Dedico esta obra con inmensa gratitud a mis padres, Alejandro y

María, por haberme dado la vida y educado en la fe católica.

 

A la Compañía de Jesús, por haberme enseñado a comunicarla

de palabra y por escrito.

 

A los jesuitas Teilhard de Chardin y Carlos Bravo, por haberme

iniciado en la fe adulta y crítica.

AGRADECIMIENTOS

Son muchas las personas que se hicieron acreedoras a mi sincera gratitud por haber hecho posible la composición y publicación de este libro. Como siempre, quien nombra está expuesto a omitir, así que adelanto mis excusas por si callo algún nombre.

Quiero mencionar a los teólogos a quienes consulté personalmente: los españoles José Ignacio González Faus, Andrés Torres Queiruga, Jesús Espeja, José- Ramón Busto y Gabino Uríbarri, entre otros, y varios teólogos de la Universidad Javeriana, en particular Alberto Parra, Eduardo Díaz, Alberto Múnera y Gustavo Baena. Esta mención no significa que siempre estuvieran de acuerdo con mis puntos de vista.

Los dos censores autorizados de la obra, padres Alberto Parra (jesuita) y Eduardo Díaz (diocesano), ambos profesores de la Facultad de Teología de la Universidad Javeriana, merecen la gratitud principal. Su revisión no los hace responsables de las afirmaciones que aquí presento, responsabilidad que asumo clara y totalmente.

Deseo agradecer la deferencia de un buen número de familiares y amigos, religiosos y seglares -pasan de 50-, que leyeron el borrador y formularon numerosas y acertadas sugerencias, correcciones y aclaraciones, de las cuales hice caso en la medida de lo posible.

Ayuda considerable, que me gustaría agradecer de manera particular, recibí de mis hermanos Óscar y Luz Helena, con quienes sostuve largas charlas sobre la primera parte de mi confesión de fe -la vida de hogar-, ricas en anécdotas con respecto a nuestros padres y a mi experiencia de acólito y colegial.

Se hicieron dignas de especial mención mis secretarias Alexandra Galán Garzón y Denis Castellar Gutiérrez, quienes con discreción y con la paciencia propia de Job corrigieron una y mil veces la copia que les entregaba, diciéndoles siempre que era la última, hasta el punto que algún día Alexandra me preguntó, con cierta picardía, qué entendía yo por "última".

Finalmente, Luis Fernando Santos, Alberto Ramírez y Mónica Roesel fueron decisivos cada uno según su cargo y oficio en Intermedio Editores, para la aprobación, corrección y difusión de esta obra.

Reciban todos un sincero "Dios les pague".

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La verdad debe buscarse de un modo adecuado a la dignidad de la persona humana y a su naturaleza social, es decir, mediante la investigación libre, con ayuda de la enseñanza, de la comunicación y del diálogo, en los que unos exponen a los otros la verdad que han encontrado o piensan haber encontrado, para ayudarse mutuamente en la búsqueda de la verdad; una vez conocida la verdad, hay que adherirse a ella firmemente con el asentimiento personal.

CONCILIO VATICANO II,

DECLARACIÓN SOBRE LIBERTAD RELIGIOSA, 3.

Debe reconocerse a los fieles, clérigos o seglares, la justa libertad de investigación, la libertad de pensar y la de expresar humilde y valerosamente su manera de ver en aquellas materias que son de su competencia.

CONCILIO VATICANO II,

CONSTITUCIÓN GAUDIUM ET SPES , 62.

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Prólogo Creo, por eso escribo

Doy gracias a Dios Padre que me sacó del dominio de las

tinieblas y me trasladó al Reino de su Hijo querido.

COL 1,12

Creo, por eso escribo. Este aforismo, inspirado en san Pablo -quien a su vez se inspira en el dicho de los profetas bíblicos: "Creí, por eso hablé"{*}-, nace de un hecho conocido y experimentado por todos: la fe y el amor son "contagiosos". Se impone la necesidad de gritarlos a los cuatro vientos.

El encuentro personal, profundo y estable con otra persona produce una de las experiencias más bellas y fecundas de la vida, que no se puede mantener oculta en el corazón. El enamorado siente deseos de salir al balcón de la vida para gritarle a todos los transeúntes por las calles de su espíritu, que es feliz, que vale la pena creer en alguien y morir por alguien.

Cuando este encuentro personal ocurre con Yavé-Dios -el Yo Soy (que así se traduce la palabra "Yavé"), Dios vivo de la Biblia, simbolizado por la zarza ardiente que no se consume ante Moisés{**}-, con el Creador del universo, el Dios de Abrahán, Isaac, Jacob, Moisés y David, el mismo a quien Jesús adoró y al que nos enseñó a llamar Padre, este encuentro, esta experiencia divina desborda todos los parámetros humanos y hace estallar la mente y el corazón para decirle a todo el que quiera oír: existe el Amor, existe Dios. Esta experiencia interior de patriarcas y profetas y del hombre perfecto, Jesús de Nazaret, personaje central de la Biblia y presencia viva de Dios en la historia, es la experiencia más bella y fecunda de la vida, la que le da sentido a todo, la que justifica todo y la que nos transporta a la verdadera felicidad.

Este es mi caso. Desde niño encontré a Dios, es decir, su rostro humano, Jesucristo,- parafraseando a san Pablo, Jesucristo me persiguió, me "sedujo" y me invitó a vivir con Él. Desde niño me encontré con Él, ni más ni menos: con Dios. El mismo que ya estaba vivo y presente "la víspera" de la creación. El mismo que sacó de su clan familiar y de su país a Abrahán para atraerlo a su "tienda" y hacerlo cabeza del pueblo escogido y padre de todos los creyentes.

Creo, por eso hablo y escribo, repetía san Pablo sin cesar, y por eso recorrió tierras y mares, imperios y naciones, ciudades y villorrios esparciendo, sin descanso, la semilla de la fe en el misterio y la Persona adorable de Jesucristo.

Creo y por eso escribo, digo yo también, porque la fe en Jesucristo me ha hecho libre y feliz, y quiero proclamar a los cuatro vientos, a todos los valles y montañas de la rebelde geografía de nuestro territorio patrio y espiritual el mensaje de salvación: Dios existe, Jesucristo vive, y se encuentra dentro de su espíritu, querido lector, muy dentro de usted, para quitarle ese velo de ateísmo que le amarga la vida, ese mal genio que le aburre los días, ese distanciamiento que lo priva de sentido y le quita el gusto por la existencia.

En este libro trato de comunicar, no sin cierto pudor, mi confesión de fe en Jesús de Nazaret, mi relación con Dios. Estoy convencido de que muchos otros podrían hacer lo mismo. Ojalá también se animen a dar testimonio del amor de Dios y de las maravillas que ha obrado el Señor en cada uno de ellos. Por mi parte, me urge la misma voz interior que musitó al oído de Pablo durante una noche de desvelo, en Corinto: "No les tengas miedo, sigue hablando y no te calles, porque yo estoy contigo y nadie te atacará para hacerte mal, porque tengo un pueblo numeroso que salvar en esta ciudad de Corinto".{*}

No es tarea fácil ser profeta de Dios. El Amo es santo y exigente, por algo es Dios. Mientras mantuve en el diario El Tiempo la columna dominical "Un alto en el camino", muchos me envidiaban el privilegio de escalar a esa elevada tribuna para ofrecer a los lectores alguna orientación desde la página editorial del primer diario del país. En cambio pocos, muy pocos, conocieron el duro trapiche que estrujaba y exprimía la vida y los escritos de este pregonero de Dios, para que el zumo de la caña, jugosa y madura, llegara hasta la mesa y calmara el sediento corazón de los lectores.

A veces me enteré, con dolor, de que ciertos escritos míos causaban en algunos lectores desconcierto, duda, rechazo e incluso escándalo y confusión. Que no todos estuvieran de acuerdo con mis afirmaciones o parte de ellas no es de extrañar: esto le sucede aun al mejor escritor. Pero que ellas causaran daño y confusión sí fue para mí motivo de preocupación. Confieso que me duele y desconcierta ese daño, si ocurrió, confieso que quise dialogar con cada uno de esos lectores desconcertados para responder a sus preguntas, tratar de resolver sus dudas, calmar sus disgustos y mitigar su dolor. Pero no fue posible. Los encomiendo al amor comprensivo y misericordioso de Dios. Lo cual no me impide hacerles la siguiente reflexión: con honestidad, con inmenso gozo, con la libertad que emana de la fe en Jesucristo, Corazón de Dios, comunico mi experiencia de fe: la dicha de sentirme liberado por Dios. Estudio, leo y consulto cuanto escribo para garantizar la calidad del jugo que escancio en la mesa de mis lectores. Busco siempre hacer el bien. En tiempos de aggiornamento, como llamó Juan xxill a la coyuntura luminosa que vive la Iglesia, no es de extrañar que se presente entre obispos y párrocos, entre teólogos y biblistas, entre clérigos y laicos católicos, cierta diversidad en las formas de entender y expresar la misma fe. La hubo en la comunidad cristiana primitiva y la ha habido a través de 20 siglos, ¿por qué no la va a haber hoy, en esta encrucijada pluralista y escéptica posmoderna por la que atraviesa la Iglesia católica, pletórica de esperanza y alegría a pesar del escepticismo que la circunda? No se extrañe entonces, querido lector, de que sigamos encontrando esa diversidad en nuestro sendero pedregoso. Lo fundamental es que no creemos propiamente en fórmulas ni en credos, en dogmas ni en concilios, sino en la Persona adorable de Jesucristo, Dios y hombre verdadero, el mismo que conocieron y predicaron los apóstoles y que siguen confesando hoy la Iglesia católica y millones de creyentes.

Si usted se encuentra entre los privilegiados que experimentan la presencia liberadora de Jesús, no tiene por qué escandalizarse por las deficiencias de este incansable "parlante" de Dios. No ignoro -ni me aflige- la superioridad de muchos teólogos sobre este ciego peregrino que avanza vacilante por los senderos de luz, tocados de tinieblas. No pretendo hacer teología sino una sincera confesión de fe, aprovechando, de paso, para ofrecerle al lector culto y educado una actualización en la presentación que hoy hacen de la fe los teólogos católicos, y que suele quedar prisionera en las aulas de clase. Le entrego aquí una especie de "catecismo para adultos" del siglo xxi. No compito con los teólogos. Los admiro, los consulto, me iluminan, me corrigen.

Entonces, querido lector, no se escandalice si, como fruto de mis intuiciones derivadas de la lectura de teólogos católicos actuales, le presento algunas formulaciones nuevas, expuestas a imprecisiones y aun a errores involuntarios. Trate de salvar la proposición del escritor que quiere vivir y morir en la fe católica.

Teólogos y biblistas católicos nos invitan a distinguir en las verdades de fe entre las imágenes materiales (signos, metáforas, mitos, parábolas, etcétera) y el mensaje que nos transmiten los autores sagrados a través de ellas. Nos sugieren interpretar tales imágenes y no quedarnos en ellas -que no son, como tales, objeto de fe- sino pasar a sus mensajes. Los autores sagrados las manejan con bastante libertad y, dicho gráficamente, las ponen a hablar para decirnos que "el dedo de Dios está allí". Muchas de las narraciones evangélicas obedecen a reinterpretaciones hechas por los autores sagrados a la luz de la fe en la exaltación de Jesús y, fuera de su núcleo, no son propiamente históricas en el sentido actual de la palabra. Por eso al leer un texto evangélico no debemos preguntarnos si el episodio es histórico (por ejemplo la anunciación, la visita de los Reyes Magos y la huida a Egipto), sino qué quiso decir entonces el autor sagrado -en el fondo, el Espíritu Santo- con esa narración y qué nos quiere decir hoy.

Como he dicho otras veces, escribo de manera especial para los alejados de Dios, a quienes llamo amistosamente "ateos", y para quienes desean llegar a ser adultos en la fe. Sé que me leen también fervorosos católicos, fieles a su fe de carbonero pero abiertos a los cambios. Es posible que les haya proporcionado algún bien, lo cual me alegra en el Señor. Como es posible igualmente que algunos no estén de acuerdo con mis escritos anteriores ni con el presente libro, por encontrarlos avanzados o alejados, en sus formulaciones, de lo que aprendieron en el Catecismo del padre Astete o en el credo de nuestros mayores. Enhorabuena, y que sigan su camino.

Permítanme, sin embargo, continuar haciendo el bien a tantos católicos abiertos al cambio y deseosos de profundizar en su fe, a científicos y sabios alejados de Dios, a ateos y agnósticos, a luteranos y anglicanos, a hindúes y budistas, a musulmanes y judíos: todos hijos de Dios.

Que el Señor, sembrador invisible de la semilla, Palabra de Dios, se digne iluminar esta sincera confesión de fe que entrego a mis lectores con calor humano y divino, como se dignó bendecir mis columnas dominicales en el diario El Tiempo.

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ACLARACIONES SOBRE EL SENTIDO DE ESTA CONFESIÓN DE FE

La fe que hoy y siempre ha profesado la Iglesia católica no es otra que la fe de los apóstoles, confesada luego en los Evangelios y definida dogmáticamente en los cuatro primeros concilios. Esta es la fe que he vivido gozosamente, fe de carbonero en mis primeros 40 años de vida y fe adulta y crítica en mis últimos lustros, fe apostólica que hoy confieso en este libro, fortalecida y actualizada con los avances recientes de la teología católica.

Desde los inicios de la Iglesia se han dado dos formas de acceso a Jesucristo: una ascendente -del hombre a Dios- y una descendente -de Dios al hombre.

La primera sigue al Jesús histórico, según crece como hombre y va revelando su divino misterio interior hasta morir y ser exaltado "a la diestra de Dios Padre". Es el método que hoy siguen muchos teólogos católicos, empeñados en recuperar al Jesús histórico y confesar al mismo tiempo su divinidad. Es el acceso que sigo en la segunda parte de esta confesión de fe.

La segunda se apoya en el prólogo del Evangelio de san Juan (1,14): "El Verbo se hizo hombre y habitó entre nosotros". Por esta vía se corre el riesgo de insistir tanto en la divinidad de Jesús que su humanidad se oculte, poco o mucho, como en efecto ocurrió durante siglos. El teólogo Karl Rahner señala que en ello se encuentra cierta tacha de docetismo, herejía que negaba la realidad corporal de Jesucristo y afirmaba que su cuerpo era sólo aparente. El acceso descendente seguido por san Juan en su Evangelio fue adoptado por los cuatro primeros concilios y desde entonces prevalece en la liturgia y en la fe de los fieles católicos.

Observa atinadamente Hans Küng: "Si en vez de tomar al Nuevo Testamento como medida de la fe se tomara el Concilio de Nicea, ¿quién había en la Iglesia de los primeros siglos que fuera ortodoxo, vale decir, recto en su fe?"{*}

Lo ideal sería la conjugación de los dos accesos a Jesucristo, necesarios y complementarios, haciendo ver que el descendente es interior al ascendente: a medida que crece como hombre, Jesús va creciendo en gracia de Dios y revelando su divinidad a partir de su humanidad.

Conviene hacer aquí otra aclaración. Es posible hablar de una fe histórica en desarrollo. La primera fe de los apóstoles, en vida de Jesús, era una fe inevitablemente imperfecta, en formación, que creció a medida que Jesús desplegaba y revelaba su misterio. Se completó con la exaltación, y esa fue la fe confesada por los apóstoles y sus comunidades en los cuatro Evangelios.

Son múltiples los puntos discutibles de la fe en formación -anterior a la fe madura, completa y definitiva de los Evangelios-, puntos que hoy estudia y revisa la teología católica, dejando intacta la fe apostólica confesada en los Evangelios. Por citar algunos: ¿fue María virgen? ¿Es "histórica" la anunciación del ángel a María? En vida, ¿Jesús fue Dios? ¿Hay tres personas -en el sentido actual de la palabra- en la Santísima Trinidad? ¿Cuándo tuvo lugar la encarnación y cómo se puede dar a conocer hoy este misterio a los fieles? ¿Tuvo Jesús hermanos y hermanas? ¿Qué significa que Jesús sea Hijo de Dios? ¿Fue tentado Jesús? ¿Cómo, cuándo y dónde? ¿Pudo pecar? ¿Están "realmente" presentes el cuerpo y la sangre de Jesús en el pan y el vino consagrados? ¿Cómo se entiende hoy su resurrección? ¿Subió la Virgen María al cielo en cuerpo y alma, como lo afirma el dogma?

Este período de la fe en formación ha dado pie a que biblistas y teólogos católicos, en sus estudios sobre el Jesús histórico, anterior a su muerte y exaltación, hagan afirmaciones tentativas sobre los temas discutibles, afirmaciones que el creyente "de a pie" es libre de aceptar o rechazar, sin que afecten su fe apostólica. El gran obispo de Hipona, san Agustín, fue sincero y humilde en distinguir los elementos inseguros y frágiles de la investigación de los seguros y firmes de la confesión de fe: Inquirendo dico, non afirmando, "Esto que escribo lo digo investigando, no afirmando".

En la primera etapa de mi vida -que corresponde a la primera parte de este libro- confieso mi fe de carbonero en el Jesucristo que conocieron y confesaron los apóstoles, presente y activo hoy en la Iglesia. En la segunda etapa de mi vida -que corresponde a la segunda parte de este libro- confieso la misma fe apostólica pero no ya en forma ingenua e infantil; siguiendo el consejo de san Pedro según el cual hemos de "estar preparados para dar razón de nuestra fe",{*} procuro ilustrarla y actualizarla con los estudios recientes de teólogos y biblistas católicos. Considero que estos avances no pueden perjudicar la fe del lector que se mantiene firme en la fe apostólica. En muchos de los puntos discutibles tomo partido tentativamente -Inquirendo dico, non afirmando-, respetando la posición del lector y del magisterio de la Iglesia y buscando siempre la verdad.

La mayoría de las diferencias que hay actualmente entre algunos teólogos y el magisterio de la Iglesia gira alrededor de esta distinción: los primeros, siguiendo el acceso ascendente, hacen énfasis en el Jesús histórico, humano, sin negar, por supuesto, su divinidad; y el segundo sigue fiel al tradicional acceso descendente, que hace énfasis en la divinidad de Jesucristo, fe formulada para su época por los cuatro primeros concilios. Aplicar la fe perfecta y consumada de los Evangelios al Jesús histórico, anterior a su muerte, puede ofrecer contrastes y diferencias, nunca errores en la fe.

Por lo demás, ni los ministros de los sacramentos, al emplear las fórmulas litúrgicas, están siempre seguros de cumplir los ritos a la perfección. Supplet Ecclesia, "Suple la Iglesia", nos decían nuestros profesores, y quedábamos tranquilos; ni Pablo ni Santiago, el hermano del Señor, ni los teólogos, ni siquiera genios de la talla de Agustín y Tomás profesaron y expusieron una fe perfecta; tampoco los fieles practican una fe consumada. "Suple la Iglesia", podemos decir hoy también, con la seguridad de que la misericordia y la comprensión infinitas de Dios compensan las deficiencias de nuestra fe. ¿A qué preocuparnos tanto por la ortodoxia -la fe formulada de los credos y concilios- si a la hora de la verdad lo que cuenta en la presencia de Dios es la ortopraxis -la fe vivida del cristiano?

En los últimos años el magisterio de la Iglesia está empeñado en una injusta y dañina obsesión por la verdad absoluta de las fórmulas -propias y de los teólogos-, descuidando la tarea de inculcar la fe y el amor a Jesucristo y sembrando de cruces de teólogos (¿herejes?) el camino de la historia de la Iglesia. Sería funesto que se aplicara la "lupa" inquisidora a estas páginas, cuya única intención es invitar al mayor número posible de lectores a aumentar su fe y su amor a Jesucristo.

Mi aporte en este libro consiste en sacar a la luz las discusiones académicas de los expertos, tratadas en obras especializadas y en aulas, para despertar el debate público y la polémica en torno a una fe que busca ponerse al día con los avances de la ciencia y de la cultura, y servir así a católicos y no católicos en su vida diaria.

Nosotros, los predicadores del Evangelio, no podemos seguir tratando a los laicos como menores de edad incapaces de pensar. Sus puntos de vista pueden enriquecer notablemente el debate sobre la fe. Que sean bienvenidos.

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NOTA IMPORTANTE

Como la redacción de este libro llevó varios años y se distribuyeron entre amigos varias copias del borrador con la intención de recibir observaciones y correcciones -favor que mucho agradezco por el desinterés y la calidad de sus comentarios-, advierto claramente que sólo reconozco como texto definitivo y auténtico este que tiene usted en sus manos, terminado el 3 de diciembre de 2006, día en que se cumplieron las Bodas de Oro de mi ordenación sacerdotal. Del contenido de este texto soy el único responsable ante mi conciencia y ante Dios. Nadie más. Los borradores -fotocopiados y algunos distribuidos más allá de las intenciones del autor- no pasaron de ser simples ensayos que ya cumplieron su cometido.

Los dos revisores señalados por el superior provincial, a quienes quedo sumamente agradecido, hicieron múltiples observaciones que traté de aceptar en la medida en que no alteraran mi comprensión del tema y de las fuentes. Durante más de seis meses, ellos leyeron cuidadosamente la obra y mantuvieron conversaciones con el autor, a fin de aclarar y precisar algunos puntos antes de dar su aprobación por escrito al padre provincial. Tal aprobación, a juicio de ellos, significa que no encontraron errores en la fe, que todo lo dicho es defendible a la luz de la fe católica y de la teología actual y que su lectura puede ser de provecho para lectores maduros. Fiado en este parecer de los revisores, el superior provincial dio su visto bueno de palabra para la publicación. A pesar de todo, repito, soy el único responsable de esta redacción final.

Le adelanto, estimado lector, que muchas de las formulaciones sobre la fe católica que encontrará en este libro difieren no poco de las que usted recibió en su infancia y recita en el credo dominical. Esto no es de extrañar, dados los muchos avances de la teología católica en los últimos lustros, avances que no conocen los señores obispos debido a sus múltiples ocupaciones. Prácticamente todas las afirmaciones que usted leerá son tomadas de mis lecturas de las obras de teólogos y biblistas católicos de los últimos 30 o 40 años, en particular de teólogos jesuitas -Karl Rahner, Pierre Teilhard de Chardin, José-Ramón Busto, José Ignacio González Faus-, dominicos -Edward Schillebeeckx, Christian Duquoc, Jesús Espeja- y del clero diocesano, entre ellos Andrés Torres Queiruga, Hans Küng y KarlJosef Kuschel. Si la autoridad va a censurar algunas de las afirmaciones que aquí presento, debería hacerlo primero con los escritos de los autores en que me he inspirado, escritos que gozan de aprobación eclesiástica, a excepción de los de Hans Küng, que sin embargo no han sido censurados por el magisterio. Aclaro que no me considero teólogo sino asiduo lector de teología y "traductor" de dichas obras a un lenguaje asequible al lector culto de nuestros días.

Los señores obispos y los censores eclesiásticos deberían caer en la cuenta de que en Colombia hay poca literatura teológica y escasa renovación de la fe por miedo a la censura. ¡Qué responsabilidad tan grave ante Dios! En nuestro medio, no es raro llamar imprudente al que habla, y prudente al que calla. No es extraño en la Iglesia católica que quien se atreva a pensar y a hablar corra el riesgo de ser tenido por audaz, peligroso y aun herético. Así ha sucedido con genios de la talla de Karl Rahner, Teilhard de Chardin, Romano Guardini, Henri de Lubac, Hans Küng, Leonardo Boff, Dupuis, José María Castillo y otros muchos. ¡Qué diré yo, que estoy a años de luz de semejantes lumbreras!

Acuérdate de Jesucristo que resucitó y que era descendiente

de David; este es el mensaje de salvación que predico. Y por

causa de este mensaje soporto sufrimientos, incluso el estar

encadenado como un criminal, pero la Palabra de Dios no está

encadenada. Por eso lo soporto todo en bien de los que Dios ha

escogido, para que también ellos alcancen la salvación gloriosa y

eterna en Cristo Jesús.

2 TIM 2,8-10

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Parte 1

PRIMERA ETAPA DE MI VIDA DE FE:

FE DE CARBONERO (1925-1965)

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Al narrar la propia vida, en especial la infancia, ¡y aquella infancia!, está el autor expuesto a pasar por ingenuo al contar espontáneamente intimidades que despiertan su pudor. Soy consciente de ello. Por lo demás, me anima la vida de algunos de nuestros mayores, llena de estas escenas íntimas. Si se me permite recurrir al ejemplo notable de un grande del santoral cristiano, recuerdo a san Agustín de Hipona (siglo v), quien en las Confesiones se hizo niño y contó, para delicia de sus lectores, sus travesuras de joven y sus intimidades de adulto místico con Dios. Un ejemplo más cercano es san Ignacio de Loyola (siglo xvi), fundador de la Compañía de Jesús, quien, ya próximo a su muerte, accedió a los repetidos ruegos de que contara su vida, para deleite de los lectores y ejemplo de los jesuitas. Y así otros muchos. Ruego, entonces, comprensión.

Página anterior: Alfonso Llano Escobar con doña María, su mamá,

el día de su ordenación sacerdotal, 3 de diciembre de 1956.

Capítulo 1 Infancia (1925-1935)

Señor, Tú me sondeas y me conoces;

me conoces cuando me siento o me levanto;

de lejos penetras mis pensamientos;

distingues mi camino y mi descanso,

todas mis sendas te son familiares.

No ha llegado la palabra a mi lengua,

y ya, Señor, te la sabes toda.

Me envuelves por doquier,

me cubres con tu mano.

Tanto saber me sobrepasa,

es sublime y no lo abarco.

¿A dónde iré, lejos de tu aliento?

¿A dónde escaparé de tu mirada?

Si escalo el cielo, allí estás Tú;

si me acuesto en el abismo, allí te encuentro;

si vuelo hasta el margen de la aurora,

si emigro hasta el confín del mar,

allí me alcanzará tu izquierda,

tu diestra llegará hasta mí.

Si digo: “Que al menos la tiniebla me encubra,

que la luz se haga noche en torno a mí’,

ni la tiniebla es oscura para Ti,

la noche es clara como el día.

Tú has creado mis entrañas,

me has tejido en el seno materno.

Te doy gracias, Señor,

porque me has formado portentosamente,

porque son admirables tus obras;

conocías hasta el fondo de mi alma;

no desconocías mis huesos.

Cuando, en lo oculto, me ibas formando

y entretejiendo en lo profundo de la tierra,

tus ojos veían mis acciones,

se inscribían todas en tu libro;

calculados estaban mis días antes que llegase el primero.

¡Qué incomparables encuentro tus designios, Dios mío,

qué inmenso es su conjunto!

Si me pongo a contarlos, son más que la arena;

si los doy por terminados, aún me quedas Tú.

Señor, sondéame y conoce mi corazón,

ponme a prueba y conoce mis sentimientos;

mira si mi camino se desvía,

guíame por el camino eterno.

SALMO 138

MI ORIGEN REMOTO

"Entonces Dios, el Señor, modeló al hombre del barro de la tierra, y sopló en su rostro espíritu de vida. Y así el hombre comenzó a vivir".{1}

Antes de narrar con sencillez el origen de mi vida, quiero citar una página del Catecismo para adultos, más conocido con el título de Catecismo holandés, que nos cuenta el origen evolutivo de cada ser humano, de la humanidad y de todo el universo: "¿Cuándo empezó mi vida? ¿Cómo empezó nuestra vida? ¿De dónde procedo?", se pregunta el autor, y responde él mismo: de mis padres.

Un nuevo hombre es algo irrepetible, que no podemos comprender del todo. Lo que yo soy, no es reducible a sólo un conglomerado de células que podemos analizar al microscopio. Cada vez que surge un hombre nuevo tiene lugar el salto que lleva a una nueva persona, el origen y comienzo absoluto de un “yo”, que antes no existía en modo alguno.

Y este comienzo absoluto, este origen, está propiamente envuelto en la oscuridad. Sin embargo, el niño crece. En más de un aspecto, su evolución no sigue un movimiento descendente, sino ascendente. Quizá tal hecho nos proporciona una indicación sobre el sentido de la existencia. Pero esta indicación no es inequívoca y clara, pues por otra parte, es cierto que el que crece y se hace anciano, en muchos aspectos sigue el curso de una evolución trascendente.

Mas, si el origen de cada hombre no da respuesta, ¿la dará, tal vez, el origen de la especie humana? Retrocedamos al pasado, a nuestro propio pasado.

Nuestros padres. Nuestros abuelos. Según retrocedemos, comienza a hacerse oscuro. Un nombre aislado, un acontecimiento solitario. Sin embargo, bien pronto -para la mayor parte de la gente, a comienzos del siglo XIX-, oscuridad completa. Algunas rancias familias conocen unos cuantos nombres que se remontan a la Edad Media, pero no más lejos. La historia de nuestro pueblo, en conjunto, se arraiga en los albores de la historia; pero el origen de las tribus que entonces inmigraron o habitaban ya en nuestro suelo se pierde rápidamente en la oscuridad. Cierto parentesco lingüístico entre pueblos de Europa y otros procedentes de la India señala una vaga dirección en la noche del pasado.

En ciertos lugares del mundo se remonta la historia un poco más: en el Cercano Oriente, en China; pero en ninguna parte sobrepasa los 5.000 años.

Más atrás aún, tal vez encontremos algunas pinturas rupestres, algún minúsculo símbolo de la fecundidad, los restos del fuego de algún campamento, ocultos bajo la tierra. En conclusión, sólo unos escasos restos de cuerpos humanos, de los que descendemos.

MIS PADRES

Para empezar, creo oportuno presentarle a mis padres y decir dos palabras, siquiera, para que usted se forme una somera idea de ellos y pueda decir con fundamento: "De tal palo, tal astilla".

Se llamaban Alejandro y María. Ambos nacieron en Amalfi, pueblo liberal y minero sito en el noreste antioqueño, muy extenso (entiendo que es el municipio más extenso de Antioquia). Ambos nacieron allí pero con  una importante diferencia: mi padre en una vereda y mi madre en el casco de la población. Mi padre no hizo estudios formales y adquirió una tardía y amplia cultura con la biblioteca personal que fue formando y leyendo. Era un hombre de escasos recursos y trabajador, con un añejo apellido español llegado a Antioquia -El Retiro y Rionegro- a finales del siglo xvill y aclimatado en Amalfi a comienzos del xix. José Antonio Llano Marulanda y María Antonia Botero Restrepo se casaron en 1805 y llenaron de alegría su hogar con 18 hijos, entre ellos Rafael, quien contrajo matrimonio con Ascensión Palacio Botero, su prima, y con ella se radicó en Amalfi. Mi padre es descendiente de este Rafael Llano. Mi madre, María Escobar Uribe, nació en la plaza principal de la población. Era hija de un boticario -como entonces no había médico en cada pueblo, el boticario hacía sus veces- de nombre Martín, bien plantado, alto, de ojos azules, liberal, recto como una regla de dibujo, casado con una notable matrona de nombre Julia y distinguidos apellidos.

Mi padre fue un hombre justo en el sentido bíblico, bueno a carta cabal, sin doblez, de una sola pieza,- fiel esposo, cariñoso padre y excelente católico. Dio a sus hijos un constante ejemplo de amor efectivo a los pobres. Adquirió una buena fortuna y no se apegó a ella sino que la gastó generosa y prudentemente en su hogar, en sus parientes cercanos y en familias necesitadas. Lo sabíamos por mi madre, porque él nunca nos puso al tanto de sus obras de caridad, ni se dejaba ver cuando iba a visitar a los pobres y a llevarles significativas ayudas económicas. Cumplió a la letra el consejo evangélico: "Que tu mano izquierda no sepa lo que hace tu derecha".{2}

Mi madre no se quedaba atrás. Fue émula de la talla moral de su esposo: justa y recta, creyente en Jesucristo y observante de las leyes morales, con fidelidad nacida de la fe. Se mostró siempre muy casera, activa y cuidadosa de su esposo y de sus seis hijos. No perdonaba la oración diaria, el rezo del rosario y la misa dominical -a veces diaria, sobre todo cuando le faltó su esposo y los hijos nos alejamos del hogar.

Mis abuelos maternos tuvieron 11 hijos. El menor de ellos, a quien llamaban Robertico en la casa, tuvo una muerte trágica, relacionada con el padre del fallecido senador Luis Guillermo Vélez, amalfitano como mis padres. El padre de Luis Guillermo, don Octavio, se ensartó en una discusión política acalorada, como todas las del género, con el "Indio" Toño, que estaba algo bebido y era un cascarrabias. A fin de zanjar por lo sano la discusión, Toño sacó el revólver para dispararle a don Octavio. Mi tío Robertico, de escasos 20 años, quien estaba presente porque la discusión tenía lugar en la plaza mayor, se interpuso para defender a don Octavio, con tan mala suerte que fue alcanzado por una bala y perdió la vida. El "Indio" Toño fue a parar a la cárcel. Me contaba mi madre cuando yo era pequeño que mi abuelita, "Mamá Julia", le enviaba comida al asesino de su hijo, después de haberlo perdonado de todo corazón. Esta anécdota no la debió de conocer el senador Vélez.

Mi padre, como indiqué arriba, era robusto en fe cristiana y tesonero para el trabajo. En sus paseos dominicales por las calles de Amalfi conoció a mi madre, joven hermosa de unos 18 años que cursaba su bachillerato en el colegio del pueblo, y se enamoró apasionadamente de ella. La conquista le quedaba muy distante por las razones aducidas, pero fue todo un reto para su noble espíritu lleno de altas aspiraciones. Como le escaseaba el dinero, lo primero que se propuso fue conseguir trabajo. Y no lo encontró en su tierra, sino en una empresa estatal muy lejana, las salinas de Zipaquirá, pueblo próspero ubicado unos 40 kilómetros al noroeste de Bogotá. Se trasladó a pie desde su pueblo natal, en el noreste antioqueño, hasta Zipaquirá, a unos 500 kilómetros de distancia. Trabajó allí dos años, explotando las minas de sal del gobierno, y ahorró varios centenares de pesos -entonces la plata valía-. Compró cabalgadura y regresó a su pueblo natal por el camino real que de Bogotá bajaba a Honda, a orillas del río Magdalena, pasando junto al Colegio Apostólico de Albán -donde estudié dos años, antes de entrar al noviciado-. Siguió la calzada de piedra por Sonsón y La Ceja, llegó a Medellín y siguió a Amalfi. Se compró un vestido y se presentó en casa de don Martín Escobar y doña Julia Uribe, mis abuelos, a pedir la mano de la señorita María, según la costumbre de la época. La visita tuvo lugar en la sala principal de la casa, en el segundo piso, que daba a la plaza mayor del pueblo. Se casaron en ceremonia religiosa el 6 de enero de 1921, y recién casados se trasladaron a Medellín.

Mi padre trabajó toda la vida vendiendo petacas de tabaco en hoja seca a los revendedores de tabaco al detal en los municipios de Antioquia, oficio honrado y productivo que le dio para hacerse a un considerable capital con qué educar a sus seis hijos en buenos colegios y universidades. Fue siempre modesto y muy generoso con los pobres, así comprara carro, casa, un edificio de nombre Boyacá ubicado cerca del parque Berrío, centro antiguo de la ciudad, y una finca de 12 cuadras en El Poblado a la que llamó "Riobamba", que bordeaba el río Medellín y donde hoy se encuentran la universidad Eafit y la urbanización Riobamba.

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Capítulo 2 Acòlito (1935-1938)

Empecé mis estudios de primaria en el Ateneo Antioqueño -cuyo director era don Samuel Vieira-, junto con mis tres hermanos varones: Gabriel, Julio (mayores) y Óscar (menor). Para el bachillerato, mi padre nos pasó al Colegio San Ignacio, ubicado en la plazuela del mismo nombre, donde estaba también la Universidad de Antioquia. Corría el año de 1935 y yo apenas pisaba el umbral de los diez años (nací el 21 de agosto de 1925). Estudié cuatro años en el San Ignacio. A los cuatro hermanos nos llamaban allí "los Llanitos".

El Colegio San Ignacio era regido por los padres de la Compañía de Jesús, varones ilustres, sabios y santos. No había menos de 25 jesuitas en el colegio en aquel entonces, incluidos los hermanos coadjutores, no sacerdotes, que jugaban un papel importante e inolvidable en la formación y la educación de los estudiantes. Recuerdo a los hermanos Labiano, subprefecto de la división de pequeños, Fernández, secretario general del colegio, Fernando Arango y, sobre todo, a Pascual Zuluaga, sacristán de la iglesia contigua al colegio, quien dejó un grato recuerdo en mi memoria por su infranqueable rectitud y por su genial iniciativa en los arreglos del templo para las diversas fiestas del año: Navidad, Semana Santa, mayo (mes de María) y junio (mes del Sagrado Corazón de Jesús). Esta última devoción marcó una impronta imborrable en mi vida de fe.

En agosto de 1935 se celebró en Medellín -la "capital católica" de Colombia, como se la llegó a llamar- un Congreso Eucarístico Nacional. Entonces tuvo lugar el famoso "escándalo" -piénsese en las costumbres y en la rigidez eclesiástica de entonces- que le formaron en Roma a monseñor Juan Manuel González Arbeláez, obispo auxiliar de Bogotá, por llevar en avión la custodia, con el Santísimo expuesto, de la capital a Medellín. Le cayó una dura llamada de atención de la Santa Sede, por lo que entonces fue interpretado como un gran irrespeto a Jesús sacramentado. O tempora, o mores! ("Qué tiempos, qué costumbres"), exclamaba Cicerón, escandalizado por los malos hábitos de su tiempo, siglo i antes de Cristo.

Con motivo del Congreso Eucarístico se reunieron en el Colegio San Ignacio jesuitas de toda Colombia y de países vecinos. Por entonces no estaba permitida la concelebración de varios sacerdotes en la misa. Cada uno debía celebrar su misa por aparte, en latín, con un acólito,- esta era un poco más larga que la misa privada actual: duraba media hora. Había que celebrar entre las cinco de la mañana y la una de la tarde, no estaba permitido hacerlo ni antes ni después. Esta abundancia de sacerdotes y de misas hizo que el hermano Zuluaga buscara algunos acólitos "de refuerzo", razón por la cual los cuatro Llanitos, que vivíamos a tres cuadras del colegio, entramos a formar parte del grupo de acólitos de la iglesia. In nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti. Amen. Introibo ad Altare Dei, daba comienzo el sacerdote a la misa, y contestaba el acólito en impecable latín, sin entender nada, por supuesto: Ad Deum qui laetificat iuventutem meam.

Yo estaba cumpliendo precisamente diez años. Era un niño tímido y piadoso con un copete de pelo rubio, que poco o nada entendía de la misa. Con todo, ya entonces se empezó a formar una armonía perfecta, secreta e íntima entre el Sagrado Corazón de Jesús y mi persona. Comenzó esa grata "amistad particular" que me ha acompañado toda la vida y que, creo, nunca se acabará, como lo espero de la misericordia del Señor.

Durante el Congreso Eucarístico ayudaba en tres o cuatro misas cada mañana, tomaba luego, con los otros acólitos, un buen desayuno en la sacristía, preparado por la habilidad culinaria del hermano Zuluaga, y de allí pasaba a las clases, que poco me interesaban, a decir verdad. Pasó el Congreso y me quedó gustando tanto lo de ayudar en misa que seguí como acólito estable por casi cuatro años. Guardo gratos recuerdos de esos años, con sus numerosas y multicolores ceremonias religiosas, en las que ayudaba vestido de "pequeño curita", y con las travesuras, como correr por los techos de la iglesia y una muy peligrosa, fruto de la audacia infantil: dar vueltas a las torres de la iglesia montados en la cornisa, de espaldas al espacio con el cuerpo ceñido a la torre. Que no cayera ninguno al asfalto y al ataúd fue obra del buen ángel de la guarda, si no es que se necesitó un arcángel para tan delicada labor. Otras distracciones y paseos inventaba el hermano Zuluaga para mantenernos contentos, ¡y vaya si lo logró!

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Capítulo 3 Vocación a la Compañía de Jesús (1938)

No me habéis vosotros elegido,

fui yo mismo quien os elegí.

JN 15,16

Canto

Señor, Tú me llamaste

para ser instrumento de tu gracia,

para anunciar la Buena Nueva,

para sanar las almas.

Instrumento de paz y de justicia,

pregonero de todas tus palabras,

agua para calmar la sed hiriente,

mano que bendice y que ama.

Señor, Tú me llamaste

para curar los corazones heridos,

para gritar, en medio de las plazas,

que el Amor está vivo;

para sacar del sueño a los que duermen

y liberar al cautivo.

Soy cera blanda entre tus dedos,

haz lo que quieras conmigo.

Señor, Tú me llamaste

para salvar al mundo ya cansado,

para amar a los hombres

que Tú, Padre, me diste como hermanos.

Señor, me quieres para abolir las guerras

y aliviar la miseria y el pecado,

hacer temblar las piedras

y ahuyentar a los lobos del rebaño.

BREVIARIO, IV, PP. 895-896.

CAMBIO DE 180 GRADOS

Me sitúo en el primer semestre de 1938, cuando apenas frisaba en los 13 años.

Frecuentaba, como ya dije, la iglesia de San Ignacio en las mañanas, para prestar los servicios de acólito, y cursaba quinto de primaria en el colegio del mismo nombre. Un año más tarde, a finales de enero de 1939, me encontraba en el colegio-seminario Nazaret en Albán, Cundinamarca, donde cerca de un centenar de adolescentes nos preparábamos para entrar al noviciado de la Compañía de Jesús, ubicado en Santa Rosa de Viterbo, Boyacá. Este cambio de 180 grados en el rumbo de mi vida merece explicación.

La pregunta es obvia: ¿quién o qué me motivó a hacer este importante cambio a tan temprana edad? Dejar el hogar -con todo lo que significaba entonces para un niño el hogar: el nido acogedor y los pechos nutrientes de su vida- y pasar a un seminario lejano y austero para empezar la formación de jesuita, sacerdote de la Compañía de Jesús. ¡"Dejar el mundo", según el dicho de entonces, para hacerme sacerdote! ¿Por qué seguí un programa de vida tan poco atrayente? Aquí se esconde el misterio que sólo es creíble para quien profese una profunda fe en Jesucristo: la vocación, el llamamiento a seguir la voz de alguien.

LA VOZ INTERIOR

No es otra que la voz interior que me musitó al oído el "Amigo secreto", siendo yo acólito, una mañana brillante, día del Sagrado Corazón de Jesús, cuando encendía las candelas del inmenso lampadario ubicado en el presbiterio, cerca del comulgatorio, ante el altar mayor de la iglesia de San Ignacio: "Yo soy la luz del mundo. El que me sigue no andará en tinieblas".{3} No me cabe la menor duda: el hecho y la vivencia los tengo presentes en mi memoria, en todo mi ser, esa luz me sigue iluminando la vida y el camino hasta el día de hoy. Yo tomé la decisión de seguirla, nadie la tomó por mí. Recuerdo que yo mismo compré -algo raro entonces a esa edad- el tiquete para volar de Medellín a Bogotá a finales de enero de 1939, para luego pasar a Albán -municipio cundinamarqués ubicado ya fuera de la sabana de Bogotá, cuando la carretera emprende su descenso hacia Sasaima, Villeta y Honda-, sede campestre del colegio-seminario Nazaret para candidatos a la Compañía de Jesús. Nadie me forzó.

LOS HECHOS

Dos lecturas influyeron, en forma clara y radical, en mi llamamiento a la  vida y el sacerdocio en la Compañía de Jesús. La primera fue el libro Hacia un ideal,{4} origen de muchas vocaciones o llamamientos a seguir los ideales ignacianos, que describía con sencillo estilo las obras de los jesuitas en diversas partes del mundo e invitaba al joven lector a unirse a ellos y colaborar en su labor. La segunda fue la revista-anuario Nazaret del seminario menor, llamado entonces Escuela Apostólica o, sin más, la Apostólica de Albán. Este anuario describía con fotografías en forma tan atrayente la vida que llevaban allí los jovencitos, que no pudo menos que motivarme fuertemente a unirme a ella. Estas dos lecturas despertaron en mí un deseo muy intenso de hacerme jesuita, debía entonces ingresar a la Apostólica, como preparación para pasar más adelante al noviciado que tenía la Compañía en Santa Rosa de Viterbo, Boyacá.

Dicho y hecho. A mediados de 1938, cuando viajó el padre Eustasio Pieschacón, mi director espiritual, le pedí que me consiguiera puesto en el colegio-seminario o la Apostólica de Albán. Tuve que esperar hasta el año siguiente. Ingresé el 27 de enero de 1939, a tercero de bachillerato, pero no sin antes superar un obstáculo, el paso de un "Rubicón", que más adelante contaré.

La decisión de hacerme jesuita era creciente e irresistible desde aquel comienzo de 1938, cuando yo no contaba aún 13 años. La iniciativa del Señor Jesús era nítida: yo iba percibiendo cada vez con mayor lucidez su presencia y su acción en mí. Esta iniciativa suya en mi vocación es indiscutible, maravillosa, y se mantiene presente. Yo sólo tuve que dar una respuesta pronta y generosa y "poner" unos cuantos hechos que, cada vez que los recuerdo, me dejan desconcertado. ¿Cómo pude yo, a tan temprana edad, sin antecedentes de iniciativa en otros campos, siendo tan apegado a mi madre -yo era su hijo preferido-, sin familiares sacerdotes que me hubieran precedido con el ejemplo, tomar la decisión de hacerme jesuita en el otro extremo de Colombia?

Recuerdo que mi madre, cuando supo que yo estaba dando los primeros pasos para hacerme jesuita, muy lejos del hogar, me propuso seriamente que entrara más bien al Seminario Diocesano de Medellín para formarme  allí, no al otro lado del mundo: sacerdote diocesano, sin tener que alejarme de la casa. Quería mantenerme cerca. Sin vacilar, le respondí categóricamente: "Mamá, jesuita o nada". Ante tan firme decisión, no tuvo más remedio que ceder. No volvió a mencionarme tal propuesta en adelante.

Superado el intento de mi madre de que entrara al seminario de Medellín, viajé a Albán, con el corazón hecho un estropajo por tener que separarme de ella, mi mayor amor sobre la tierra, y de mis demás seres queridos. Salí de Medellín el miércoles 25 de enero de 1939 en un avión de la compañía aérea Saco (Sociedad Aeronáutica Colombiana) con un tiquete que, como dije arriba, compré yo mismo -por supuesto, con dinero de mi padre- por 15 pesos de entonces. Viajé con otros tres jóvenes, dos de Sopetrán y uno de Medellín, para entrar con ellos a la Apostólica. Nos esperaba en el aeropuerto de Techo, Bogotá, el padre jesuita Luis Eduardo Arango, simpática persona que nos paseó por los parques y museos de la ciudad durante dos días. El viernes 27 de enero bajamos en tren a la Apostólica de Albán.

Imagínese, estimado lector, al infrascrito, acabado de salir del cascarón de un genuino hogar antioqueño, tímido frente a extraños, espontáneo y atrevido frente a hermanos y primos, distante y callado -tretas de mi inconsciente para disimular la timidez que siempre me ha acompañado en mi ya larga vida-, imagínese a este adolescente, acabado de salir de niño, trasplantado al seminario de los jesuitas, un "semillero" de vocaciones para la Compañía de Jesús.

Fue para esa época cuando hice las dos lecturas de que hablé arriba y empecé a sentir, a ratos, la presencia espiritual de Alguien, una dulzura no experimentada antes, una luz que arrojaba mucha claridad en mi horizonte interior y me daba gran paz. A la presencia viva de ese Alguien se unía un claro deseo de hacerme sacerdote jesuita para alcanzar el ideal que trazaban las dos lecturas de marras. Otras veces, mi estado interior se ensombrecía y alteraba, llenándome del temor de vivir enclaustrado y a oscuras. Todo me atraía menos el hacerme "cura", como se dice en la jerga popular.

Las características de estas dos mociones o sensaciones del espíritu  diferían tanto unas de otras que no había forma de confundir sus orígenes diversos: el Bien y el Mal, Jesucristo y el Maligno. Aplicando las "reglas de discreción de espíritus" -de las cuales habla san Ignacio de Loyola en su libro a la Compañía de Ejercicios espirituales,{5} las que sirven para aprender a distinguir la intervención en la propia conciencia de esos dos espíritus opuestos- confieso, sin lugar a dudas, que se trataba de Alguien que me llamaba al Bien -no era otro que el Señor Jesús- y del Tentador -que me impulsaba fuerte y groseramente al Mal, al pecado-. Al menos así lo percibía a mi corta edad.

Conviene señalar que esta explicación no fue clara para mí en un principio, ni durante mis largos años de formación jesuítica. Más tarde, ya ordenado sacerdote y tratando de volver sobre los orígenes de mi vocación, la comprendí y desde entonces la he tenido por cierta: Jesucristo me llamó porque quiso librarme del poder de las tinieblas, las que me hubieran ensombrecido si yo hubiera seguido la tentación que sentí entonces y no a Él. Estoy convencido de la verdad de lo que digo, y para mí esta es la explicación última y secreta de mi llamamiento al sacerdocio: el Señor me quería en su servicio.

Esta tentación, vestida de "pecado", la siento con frecuencia, hasta el punto de llegar a pensar un día que se trataba de algo absurdo. Oré y consulté a mi Amigo secreto, quien no tardó en responderme algo que me dio mucha luz y tranquilidad: "Nada que se sufra por amor es un absurdo".