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La viuda negra

© 2013, Martha Elvira Soto Franco
© 2013, Intermedio Editores Ltda.

Ediciyn

Equipo editorial Intermedio Editores

Portada

Agencia-Central

Diseco y diagramaciyn
Rafael Rueda
Á

Intermedio Editores Ltda.

Av Jiménez #6A-29, piso sexto
www.circulodelectores.com.co
Bogotá, Colombia
Primera ediciyn, abril de 2013

ISBN: 978-958-757-220-9
Impresiyn y encuadernaciyn
Stilo Impresores Ltda.

Calle 166 Nú 20-60
Bogotá, Colombia

 

A B C D E F G H I J

ePub por Hipertexto Ltda. / www.hipertexto.com.co

Prólogo

Por Roberto Pombo

La historia empieza y termina el 3 de septiembre del año 2012, a las ocho y veinte de la noche, con un retrato del cuerpo inerte de Griselda Blanco desparramado sobre una bandeja fría en la mesa número quince de disección de la morgue de Medellín.

La descripción de la autopsia que practica el médico legista es, a la vez, la violenta y dramática historia personal de uno de los protagonistas más sanguinarios del narcotráfico en los últimos cuarenta años: las heridas de bala que recibió a lo largo de su vida; las varias operaciones que se hizo por vanidad para combatir la obesidad que la alejaba de su remota belleza juvenil, salvaje y seductora, y que le ayudó a entrar en el mundo del hampa por la puerta de los burdeles; su pelo recién teñido de negro para ocultar las canas; su ropa manchada de sangre ya seca; la descripción de los destrozos causados por los dos disparos a quemarropa que le quitaron la vida en una carnicería en Medellín; y los rastros en su estómago de una arepa con queso, aún no digerida, como testimonio del último desayuno de esta antioqueña que fue tan malvada, sagaz y recursiva, que el propio Pablo Escobar —el bandido por excelencia— reconoció haber entrado al narcotráfico para seguir su ejemplo.

Esa es tal vez la primera virtud de la investigación de Martha Soto sobre la vida de Griselda Blanco, lograr que el retrato de una sola persona sea a la vez la fotografía de todo el fenómeno del narcotráfico en Colombia durante las últimas cuatro décadas, y de la violencia que se ha generado alrededor de esa actividad, desde la maestra de Pablo Escobar a comienzos de los años setenta hasta las temibles oficinas de sicarios de estos días como Los urabeños, herederos finales de los territorios colonizados originalmente por la Viuda Negra, más conocida como la Madrina.

La lectura de este libro revive la decadencia del bajo mundo del narcotráfico en Colombia (con sus protagonistas de todas las clases sociales) y la vida marginal y violenta de nuestros narcos en Estados Unidos. Aquí están las excentricidades de quienes amasan fortunas de la noche a la mañana a través del delito y la violencia aterradora que ejercen para mantener su vigencia. La descripción del comportamiento de los narcotraficantes colombianos en las calles gringas parece sacada de las escenas de la serie de televisión Miami Vice{1}. Aunque, pensándolo bien, este libro es la demostración de que fueron las peripecias de Griselda Blanco, en la Florida, las inspiradoras de la serie, y no al revés.

El hilo que siguió después de la muerte de Griselda Blanco muestra porqué Martha Soto es la mejor periodista de investigación de Colombia, lo cual no es poca gracia en un país que se destaca por sus periodistas investigadores.

Después de que mataron a Griselda Blanco, viejos investigadores de la Policía y abogados de la mafia empezaron a pasarle a Martha datos inéditos sobre la vida de este personaje, elementos que la periodista fue archivando sin ningún propósito específico. Hasta que la documentación acumulada parecía decir, por sí sola, que era hora de ordenar los datos y pasar de la actitud pasiva de recibir datos a la activa de identificar frentes de información, y arrancar la tarea de darle forma de libro a esta historia, apasionante y aterradora.

La información recogida le permitió identificar dos frentes de investigación. Uno, averiguar cuáles de las afirmaciones sobre Griselda Blanco eran ciertas y verificables, y cuáles hacían parte de la leyenda que suele rodear la vida de este tipo de personajes. El otro era la búsqueda de los registros reales y oficiales de su vida delictiva y persona antes de viajar a Estados Unidos y después de su regreso a Colombia varios años después.

Esta última era la tarea de mayor interés, pues la mujer que ordenó, de manera directa, la muerte de cerca de 250 personas y que inventó la modalidad del sicariato en moto no tenía ni un solo proceso judicial en Colombia. A pesar de haber figurado en las listas de los delincuentes fugitivos más buscados por parte de las autoridades de Estados Unidos, hasta el día de su muerte ninguna autoridad colombiana parecía saber de sus andanzas.

Un propósito central de Martha Soto fue conseguir lo que en la jerga periodística llamamos fuentes vivas, tarea que resulta de especial dificultad en una vida azarosa y violenta, como fue la de Griselda Blanco. Y más aún si se tiene en cuenta que buena parte de su historia delictiva ocurrió fuera de Colombia. Se trataba de buscar viejos socios, sicarios de otras épocas, agentes retirados de la dea, abogados gringos y colombianos, familiares, asesores del Cartel de Medellín y narcotraficantes jubilados dispuestos a reconstruir la historia de la Madrina de la mafia.

A pesar de estar hablando de una generación vieja de narcos —tanto que se puede decir que hacen parte de la génesis del narcotráfico—, Martha pudo ubicar y recoger con éxito este tipo de testimonios, que van desde un amigo de uno de los primeros maridos de Griselda hasta un antiguo narcotraficante que estuvo el día en que mataron a su hijo Osvaldito, pasando por las memorias de un exministro y de un sicario a sueldo de la Madrina.

Casi todos estos personajes accedieron a ser mencionados, entregaron documentos, ubicaron tumbas de personajes clave (como el piloto de Pablo Escobar que fue enterrado vivo con todo y avioneta), bienes con registros embolatados y nombres de otras personas involucradas en el mundo ilegal de Griselda Blanco.

Terminada la etapa de hablar con las fuentes de carne y hueso, Martha inició el proceso de confrontar esta información con los documentos que reposan en los archivos del Departamento de Justicia de Estados Unidos y con las investigaciones abiertas en esa época contra Griselda y contra su organización, documentos que hasta la fecha nadie había explorado. También tuvo acceso a sus movimientos migratorios y a los prontuarios de sus exmaridos y sus hijos. Descubrió incluso las desesperadas maniobras judiciales de Griselda y de su abogado para evadir tanto la cárcel como la silla eléctrica.

Las piezas fueron encajando una a una despejando mitos y revelando episodios inéditos de la mafia.

A través de un trabajo de campo, los bienes de la Madrina fueron rastreados en todas las oficinas de instrumentos públicos y en notarias de Medellín. El esfuerzo permitió hacer un inventario de sus predios desde 1965 hasta 2013. Montos, fechas, descripciones de bienes, poderes y hasta la copia de la última cédula de Griselda se hallaron en esta búsqueda.

Además, apareció el expediente en la Fiscalía con el sello de “Urgente” y la autopsia inédita que narra paso a paso las circunstancias en las que encontró la muerte y las cicatrices recogidas a lo largo de sus 69 años. Este documento se convirtió en el magnífico hilo conductor literario que escogió Martha Soto para contar su historia.

Hago este detallado recuento de los pasos investigativos llevados a cabo por Martha Soto para resaltar el hecho de que cada línea de este trabajo se sustenta en testimonios reales y en documentos oficiales verificables, lo cual es un logro poco usual cuando se trata de explorar el bajo mundo del hampa.

A pesar de que la gran cantidad de elementos de carácter cinematográfico de esta historia hubieran invitado a otros a echar a volar la imaginación narrativa, Martha logra mantener los pies en la tierra desde el comienzo hasta el fin.

Abril de 2013

El prostíbulo de Lovaina

El cuerpo de Griselda Blanco de Trujillo fue ubicado en la mesa quince de disección del Instituto de Medicina Legal, en Medellín, a las 8:20 de la noche del 3 de septiembre de 2012.

El médico forense Julio Mario Hurtado, de turno durante toda esa semana, se hizo cargo del cadáver al que, a primera vista, le encontró un balazo cerca del ojo derecho, que le deshizo la parte superior de la cara. El proyectil penetró su cráneo y le salió por la nuca, lesionándole el rostro y destruyéndole parte del cuero cabelludo. La otra bala entró por uno de sus hombros y le atravesó la clavícula izquierda, destrozándole la manga de su camisa blanca, de hilo, importada, marca Liyuan. La mujer perdió tanta sangre por cuenta de los dos impactos de revólver, que su pantalón tipo capri, también blanco y con cinturón de tela, estaba empapado y pegado a sus piernas.

Durante casi dos horas el forense y su equipo la examinaron y encontraron cuatro cicatrices que, producto de varias cirugías y de otro viejo balazo, marcaron su cuerpo a lo largo de 69 años. Se toparon, además, con dos lunares grandes en la parte izquierda del pecho, que quedaron consignados como señales particulares, al igual que sus cejas finas y tatuadas de un color café claro.

El examen incluyó las vísceras, donde descubrieron hasta su última merienda: “queso con arepa semidigeridos”.

Después del largo procedimiento —en el que se dictaminó que la mujer murió por una laceración encefálica, producto de heridas con arma de fuego—, su cuerpo fue embalado en una bolsa oscura, con una etiqueta colgando del dedo gordo de su pie derecho, que tenía escrito el número 2012P-01713.{2}

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Un solo hombre, un sicario de cerca de treinta años, terminó con la vida de la narcotraficante más poderosa y sanguinaria que ha tenido Colombia, que en los sesenta, setenta y principios de los ochenta, inundó de marihuana, cocaína y de descuartizados las calles de Miami, Nueva York, San Francisco y Los Ángeles.

En esa época, los novatos agentes de la Oficina de Narcóticos y Drogas Peligrosas (Bureau of Narcotics and Dangerous Drugs), antecesora de la poderosa DEA, la persiguieron por años, sin suerte, con la certeza de que Griselda era la responsable del ingreso de cocaína en fajas para obesos, jaulas para perros, maletas de doble fondo, compartimientos y techos de barcos, y hasta las primeras mulas que se les colaban por los aeropuertos.{3}

La incipiente agencia antidrogas desconocía por completo a qué tipo de estructura criminal se enfrentaba. Tampoco calculaban las dimensiones del negocio ilegal que empezaba a aflorar. Estaban tan despistados en la investigación, que en sus informes oficiales señalaban que uno de los veintidós grandes socios de la peligrosa mafia suramericana era un hombre identificado como Ramiro Sancocho: de hecho, ese nombre aparece en el indictment que se le abrió oficialmente a la organización de Griselda Blanco en 1975.

El daño que Griselda estaba ocasionando era tal, que se ordenó estructurar una operación antinarcóticos exclusiva para cazarla a ella y a sus compinches. Fue bautizada Banshee (Hada Maligna), en alusión a uno de los alias con la que la identificaban —la Madrina— y a sus técnicas sanguinarias para abrirse paso en el negocio y asesinar a sus competidores y maridos. Sin embargo, Griselda Blanco parecía inmune a la persecución de los agentes antimafia. Entraba y salía a su antojo de Estados Unidos, usando pelucas, turbantes y los pasaportes falsos con visa americana, que le elaboraba magistralmente con varios alias y nacionalidades, su amigo Bernando Roldán.

Desde el 4 de octubre de 1974, Griselda fue ubicada en la galería de los fugitivos más buscados de Estados Unidos con al menos tres nombres adicionales. En ese entonces, ajustaba 31 años, 42 muertos, dos maridos y más de doce ahijados, que cuando la veían llegar al barrio Santísima Trinidad de Medellín (o barrio Antioquia) la perseguían como un enjambre de abejas, para que les regalara un beso, mercados y billetes de a dólar.

La mujer, de 1,56 m de estatura, carnes duras, cejas finas y tez trigueña, también patrocinaba eventos deportivos y hacia donativos a dos iglesias de la zona, de donde salió con un buen puñado de ahijados, hijos de vecinas y hasta de un par de trabajadoras de uno de los grandes prostíbulos del pesado sector de Lovaina. De esa parentela adoptiva derivó su alias de la Madrina y, más tarde, uno de los blindajes para su organización.

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A la zona de placer de Lovaina fueron a parar ella y su madre: Ana Lucía Restrepo (menuda, trabajadora y con estrabismo en uno de sus ojos), poco tiempo después de que decidieron migrar de la costa al centro del país. Aunque eran oriundas de Santa Marta, Griselda y Ana Lucía llegaron en bus desde Cartagena a mediados de 1955, y se instalaron en los populosos vivideros incrustados en las comunas de la capital paisa, donde se mezclaban la pobreza y el hampa.

Los primeros años vivieron en una pieza alquilada, que les servía también de cocina. Pero, en 1965, cuando la Viuda Negra tenía veintidós años cumplidos, compró una primera casita de adobe y tejas ubicada en el barrio Antioquia. Con 64 metros cuadrados de cabida, el predio era vecino al viejo Teatro Antioquia, que estuvo varios años abandonado. Allí, Griselda acomodó a una parte de su familia, incluidos sus dos hermanos varones y su medio hermana Nury del Socorro Restrepo, quien la acompañó hasta la tumba. Ese mismo año, también adquirió un pequeño lote contiguo que, al igual que la casita, negoció con doña Isabelita Olarte, una vieja y conocida vecina del barrio Antioquia.{4}

A su padre, Luis Carlos Blanco, no lo recuerdan los vecinos. El único dato que se tiene con certeza del señor Blanco es que vivió durante años en un predio rural en el departamento de Bolívar, y que aceptó darle a Griselda su apellido.

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Aunque el prontuario de la Madrina indica que fue en el barrio Antioquia donde empezó su carrera delictiva como una hábil ladrona de billeteras, evidencia testimonial de primera mano señala que fue en los lupanares de Lovaina, llenos de travestis, droga, prostitutas, licor y mafia, donde la mujer encontró su pase a las “grandes ligas” de la mafia internacional. Allí, donde damas acomodadas regían los locales que ofrecían compañía sexual discreta a la clase alta de Medellín, la Madrina se movía como pez en el agua. Inicialmente fue una modesta mesera de un bar, al igual que su madre, pero ascendió rápidamente en el entramado delictivo, que encontraba en los prostíbulos de la zona su mejor fachada.

En esa época, los clientes se escabullían a las viejas y gigantescas casonas del barrio y eran atendidos a puerta cerrada, debido a la prohibición legal que regía desde 1951. Uno de los más asiduos visitantes del pesado sector se llamaba Alberto Bravo; un señorito paisa de clase alta, bien hablado y egresado del Colegio San Ignacio, que llegaba casi todas las tardes en su convertible rojo a buscar favores sexuales y negocios.

Pirringuis, como lo apodaban sus amigos, le dijo a Griselda que su oficio era traer trago fino, electrodomésticos y ropa de marca desde Nueva York y Panamá, para comercializar entre un selecto círculo de clientes, en los que se encontraban, desde esposas de industriales paisas hasta artistas, putas de Lovaina y políticos locales, que le compraban colonias y trago al triple de su precio original. Pero, al poco tiempo, cuando ya estaba perdidamente enamorado de la costeñita le confesó su verdadero negocio, y se convirtió en su amante y socio en la venta de estupefacientes.

A través de dos enfermeras de una distinguida clínica de Medellín, obtenían los remanentes de cocaína legal y pura que elaboraba el laboratorio alemán E. Merck como anestesia. Alberto vendía el polvo hasta por diez veces su valor cuando viajaba a Nueva York. La cocaína venía en empaques metalizados brillantes que soltaban polvo al abrirse, y cuyo contenido Alberto y Griselda graneaban y comercializaban, revuelto con lactosa en polvo o en forma de roca. Los clientes raspaban las rocas con cuchillas de afeitar, antes de aspirarla por sus fosas, a través de pitillos o de billetes nuevos.

Un muchacho, Bedout, amigo de Bravo y miembro de una prestante familia paisa, era novio de una de las enfermeras que les proveía la cocaína, en absoluto secreto y a cambio de una jugosa propina en efectivo o de pagos en mercancía importada de Panamá y de Nueva York. En esa época, Griselda no salía de Lovaina y del barrio Antioquia, mientras que Alberto vivía haciendo contactos entre la gran mafia que se gestaba silenciosamente en Medellín. Ademas, le gustaba la bohemia pura.

Sus compañeros de tragos y de faenas alucinógenas eran el Caratejo Betancur, Posadita, el Happy Aparicio, Colilla Jiménez (pariente de una conocida artista), y el muchacho Bedout. Algunos de ellos viven aún y otros fueron asesinados o murieron de viejos con los secretos de Alberto Bravo y de su amante Griselda. Pero dos de la bohemia pura sobreviven, y aunque ambos recuerdan detalladamente rostros, nombres y conductas, solo uno de ellos accedió a dar su identidad y a escarbar en su memoria: el poeta nadaista Eduardo Escobar.

Bravo pasaba con él largas jornadas en el Parque de Bolívar y en el famoso café Las Dos Tortugas, ubicado entre el Hospital San Vicente de Paúl y la Iglesia de Jesús Nazareno de Medellín, justo en el costado oriental de la calle Juan del Corral. Eduardo Escobar, artesano de baratijas de cobre, en sus inicios, confeso excampanero de una pandilla de marihuanos, aprendiz de cantinero, mensajero sin bicicleta y poeta de profesión, fue testigo excepcional de algunas de las conductas del señorito paisa que terminó siendo uno de los más grandes narcotraficantes de Colombia. El poeta dice que, en la punta plateada de una navaja suiza, Bravo les dio a probar sus primeros pases de cocaína a varios de los militantes del nadaísmo incipiente que surgió en Colombia. Y lo define como un muchacho alegre y dicharachero. Además, recuerda que vivía en el exclusivo sector de El Poblado de Medellín, y que hacía parte de Los Tortugos, un conocido grupo de niños bien, así llamados, porque solían encontrarse cada tarde, después de salir del colegio o de la universidad, en el café Las Dos Tortugas.

Alberto fue mi amigo, a pesar de que él pasaba de los veinte años y yo apenas alcanzaba los dieciséis. Se inició como un pequeño contrabandista de pendejadas. Se dedicaba a traer de Panamá y de San Andrés Islas calzones de encaje para las putas, y electrodomésticos, planchas, licuadoras y secadores, para sus tías y para las amigas de ellas.

El poeta también tiene claro cómo terminó Alberto metiéndose en líos y ganándose un lugar en el primer organigrama que se elaboró del Cartel de Medellín.

En uno de sus viajes, según supe, un gringo le propuso traer en el avión cocaína Merck, dentro de la ropa interior que les vendía a las muchachas de Lovaina y la Curva del Bosque. A las putas, le dijo el gringo, "les gusta la cocaína más que los calzones bonitos.{5}

Alberto y sus amigos mantenían bien surtidas las guanteras de sus carros con la novedad, que venía en empaques metálicos, de aluminio. Bravo y algunos de los Tortugos alternaban la venta de cocaína con las visitas de placer por las casas de lenocinio. A esas correrías solían llevar al poeta Escobar y a otro nadaísta ya muerto. “Llegábamos muy temprano, cuando las putas estaban relajadas, y andaban por la casa en chancletas, riendo como cotorras, con las tetas al aire”, recuerda Escobar. Los Tortugos alardeaban con las muchachas de alquiler mostrándoles los fajos de billetes que conseguían con el negocio y sus lugger, las famosas pistolas del ejército nazi, que nadie sabe cómo conseguían. Lo cierto es que eran unas máquinas negras, de aspecto poderoso, que, decían, destrozaban hasta un riel.

Griselda se paraba en las afueras de los burdeles, en un Volkswagen verde claro, a esperar a que Alberto Bravo cobrara la mercancía ilegal, para ir a negociar más cocaína legal con las dos enfermeras amigas.

Casi todos los nadaístas dejaron de entenderse con Alberto Bravo y con el resto del grupo de Los Tortugos, cuando estos pasaron de hacer fechorías menores en busca de adrenalina, a incursionar en otro tipo de crímenes, y a inaugurar largos prontuarios que, en Colombia, nunca les prosperaron. Escobar, por suerte, tuvo que marcharse de Medellín, que para entonces, dice: “ya era una ciudad malsana para los poetas locales”.

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Con los ojos puestos en el mercado, virgen, de adictos de Estados Unidos, Griselda y su amante descubrieron un mecanismo mucho más rápido que el de los calzones de encaje y electrodomésticos, para conseguir el dinero que exigía la compra de cocaína: los robos de locales a gran escala. Uno de los asaltos que se les adjudica y del que ellos mismos alardeaban en Las Dos Tortugas, fue el de la joyería Ultramar, propiedad de los extranjeros William y Letty Eurich, ocurrida el domingo 19 en abril de 1964, cuando toda la ciudad descansaba. El monto y las técnicas usadas estremecieron a la entonces parroquial Medellín, que leyó aterrada la noticia, y vio llorar a la dueña porque las joyas no estaban aseguradas.

El grupo de ladrones alquiló un local al lado de las bodegas donde quedaba la fina joyería —en el edificio del Banco de Colombia—, amarraron, golpearon al guardia y se robaron más de tres millones de pesos (que en ese entonces era bastante plata) en piedras preciosas, piezas de oro, platino y hasta dólares y pesos.

Los antisociales violentaron las puertas de siete oficinas, rompieron un grueso muro de material y llegaron a la pieza donde estaban las cajas fuertes que fueron abiertas con acetileno, pero no mataron a nadie. Después de recoger los diamantes, las esmeraldas, los relojes, los anillos de oro, el platino y la gruesa suma de dinero en dólares, amarraron al celador Guillermo Ochoa Correa, y se llevaron las llaves de la puerta principal del edificio, para ganar lo calle donde un carro los esperaba.{6}

También reclamaban ser los autores del atraco a la nómina de la multinacional Frontino Gold Mines, en plena cabecera de la pista del viejo aeropuerto Las Playas. El encargado del transporte del dinero de la recién llegada empresa, que explotaba oro en municipios aledaños, era ni más ni menos que el Caratejo Betancur, uno de los famosos Tortugos. El avezado piloto no opuso resistencia a las lugger de sus compinches, entregó el botín y le sacó tajada al robo de sus jefes. Dicen que, años después, el cuerpo del Caratejo fue encontrado por los lados del municipio de Guarne con varios impactos de bala. Su muerte, de por sí violenta, ocupó varias páginas judiciales porque, además, apareció con su pene violentamente cercenado y ubicado dentro de su boca.

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Al poco tiempo y con estos robos, Griselda y su amante, Alberto Bravo, pasaron de ser vendedores de cocaína alemana en pequeñas cantidades, a exportadores ilegales, a gran escala de marihuana colombiana y de droga ecuatoriana, boliviana y peruana. La fachada del tráfico de estupefacientes seguía siendo la misma: la venta de ropa de marca para mujer, perfumes y colonias, trago fino, carteras y electrodomésticos importados que se negociaban al por mayor y al detal.

Griselda y Alberto Bravo viajaban al menos dos veces por mes a Estados Unidos, con las maletas de doble fondo llenas de cocaína, y regresaban con mercancía para las putas de Lovaina y las damas de la sociedad paisa. No hay registros de que, para esos viajes, Griselda tramitara visa y pasaporte en el consulado de Estados Unidos, que funcionó durante varios años en Medellín, y cuyos servicios aprovecharon individuos de todos los perfiles. Incluso, tras el crimen de la Madrina, las autoridades chequearon los movimientos migratorios a nombre de Griselda Blanco, y no encontraron ningún viaje al exterior. Lo único que hay en los registros oficiales es la salida a Panamá de una niña que tiene un nombre similar, y una mujer de 73 años, homónima de la Madrina, que viajo a Río de Janeiro el 23 de enero del 2013, cuando Griselda ya completaba 142 días bajo tierra.

Una distinguida fiscal paisa, que se enteró hasta septiembre de 2012 que su vendedora de ropa se convirtió en una poderosa y sanguinaria narcotraficante, recuerda:

Buena parte de la clase alta de Medellín le compró ropa a Griselda. Nos traía carteras y perfumes finos por encargo. Incluso, del viejo Diamante, hoy conocido como El Hueco, llegaban vendedores a comprarle trago. Nosotras estudiábamos derecho en la Universidad de Antioquia, y le sacamos, por cuotas, las primeras carteras Louis Vuitton y Givenchy que se vieron por Medellín. Nos recibía en la sala de su casa del barrio Antioquia, poco sobria y llena de colorines y extravagancias. Ella no era bonita pero se vestía con elegancia. Le estoy hablando de 1966. Luego supe que se pasó a otra edificación muy lujosa en la Transversal Inferior, en pleno Poblado.

El poeta de Envigado, Eduardo Escobar, descubrió mucho antes a qué se dedicaba Bravo y su cohorte: “Supe que la DEA había elaborado un organigrama del Cartel de Medellín, donde aparecía Alberto. Quizás, si en vez de dejarme seducir por la poesía y el nadaísmo de Gonzalo Arango, me hubiera integrado más a la pandilla de Los Tortugos, mis amigos... ahora estaría muerto... o rico”.

Un exalto funcionario del primer gobierno de Álvaro Uribe Vélez también fue testigo de varios de estos episodios. Pero el funcionario con estudios en Europa y exministro de Estado, ya murió. Y sus allegados, que tienen en su poder todas sus memorias, prefieren que su nombre no se divulgue.

Lo concreto es que la Madrina sí se dejó tentar por Alberto Bravo, y resultó ser la socia perfecta para ejecutar la empresa criminal que el brillante niño bien de Medellín venía maquinando desde hacía años durante sus viajes de placer a Estados Unidos. Cuando el polvo blanco alemán salió del mercado, y los remanentes disponibles se agotaron, la pareja buscó contactos en Bolivia y Perú, y empezaron a meter la cocaína (menos refinada) en las fajas para obesos y en las jaulas para perros que los agentes antidrogas rastreaban sin suerte, y que la propia Griselda llevaba a Estados Unidos. El negocio ilegal era tan próspero que, al poco tiempo, Bravo le compró a su amante un apartamento en Queens y accedió a llevarse consigo a los tres hijos que la costeña tenía de un primer matrimonio.

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Los pequeños se llamaban Dixon, Wber Sneider y Osvaldo (nombres elegidos por la Madrina), y aunque Alberto Bravo les ofreció protección, apoyo, cariño y su apellido, todos optaron por conservar el de Carlos Trujillo, su verdadero padre. Trujillo lideraba la banda de raponeros del barrio Santísima Trinidad, donde llegó Griselda a los doce años de la mano de su madre Ana Lucía. Sin posibilidades de seguir en la escuela, Griselda terminó matriculada en la pandilla de raponeros de la comuna que, armados con puñales y revólveres, se dedicaban a esculcar pasajeros y transeúntes en el barrio Guayaquil, y a atracar casas de ricos. En ese entonces, Griselda era hábil, líder, linda, muy inteligente y extremadamente agresiva. Algunos dicen que esta última característica la adoptó para evitar que se burlaran de su gagueo al hablar y de las caderas pronunciadas que la atormentaron hasta su tumba.