Portada: Las puertas del infierno. Richard Crompton
Portadilla: Las puertas del infierno. Richard Crompton

 

Edición en formato digital: julio de 2017

 

Título original: Hell’s Gate

En cubierta: fotografía de © Phillip Allaway/Shutterstock.com

Diseño gráfico: Ediciones Siruela

© Richard Crompton, 2014

© De la traducción, Dora Sales

© Ediciones Siruela, S. A., 2017

 

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

 

Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

28010 Madrid.

 

www.siruela.com

 

ISBN: 978-84-17151-46-1

 

Conversión a formato digital: María Belloso

 

Todos los personajes de este libro son ficticios, y cualquier
parecido con personas reales, vivas o muertas es pura coincidencia.

 

Para Katya,

sin quien no habría libros.

 

Y para nuestros hijos,

sin quienes habría muchos libros más.

 

i-Loikop (nombre, maa): asesinato

 

 

El asesinato solo puede ocurrir entre masáis. Solo cuando un masái mata a otro masái hablamos de asesinato. Si las disputas entre masáis culminan en muerte, entonces se establece una nueva relación entre las partes implicadas, según la cual a quienes sean responsables de cualquier muerte se les conoce como il-oo-ikop: quienes hieren.

 

FRANS MOL,

Lengua y cultura masái

 

 

 

No se los puede convertir en esclavos, ni siquiera se los puede encarcelar. Si se les mete en la cárcel, mueren, en el plazo de tres meses, de modo que la ley inglesa del país no contempla pena de cárcel para los masáis, se los castiga con multas. Esta incapacidad absoluta para mantenerse con vida bajo el yugo ha otorgado a los masáis, solo a ellos entre todas las tribus nativas, un rango con la aristocracia inmigrante.

 

ISAK DINESEN,

Memorias de África

1

HAN TOMADO EL CIELO Y LO HAN RODEADO

 

Él es esto: un par de chanclas, un par de pantalones cortos holgados, una camisa a juego, a rayas blancas y negras. Lleva entre los brazos un colchón de espuma mugriento —medio colchón, cortado por el lado más largo, no más ancho que sus omóplatos—. Hay una manta de lana áspera doblada encima. En el bolsillo de su camisa descansa una pequeña tarjeta amarilla que contiene, escritos a mano, su nombre, su número, su delito.

Él es esto, y nada más. Solo uno de los casi cuatro mil reclusos del lugar. Se parece a ellos. Incluso camina como ellos —arrastrando los pies de forma somera, derrotada, gracias a las chanclas demasiado grandes—.

Se parece a ellos, pero no es uno de ellos. Ellos lo saben también: el primer grupo con el que se cruza se le queda mirando fijamente con siete pares de ojos hoscos, hostiles.

—¡Policía! —sisea uno de ellos.

Ha entrado en la cárcel muchas veces. Ha olido muchas veces ese aroma de humanidad viciada, confinada; ha sentido el aire, denso por el calor de cientos de cuerpos, quemándole al fondo de la garganta.

Cada vez, el pánico amenaza con alzarse en su interior. Cada vez, se sacude para reprimirlo. Se recuerda a sí mismo que, a diferencia de los demás, él consigue salir.

Pero no esta vez.

El guardia que tiene detrás se ríe entre dientes.

—No vas a encontrar muchos amigos aquí, masái. Será mejor que aprendas a dormir con los ojos abiertos.

—¡Cuidado! —exclama una voz.

Entonces dos presos vestidos de blanco pasan con gran estruendo, cargando una enorme caldera de aluminio humeante con gachas grisáceas salpicadas con alubias rosadas, carnosas.

Los cocineros depositan la caldera con estrépito en medio del patio. Ante dicha señal los grupos dispares de hombres se convierten en una fila, con platos de plástico y cucharas en mano.

—Tendrás lo tuyo más tarde —le espetó el guardia—. Primero a tu celda.

 

Se acercan a un muro de ladrillos de cemento donde hay una pequeña puerta. Sobre ella está pintada la palabra «Preventiva». La puerta enrejada se abre con un tintineo de llaves, y entran. Más allá, una segunda puerta. Las puertas no parecen acabar nunca. Este lugar es portón tras portón, puerta tras puerta, todas abiertas y cerradas con llave cada vez. Entran. El aroma avinagrado de la comida había sido malo, pero el hedor fuerte, asfixiante, del pabellón de celdas lo destierra de inmediato de tu memoria. Es el olor a sudor, a orines, a mierda, a humanidad. Pasan junto a celdas abiertas, vislumbrando en cada puerta los interiores oscuros, colchones desperdigados sobre suelos de cemento. Las escasas pertenencias están amarradas en bolsas andrajosas a los barrotes de la ventana alta, estrecha, a través de la cual se cuela un hilo de luz gris.

Ahora está en el verdadero cogollo de la cárcel, y los habitantes levantan la vista para mirarlo desde sus camas mientras pasa. A la mayoría de ellos la lasitud les impide sentir interés, pero la emoción parpadea en sus ojos. Distracción. Ira. Odio. Lástima.

Surge un rostro curioso que lanza una mirada lasciva mientras pasa junto a otra puerta: una mano hace el gesto de cortar el cuello.

El guardia suelta una risotada breve, dura, y una porra apoyada en las costillas de Mollel lo mantiene arrastrándose hacia delante. Sus chanclas rajadas hacen que sea difícil caminar con ellas, y desearía poder quitárselas de una patada. Pero los pies descalzos, como los zapatos, están prohibidos aquí. Una precaución sencilla: no puedes correr con chanclas. Y una gravilla de granito afiladísima cubre el suelo por todas partes alrededor de estas paredes.

Vociferan una orden para que se detenga. Mollel se gira para ponerse frente a la puerta de una celda que está abierta ante él.

—Bienvenido a tu nuevo hogar —dice el guardia.

Mollel cuenta seis colchones en el suelo. Al lado de un cubo de plástico cubierto de moscas, hay hueco para uno más.

—Los recién llegados duermen cerca de las heces —le informa el guardia. Y se marcha haciendo tintinear las llaves.

Mollel empuja el cubo tan lejos como puede con el pie, y extiende su colchón en el espacio que queda. Algo se revuelve al otro extremo de la celda. Lo que había tomado por un montón de mantas resulta ser la figura esquelética de un hombre. Apenas puede levantar la cabeza, pero sus ojos, medio abiertos, giran en dirección hacia el recién llegado.

—Soy Mollel.

—Sé quién eres —contesta el hombre enfermo—. Todos lo sabemos. Oímos que ibas a venir.

Ahora que sus ojos se adaptan a la penumbra, Mollel puede ver que las orejas del hombre están estiradas igual que las suyas.

Supai. —Mollel lo saluda en maa.

El hombre no responde.

—¿Qué te pasa? —pregunta Mollel—. ¿Te ha visto un médico?

—No hay ningún mganga que pueda curarme —contesta el tipo—. ¿No sabes que este es el destino de todos los masáis en la cárcel?

Se dice que un masái jamás dura más de tres meses dentro. En los viejos tiempos, se creía que simplemente morían. Cuando los ingleses juzgaban, no ponían a un masái entre rejas por menos de un asesinato. La cárcel era una sentencia de muerte para un pueblo que creía que el mundo entero era su hogar.

A lo largo de los años, Mollel ha visto a muchos masáis cumplir su sentencia. Incluso él mismo ha puesto ahí a unos cuantos. No murieron. Pero bien podrían haberlo hecho. Al cabo de pocas semanas, se vuelven apáticos, lánguidos. Las nubes se posan sobre sus ojos y una palidez cenicienta sobre su piel. La elegante constitución masái, que no está acostumbrada a permanecer echada sobre un catre durante veinte horas al día, se encorva y se comprime. Esas figuras rotas rara vez hablan y nunca ofrecen resistencia. Su espíritu ha desaparecido.

—¿Cuánto tiempo llevas aquí?

—Dos años, tres años.

—¿En prisión preventiva? —pregunta Mollel. Sabe que el volumen de casos pendientes es enorme, pero, incluso así, se queda espantado—. Déjame hablar con los guardias. Deja que te busque un médico, un abogado. Podría ayudarte.

—Tan solo cuídate a ti mismo, ole Mollel —responde el hombre—. Nadie va a querer tu ayuda aquí dentro.

El guardia regresa con un plato de plástico grasiento y una cuchara que pone en la mano de Mollel.

—Ve a por tu comida antes de que se acabe —suelta.

 

De vuelta en el patio, Mollel echa un vistazo al lugar. Los presos permanecen en pie en grupos o están sentados en el suelo, pastando como cebras de sus platos sucios. Los guardias merodean alrededor de ellos y entre ellos, con sus uniformes caqui, boinas y galones en los hombros, haciendo girar sus porras con aire despreocupado.

Todo está constreñido por muros altos, salpicados aquí y allá con puertas falsas, enrejadas. Encima de los muros, el cielo está rodeado de espirales oxidadas de alambre de púas.

Una salpicadura de algún líquido tibio le golpea la cara. El escupitajo, lleno de alubias masticadas, se desliza por su mejilla y él sacude la cabeza para apartárselo de la boca. La risa saluda a la diana.

—¿Qué te ha parecido eso, poli?

Él baja la mirada, pero no puede evitar la hostilidad burlona mientras coloca su plato sobre la caldera, que ya no humea, en medio del patio.

Percibe que todas las miradas están sobre él cuando se acerca a la olla de estaño. No queda nada. Hay dos o tres alubias aplastadas contra los bordes; aparte de eso, lo han devorado todo.

Mientras lo asimila, vuelven las risas. Primero, una mueca, luego un silbido, después un cacareo tumultuoso, clamoroso. Lo que comenzó de forma desordenada se vuelve rítmico, vibrante: los presos están pataleando al unísono.

Por un momento los guardias no hacen nada. Lo están disfrutando, al parecer. Después, de repente, ya han tenido bastante. Sacan las porras y la muchedumbre se calma. Ordenan a los presos que regresen a sus celdas.

Retienen a Mollel, pero solo el tiempo suficiente para que los demás alcancen sus celdas. No hay favoritismo con él: los guardias simplemente no quieren que haya una pelea en los pasillos.

Cuando Mollel llega a su celda, el masái moribundo ya no es el único ocupante. Lo recibe un coro de gruñidos.

—¿Por qué hemos de tenerlo aquí? —protesta una voz.

—Os toca, Oweno, porque habéis tenido sitio en el suelo para otro colchón desde que vuestro compañero de celda se ahorcó mientras vosotros seis, supuestamente, estabais durmiendo.

Oweno sonríe.

—Tenemos el sueño muy pesado, ¿verdad, tíos?

El tipo se levanta, agarrando el cubo de plástico de su sitio en el suelo y colocándolo en las manos de Mollel. El olor le golpea en la cara. En el fondo tiene pegada centímetro y medio de orín viscoso.

—Será mejor que te acostumbres —le suelta Oweno—. Te encargarás de vaciarlo.

—Comportaos, muchachos —advierte el guardia—. Este no es un ladrón de mulas de Kericho. Si le pasa algo, la gente va a hacer preguntas.

—No es de nosotros de quien tienes que preocuparte —responde Oweno—. Todos somos grandes partidarios de la polisi, aquí.

Aparece otro guardia y le murmura algo al primero.

Ambos miran a Mollel con interés.

—Bueno, bueno, masái. Un honor para ti. El jefe quiere verte.

—¿El director? —pregunta Mollel.

Las risas resuenan por la celda. Incluso los guardias se ríen con disimulo.

—Vamos.

 

Lo conducen más allá del portón que va a parar al bloque administrativo y siguen hasta la enfermería. Allí, uno de los guardias llama a la puerta respetuosamente.

La abre un tipo alto de rostro agradable, rollizo. Ojos aniñados, con los rabillos un poco hacia arriba. Parece inocente como un niño. Lo que no corresponde en absoluto con lo que Mollel sabe acerca de este hombre y de lo que hace.

Es Mdosi. Este periodo en la cárcel no ha disminuido en nada su poder ni su influencia. Se queda a un lado para invitar a Mollel a entrar, despide a los guardias haciendo un gesto con la cabeza y cierra la puerta.

La enfermería es una habitación individual que evidentemente habían convertido en la residencia particular de Mdosi. Hay cortinas en la ventana. Hay una alfombra sobre el suelo de hormigón recién pintado, junto al inevitable cubo para orinar. De la pared cuelga un calendario con fotos del monte Kenia nevado. Una pequeña televisión parpadea en silencio encima de un taburete. Y, quizá lo más envidiable de todo, hay una cama. Una cama de tamaño normal, con patas, con el enmarañado velo nupcial de un mosquitero colgando de un gancho en el techo.

Los ojos de Mdosi miran risueños.

—¿Tienes algo que contarme, masái?

—¿Sobre qué?

—Sobre por qué mis hombres no dejan de desaparecer. Sobre lo que les está pasando. No es que estén apartándose del negocio, sacando los pies. Los están asesinando. Y quiero saber quién está haciéndolo.

—No tengo nada que contarte —responde Mollel.

Mdosi sonríe. Lenta, cuidadosamente, se quita una de las chanclas. Hay una raya marcada en la suela. Con destreza, la parte en dos.

A continuación, cruza la habitación hasta el cubo para orinar. Mete los dedos en el líquido, los mueve con cautela, buscando lo que el ojo no podría ver, y entonces saca un trozo de cristal de diez centímetros. Lo clava en el talón de la chancla rota, que Mollel ve que tiene una muesca justo para eso. Mdosi maneja el cristal casi con cariño, observando cómo brilla bajo la luz tenue.

—Esto —le dice Mdosi a Mollel— es para ti.

 

Debió de ser el ruido de la silla al caer al suelo lo que hizo que el guardia abriese la puerta. El cuchillo improvisado de Mdosi está en la mano de Mollel.

De él gotea sangre.

El guardia baja la mirada hacia el cuerpo de Mdosi, que yace en un charco de sangre que va creciendo sobre el suelo de cemento, después mira de nuevo a Mollel. Este abre la mano y deja que el cuchillo caiga al suelo, donde el cristal se hace añicos. Finalmente, el guardia consigue hablar.

—¡Lo has hecho, loco cabrón! —exclama—. ¡Lo has matado!

2

UNA SEMANA ANTES

 

—Tendríamos que dejar unas cuantas cosas claras —dice el tipo joven, agitando un dedo huesudo delante de su cara—. Solo porque antes fueras sargento no significa que ahora tengas más rango que yo. Ambos somos agentes de policía y, dado que este es mi territorio, tengo antigüedad. ¿Entendido?

—Entendido —contesta Mollel.

Resiste la tentación de pellizcar la nariz un poco puntiaguda de Shadrack Kitui. ¿Cuántos años tiene este crío? ¿Veinticuatro, veinticinco? Eso lo acerca más en edad al hijo de Mollel —que ahora tiene doce años y crece con rapidez— que al propio Mollel. Si Adam llegase a convertirse en algo así..., piensa Mollel, y después se saca el pensamiento de la cabeza con una sacudida. Adam tiene más educación y sentido común ahora mismo que este presuntuoso. Y todavía tiene que alcanzar la pubertad.

—Bien —sigue Shadrack—, no necesitamos que ninguno de los marginados de Nairobi nos pise los pies aquí. En Hell hacemos las cosas a nuestra propia manera.

 

Esto debía de ser lo que Otieno consideraba una broma. Demasiados egos ofendidos en jefatura; demasiada gente influyente descontenta con él en Nairobi. Y sin embargo, con su historial, era casi imposible despedirlo.

Mollel se había ganado una incómoda reputación resolviendo crímenes... o, como lo había expuesto su jefe de forma tan elegante:

—No necesito saber qué perro se caga en mi puerta, Mollel. Solo necesito que se limpie la mierda.

El comisario le había cogido la cara con sus enormes manos y le había masajeado la frente con los pulgares mientras decía eso. Mollel no esperaba aplausos —había resuelto el caso de una prostituta asesinada, pero en el camino había ultrajado a algunas de las personas más poderosas de la ciudad—, aunque una palabra de agradecimiento no habría venido mal.

Pero era una época de muertes. Todavía estaban calculando las cifras. Algunos se preguntaban si alguna vez se sabría de verdad cuántos habían muerto. Un linchamiento aquí, un ataque con panga allá. Familias, comunidades enteras, haciendo frente a las consecuencias de unas elecciones robadas. Kikuyu, luo, kalenjin. Tribu contra tribu, vecino contra vecino. ¿Qué era una poko muerta en medio de toda esta carnicería?

—Eres un buen detective, Mollel —suspiró Otieno—. Crees en la ley. Pero ahora mismo Nairobi no necesita ley. Necesita orden. Y yo necesito que tú, Mollel, estés en otra parte. Otra parte lejos de aquí.

Así que Otieno había enviado a Mollel al infierno, a Hell.

De hecho, el municipio diminuto que había crecido a lo largo de la estrecha franja de tierra entre el lago Naivasha y el Parque Nacional oficialmente languidecía bajo el nombre mucho menos dramático de Maili Ishirini..., que no significaba nada más que el hecho de estar a treinta kilómetros del centro administrativo más cercano, la localidad de Naivasha. Pero en lenguaje coloquial, el asentamiento polvoriento, de mala muerte, desde hacía tiempo había tomado el nombre del Parque Nacional cuya alambrada alta rodeaba. Hell’s Gate1 —el parque— era un lugar famoso por su belleza, y por el profundo cañón que le daba nombre. Hell —la localidad— no era así. El puesto de policía, originalmente destinado a ser poco más que un punto de control para el tráfico, había luchado por hacer frente a las peticiones de una oleada de inmigrantes. En los últimos años, mientras florecían las granjas de flores que se agrupaban alrededor del lago, quienes se encargaban de la ardua tarea de recolectar las flores en los túneles de poliamida —y quienes buscaban recolecciones más sencillas fuera de ellos— habían levantado un asentamiento ilegal en continua expansión con construcciones de bloques de ladrillos y chabolas de hojalata. Tanto es así que Hell, hoy en día, se ha convertido en el hogar de un par de miles de personas, media docena de bares sórdidos y garitos de barbacoa, un número parecido de iglesias, un puñado de tiendas, un mercadillo dos veces por semana, un puesto de policía ruinoso y cuatro polis.

Cinco, se corrige Mollel a sí mismo. Ahora él es uno de ellos. Y Shadrack —por muy irritante que sea— es su colega. Tiene un trabajo que hacer.

En este preciso momento están en pie frente a uno de los arcos de poliamida. Dibuja un semicírculo perfecto, con una altura que alcanza más o menos el doble que la de un hombre. En el centro, una puerta doble de goma negra con una pequeña ventana con estrías en cada entrepaño. Un letrero proclama su onyo en suajili y en inglés: PELIGRO. SE USAN PESTICIDAS. PROHIBIDO ACCESO SIN AUTORIZACIÓN.

—¿Qué se supone que tenemos que hacer? —pregunta Shadrack.

—No lo sé. Tú estás al mando.

—Deberíamos entrar. No tenemos todo el día.

—Después de ti —contesta Mollel.

Shadrack, con nerviosismo, mira el letrero.

—Quizá deberíamos esperar a alguien.

En ese momento, oyen pronunciar la palabra:

Supai.

Quien habla es un guerrero. Ha aparecido tras ellos, silencioso con sus sandalias de suela de goma. Sus brazaletes y pulseras no tienen ninguno de esos pequeños discos metálicos que a los lugareños les encantan por el tintineo que provocan: no necesita que ningún sonido delate su movimiento. Unas piernas enjutas se elevan hasta su shuka a cuadros rojos, enrollada y apretada a la cintura con un cinturón de piel decorado con conchas de cauri. Una daga larga, recta, cuelga envainada sobre una cadera, una rungu pulida, o porra, sobre la otra. Entre ambas, sujeto al cinturón, hay un móvil. Sus brazos, huesudos pero musculosos, llevan unos brazaletes de cobre en los bíceps. Tiene el cuello adornado con un collar de cuentas blanco, muy ceñido. El pelo, rapado en las sienes, cae por su espalda en rastas apretadas, meticulosamente teñidas con alheña.

Es espléndido.

Ippa —contesta Mollel: la respuesta correcta a un saludo en maa.

Él había sido esto una vez. Un guerrero. Recuerda con intensidad la sensación de orgullo que solía hincharse en su pecho cada vez que se presentaba en todo su esplendor. Este guerrero debía tener más o menos la misma edad que Shadrack, pero no podían ser más diferentes. Shadrack, con sus hombros encorvados, vestimenta holgada y sin forma, y su actitud cínica, resentida. El guerrero, a su vez, los observa con una relajada confianza en sí mismo. Mollel incluso piensa, por un instante, en que se sentiría orgulloso de ver que Adam crecía hasta convertirse en alguien así..., antes de descartar el pensamiento como algo ridículo. El último deseo de la madre del chico había sido que se criase de forma moderna, y Mollel se había pasado los últimos doce años cumpliéndolo. Adam apenas hablaba una palabra de maa. Por repugnante que fuese la idea, era más probable que fuese un Shadrack que un guerrero. ¿Y qué importaba? El propio Mollel le había dado la espalda a esa vida. Difícilmente podía lamentar la pérdida de la misma para su hijo.

El recuerdo de Adam lo fuerza a centrarse en lo que tiene alrededor: deja que el presente inmediato tenga prioridad. Después de todo, no hay nada que pueda hacer respecto al hecho de que su hijo esté lejos, en Nairobi: el trabajo lo exige. Y el chico se encuentra en buenas manos con su abuela. Sin embargo la punzada permanece, y Mollel decide llamarlo más tarde.

El guerrero ve que Mollel está echando un vistazo al exterior de los invernaderos, captando el panorama. Asiente a medias, de esa forma en que se inclina la cabeza hacia atrás y se levanta la barbilla, en lugar de bajarla.

—Bienvenido a casa —saluda el guerrero.

Shadrack mira a Mollel con desconfianza.

—¿Os conocéis?

A modo de explicación, Mollel se lleva la mano derecha a la oreja y se da un toquecito en el lóbulo. Cuelga, en bucle, bajo; estirado, igual que los del guerrero. La única diferencia es que hay dos pendientes de latón que brillan desde los lóbulos del guerrero, mientras que los de Mollel carecen de adornos.

—Esta tierra es el hogar de todos los masáis —contesta el guerrero—, sean de donde sean. Cuando mi clan, el il-mutekoni, llegó aquí, hace generaciones, dijeron que los masáis no necesitaban deambular más. Dieron el nombre de Naivasha al lago: «el que brilla».

—Os hizo mucho bien —replica Shadrack—. ¡Mira vuestra tierra ahora! Partida en pedazos, cercada. Ni siquiera podemos ver ese precioso lago vuestro con todas las granjas de flores que hay por el camino. ¿Y qué podéis demostrar con eso los masáis? Eres el guardia de seguridad mejor vestido de la ciudad.

Mollel, en su momento, oyó bastantes mofas contra los masáis como para ignorar el tono burlón del muchacho. Había llegado a esperar estos dardos, en especial por parte de sus colegas kikuyus. No puede evitar preguntarse si no hay un matiz de envidia subyacente en alguna parte. Después de todo, los masáis puede que hayan perdido su tierra, pero los kikuyus, tan ansiosos por vestir trajes y corbatas y zapatos con cordones, han perdido su cultura.

Los dedos del guerrero se deslizan sobre su rungu. Deprisa, Mollel extiende la mano y el guerrero cierra el puño. Sus nudillos se tocan a modo de saludo.

—Mollel —se presenta.

—Tonkei —contesta el guerrero—. ¿Eres il-molelian2?

—Lo era. Como puedes ver, mi clan ahora es il-polisi.

El guerrero se ríe.

—Soy el detective Kitui —se entromete Shadrack—. Estoy al mando aquí. Recibimos una llamada por una especie de altercado.

El guerrero asiente levantando la cabeza.

—Venid conmigo.

—¿Qué hay del veneno? —pregunta Shadrack con desasosiego.

—¿El pesticida? Es inofensivo. Solo ponemos eso para evitar que la gente moleste a las recolectoras.

Y abre una de las puertas para que pasen los policías.

La reacción inmediata de Mollel al poner los pies en el túnel de poliamida es estremecerse: todos sus sentidos se rebelan al tiempo como reacción ante ese extraño entorno nuevo. El calor hace que la piel le pique de inmediato por el sudor. El sonido de los pasos de los tres hombres por el camino de gravilla queda amortiguado a causa del aire, tan pesado por aquel perfume dulce, empalagoso; un perfume que hueles al inspirar y saboreas al expulsar. La intensidad del color es casi igual de agobiante: bloque sobre bloque de rojos, aquí rojo brasa, allí rojo atardecer, más allá rojo sangre, más lejos todavía rojo vino.

Rosales. Cada uno es una espiral, un torbellino. Cada uno único... e idéntico a los cientos, miles, que crecen a su lado. Todos de la misma altura, todos con la misma forma, un millón de lágrimas enrolladas. Había mujeres moviéndose entre las flores, con cestas a sus espaldas, como extraños animales pastando. Sus brazos son una nebulosa en movimiento, seleccionando floraciones con precisión resuelta, cortándolas con una cuchilla curva en una mano y lanzándolas a la canasta con la otra. Mollel no tiene ni idea, no sabe si están recogiendo ejemplares perfectos o apartando los defectuosos: están demasiado lejos y el movimiento es demasiado rápido como para apreciarlo. Pero sospecha que no sabría la diferencia en todo caso. Cortar flores siempre ha sido un misterio para él, y recuerda haberse maravillado al ver cómo las vendían al borde de la carretera la primera vez que llegó a Nairobi. Parecían algo muy inútil: algo extraño y poco práctico. Una de las muchas locuras que infectaban a los que no son masáis, como cazar a modo de deporte, tener una mascota o adorar en una iglesia.

Como si estuviese leyendo sus pensamientos, el guerrero le dice:

—Han tomado el cielo y lo han rodeado.

—¿Qué? —ladra Shadrack.

Para evidente disgusto suyo, el guerrero sigue hablándole a Mollel como si el policía más joven ni siquiera estuviese ahí.

—¿Conoces el antiguo dicho? Claro que sí.

—Vallaron nuestra tierra con alambre... —comienza Mollel, extrayendo las palabras de su mente con algo de dificultad. Es algo que su madre solía recitar.

—Así que hicimos que nuestros rebaños pastasen en el monte. Tapiaron nuestros lagos con piedra...

—Así que hicimos que nuestro ganado bebiese en los arroyos.

—Y cuando embalsaron nuestros arroyos, dijimos: Nunca podrán tomar el cielo.

El guerrero recita esto haciendo una floritura con el brazo extendido, que levanta y sigue el arco del techo sobre ellos. El laminado de plástico es opaco, brillante, blanco. Los rayos del sol están difusos, dispersos, las mismas sombras están frustradas bajo esta luz uniforme, plana.

—Pero lo hicieron —sigue el guerrero—. Tomaron nuestro cielo y lo rodearon.

—Los masáis decís tonterías —suelta Shadrack.

El guerrero sonríe e intercambia una mirada con Mollel, que este interpreta como: ¿qué se puede esperar de un kikuyu?

Hay algo en la forma de hablar del joven moran y su manera de contenerse que a Mollel le recuerda a Lendeva.

Su hermano, Lendeva. Tiene la misma postura, recta como una lanza hincada en la tierra, y la misma implacable confianza en sí mismo. Mollel siempre lamentó esa confianza en sí mismo. Se suponía que tenía que ser al revés: se suponía que el hermano mayor era quien tenía que enseñar al más pequeño, guiarlo, formarlo. Pero Lendeva siempre daba la impresión de haber llegado al mundo completamente formado, como Ntemelua, el embaucador de la leyenda masái, que dejó anonadados a sus padres al tener, ya de recién nacido, la plena facultad de hablar.

En cambio, era el camino de Mollel en el mundo el que parecía tachonado con las rocas abruptas de la inseguridad. No había nada que Mollel pudiese enseñarle a Lendeva. El más pequeño lo dejó perfectamente claro al salir y encontrar maestros por su cuenta.

Entre esos maestros estuvo el samburu que llegó durante una estación seca y acampó a las afueras del manyatta donde Mollel, Lendeva y su madre vivían con otro puñado de familias. A los lugareños no les agradaban las nuevas llegadas..., en especial los camellos que traían en lugar del ganado larguirucho, de caderas elevadas, que era más común. A diferencia de las reses, esas criaturas altas, feas, no eran dóciles u obedientes, y miraban hacia abajo con sus narices altaneras a los masáis, quienes, obedeciendo a regañadientes las exigencias de la hospitalidad, ofrecían espacio de más en su boma rodeado con ramas de espinas para protegerse de los leones durante la noche. A veces las cabezas enormes de aquellas bestias embestían desde sus cuellos como de serpiente para chasquear y morder, o proyectaban el interior de sus mejillas desde el lateral de la boca formando una pompa bamboleante, carnosa, que producía una bocanada de saliva, que lanzaban a propulsión como un canal de espuma maloliente que, de manera infalible, caía sobre cualquier persona lo bastante desafortunada o distraída como para cruzarse en su camino.

Pero proporcionaban cantidades prodigiosas de leche, calabazas enormes llenas de líquido humeante, espumoso, mucho más rico que el alimento de las vacas humildes de los propios masáis. La hierba seca de la temporada no parecía molestar a los camellos. De hecho, la rechazaban como comida inferior, como un anciano apartaría una comida de maíz en favor de la carne. Arrancaban hojas de arbustos espinosos que ni siquiera las cabras aprovecharían, y masticaban cactus cuyas espinas los habían protegido prácticamente de todos los animales que pastaban y eran naturales de ese lugar. Porque los camellos, por supuesto, no eran naturales. Eran extranjeros, del norte lejano, incluso de mucho más lejos que la propia tribu samburu, que afirmaba haberles comprado las criaturas a unos nómadas de piel clara de una tierra donde no crecían los árboles y la arena se lo comía todo excepto las plantas más resistentes.

Aquella leche era el precio del billete de los samburus al país de los masáis, y de su admisión a la protección que ofrecía el boma. Pues a los masáis les encantaba la leche, y los lugareños se atiborraban de ella. Sería una historia diferente cuando regresasen las lluvias y volviese a fluir libremente la leche de sus propias vacas. Pero, por el momento, los recién llegados eran tolerados con una mezcla de diversión cautelosa y desdén.

Nadie sentía más desdén hacia los samburus que Mollel. En aquellos tiempos, él mismo estaba a punto de convertirse en moran, y esos itinerantes ofendían su sensación respecto a lo que significaba ser masái. Hablaban maa, aunque con un acento extraño, y afirmaban estar emparentados. Para Mollel, sin embargo, los samburus tenían la misma relación con los masáis que la que su ganado roñoso, malhumorado, tenía con la noble vaca (como la mayoría de gente de su tribu, Mollel tenía una noción idealizada del ganado, que en algunas ocasiones estaba muy alejada de la situación real de las bestias).

Los samburus adoraban a Enkai, pero pensaban, absurdamente, que él vivía en el cielo, en lugar de sobre Ol Doinyo Lenkai. Llevaban shukas, pero se envolvían con ellas los dos hombros en vez de llevarlas cruzadas sobre el pecho y atadas sobre el hombro derecho. Los colores de sus rebozos no mantenían ninguna rima ni motivo, parecían haberse elegido al azar. Las mujeres vestían de rojo y los hombres de azul, lo que escandalizaba al adolescente Mollel. Los abalorios eran igualmente confusos, y —aunque eran un capricho de moda más que una señal intrínseca de identidad— la mitad de los hombres ni siquiera tenía las orejas perforadas y estiradas.

En resumen, eran masáis de saldo, desaliñados, indisciplinados, indignos, ignorantes, toscos. Mollel los detestaba y anhelaba que llegase el momento en que se marchasen a imponer su presencia a otra gente.

Quizá, sin embargo, la verdadera razón de su desprecio radicase en el hecho de que Lendeva los idolatraba.

—¿Sabes —le dijo el niño a Mollel, con la respiración entrecortada, después de pasar todo el día entre los samburus— que la razón por la que sus arcos son tan diminutos es porque las flechas llevan veneno en la punta? Imagínatelo, Mollel. No necesitan apuntar al cuello, o confiar en que una flecha de alguna forma tenga la suficiente fuerza como para atravesar las costillas de un antílope. Es más, ¡olvida a los antílopes! Pueden derribar a una cebra, a una jirafa. ¡Incluso a un elefante, Mollel! Todo lo que tienen que hacer es un rasguño pequeñito en la piel y...

Lendeva se empezó a sacudir. Abrió mucho los ojos y su cuerpo convulsionó, y cayó al suelo, pataleando y retorciéndose antes de que una quietud silenciosa descendiera sobre él.

—Lo único que necesitas recordar —continuó, poniéndose otra vez en pie de un salto y dándose palmadas para quitarse el polvo del rebozo— es que debes extirpar el músculo infectado del animal de inmediato. Incluso si es la cadera, el mejor bocado, tienes que quemarlo o enterrarlo hondo, para que nuestros perros no lo encuentren. De lo contrario sería una muerte segura para ellos también.

Aquello chocó a Mollel, como una forma cobarde, no masái, de hacer las cosas. ¿Dónde estaba la gloria en derribar a un animal con una flecha envenenada? Bien podrías ser un hombre blanco y usar un arma. Ese era el tipo de cosas que estaba aprendiendo de sus nuevos amigos samburus. Pues sus morans le hablaban casi como a un igual, cuando ningún moran masái se habría dignado a relacionarse con un niño de casta inferior por su edad, a menos que fuese para darle un puntapié en el trasero o un tirón de orejas.

Por eso para Mollel supuso un alivio ver cómo se agrupaban las primeras nubes lejos, por el oeste, y observar cómo se acercaban deslizándose cada día. Cuando estallaron, y la tierra reseca regresó a la vida, y la primera hierba fresca apareció como cabello fino en un cuero cabelludo desnudo, afeitado, los samburus empezaron a retirar sus casas y amarrarlas a los lomos de sus camellos. Mollel fue testigo de la tristeza del muchacho al despedirse de aquellos jóvenes que vestían de forma inoportuna y hablaban de modo extraño, y eso lo molestó: él no inspiraba ese cariño en su hermano. Las lágrimas que recorrían las mejillas de Lendeva eran una señal de debilidad, se dijo a sí mismo. Contagiada por los nuevos. Cuanto antes se marchasen, mejor. Entonces todo volvería a la normalidad.

 

Mollel intenta regresar al momento actual. Estos días sus pensamientos son escurridizos y fugitivos. ¿Esta incapacidad de permanecer anclado es una reaparición de sus antiguos problemas? Piensa en el pequeño bote de plástico con pastillas que lleva en el bolsillo. Se supone que ayudan a mantener alejados los pensamientos oscuros. No se gana nada con darle vueltas a lo que está lejos o ha desaparecido. Es peligroso.

Las rosas, que se han ido oscureciendo de manera continuada, de pronto dan paso a una escuadra rosa carnosa. Los ojos de Mollel protestan por el golpe de color, pero él lo agradece. Hace que se centre como si le hubiesen dado una bofetada. Los masáis —que adoran el color— también reconocen su poder. Sus shukas —roja para un hombre, azul para una mujer— les permiten ser vistos a kilómetros de distancia en un paisaje marrón polvoriento. Un punto de color a lo lejos se convierte en un vecino. Una mota de humanidad en la inmensidad de la naturaleza.

Pero aquí, estos bloques de color abruman. No hay ni humanidad ni naturaleza en este espacio.

Y entonces, un sonido que, aunque tenue, atraviesa la atmósfera surrealista. El sonido de los sollozos de una mujer.

Tras haber recorrido la longitud del túnel de poliamida, el guerrero y los dos policías se detienen en una oficina: nada más que un cuadrado, abierto por arriba, delineado por un marco de madera cepillada y tableros de fibra, con una puerta que está cerrada. Delante hay un hombre blanco, en pie, antebrazos fornidos cruzados sobre el pecho.

—Os habéis tomado vuestro maldito tiempo —suelta.

Bajo la luz rosada que se refleja, su rostro se parece a la puesta de sol sobre los acantilados de arenisca que cuelgan sobre la localidad, indicando la entrada a Hell’s Gate. Escarpado. Desgastado. Implacable. Hay cierto tipo de mzungu —persona blanca— a quien parece que lo hayan dejado bajo el sol para que se seque.

Este tipo es biltong.

—Mike De Wit —continúa, ofreciendo una enorme mano roja para que Mollel se la estreche. Ya parece conocer a Shadrack—. Soy el encargado.

—¿Británico? —pregunta Mollel.

Sus poderosas cejas se juntan.

—¡Joder, no! —escupe—. ¿De Wit? ¡Africano! Soy tan africano como tú, bwana.

Mollel sabe que así como cualquier keniano puede identificar de inmediato a una tribu extranjera por la forma en que habla, su aspecto o modo de vestir, los gestos que usan..., también existen matices similares entre la nación de la gente blanca. Es algo que está perfectamente preparado para aceptar: de hecho, ahora que se lo hacen notar, detecta el deje recortado, oclusivo, de la manera de hablar de este hombre que caracteriza a un afrikáner. Pero ha tenido demasiada poca interacción con wazungu como para intuir con exactitud de dónde proceden. Británico era por lo general una apuesta segura. Si eso no resultaba, estadounidense.

—¿Cuál parece ser el problema, señor De Wit?

El afrikáner sacude el pulgar señalando la puerta del cubículo. Dentro, el sonido de los sollozos sigue sin amainar.

—Aquí tenemos una política sencilla —explica—. Pagamos un sueldo justo por un día de trabajo justo. Robas, y estás fuera. La mayoría de la gente parece aceptarlo. Pero esta no. Se niega a marcharse. La metí ahí pensando que lloraría y acabaría saliendo antes o después. Ni hablar. No va a marcharse sin montar una escena.

Shadrack mira escéptico a De Wit y al guerrero.

—Los dos sois mayores —dice—. ¿Por qué no cogéis a esa zorra y la echáis a la calle?

—¿Y que circulen acusaciones de crueldad? Puede que ese tipo de cosas no le importen al Departamento de Policía, agente. De hecho, me da la sensación de que usted seguro las alienta. Pero esto es un negocio. ¿Sabe a quién vendemos? A grandes empresas. Grandes nombres. Hipermercados, en Gran Bretaña, Holanda y Alemania. No quieren que su marca se vea manchada por alguna bloguera con alguna cuenta pendiente en Maili Ishirini. Todas estas chicas tienen teléfono móvil. Algunas tienen vídeo. ¿Qué le va a parecer al Departamento de Relaciones Públicas de una compañía de primera cuando las imágenes de un proveedor pegando a sus empleadas se suban a YouTube?

Y sin embargo, piensa Mollel, todo un pueblo puede ser aniquilado sin que le importe a nadie, porque no había nadie allí para filmarlo. Habiendo estado él mismo en el meollo del delirio periodístico una vez en su vida, las prioridades y los antojos de los medios de comunicación lo desconciertan. No obstante, entiende el punto de vista de De Wit. Si hay que sacar a la mujer, mucho mejor dejar esa responsabilidad a la policía.

—Hizo bien en llamarnos —dice Mollel—. ¿Tiene intención de presentar cargos?

Eso hace que De Wit y el guerrero estallen en una carcajada.

—¿Y pasar todo el día en el juzgado de Naivasha esperando a que el juez Singh se saque el dedo del culo? No, gracias. Quizá si hubiese huido con la nómina. Pero por lo que se llevó no merece la pena.

—¿Y qué es —pregunta Mollel— lo que se llevó?

Los ojos grises de De Wit se arrugan bajo sus cejas.

—¿Qué supone que se llevó?

Mollel mira a su alrededor. Sabe que la gente pobre robaría cualquier cosa. Maldita sea, los ricos también robarían cualquier cosa, en este sentido y con más descaro. Aun así, aquí hay poca tentación obvia. Los monos de trabajo, quizá, podrían tener algún valor; las cuchillas para cortar. Incluso los cestos que las mujeres llevaban a la espalda. ¿Algo de esto merece la pena el riesgo de perder un trabajo?

Esta vez Shadrack se une a la risa de los otros dos ante la falta de respuesta de Mollel.

—¡Flores, idiota! —dice a carcajadas—. ¿Qué otra cosa hay para robar aquí?

Flores. Por supuesto. De la misma forma en que Mollel no puede entender por qué alguien las compraría, ha estado ciego ante la idea de que alguien querría robarlas.

Un lamento surge del cubículo, aplacando las risas. Pidiendo salir a gritos.

Shadrack, mientras tanto, ha sacado un cuaderno y un lápiz. Pregunta:

—¿Cuál es el valor de las flores que robó?

De Wit contrae la cara en una mueca:

—Eso depende.

—¿De qué depende?

—De su definición de valor económico.

—¡Oh, joder! —replica Shadrack—. Esto me supera un poco. Solo necesito una cantidad para el informe.

Por una vez, Mollel siente una punzada de compasión por el joven.

—Sin duda —le dice a De Wit, con un deje de irritación creciendo en su voz—, sin duda todo el asunto del valor económico significa que algo vale tantos chelines o céntimos, ¿o no?

—En realidad no —contesta De Wit.

Mollel se frota los ojos.

—Entonces continúe —dice—. Explíquemelo.

—Bien, ayer, yo volvía de un fin de semana en la ciudad —comienza De Wit—. El tráfico es lento hacia la otra dirección, volviendo a Nairobi. Siempre lo es, un domingo por la tarde. Todos los trabajadores de la ciudad regresan del campo. El verdadero atasco empieza en la carretera que sube el acantilado... Ya sabe cuánto les cuesta a esos camiones pesados esa pendiente. Yo iba cuesta abajo, pasando junto a todo ese tráfico, teniendo cuidado con los vendedores ambulantes. Dios sabe de dónde salen, pero, en el momento en que se produce un atasco, aparecen como hormigas en un pícnic. Entonces la vi. Iba caminando entre las filas de vehículos. Con los brazos cargados de rosas.

—¿Cuántas rosas, más o menos?

—Trescientas doce —contesta De Wit con brusquedad—. No hay «más o menos» en este juego. Lo supe incluso a lo lejos. Veintiséis ramos, doce tallos por ramo, trescientas doce.

—¿De modo que se detuvo? ¿La acusó?

—¡Uf! —suelta De Wit—. Estaba fuera de servicio. Podía esperar a hoy por la mañana.

—Así que usted circulaba con su vehículo. Vio a su empleada vendiendo rosas en la carretera. Solo una pregunta, señor De Wit. ¿Cómo sabía que eran sus rosas?

De Wit le lanza una mirada desdeñosa.

—Treinta años en este negocio. Por eso sé que eran mis rosas.

—¿Y qué habría obtenido ella?

De Wit se encoge de hombros.

—Supongo que estaría vendiéndolas a cien bobs por ramo.

Mollel sonríe.

—De modo que la pregunta de mi colega respecto al valor no era tan difícil. Las rosas valían veintiséis mil chelines.

—Para ella —concede De Wit—. Pero mire.

Se acerca a un estante y regresa con un aparato que parece un arma, que blande ante Mollel. Con un movimiento veloz, lo aprieta contra el pecho del policía y el aparato chasquea.

Mollel baja la mirada. Hay una pequeña etiqueta adhesiva en el bolsillo de su chaqueta. La despega y la lee.

La etiqueta está marcada con un logo y un nombre que él no conoce. Debajo hay un precio: £4.99, lee.

—Cuatro libras con noventa y nueve —dice De Wit—. Eso son quinientos cincuenta y tres chelines al cambio de hoy. Veintiséis ramos a quinientos cincuenta y tres son catorce mil trescientos setenta y ocho chelines. Es un mes de sueldo para ella aquí. O, por decirlo de otra forma, un mes menos de sueldo para otra persona.

—Disculpe —interviene Shadrack, chupando el lápiz—. ¿Puede repetir la cantidad?

—Catorce mil trescientos...

Mollel lo interrumpe.

—No apuntes eso.

—Es solo para el informe, Mollel. No está acusada, recuerda.

—Aun así. Anota solo: entre dos mil y catorce mil chelines.

—No está tan claro después de todo, ¿eh, agente?

De Wit apenas puede contener el desdén en su voz. Mollel suspira. Siente una punzada de nostalgia por su antigua vida en la central de policía de Nairobi. Otieno podría haberlo tratado con el mismo desdén que este granjero, pero al menos Otieno tenía sus galones. Y ahora había que tratar con la mujer cuyos lloriqueos lastimosos todavía se oían filtrándose desde el cubículo tras ellos. Preferiría enfrentarse a una muchedumbre cargada de pangas.

Pero cuando lo enviaron desde Nairobi las instrucciones de Otieno fueron claras: Mantén controlado ese temperamento que tienes. Mantén la cabeza agachada. Intenta mantenerte alejado de los problemas por un tiempo.

 

 

 

 

 

 

1 Hell’s Gate (literalmente «puerta del infierno», en inglés) es el nombre del Parque Nacional cerca del lago Naivasha, en Kenia. Es uno de los parques más conocidos e impresionantes del valle del Rift. (N. de la T.)

2 Uno de los cinco clanes originales del pueblo masái: il-makesen, il-aiser, il-molelian, il-taarrosero e il-ikumai. (N. de la T.)