivencia del hombre de la que puede soportar, poniendo en peligro su propia existencia y su cultura. Cuando el hombre consigue triunfos comienza a sentirse abrumado, pierde su objetividad y perspectiva, y extiende así su capacidad de conservación a fin de sostener sus triunfos. De esta manera, los triunfos se convierten en una carga para su capacidad de supervivencia. Con el fin de superar las consecuencias negativas del triunfo, debemos aprender a mantener el equilibrio entre este y la supervivencia, pues de lo contrario estaríamos abusando de nosotros mismos y correríamos el riesgo de perder nuestras perspectivas universales y, así mismo, amenazaríamos nuestra existencia y hasta nuestras civilizaciones. Los romanos son un buen ejemplo de este dilema en la Antigüedad. Creo haber sido capaz de mantener el equilibrio entre los triunfos y la supervivencia a través de una creatividad constante y del desarrollo de un gran sentido de pertenencia universal, no parroquial, por medio de percepciones intelectuales y espirituales.

La vida es una paradoja que se manifiesta en la realidad de vivir para morir. Esto está bien expresado en el aparte bíblico: “Polvo eres y en polvo te convertirás”. Para aquellos que creemos en la vida como un sistema de energía, esta afirmación se basa en el contexto físico-químico de la energía y de la vida misma que obedece a la Primera Ley de la Termodinámica: “La energía no puede ser creada, ni destruida, la energía del universo es constante”. Por lo tanto, nuestro objetivo diario es sobrevivir a la lucha y las dificultades. Los resultados de estas luchas traen cambios que llevan consigo progreso y transforman las sociedades. Los beneficiarios de este proceso llaman a esto triunfos. Los triunfos y la supervivencia son los resultados de nuestra capacidad de adaptación; la mente y el cuerpo son más fuertes de lo que pensamos. Aunque esto siga al principio darwiniano de “la ley del más fuerte”, no puede estar basado en un antecedente inicialmente fijado, como la Ley de Darwin lo establece. El triunfo y la supervivencia están, más bien, basados en la adaptación diaria o fluida, y de esta manera permiten fallar y recuperarse para alcanzar el éxito.

Lo que el triunfo es para unos, es supervivencia para otros. Estos dos conceptos coinciden en parte. Pero solo la creatividad constante permite mantener un equilibrio verdadero entre nuestros triunfos y nuestra supervivencia. Cuando yo crecía en mi pobre ciudad natal, Buenaventura, sobrevivir a la inclemencia del ambiente físico severo, a enfermedades endémicas como la malaria, la tuberculosis, el sarampión, el cólera y otras, así como a la discriminación racial, social, económica y geográfica, era un triunfo en sí mismo. La interdependencia entre triunfo y supervivencia está claramente manifestada en el ajuste entre nuestras prioridades y los símbolos de progreso en la sociedad.

Buenaventura era una de las ciudades más pobres en Colombia a principios de los años sesenta. Este era un lugar sin referencia universal, sin héroes. Era una ciudad sin una infraestructura básica para vivir, como acueducto, energía eléctrica, medios de transporte y comunicación. Durante mi niñez teníamos que caminar largas distancias diariamente para recolectar agua para el baño, para cocinar los alimentos y otras necesidades, porque el agua no estaba disponible en nuestras casas. Irónicamente, este tipo de ejercicio probablemente contribuyó enormemente para que yo tuviera buena resistencia y fuerza para jugar con éxito al baloncesto. Del mismo modo, la electricidad no era suficiente, no tenía el voltaje adecuado, y a menudo teníamos que recurrir a la luz de las velas. Por esta razón yo solía ir a estudiar en un bar cerca de mi casa, a pesar del ruido y las distracciones, porque allí solían tener buena iluminación de neón. Buenaventura era un lugar ubicado aparte de la cultura dominante colombiana, debido a su posición geográfica y topográfica. La cultura dominante de la ciudad era la africana, por ser en su totalidad de descendientes africanos negros, aunque nosotros no lo sabíamos, pues desconocíamos el resto del país. Esto quizás nos hizo ecuánimes y sin prejuicios.

Solo por la creatividad y la sabiduría de mi bisabuela, mi abuela, y mi madre pude sobrevivir a enfermedades endémicas como la malaria, la tuberculosis y las infecciones virales, bacteriales y fungosas, que estuvieron por matarme en varias oportunidades siendo niño. Muchos de mis compañeros de clase, de la escuela primaria, murieron de estas enfermedades. También, gracias a los rituales y mitos establecidos por mis tres madres, fuimos capaces de sobrevivir a la pobreza. Yo nunca supe qué tan pobre era hasta que fui a vivir al interior del país (Cali, Bogotá, Medellín), donde el factor económico, el estilo de vida y los rituales eran diferentes entre individuos y grupos. Mientras estaba en mi ciudad natal, éramos todos casi igualmente pobres, y por lo tanto no sentíamos las diferencias; quizás esto desarrolló una gran autoestima entre muchos de nosotros, e impulsó nuestra confianza para sobrevivir y triunfar.

Mientras crecíamos, solo teníamos dos alternativas para salir del estado de pobreza o austeridad de nuestro pueblo: ser un estudiante excelente o ser un excelente atleta como futbolista o basquetbolista. La mayor parte de los jóvenes elegían solo una opción, pero yo opté por ambas. Este fue un gran desafío que nadie podría entonces imaginar que pudiera ser llevado a cabo. También es interesante que durante mi vida de estudiante de escuela y aun como universitario en Colombia no tuve científicos negros para emular, es decir, no tuve una referencia inmediata, sino a los colombianos de ascendencia europea, quienes han sido el grupo representativo en las ciencias en América Latina. A pesar de que ellos son una buena referencia, la diferencia cultural y social me hacia difícil interpretar y descifrar plenamente sus pensamientos y sus escritos, a lo que se le suma el hecho de que ellos estaban intentando interpretar la ciencia creada por otra cultura, la europea. Era como tratar de interpretar algo en tercera dimensión. En otras palabras, me ha tocado un proceso largo y exigente de creatividad y reinterpretación de paradigmas dentro de un contexto universal, para así percibir el conocimiento real, como trato de hacerlo hoy en día. Esta falta de referencia académica, científica y profesional en Colombia y en los otros países de América Latina también la percibí años más tarde. En 1986, cuando recibí el Ph.D. en Microbiología, me di cuenta de que yo era uno de los muy pocos afrocolombianos con dicho título superior de ciencias, no solo en Colombia sino también en el resto de América; la situación continúa invariable hoy en día, después del año 2000. Esa ausencia de referencia también fue tangible cuando comencé a jugar baloncesto a principios de los años sesenta.

El número de jugadores afro-colombianos en el baloncesto de Colombia y en el resto de América Latina era insignificante. Me acuerdo bien de que en el colegio los únicos afro-colombianos eran los del Pascual de Andagoya, mi colegio en Buenaventura; había algunos pocos, pero muy contados, en los colegios de Cali. En el país, me acuerdo de que cuando era estudiante de colegio había un par de grandes jugadores afro-colombianos: Edison Christopher, de San Andrés, y Jaime Bravo, del Valle, a quienes traté de emular un poco. En el resto de América Latina también eran muy escasos los jugadores de color; por ejemplo, Brasil, a pesar de tener una población mayoritariamente afrodescendiente, tenía muy pocos jugadores destacados, entre los cuales se destacaba el gran “Rosa-Branca”. Países como Uruguay, Perú y Ecuador tenían solo uno o dos; el resto de países no tenía jugadores de ascendencia africana. El número de jugadores afrocolom-bianos se incrementó cuando se fundó la primera Liga Profesional de Baloncesto en Colombia (1975), de la cual fui miembro organizador y fundador. En otras palabras, tanto en el deporte como en las ciencias, tuve que enfrentar la ausencia de referencia étnico-cultural. Sin embargo, esto me ayudó a ser creativo.

En mi tierra teníamos que encarar otras adversidades como el analfabetismo, que era uno de los más altos en Colombia. Mis padres no sabían leer ni escribir. Debido a nuestro aislamiento social y la fuerte presencia de una cultura afrocéntrica, nunca supimos que existía algo mejor y por eso ni nos dábamos cuenta de nuestra pobreza. Nuestra presión diaria de existencia y selección era tan fuerte que no teníamos tiempo de reflexionar sobre las causas y los efectos, ni de culpar a nadie; solo había tiempo para actuar al instante para sobrevivir. Buenaventura no era una ciudad planeada urbanísticamente, no tenía ninguna avenida amplia, o nombres en las calles, o números, o semáforos. Las calles tomaron sus nombres por historias populares, por anécdotas o por su topografía. Así, La Relojera era una calle tan pequeña que fue comparada con un reloj de bolsillo, de los que se llevan en el pantalón. La Loma, donde viví, se llamaba así por estar localizada sobre la colina; El Viento Libre, porque estaba cerca de la costa; la Calle del Muerto tomó este nombre porque la gente creía que la gente muerta o sus fantasmas aparecían allí a medianoche. Había muchas otras calles con nombres populares.

La casa de mi bisabuela y de mi abuela, donde todas mis tías y mi tío Emiliano vivían, era muy pobre. Estaba hecha de bareque y bambú viejo, y su techo era de lata corroída. Adoraba pasar mi tiempo allí, más que en mi propia casa, que estaba sobre concreto y mejor acabada. Disfrutaba esa casa por los rituales, los mitos y el gran sentido del humor de mis tías y mi tío. Estos rituales tradicionales eran como una réplica exacta de muchas ciudades africanas que conocí, incluso en los nombres, los dialectos, ciertos modelos de pensamiento e incluso en la alimentación. De hecho, uno de nuestros alimentos básicos, la fruta del árbol del pan, fue traído de África por los europeos como parte de la dieta para los esclavos negros en el Caribe y las Américas, manteniendo así su dieta natural para un trabajo físico eficaz. Los nombres de los negros de la región o los nativos eran también africanos. Así, nombres comunes como Carabalí, Ocoro, Viáfara, Balantas, Cuero (mi apellido) y muchos otros. Incluso algunos dialectos usados diariamente eran de origen africano, por ejemplo palabras como “babucha”, nombre que usamos para un zapato con suela de caucho delgada fabricada con un material de tejido grueso en la parte de encima, utilizado principalmente para hacer deporte. De hecho, fue el primer par de zapatos que llevé puesto para jugar baloncesto. Eran muy baratos y de mala calidad. Escuché el mismo nombre para zapatos en Senegal, pero pronunciado “babouche”. Los senegaleses llevan puesto este zapato a menudo. Sin embargo, la parte superior es en cuero y la suela es hecha de caucho delgado. Compré un par de estos zapatos en un mercado en Dakar y me duraron quince años; solo los usaba en casa para descansar. Hay otras palabras africanas, como “bembé” (vamos a la fiesta), muy comúnmente usadas cuando yo crecía en Buenaventura. La música y el baile eran también similares a los africanos. El aspecto físico y social de mi ciudad natal era una combinación de Igbo (Etbo) en Nigeria y Dakar en Senegal. Los rituales africanos y los mitos eran un apoyo muy fuerte para nuestro sistema de vida, para sobrevivir a la escasez y a la pobreza, y también para enfrentar las enfermedades.

Practicando toda clase de juegos y deportes como niño y adolescente, desarrollé un gran sentido de pertenencia a la comunidad, la apreciación de la vida social, el respeto por los otros, el sentido de liderazgo, la ecuanimidad y una gran habilidad para competir y para dominar el miedo. También aprendí a planear lógicamente estrategias para ganar, disfrutando del momento, manejando los triunfos y la supervivencia armoniosamente. De hecho, a la edad de dieciséis años, como jugador de baloncesto, fui uno de los primeros en “clavar” o meter el balón directamente con las manos al cesto o canasta. También ayudé a organizar la primera liga de baloncesto profesional colombiana, la Interclubes, trayendo jugadores de Estados Unidos para reforzar los equipos de la liga profesional. Mi equipo, Lotería del Valle, fue el primer campeón de la nueva liga de baloncesto profesional en Colombia (1975-1976).

De niño, a la edad de siete años, comencé observando al único animal atractivo que era abundante alrededor de la casa: el lagarto. Como crecíamos sin animales domésticos, los únicos animales familiares eran las ratas y las cucarachas, pero nos asustaban. Cierto día, mirando el movimiento de los lagartos, mientras estos subían las paredes de mi casa paterna (que tenía paredes de ladrillos), me di cuenta de que tan solo las trepaban entre el medio día y las seis de la tarde cuando hacía mucho calor en el pueblo. Concluí que ellos, por no tener sistema termorregulador, tenían que deslizarse por las superficies frescas de los ladrillos, tratando así de escaparse del calor circundante, ¡y eso me fascinó! Yo me preguntaba también por qué sus colas seguían moviéndose después de que las quebrara tratando de agarrarlos. Solía hacer pequeñas jaulas para guardarlas. ¡Estas primeras observaciones naturales fueron mi introducción a la ciencia! Fue mi vecino y amigo, Guillermo “Memo” Echeverri, quien me introdujo a esta apreciación. También observaba las cucarachas en la casa de mi abuela, que era de madera vieja y cuyos pisos y paredes tenían hendiduras y huecos. Llamaba mi atención que estos animales se ven siempre en parejas (hembra y macho); cuando falta uno, el otro lo busca afanosamente. También era costumbre que yo acompañara a mi tatarabuela Petrona, quien tenía noventa anos (murió doce años más tarde) a caminar todos los días a las cinco de la tarde y a visitar a sus amigas. En el camino me hacía recoger hierbas para preparar remedios. Ella reconocía las hierbas por el olor de las hojas. Aprendí de ella a reconocerlas y hacerlo me fascinaba. Esta experiencia me hizo apreciar el estudio de las plantas.

Un detalle interesante es que mis primeras investigaciones científicas como estudiante de universidad las hice con plantas, y fue así como me gané la beca académica para continuar estudios en los Estados Unidos. Adicionalmente, hoy en día, entre mis ocho invenciones, dos de ellas están relacionadas con plantas. De allí que mi filosofía acerca de la creatividad es que esta nace de la observación de la naturaleza, y cuanto más temprano sea la exposición a ella, tanto mejor.

En Buenaventura, a pesar de pertenecer a familias fuertes, sostenidas en la consanguinidad dentro del concepto africano de extensión familiar, no existía incentivo intelectual o percepción universal. Mis padres eran analfabetas, aunque fueron muy listos, sabios y creativos. Por consiguiente, fue indispensable emigrar del pueblo para buscar perspectivas más amplias. La rígida disciplina inculcada en mí por mis padres ayudó a forjar el curso inicial de mi supervivencia; aunque me percato ahora de que esos triunfos son elecciones individuales, por lo cual alcanzarlos es un viaje bastante solitario. Fui el primer miembro de una familia de diez hermanos y hermanas en terminar la escuela secundaria y también el único que siguió hasta conseguir el título académico más alto, el de Ph.D. en Microbiología. Me convertí en un inventor, un científico y logré una actuación atlética sobresaliente. He dado la vuelta al mundo y aprendí otros dos idiomas (inglés y francés).

Dejar mi ciudad natal fue la consolidación de mi habilidad para sobrevivir. Aunque al comienzo pensé que ese viaje era un triunfo, se convirtió en el máximo reto para mi capacidad de supervivencia, al obligarme a luchar diariamente para hacerle frente a la realidad de los prejuicios raciales, sociales, económicos y geográficos, los cuales me llevaron a la desidia e hicieron que bajara mi autoestima. Hacerle frente a este prejuicio equivocado fue el primer reto y el más duro que enfrenté cuando todavía era un adolescente. Por la fuerte discriminación me enfoqué en ser más creativo, más resistente, más determinado y altamente espiritual. Así desarrollé mayores habilidades en la ciencia, enriqueciendo mi conocimiento y apreciación intelectual, leyendo acerca del comportamiento del género humano en las diferentes culturas, así como acerca de la historia, la filosofía, la psicología y la literatura. Mientras estaba en la universidad invertí mucho tiempo intentando entender la naturaleza y desarrollé una gran pasión por las observaciones de campo en los bosques, el mar y las montañas.

Nadie supo de mis actividades privadas y yo nunca las compartí con nadie, porque esa era mi conciliación universal y una forma de librarme de las vicisitudes y prejuicios sociales. Además, no quise que nadie lo supiera por temor a que me lo impidieran o criticaran negativamente mi manera de vivir. Entretanto, también agudizaba mis habilidades para el baloncesto, pues solo así podría convertirme en un mejor competidor. No cambié el baloncesto por la ciencia, solamente acerté en el hecho de haber jugado baloncesto con la misma táctica mental, disciplina e intensidad que puse en práctica en la ciencia. Cuando crecía en mi ciudad natal, el deporte era parte del programa de la escuela y, contrario a lo que sucede en otros países como Estados Unidos, los atletas no eran bien vistos o aceptados, pues el atletismo se veía como una actividad poco provechosa. En Colombia, especialmente en Buenaventura, se creía que el deporte no se relacionaba bien con lo académico, pero rebatí esta creencia y probé que era errónea; hoy muchos jóvenes disfrutan del beneficio de haber cambiado esta situación. Este falso argumento proviene de un comportamiento antiguo, en el cual solo los esclavos hacían el trabajo físico y el entrenamiento era como en tiempos de los romanos (los esclavos del circo romano) y los griegos, mientras la clase dirigente, incluyendo a los reyes e intelectuales, eran los espectadores. Este concepto fue transmitido durante los tiempos victorianos y luego se difundió en los países colonizados por los europeos, incluyendo los latinoamericanos. Así, en mi ciudad natal, los atletas no eran modelos en absoluto. Solo los mejores académicamente eran ejemplares y populares. De hecho, aun para tener una cita con una niña, uno debía ser un estudiante muy bueno y saber cómo bailar. Mientras yo estaba en la escuela secundaria ya era un famoso jugador de baloncesto en el país y uno de los mejores estudiantes, pero principalmente fui popular por mi buen desempeño académico. La errada concepción de que el deporte no se mezcla con la academia fue especialmente dolorosa para mí, porque todo el tiempo tuve que demostrar que, además de mis habilidades físicas, también poseía un gran potencial intelectual. A fin de desmitificar este concepto, estudié más duro, fui más creativo y sufrí toda clase de coacciones sociales e individuales. Para sobrevivir a esta situación, usé lo mejor de mi potencial y llegué a ese punto que la gente llama triunfo. En aquel entonces nadie supo del sufrimiento y agobio por el que yo estaba pasando. solo después de que terminé el bachillerato llegué a ser conocido en mi ciudad natal como un jugador de baloncesto sobresaliente.

La gente negra en el interior del país ocupaba los empleos con los salarios más bajos y menos importantes (usualmente como criados), mientras la gente de piel clara tenía mejores trabajos. Los negros en el interior también parecían deprimidos y sin alma, comparados con aquellos con los que crecí, quienes estaban más vivos y eran más dinámicos y libres. Este cuadro de los negros en el interior me afectó profundamente. En general, la diversidad étnica en Colombia, como en muchos otros países latinoamericanos, es reemplazada o suprimida por una cultura dominante eurocéntrica; sin embargo, yo tomé ventajas de este gran valor biológico de la diversidad étnica, que ha sido un factor clave en mi creatividad y mis éxitos. Así, de la influencia eurocéntrica aprendí a crear, interpretar y pensar conceptos abstractos. De los indígenas nativos, he aprendido a ser observador analítico y paciente, y del africano de donde desciendo he aprendido a ser más creativo y resistente ante la adversidad. El sinergismo de estas tres culturas ciertamente ha sido mi clave para tener éxito. De allí deduzco que si América Latina, en lugar de reemplazar o desplazar una cultura étnica por otra, uniera o suplementara una con otra, estaría a la vanguardia de la creatividad y por lo tanto en una situación de prosperidad.

En los años setenta, cuando estaba justamente a punto de graduarme en Biología de la prestigiosa Universidad del Valle en Cali, me fue concedida una beca académica para estudiar Biología en Estados unidos. Acepté la beca, aunque no estaba obsesionado por vivir o estudiar allá. Decidí dejar atrás mi fama y el alto estatus como jugador de baloncesto y, por supuesto, algunos buenos amigos. Aunque no tenía ninguna idea acerca de la vida en este nuevo país, me di cuenta a mi llegada a la Universidad de Heidelberg en Ohio de que ellos tenían grandes expectativas puestas mí, como un individuo académicamente bueno. Esto fortaleció mi autoestima y me hizo estar muy comprometido para trabajar y presentar lo mejor de mi potencial, al hacerme sentir parte integral de la sociedad, contrario a lo que sucedió para mí en Colombia. Estas expectativas positivas fueron mi gran respaldo para el éxito. Gracias a mis bases intelectuales pude entender, reconciliar los hechos y procesar uno de los momentos más importantes en la historia de los Estados Unidos, el movimiento de los Derechos Civiles, especialmente importante para cualquier persona negra.

Tuve suerte de venir a Norteamérica en los setenta, período que considero como un renacimiento americano en tiempos modernos. Por los buenos resultados universitarios durante mis estudios de Biología en la Universidad de Heidelberg, recibí otra beca académica para optar por el título de Maestría en Ciencias en la Universidad Estatal de Ohio. Ésta fue también una gran experiencia académica y social para mí. Más tarde, acepté otra beca académica para estudiar Microbiología en

Escocia, Reino Unido. Fue una de las mejores experiencias científicas para mí, tanto en lo académico como en el campo de la investigación. El gran avance tecnológico del sistema de educación americano complementa muy bien su conocimiento básico de ciencia en la microbiología. Esto me hizo un científico mejor formado e integral.

una de las pocas cosas buenas durante mis dos primeros años en Cali, fue la amistad que establecí, para toda la vida, con Don Kreutzer, un estudiante americano con quien jugué baloncesto mientras terminaba su residencia de Medicina en la Universidad del Valle (UV). Aunque era un poco mayor que yo, rápidamente lo admiré, pues de él aprendí la forma de aplicar un análisis universal racional a todo lo que se encontraba a nuestro alrededor. Fue, y aún es, un hombre altamente inteligente y generoso, que mostró siempre una preocupación profunda y genuina por las necesidades de la humanidad. Su nombre, Don, es quizás sinónimo de la frase española “don de gentes”, que significa ser ecuánime en las relaciones con las personas. Él me dio algunas de mis primeras lecciones en el pensamiento racional: ser abierto para gozar ampliamente del intercambio de ideas, un paquete de habilidades que no eran necesariamente la norma entre estudiantes y docentes universitarios. Cuando las presiones en la UV amenazaban con destrozar mi autoestima, Don me apuntalaba, alentándome a perseverar y vencer. Y ciertamente nuestra amistad ha perdurado hasta hoy y todavía encuentro en su compañía una inspiración intelectualmente estimulante. Él es un verdadero hermano para mí; la representación del amigo ideal, incondicional, alentador, solidario, sensible y con un enfoque universal. Nuestras conversaciones telefónicas duran horas, vamos desde la ciencia hasta las preocupaciones humanas, más como un tipo de comunión mutua. Ahora vive en Missouri, dividiendo su tiempo entre la granja de la familia, la lectura científica y la escritura. Orgullosamente le dedico este libro porque a través de su ánimo es que llegué a escribirlo y fue la única persona que verdaderamente conoció mi historia personal y mi verdadero yo desde mi adolescencia.

Mi intensa experiencia en la doble carrera, como jugador de baloncesto y como científico, hizo que me diera cuenta de que la inteligencia es una, sin tener en cuenta qué disciplina practiquemos. La diferencia está en cómo canalizamos la inteligencia y la intensidad que aplicamos a su uso, ya sea en los deportes, en la ciencia, en las artes o en cualquier otra actividad. También me he dado cuenta de que la inteligencia es solo un medio de apoyo para nuestros triunfos y nuestra supervivencia, porque hay otros factores como la intensidad, la determinación, la resistencia y el compromiso, que son igualmente importantes para que aquellos se den. Nosotros como humanos tenemos veintitrés pares de cromosomas, por tal razón todos tenemos las mismas probabilidades de lograr cualquier cosa que otros seres humanos puedan hacer. La diferencia está, quizás, en cuánto tiempo tardemos en conseguir cada logro. Finalmente, pienso que he tenido la fortuna, sin planearlo, de haber vivido directamente tres eventos sociales contemporáneos que han moldeado la historia de la humanidad. Así, por ejemplo, en 1986, cuando China abría por primera vez sus puertas a Occidente, fui allí de visita y dicté conferencias científicas de microbiología en varias universidades. En 1989, el día que se derrumbó el muro de Berlín y se reunificaba la Europa Oriental con la Occidental, estaba yo de visita en Munich y me tocó presenciar en persona dicho evento histórico. Después, en 1998, cuando Sudáfrica comenzaba su nuevo período de vida social, política y racial después del “Apartheid”, fui allí como consultor en educación y ciencias.

Mi presencia en estos tres importantes eventos históricos me ha hecho percibir tangible y directamente el proceso de transición social y humana en relación con paradigmas y valores mundiales, en lugar de tan solo percibirlos ya formados o adaptados. Esto ha contribuido a mi capacidad de juzgar y de anticipar eventos en forma cautelosa.

También he podido aprender que los parámetros de vida que seguimos no son los que se gestaron al principio, sino que son resultado de constantes adaptaciones. He aprendido que la sociedad sigue la misma dinámica de los procesos moleculares de la naturaleza, en los cuales la tendencia es a mantener el estado de “entropía”, o sea de constante “caos” en términos físico-químicos, o de constantes cambios en términos socio-antropológicos.

PRIMERA PARTE
MIS PRIMEROS AÑOS

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BUENAVENTURA

Tuve determinación en mi infancia de sobreponerme

a la pobreza y a la discriminación

La supervivencia y la creatividad son procesos generadores

de cambio y progreso

Un hecho crucial, que me marcó, fue la muerte de mi hermano menor, César, cuando tenía solo trece años de edad. Él siempre fue el mejor estudiante de su clase y había comenzado a darse a conocer también como futbolista. Irónicamente, fue el fútbol lo que lo mató. Como ninguno de nosotros podía darse el lujo de comprar zapatos finos de fútbol, usábamos unos de mala calidad con clavos como “taches”. Algunos, como mi hermano y yo, jugábamos descalzos. Estos taches rápidamente se oxidaban por la exposición al ambiente salado y a la arena de la cancha de juego, y este óxido se convertía en refugio de bacterias anaeróbicas (que pueden vivir sin la presencia de oxígeno) como los bacilos del tétano, que viven precisamente del material oxidado de hierro y son altamente peligrosos. Alguien que traía puestos estos zapatos causó una herida en la pierna de César. La herida se le infectó con las bacterias del tétano. Desafortunadamente nosotros ignorábamos lo que ocurría y el doctor que lo atendió no lo trató apropiadamente; simplemente cubrió la herida sin tomar medidas para prevenir alguna infección, y en consecuencia su condición empeoró. En otras palabras, podemos decir que el “tratamiento” que se le administró permitió la proliferación del tétano y César murió en dos semanas. Su muerte causó un impacto permanente en mí, puesto que admiraba a mi hermano menor como a un modelo que pudo llegar a convertirse en un gran atleta, un brillante estudiante y un profesional destacado. Su muerte inesperada me empujó a estudiar aún más fuertemente, así yo podría dedicarle cualquier logro; era la única cosa que podría hacer por él, como homenaje a su memoria.

El lugar de donde soy, Buenaventura, es un buen pueblo y fue bueno para mí de muchas maneras. Pero para evitar el romanticismo, debo reconocer que, a pesar de su nombre, se carecía bastante de esa buena ventura. De hecho, haber nacido allí implicaba que la buena fortuna de uno se había terminado, porque muchos éramos los que nacíamos pero pocos los que sobrevivíamos más allá de la infancia por causa de las enfermedades endémicas tropicales, la inclemencia del medio ambiente, las restricciones económicas y sociales o accidentes como el que mató a mi hermano. Buenaventura también ha sido una ciudad carente de héroes, de historia y referencia universal, porque, a pesar de que pertenecíamos a Colombia, vivíamos marginados y ajenos a ella. Además, debido a la indiferencia histórica y al pensamiento selectivo prevaleciente en la sociedad de aquella época, estábamos también aislados de la cultura nacional mayoritaria. Así, nuestro punto de referencia cultural era ancestral, por nuestros antepasados africanos, pero sin la conciencia de lo que significa ser un africano.

Durante mis primeros años, al final de los años cincuenta e inicio de los sesenta, casi el cien por ciento de la población de Buenaventura era negra. Como consecuencia particular de esta homogeneidad, por mucho tiempo no supe lo que significaba ser negro en Colombia. Es decir, mientras viví entre negros, no pertenecía a una minoría y por tanto no era diferente a los ojos de los demás por causa del color de mi piel. Así es como en aquel entonces no sabía, como lo sé hoy, qué es estar sometido a prejuicios, excepto quizá porque llamábamos a los blancos del interior “paisitas”, un apodo familiar, más afectuoso que peyorativo. De modo similar, ellos nos llamaban a nosotros “negritos”. Resulta interesante que, en las culturas africanas, el uso de sobrenombres o apodos para referirse a las personas es muy común. Los apodos son usualmente descriptivos y son emitidos con afecto, con gracia, lo cual crea un clima de intimidad, especialmente porque los nombres de pila europeos no son muy familiares para las personas nativas ni para el lenguaje nativo. A menudo, los apodos son usados para impedir que terceros comprendan las conversaciones privadas de un grupo. La cultura de la Buenaventura de los sesenta era muy afrocéntrica. En la cultura latinoamericana también son muy comunes los apodos, pero son principalmente abreviaturas de nombres más largos (e.g., Pacho para Francisco, Nacho para Ignacio, etcétera), y a veces se usan con sarcasmo, aunque son más descriptivos que peyorativos. Comparando Buenaventura con otras ciudades que he visitado y en las que hay minorías negras, pienso que crecer allí fue bueno para mí. No había lugar para una baja autoestima porque allí vivíamos en armonía y contentos a pesar de las dificultades o limitaciones materiales. Más tarde, cuando el puerto de Buenaventura entró en auge, los inmigrantes que llegaron en masa trajeron con ellos su “resabio” racial y cambiaron para siempre la dinámica social del pueblo.

No es sorprendentemente que Buenaventura sea también una de las ciudades más pobres de Colombia. Pero el peso total de su pobreza era atenuado por un fuerte y dinámico sentido de comunidad que dominaba en la ciudad. La cultura pública y familiar estaba enfocada en vencer armoniosamente las dificultades, de modo que al final esos dos círculos se fusionaban paulatinamente y formaban una gran familia, dispuesta a ayudar a sus miembros en momentos de necesidad. Esta red de apoyo y la naturalidad con la cual funcionó me sirvió de escudo protector en mis primeros años. Por esta razón, solo llegué a comprender el verdadero significado de la pobreza más tarde, durante mi temprana juventud, cuando fui a estudiar a la Universidad en Cali. En otras palabras, la presión ambiental causada por la pobreza, las enfermedades, la falta de infraestructuras, etcétera, era tan intensa y frecuente que no había tiempo para detenerse a reflexionar, quejarse o culpar a alguien o al mismo ambiente de nuestra situación.

Buenaventura es una ciudad similar a las del oeste africano en términos de cultura, dinámica y arquitectura. Es como un eco distante de los pueblos que he conocido en Ghana y Senegal. La mayoría de los habitantes negros de Buenaventura son descendientes de los cimarrones que durante el transporte de esclavos a América se escaparon al llegar a la Isla de La Española (hoy en día Haití y República Dominicana) y luego navegaron a Puerto Limón en Costa Rica. Más tarde emigraron directamente por Panamá y se asentaron en el Chocó y a lo largo de la costa pacífica colombiana, incluyendo Buenaventura. Esta, como algunos sitios de África Occidental, se encuentra rodeada de densos bosques tropicales y manglares, y constantemente es inundada por densos ríos humanos que fluyen sin parar a través de las calles de tierra o barro, viajando regularmente hacia y desde el ruidoso muelle marítimo y el desembarcadero El Piñal en el “Kilómetro Cinco”, el aserradero, las pesquerías, el mercado, los burdeles de La Pilota y las terminales de autobuses. El currulao, un tipo de música bailable de origen africano popular en Buenaventura y la salsa afro-cubana fluían a todo lo largo de las concurridas callejuelas del pueblo. La mayoría de las calles eran también mercados abiertos para productos como plátanos, pescados, cocos, bananos, aguacates y chontaduros. También proveían carbón vegetal o leña por libras, ya que en ese entonces se cocinaba con ese material. Retrospectivamente, este estilo de mercado es una copia casi exacta del mercado Sangare en Dakar (Senegal) o el de Lagos (Nigeria). Las calles olían a sudor humano, al que solíamos llamar “olor a sol”, lo cual producía un efecto estimulante entre nosotros; también el olor a mariscos y pescado era dominante y familiar.

La influencia africana también se manifiesta en nuestro idioma. Muchos apellidos usados exclusivamente por familias negras son de ascendencia africana: Viáfara (Biafra) y Balantas, comunes entre tribus en Guinea; Okoró, tomado del ancestral dios Etbos (Ibos) de Nigeria; Carabalí, apellido común entre los negros del pacífico colombiano, proviene de la región de Calabar en Nigeria; Bembé, Changó, Loango y Kimbi son apellidos comunes en Buenaventura, pero también frecuentes a todo lo largo de África Occidental; Mameluco, otro apellido común, proviene de los mamelucos, la tribu guerrera africana que una vez vivió en el desierto árabe; Meneli era el nombre de un rey hindú negro; mi propio apellido, Cuero, que inicialmente se escribía Kwero, se originó en Kenia, pero es ahora más común entre los Etbos (Ibos) en Nigeria. Como los españoles no estaban acostumbrados a la doble consonante y sí a los diptongos, reemplazaron la K por C y la W por U, por lo que mi apellido vino a significar el pellejo de un animal. Así mismo, el currulao, nuestra música autóctona, también encuentra sus raíces en el oeste de África, particularmente en Guinea y Nigeria. Todas estas palabras las pronunciábamos con sus originales entonaciones africanas, de ahí el origen de nuestro marcado acento gutural, a menudo fuente de burla en otras partes del país.

La música afro-cubana pareció mezclarse fácilmente con los ritmos y cadencias naturales de la población negra de Buenaventura. Las letras de estas canciones a menudo contienen frases yoruba, fáciles de aprender. Como resultado, Buenaventura ha sido el lugar de nacimiento de muchos grandes pregoneros. Como en Haití, Cuba y algunas partes del sur de Estados Unidos, la población negra no se vio forzada a mezclarse dentro de la cultura blanca, por lo cual muchos rasgos culturales y fenotípicos africanos permanecieron intactos. En contraste, los negros y los españoles en República Dominicana se mezclaron y dieron lugar a cultura mulata predominante y no a una africana. Otro ejemplo de esto fue nuestra forma de rezar, usando una entonación musical que se propagaba rápidamente en el coro, semejante al responsorial en el oeste africano y a la música Spiritual de los negros en los Estados Unidos.

En las noches, después de los entierros, se acostumbra a rezar novenarios, en los que las “rezanderas” del pueblo oran intensamente tres horas cada noche. La primera oración comienza a las siete, la segunda a las nueve y la tercera a la medianoche. Después de cada sesión de oración, los anfitriones sirven café y cigarros. Las oraciones usualmente están salpicadas de pintorescos chistes y anécdotas acerca de la vida social del difunto, pero siempre hablando bien de la persona porque todo muerto fue bueno. Mientras las rezanderas oran en voz alta, los demás responden en coro, con un ritmo muy similar a aquel de los spirítuals. En general, esta práctica es una forma de rito en que la comunidad permanece unida a encarar la tragedia y consolidar los vínculos entre los vivos por la conmemoración de los vínculos sociales del difunto. En algunas comunidades africanas, he encontrado rituales similares en los velorios. Por ejemplo, entre los Itbos hay un ritual llamado Okwukwu, que significa “convirtiéndose en alguien después de que ha muerto”. Durante los catorce largos días de ceremonia, la familia, los amigos y los curiosos se congregan vistiendo sus indumentarias fúnebres. Según la jerarquía social del difunto en el lugar, los hombres pasan día y noche contando historias acerca de él de una manera teatral y a menudo humorística. Así mismo, en Buenaventura las personas honran al difunto por sus buenas obras y sentimientos, a pesar de los errores o de las malas acciones que pudo haber cometido en vida. Esta práctica también es común entre algunas comunidades de negros en el sur de los Estados Unidos, aunque allí, especialmente en Nueva Orleáns, donde viví un tiempo como científico, en los funerales se toca música folclórica, especialmente blues y jazz, con tono festivo. Como a los niños pequeños no se les permite asistir a estas ceremonias, cuando yo era niño las observaba a escondidas. Me gustaba el dramatismo con el que los adultos reían y lloraban al mismo tiempo y la forma en la que gesticulaban al contar historias; esto era como ir al teatro. A menudo, yo imitaba lo que veía en frente de mis amigos, dejándolos perplejos.

En aquella época, Buenaventura era bastante pequeña; tenía una extensión de aproximadamente cinco kilómetros entre uno y otro extremo. Vista desde el aire daba la impresión de haber crecido desde el agua hacia la tierra, como testimonio de las flotas comerciales que han dominado la costa pacífica en los últimos quinientos años. Las lluvias torrenciales son comunes allí, pero no son materia de preocupación porque siempre van seguidas de un día soleado. Siempre vivimos períodos de cambio y contraste. Nada permanece igual, excepto el amor por la música afro-cubana, el pescado con plátano, el chontaduro y el olor a “salitre y sol”, como solían decir en mi pueblo los viejos.

Buenaventura tenía dos centros principales de actividad: el muelle y la prostitución, ejercida en un sector conocido como La Pilota. Trabajar en los muelles y festejar en La Pilota era la meta de todos los hombres sin excepción. Estos dos lugares funcionaron como polos opuestos entre los cuales las energías de los hombres fluían de manera ininterrumpida a pesar de que ambos tenían cargas negativas. Los estibadores eran sometidos a extenuantes horas de trabajo, bajo condiciones difíciles, cargando y descargando con su cuerpo las pesadas cargas de mercancías que llegaban o salían de Colombia (mi padre fue estibador). Un buen porcentaje de ellos moría de malaria o de tuberculosis, enfermedades causadas por la inclemencia del clima tropical de la costa pacífica. Los guardias armados daban vuelta cuidando los muelles. Otros, llamados “cheques”, hacían reporte de la existencia de la carga que llegaba y salía del puerto por los barcos. Estas dos posiciones eran las más codiciadas, pues representaban un estatus laboral más alto y además requerían un esfuerzo físico menor. Usualmente estaban reservadas para los paisitas o mulatos de piel clara. Muy rara vez los negros no mezclados eran contratados como cheques. A estas personas también se les llamaba “lagartos”, pues tenían que competir por la oportunidad y hacer muy bien el “chequeo”. Conocí muy de cerca a dos lagartos, mi tío Emiliano y un amigo al que apodaban “el Bachiller”, ya que era muy orgulloso de su título. En los años sesenta ser bachiller era el máximo y más prestigioso título académico que alguien podía alcanzar en Buenaventura, donde había solo un colegio y no existía ninguna universidad. Además, pocos lagartos ostentaban este grado. Él también me enseñó a jugar baloncesto cuando niño. Lo que nunca vi fue a un guardia negro, los negros eran utilizados solo para soportar las cargas como mulas.

Barcos de todos los países imaginables atracaban en Buenaventura. Los estibadores del muelle eran responsables de cargar estos barcos con el principal producto de exportación colombiano: el café. Sin embargo, es irónico que, a pesar de que por Buenaventura pasan grandes riquezas, hasta el día de hoy permanece prácticamente abandonada. El pueblo no tenía servicio de agua potable, pero el puerto siempre lo tuvo. La mayoría de las familias dependían del puerto y casi cada familia tenía al menos uno de sus miembros trabajando allí. Lamentablemente para estas familias, muchos de estos hombres dejaban la mayor parte de sus salarios en La Pilota. Cuando se mecanizó el puerto en los ochenta, esta fuerza laboral prácticamente desapareció, lo cual afectó seriamente la economía de las familias, pues era prácticamente la única fuente de empleo.

En aquel entonces la ciudad se podía dividir en apenas tres zonas. La zona “A”, que comprendía el centro, el puerto y las oficinas de gobierno ubicadas alrededor de la catedral; en esta zona también se encontraban los barrios residenciales de las clases media y alta, habitadas ya fuera por paisas o por mestizos que pretendían tener el estatus de los blancos. En contraste, la zona “B” tenía las calles sin pavimento y era ahí donde casi el ochenta por ciento de la población negra de la ciudad estaba concentrada; además allí, estaban la mayoría de los mercados y uno que otro sitio de interés. El edificio más alto de esta zona era el colegio Pascual de Andagoya, donde estudié: sobresalía dejando ver una hermosa vista. Finalmente, La Pilota estaba en una colina en el corazón de la zona “C”, rodeada por tugurios levantados por inmigrantes recién llegados de la costa pacífica y otras regiones rurales de Colombia. Aunque estaba llena de bares y clubes de baile, la prostitución fue la actividad principal de La Pilota. Esta zona de tolerancia funcionaba las veinticuatro horas del día durante todo el año, excepto en Semana Santa, pues durante esos días las prostitutas se dedicaban a la penitencia y se mostraban muy “devotas”. Peregrinaban descalzas por las calles tortuosas, como si estuviesen tratando de limpiarse el alma al máximo para poder “pecar” el resto del año, buscando el balance entre los días de dedicación religiosa y los días de pecado y así obtener el perdón divino, aunque las prostitutas de La Pilota también hacían esto porque la mayoría provenía de ciudades más religiosas, como Armenia, Pereira, Medellín y Buga, entre otras.

La prostitución no era notoria en las calles porque se daba dentro de discretas “casas de citas”, que se distinguían del resto de edificios viejos por sus cortinas altas y sus puertas adornadas meticulosamente. El comercio en La Pilota no fue caracterizado por el intercambio frío e impersonal de favores sexuales de otros distritos rojos, como el de Ámsterdam en Europa. En una ciudad como Buenaventura, con raíces africanas e impregnada de puritanismo católico, La Pilota era el único espacio destinado para los pecadores públicos, de la misma forma que lo es el Mardi Gras en los Estados Unidos y las festividades en otros sitios católicos, como los carnavales caribeños y brasileños, donde se abren espacios temporales para vencer las inhibiciones emocionales y sexuales. El sentimiento de carnaval permanente fluía a través de ese lugar, como The French Quarter en Nueva Orleáns, o Place Pigalle en París, donde los hombres van a bailar, asisten a los espectáculos y posteriormente se encuentran con sus “enamoradas”. Muchos profesionales y paisas conservadores (a quienes el pueblo admiraba y respetaba) y algunos mulatos eran clientes asiduos de La Pilota, y algunos llegaron al punto de tener relaciones serias con las cortesanas. Algunas de estas relaciones terminaron en matrimonio y algunos hombres casados hasta dejaron su hogar para irse a vivir con una prostituta. Con el tiempo, estas mujeres eran finalmente aceptadas, ocultaban cuidadosamente su pasado y asumían el título de “doña o señora”, que las legitimaba como mujeres respetables y aceptadas por la sociedad. Aunque parezca mentira, casi ninguna de las mujeres que trabajaban allí eran originarias de Buenaventura; la mayoría de ellas provenía de familias estrictamente católicas del interior del país. Muchas de ellas cayeron en el oficio después de haber sido repudiadas y lanzadas a la calle por sus familias por haber perdido la virginidad antes del matrimonio. Ya no eran candidatas para merecer un “buen partido” como esposo y eran causa de vergüenza pública para sus familias.