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Vivo por ella

© 2014, Christian David Silva

© 2014, Intermedio Editores S.A.S.

Edición, diseño y diagramación

Equipo editorial Intermedio Editores

Diseño de portada

Lisandro Moreno Rojas

Intermedio Editores S.A.S.

Av Jiménez No. 6A-29, piso sexto

www.circulodelectores.com.co

www.circulodigital.com.co

Bogotá, Colombia

Primera edición, septiembre de 2014

Este libro no podrá ser reproducido,

sin permiso escrito del editor.

ISBN: 978-958-757-415-9

epub por Hipertexto / www.hipertexto.com.co

ABCDEFGHIJ

Dedicatoria

Para Leidy, porque a pesar del tiempo, la distancia y el resentimiento, siempre será el amor de mi vida y la fuente de inspiración de cada palabra que mi mente pueda expresar. Te sigo amando. Te amaré siempre.

Agradecimientos

Infinitas gracias a Catalina Torres Benjumea por creer desde el principio en esta obra, dándole oportunidades invaluables a los nuevos talentos colombianos.

I

Toda historia merece ser contada, la mía es sencilla pues, más que un relato para entretener a quien lo lea, es un diario, una confesión, un capítulo de mi vida que fue importante. Nadie puede cambiar a alguien; pero ese alguien puede convertirse en la motivación por la que todo, en ese otro alguien, cambie. Yo transformé mi vida gracias a ella.

Y es que, ¿qué puedo decir sobre lo ocurrido? Contigo conocí el amor y también el dolor. La vida pone en el camino personas maravillosas y, sin embargo, muchas veces no sabemos valorarlas porque no comprendemos cuánto valen hasta que las hemos perdido para siempre. Por andar recogiendo piedras en el camino no nos fijamos que puede haber muchos diamantes a nuestro alrededor; y esa sería la más dura de las lecciones que yo debería aprender. Te empecé a echar de menos cuando ya era demasiado tarde. Me demoré.

Fue un 10 de junio, no olvidaré esa fecha. Es raro encontrar alguien así por internet. Con tantos peligros latentes dentro de esa inmensa red global, con tantas circunstancias extrañas que pasan, con la incertidumbre de no saber quién está detrás de esa pantalla o qué intenciones tiene, yo no creía en poder encontrar siquiera una persona para poder mantener una conversación, pues mi escepticismo era mayor. Simplemente estaba en esa red social «de pasada», no tenía nada mejor que hacer aquella noche.

Y no era que tuviera muchas actividades para realizar el resto de mi tiempo. Desde siempre he sido una persona muy tímida, de pocos amigos, que no sale mucho de casa y que prefere quedarse escuchando música en medio de la soledad de la habitación, rayando casi en la monotonía y el aburrimiento; una rutina de dieciocho años que no cambió hasta ese único momento.

–Hola, ¿cómo estás?

–Hola. Bien. ¿Y tú?

–Bien, gracias.

Y fue así como se inició la historia que cambiaría mi vida y que la dividiría en dos. Pero no fue una conversación que se iniciara en la calle, en un café, en un parque o en un salón de clase. Fue a través de un ordenador, de una red social, de unos cuantos clics y un teclado. Así conocí a Samanta, una chica extraordinaria, de sentimientos únicos, mi corazón no podrá desprenderse ni por un segundo de esta sensación.

Esa noche escribí mi correo electrónico, mi contraseña, y con un solo clic, miles de fotografías, personas y rostros diferentes se apoderaron de la pantalla del ordenador y se mostraron ante mis ojos, para nada sorprendidos.

–Siempre lo mismo –pensaba siempre, acompañando mi frase con un suspiro aburrido.

Ya era parte de mi rutina estar unos minutos en aquella página y luego salir de ella sin mayores contratiempos. Eché un vistazo a los perfiles, como siempre mujeres hermosas, voluptuosas, rubias, castañas, morenas, blancas, de cuerpos esculturales, de ojos de todos los colores, de rostros disparejos, con anteojos, con escotes, recatadas, desequilibradas, reprimidas, liberadas… Había para todos los gustos, aunque muchas de ellas no respondieran ni un simple «hola», o tuvieran fotos falsas para llamar la atención de los hombres libidinosos que solo buscan que esas chicas les muestren sus atributos a través de una cámara web.

–No sé para qué se conectan si jamás responden a un saludo –volví a suspirar.

Entre tantos rostros, tantas bocas y tantas miradas grabadas para siempre en las fotografías que colocaban en sus perfiles, unos ojos llamaron mi atención. No sé cómo, no sé por qué, pero estos ojos tenían algo diferente a los otros cientos que había visto. Y luego de quedarme perdido en la ternura y en la dulzura de esa mirada oscura, observé su rostro de porcelana. No pude evitar sonreír al observar a quien fuera, para mi gusto, la chica que más llamaba mi atención.

–Qué lindo rostro –pensé.

Seguí observando. Contemplé su piel blanquísima, su nariz puntiaguda y bien perfilada, sus labios delgados como un fino caramelo, su cabello castaño con puntas doradas, como si el sol la iluminara siempre, y un lunar junto a su mejilla, tan pequeño y tan sensual, que sería el motivo de mis locuras y mi desesperación tiempo después.

–Es hermosa –pensé en voz alta–, debe ser de esas chicas a las que todos saludan pero jamás responde. Debe ser de esas tantas que, por ser bonitas, son superficiales y no prestan atención a los sentimientos de nadie aparte de ellas mismas.

Mientras yo decía estas palabras me fijaba en el nombre de aquella chica. Un nombre común, supongo. Muchas mujeres se llamaban como ella en la página, y aun así, solo su figura llamó mi atención por completo. Leí su nombre letra por letra, como si jamás lo hubiese visto, como si quisiera grabarme para siempre las vocales y consonantes que lo conformaban. Samanta. Samanta. Samanta.

Todo pasó en cuestión de segundos, ahora las preguntas… ¿Debo saludarla? ¿Y si no contesta? Me sentiría demasiado decepcionado si no le llamo la atención, si no responde nada. Mejor la dejo en paz. Debe tener otros más, que son mucho más interesantes que yo y que la deben estar llenando de halagos. Pero por otro lado, si no me saluda al menos saldré de la duda y me convenceré de que una chica como ella no está destinada para mí, ni siquiera como amiga.

Entonces simplemente lo hice. Sin vacilar tanto como mi mente quería hacerlo parecer, di clic sobre esa foto inolvidable y abrí su perfil. Abrí el chat y la saludé con mi inocente «hola» esperando que respondiera.

–No responderá –pensé casi convencido.

Pasaron segundos eternos. La impaciencia se apoderaba de mí al tiempo que mis ojos no se apartaban de esa foto, donde su cabello castaño y liso me hacía soñar con poder enredarlo entre mis manos alguna vez. Siguió pasando el tiempo… Y por fin apareció ese aviso que puede ser motivo de alegría o de tristeza: mensaje leído. Entonces esperé y esperé y nada.

–Lo sabía –me dije con enfado y frustración.

El cursor del mouse se posó sobre el botón de salida para abandonar la página y mis ilusiones de hablar con esa bella se desvanecían. Decepcionado, mi dedo índice estaba a punto de hacer clic hasta que, como por obra del destino, Samanta respondió.

–Hola

Y desde ese momento, desde esa respuesta inesperada, alegre e ingenua, parecía que nuestros destinos se hubieran unido perpetuamente, para bien o para mal.

Luego de pasar la prueba del saludo lo demás fue sencillo. La ventaja de conocer a alguien por internet es que puedes ser un completo mentiroso desde el principio o abrirle tu corazón y ser honesto y no te juzgará por haber elegido alguno de esos dos caminos. Yo quise ser lo más sincero posible, sin poder evitar decirle que su foto me había cautivado.

–Tienes un rostro angelical –le escribí.

–Gracias, tú también eres muy simpático –me respondió con ternura, supuse.

Con solo ver cómo escribía, cómo se expresaba y cómo manejaba las palabras pude notar su simpatía, su sencillez y su amabilidad; y eso en diez minutos, o quizá un poco menos, me fascinó. Solo durante ese tiempo ya quería saber todo sobre ella, adentrarme en sus pensamientos, ser parte de su vida. Y lo conseguí.

La conversación se prolongó más de lo que yo esperaba. Pasó el tiempo y poco a poco empecé a intimar con Samanta. Su nombre me parecía tan hermoso como sus ojos tan oscuros y a la vez tan brillantes que alcanzaban a iluminar toda mi alma. Con cada mensaje de chat que iba y venía, con cada segundo que pasaba, yo me enamoraba más sin saberlo. Sus palabras me transmitían una ternura y una dulzura que jamás sentí. Cada vez que ella escribía encontrábamos más cosas en común. Sin duda alguna ella era para mí, como yo para ella. Bueno, eso pensaba en aquellos momentos en los que se pierde la razón y el amor comienza a florecer como una pequeña semilla recién sembrada.

Y era tanto lo que estaba empezando a sentir que llegaban a mi mente las preguntas inevitables:

–Y… ¿tienes novio?

–No, no tengo.

–¿Por qué? claro, si puede saberse.

–No ha llegado el indicado. Además, un chico que me quería mucho y al que yo quise también, se separó de mí recientemente.

–Entiendo. Lo siento mucho.

–Pero sabes, quisiera que alguien me entregara su corazón, alguien bueno que no se fije solamente en un cuerpo.

–¿Y si te entregara mi amor a ti?

Desde que hice esa pregunta tan inesperada, tanto para ella como para mí, nada volvió a ser lo mismo. Todo se hizo más fuerte, más intenso, único. Creamos un lazo indestructible que, curiosamente, atamos a nuestros corazones a través de una red social. ¿Por qué hice esa pregunta? No lo sé. Quizá hice lo que mi corazón me pedía. Tal vez él sabía que Samanta era la chica que con tanta ansia había deseado; esa mujer que solo la había encontrado en sueños, generalmente cortitos.

–Sería muy afortunada si entregaras tu corazón a una chica como yo –me respondió al cabo de unos minutos.

No podía creer ese mensaje, era como una fantasía. Había encontrado a la chica de mis sueños a través de un ordenador y en medio de la soledad de una habitación tan pequeña como mis oportunidades de salir de allí. Mi felicidad era evidente, pues así me lo hizo saber mi madre, quien al verme contento, por fin, se paró frente a mí y dijo:

–Es bueno verte de vez en cuando con una sonrisa.

–Una sonrisa no le hace daño a nadie –afirmé.

–Ojalá todos los días sonrieras de esa forma, pero, por ahora, apaga ese aparato. Es hora de cenar y tu padre necesita usar el ordenador.

Debí obedecer. Por hoy, las risas y las palpitaciones descontroladas de mi corazón debían esperar a un nuevo día. Me despedí de Samanta pensando que esa habría sido la primera y la última vez que hablaríamos, que ella solo estaba allí para pasar un rato y que no quería entablar una amistad verdadera en esa red social.

–Un placer haberte conocido –le escribí–. Me alegra haber pasado este tiempo contigo. Ya debo irme. Muchas gracias por permitirme hablarte.

–Espera –me dijo mientras yo estaba cerrando todas las ventanas de mi pantalla–. La verdad es que me conecto muy poco por aquí y… quisiera seguir hablando contigo. ¿Puedes darme tu Facebook?

Hacía mucho tiempo no sentía una alegría tan grande como la que sentí al leer ese mensaje. ¡Una chica tan bella quería mi Facebook! Llegué a creer que todo era mentira, que la foto del perfil era falsa, que detrás de todo se escondía uno más de los que se hacen pasar por mujeres en internet solo para satisfacer un deseo sexual. Pero no… mi corazón, en medio del casi infarto que estaba sufriendo en ese momento, me aseguró que era verdad, ella extistía. El verdadero inconveniente surgiría más adelante, cuando se convirtiera en todo mi mundo.

Al día siguiente revisé mi cuenta de Facebook, vi con sorpresa su solicitud de amistad, y antes de aceptarla revisé algunas cosas de su perfil, como sus apellidos, pues no los sabía.

–Samanta Alonso Losada –dije el nombre completo en voz alta–. ¡Tiene un nombre precioso!

Y una vez más vi su fotografía adornando mi pantalla. Pero era otra diferente. Una tan bella o más hermosa que la primera que contemplé con encanto. En esta ocasión, su rostro estaba pintado como el de un mimo, pues fue tomada durante una obra de teatro de su colegio en donde ella participó. Sus labios formaban una sonrisa que recorría todo su rostro y abultaba sus delicadas mejillas. Su lunar estaba oculto entre el maquillaje de color blanco, pero aun así podía verlo. ¿Qué sería lo más lógico en estos casos? Aceptar la solicitud.

Al instante, junto a su bello nombre se encendió un círculo verde y pude chatear con ella otra vez.

–Pensé que realmente nunca me enviarías una solicitud de amistad –escribí con rapidez.

–Personas como tú son difíciles de hallar y tengo ganas de saber mucho más de ti –me dijo sin temor.

Así, de este modo tan común, tan sencillo y tan poco sorprendente para aquellos que manejan estas redes sociales a diario, tuve el privilegio de saber lo maravilloso y lo doloroso que es enamorarse por Internet. Samanta siguió hablando conmigo unos minutos más. Esos minutos se volvieron horas, y esas horas se hicieron días. Días enteros hablando, desde la hora del almuerzo hasta las frías madrugadas en las que todos en mi casa dormían, menos yo, pues aún tenía mucho de qué hablar con ella; mi amiga, mi confidente, mi consejera, mi gran amor.

–¿Cuántos años tienes? ¿A qué te dedicas? ¿Qué te gusta hacer? ¿Sales mucho? –eran solo algunas de las preguntas que le hacía para romper el hielo y convencerme de que ella era lo que yo buscaba.

–Tengo dieciséis años. Aún estoy en el colegio, a punto de graduarme. Me gusta leer… leer es mi pasión. Me gusta ver películas, estar con mi mejor amiga, aunque en realidad me la paso en casa, a veces demasiado tiempo. Muchas veces me aburro aquí encerrada, pero últimamente salgo con más frecuencia porque he tenido que ir a la biblioteca. Debes pensar que soy muy aburrida porque paso algo de tiempo allá.

–Créeme que no. Me pareces muy interesante. Eres diferente a todas las chicas que he conocido.

Yo tenía dos años más que ella, ya estaba en la universidad, no salía mucho con mis compañeros y no me gustaba mucho leer. Aun así quería cambiar para compartir más cosas, solo por ella. Todo valía la pena si la recompensa era estar junto a Samanta.

¿Qué le podía decir de mí? Yo tampoco me consideraba igual a los demás chicos. Yo era más tímido y callado que ellos, me gustaba una música totalmente diferente a la convencional, prefería quedarme en casa antes que estar en un parque y es por eso no sabía cómo actuar con ella, qué decirle para parecerle interesante, para conquistarla, para que me quisiera.

Sin embargo, el amor no se mide por lo interesante que eres o por las cosas que te gustan o no. Es algo que simplemente llega, que va naciendo, que crece dependiendo de la forma cómo se siembre. Con una bella palabra o con una forma cortés de tratar al otro el cariño puede apoderarse de nuestro corazón. Por eso no temí. La conversación fluyó sola y Samanta y yo parecíamos conocernos de toda la vida.

Cuando la madrugada nos obligaba a dormir y nos despedíamos casi sin querer, como deseando seguir tecleando para escribirnos mil mensajes más, yo me recostaba en mi cama y escribía para ella esperando que sus ojos algún día pudieran leer esas palabras que mi corazón gritaba. Para Samanta, escribí algo parecido a un diario, el cual decía cosas como esta:

Tú, fiel e incondicional.

Tú, tierna y espiritual.

Pones el alma en cada una de las cosas que realizas.

El optimismo y la valentía idealizas.

Con tu forma de ser me abrumas, me seduces, me hipnotizas.

Con tu risa, tu voz y tus palabras me hechizas.

Tú, con tu carácter fuerte y duro.

Tú, me has sacado del abismo más oscuro.

Me has dado alas para volar.

De ti me has hecho enamorar.

Pero todo aquello era algo que ella no podía leer.

–Cuéntame de ti –me dijo en alguno de los muchos diálogos que tuvimos.

–Pues… –titubeé– además de que mi nombre es Adrián Albán, como ya sabes, que tengo dieciocho años y que estoy en la universidad, quizá debas saber que me gusta mucho escribir, que me encanta hacer poesía cuando estoy inspirado, que también me gusta dibujar, a pesar de que hace mucho tiempo no lo hago. Que no tengo hermanos, que vivo solo con mis padres que me quieren mucho, que soy algo mimado, que tengo una vida casi perfecta, pero solo me hace falta algo para ser totalmente feliz.

–¿Y qué te falta?

–La compañía de una chica tan hermosa como tú.

No es lo mismo decir estas cosas por chat que en persona. Tal vez por eso me atreví a decirle todo aquello sin temor a que se enojara. Además, en el fondo sabía que ella quería que yo le dijera todas estas cosas porque ya me había ganado su confianza y estaba tocando la puerta de su corazón, sin afanes ni presiones.

–Me encanta hablar contigo –le dije.

–A mí también –correspondió–. Sabes algo… te quiero mucho.

Y aquel te quiero encendió la fiesta en mi corazón. Mi sangre hirvió, mis mejillas se enrojecieron y mis manos temblaron de emoción. Ella no me conocía en persona, no había escuchado mi voz, no sabía más allá de lo necesario de mí. ¿Cómo podía sentir eso? ¿Y yo por qué correspondía a ese sentimiento? ¿Por qué estaba tan seguro de que no mentía? Ella no podía mentir. Sus ojos oscuros y a la vez tan luminosos, como la luz del sol, no me permitían pensar que me estaban mintiendo.

–Yo también te quiero mucho –le expresé sin demora, mientras los latidos de mi corazón me indicaban que esto no era un simple «te quiero». Era algo más profundo y trascendental.

Ella me envió un emoticón con una cara sonriente y un corazón tan rojo y palpitante como el mío. Yo muchas veces debía ponerme de pie de la silla donde me hallaba sentado para contener la emoción y no equivocarme con las palabras, pues hasta ese momento pensaba que ese bello te quiero era solo de amistad, sin adivinar que en nuestros corazones surgía algo más, algo de lo que yo, por desgracia, no estaba seguro.

Pero, ¿por qué no estaba seguro? Por haber cometido el peor error de mi vida. Por mi inexperiencia y mi inmadurez, por mi ingenuidad y mi estupidez. ¿Cuál fue ese error? ¿Cuál era esa falta imperdonable que ahora me hacía dudar de dejarme llevar por los hermosos «te quiero» de mi hermosa Samanta? Creerme enamorado de otra chica.

Otra chica que no podía compararse con la ternura y la amabilidad de mi chica de la red social. Otra chica que no sabía el significado de la ternura, ni de la fidelidad, ni del amor. Por haber llegado antes a mi vida, yo me sentía atado a ella pese a que esa mujer, en medio de su desvergüenza y despreocupación, no pensaba lo mismo que yo. Ella no estaba comprometida con lo que se suponía que sentía por mí, y yo, incluso así, creía dar la vida por estar a su lado. ¡Qué estúpido fui!

II

La historia con Alexa fue muy diferente. No fue una relación sencilla, pero yo creía amarla porque era mi primera novia. Sí, mi primera novia a los dieciocho años. Ya lo sé; muy atrasado para mi edad, que a esas alturas ya han tenido relaciones sexuales e incluso ya tienen hijos. Muchas veces sentía que no era normal, que no era como los demás, que tenía algún problema mental o algún temor indescriptible que no permitía acercarme a una mujer y hablarle normalmente. Por fortuna, o por desgracia, Alexa irrumpió en mi vida y con ella mi primera oportunidad real de superar ese temor.

Yo creía amarla, creía dar la vida por ella y que envejeceríamos juntos sin dejar de querernos ni un segundo de nuestras existencias. Pero los sentimientos son confusos y caprichosos, y por andar de nuevo en estos caminos perdí una verdadera gran oportunidad en el amor.

Pero, ¿cómo conocí a Alexa? No fue a través de una red social, una pantalla o un ordenador. Todo sucedió una mañana, dos meses antes de conocer a Samanta, durante las vacaciones de semana santa. Ese día tan común y corriente, mi padre, en medio de sus habituales ocurrencias, sugirió que sería buena idea irnos fuera de la ciudad para escapar de la rutina, del ruido y de la contaminación citadina.

–¡Hoy no es día para quedarnos en esta casa rodeados de toda esta monotonía! –empezó él a vociferar por toda la casa–. Hoy quiero salir a un lugar diferente, quiero asolearme un poco. Olvidémonos por completo de esta ciudad.

–No me digas que quieres hacer otro de tus famosos viajes al campo –dijo mamá.

–No precisamente al campo. Vamos a la finca de mis padres. Ellos nos esperan para almorzar. Será un buen cambio en comparación con el encierro en el que vivimos.

Mi madre y yo preferíamos quedarnos a ver una película o a ver televisión, pero cuando a mi padre se le metía una idea en la cabeza no había poder humano que lo hiciera desistir. Así, en menos de treinta minutos, papá ya nos había hecho arreglarnos y vestirnos para ir hasta la finca de los abuelos; y tres horas después, luego de un camino lleno de insolación, somnolencia y deseos de estar en cualquier otro lugar diferente al referido, nos bajamos del automóvil y saludamos a los abuelos.

–¡Qué grande estás, hijo! –exclamó mi abuela al verme. Siempre decía lo mismo.

–Ya eres todo un hombre, Adrián –afirmó el abuelo con una sonrisa gentil.

El calor era sofocante. Era como entrar a un fogón y sentir que el sol te está cocinando vivo. Pero eso a mi padre no le importaba. Él estaba feliz de visitar a sus padres, mientras que mi madre y yo nos sentamos en la sala de la cabaña de la finca a hacer lo mismo que hacíamos en casa: ver televisión.

–No es mucha la diferencia, ¿verdad? –me preguntó mamá con ironía.

–No mucha –contesté–. Este calor me está matando. Nos hubiéramos quedado en casa a hacer lo mismo que estamos haciendo aquí. Incluso la señal de la televisión es mejor en casa.

–Lo sé, pero ya conoces a tu padre.

–No pienso quedarme aquí. Estoy muerto del aburrimiento y del calor. Voy al pueblo por un helado.

Por fortuna, el municipio no quedaba muy lejos de la finca, así que podía ir caminando. Mis padres y mis abuelos se quedaron y yo me marché con cierta prisa, ya que si me demoraba el calor iba a quemarme el cuero cabelludo y las cejas. Al llegar a la heladería mi boca estaba seca y mis mejillas quemadas por el sol. ¡Qué desgracia!

Cuando nada podía ser peor y el calor quemaba hasta mis ideas las cosas cambiaron o, al menos las circunstancias me hicieron creer eso.

–Una paleta de chocolate –le pedí al tendero.

–Dos mil pesos.

Fácil. Sencillo. Tomé mi paleta. Le pagué con un billete de diez mil. Se demoró en darme el cambio, pues al parecer yo era uno de sus primeros clientes en el día.

Mientras él buscaba y contaba moneda por moneda el dinero que debía darme como cambio, mis ojos se distrajeron, miraron hacia otro lado, y vi que una chica pasaba por la calle. Era morena, de ojos algo saltones y oscuros, de nariz pequeña, cabello negro que le llegaba hasta la cintura y que ocultaba buena parte de su espalda; sin muchos atributos en su pecho pero con suficientes piernas para ocultar ese mínimo detalle. ¡Unas piernas de locura! No pude evitar seguirla con la mirada mientras pasaba.

Era muy hermosa, un deleite para el mirar lujurioso de cualquier macho. Y, como hombre, la imaginé desnuda. ¡Toda una provocación! Sin embargo, por su forma de caminar y su lentitud al hacerlo supe que era una chica fogosa, de esas que duermen con aquel que le ofrezca un puñado de oro lo suficientemente grande.

Mi cabeza me ponía imágenes junto a ella. Mi mente la seguía contemplando desnuda placenteramente, hasta que…

–¡Aquí están las vueltas!

La voz del tendero me devolvió a la realidad.

Tomé el dinero y salí. Me percaté de que la chica había acelerado su paso y que ninguno de los hombres, que como idiotas nos quedamos viéndola pasar, nos dimos cuenta que en mitad de la calle ella había dejado caer un collar. Al dejar de verla, volteé la vista y vislumbré la cadena de color dorado, brillando en medio del inclemente sol. Inmediatamente me agaché a recogerla y salí corriendo detrás de la chica para entregársela. Ella caminaba cada vez más rápido, quizá para no ser víctima del sol.

–¡Espera! –le grité–, ¡espera!

Entonces ella escuchó mi voz, acomodó su cabello negro, largo, brillante… y se dio vuelta para encontrarse frente a frente conmigo. Yo la miré a los ojos y me perdí en ellos otra vez, eran perfectos. Al parecer, me extraviaba muy fácilmente en la mirada de las mujeres. Entonces tartamudeé.

–Esto es tu-tu-tuyo. Se te cayó en me-medio de la calle.

Yo había bajado la mirada, y me encontré con el escote de su blusa blanca y el lunar que tenía en uno de sus pechos. Se veían hermosos a la luz del sol. Ella no apartaba su mirada de mi cara y al ver mi expresión nerviosa e incómoda, sonrió y me dijo:

–¿Se te olvidó aplicarte bloqueador solar esta mañana? Tienes la cara totalmente roja.

Y no era por el sol. Estaba sonrojado. Ella lo sabía. Solo quería hacerme sentir más nervioso.

–Es que… no sabía que iba a estar en este lugar hoy y… tampoco sabía que el sol iba a quemar tan fuertemente a esta hora.

–Entiendo. Bueno, pues gracias por recoger mi collar. Iba a ponérmelo más tarde y lo guardé en mi bolso. ¿Cómo te llamas? Seguramente eres de la capital porque estás sudando demasiado y no pareces vivir por aquí.

–Así es –dije mientras una gota de sudor bajaba por mi sien–. Mi nombre es Adrián.

–Me llamo Alexa. Creo que ya lo sabías porque en mi collar está escrito.

Yo no había visto nada del collar, solamente el cuerpo de la chica, pues mi mirada estaba baja. Al mismo tiempo rezaba para que mis mejillas terminaran de sonrojarse de una buena vez.

–Mu-mucho gusto, Alexa.

–¿Por qué tan nervioso?

–Realmente no suelo hablar con chicas. Y menos tan bellas.

–Muchas gracias por el cumplido. Me caes bien. ¿Sabes algo? Puedes llamarme a mi celular cuando quieras y quizá la próxima vez que vengas por aquí podamos hacer algo juntos. ¿Te parece?

–Claro –respondí atónito y con un nudo en la garganta.

¿Acaso había escuchado bien? ¿Esa chica, desconocida aún para mí, me ofrecía su amistad? Definitivamente ese tenía que ser mi día de suerte. Era mi primer contacto directo con una chica sin que se tratase de algún trabajo escolar o de la universidad.

Yo todavía no estaba muy convencido. Imaginé que me daría un número falso o se equivocaría en alguno de los dígitos, pero no. Todo estaba correctamente escrito. Por desgracia, yo no tenía mi celular en ese momento y por eso ella con amabilidad anotó cada número en un papel que encontró en su bolso. Al terminar, lo colocó en mi mano derecha y la apretó por un segundo, quizá para sentir mi nerviosismo y jactarse de él.

–Estaré esperando tu llamada –me dijo mientras sonreía con picardía.

De mi garganta no salían las palabras. En mi silencio, solo podía darme cuenta que Alexa estaba interesada en mí; mucho más de lo que cualquier chica había demostrado hasta ahora. Pero, como todos los momentos mágicos duran poco, ella simplemente me dijo adiós, se volteó y siguió su camino contoneando sus caderas con lentitud y dejando que la suave y refrescante brisa jugara con su cabello. Cuando cerré la boca, solo pude decir:

–¡Qué cuerpo tiene! ¡Es realmente hermosa!

Guardé aquel papel en el bolsillo de mi pantalón y caminé hasta la finca nuevamente. Me había olvidado de la paleta de chocolate, y ya se había derretido dejando mis manos pegajosas y húmedas. Pero con aquella sorpresa de encontrarme a Alexa en mi camino, la sed había desaparecido. Volví a la cabaña como si nada, como si nunca hubiera salido de ese lugar. Claro, sin poder salir del asombro.

–¿Y la paleta? –preguntó mamá.

–Me la comí en el camino.

–Te la comiste como un cerdo. Tienes las manos y la camiseta manchadas del color de la paleta.

–Lo siento, el calor era sofocante.

Pero mamá no sabía que esa paleta se había derretido por haberme quedado anonadado ante la belleza de Alexa. Es una lástima que esa chica solo fuera agraciada en cuanto a su físico, que fuese fría como el hielo, que solo buscara placer, que se burlara del cariño que le profesaran en la cara y que cerrara su corazón a quien la amara verdaderamente. Y más lástima me daba saber que lo único que ella pudiera hacer fuera abrir sus piernas para satisfacer sus placeres y su voraz apetito sexual.

Debido a que la conversación entre mis padres y mis abuelos se prolongó más de lo esperado, la noche ya había caído sobre la finca y era demasiado tarde para tomar la carretera y regresar a casa. Tuvimos que dormir allí y tomar el camino a la ciudad temprano en la mañana.

–No hay problema –dijo la abuela–. Prepararé para ustedes la habitación de huéspedes. Descansarán cómodamente allí.

Minutos después, las camas ya estaban listas. Sin embargo, mis padres seguían hablando placenteramente con los abuelos de política, de deportes, de religión, incluso de moda, sin detener sus lenguas. Pero yo ya estaba exhausto, tenía el rostro adolorido y quemado por culpa del sol, y solo quería irme a descansar. Eran alrededor de las nueve de la noche.

–Que descanses, hijo –me dijo la abuela al dejarme instalado en la habitación.

En el cuarto había tres camas. Yo utilicé la que estaba más cercana a la ventana para que la brisa nocturna me refrescara más; las otras dos camas estaban preparadas para mis padres. Por el calor que aún fastidiaba mis sentidos, decidí dormir por encima de las sábanas y las cobijas. Cinco minutos después ya no había sujeto. Odiaba usar pijama, solo tenía la ropa interior puesta.

Pero sentí que algo no andaba bien. Mis sueños se confundían con la realidad, y mis sentidos se habían agudizado. Sentía un placer indescriptible, casi orgásmico, como si se hubiera encendido un fuego ardiente dentro de mí. Esa sensación se reproducía allí, en mis genitales, como si yo mismo me estuviera masturbando en mis sueños sin darme cuenta, y como si el placer de hacerlo no me dejara despertar.

Sentía cosquillas, ese sobresalto de satisfacción y de culpa que solo puede sentirse cuando la llama de la pasión quema tanto que la masturbación es la única salida. Lo único cierto es que sentía tanto placer que no quería que esa sensación se detuviera. Pero fue inevitable. Esta conmoción era tan intensa, que me hizo abrir lentamente los ojos.

–Pero estoy quieto –pensé mientras despertaba–. ¿Por qué siento esto?

Mis manos estaban inmóviles, no sentía nada cubriéndome. Cuando mis ojos se abrieron por completo la oscuridad no me dejaba ver con claridad, pero esa sensación de placer sofocante me hacía morder los labios y gemir hasta el punto de querer gritar, teniéndome que contener y hacer rechinar mis dientes para no alarmar los adultos que se oían de fondo, pero lejos.

Yo gemía pasito y al mismo tiempo sentía una mano delgada que recorría mi entrepierna pasando por mis testículos y mi miembro acariciándolos con suavidad, pero acelerando su movimiento gradualmente. Unos dedos me tocaban y se desplazaban como si se trataran de las falanges de un flautista que toca con pasión su instrumento musical.

–¿Quién eres? –preguntaba yo, entre gemidos.

Pero solo se escuchaban los suaves y excitantes quejidos de ella, que me estaba dando tanto placer.

Cuando la mano pausaba su impetuoso movimiento de arriba abajo y de abajo arriba, el aliento de una boca, la humedad de su lengua y la suavidad de los labios de mujer apresaban la cabeza de mi miembro y la llenaban de su saliva, mientras mi nariz inhalaba inexplicablemente un delicado perfume, de esos que usan las mujeres bonitas.

Así, una mano y una boca se turnaban para darme el mayor placer que hubiese sentido hasta ese momento. Era alcanzar el éxtasis de la satisfacción con solo un movimiento que yo conocía muy bien, pero que era más placentero cuando otra persona lo hacía por mí y que no me pedía nada a cambio.

–Ojalá no se acabe –pensaba.

Cuando la mano y la boca aceleraron su tarea y ya no se turnaban, sino que al tiempo se desplegaban por el ancho y el largo de todos mis genitales dejando la marca de los dedos y la saliva húmeda y caliente en mi cabeza a punto de estallar, mi respiración se agitó, mi pecho inhaló una bocanada de aire y lo dejó escapar en un gemido incontrolable de placer, que terminó por hacerme explotar.