A los MUÑECOS...

«No envíes a nadie para saber por quién doblan las campanas; doblan por ti».

Meditations, John Donne (1573-1631)

PRIMERA PARTE

«Si hay alguien a quien no haya insultado… pido perdón».

Johannes Brahms (1833-1897)

-1-

Aquel 21 de mayo cayó en viernes; un día soleado y caluroso que amaneció con la excomulgación de un obispo acusado de pederastia y anocheció con un accidente aéreo en el Pacífico que se cobró la vida de doscientas veintisiete personas. Pero el sol volvió a salir al día siguiente, así que aquel veintiuno de mayo…

Fue un día normal.

Esa mañana J. M. se levantó temprano, alrededor de las nueve.

Era el gran día y todavía quedaban muchas cosas por hacer.

Treinta minutos después entró en la cafetería El Cruce de la pequeña localidad costera de Puerto Requelme, donde residía. Pidió un café con leche en vaso, ojeó el periódico que había sobre la barra y se sentó en una mesa del extremo sur del local frente a una ventanita por la que comenzaba a entrar el sol; vestía unos pantalones vaqueros azules y una camiseta amarilla. Bajo el brazo llevaba un cuaderno de anillas de tapa azul y un bolígrafo.

J. M. permaneció una hora sentado en aquella mesa, escribiendo en su cuaderno y sin cruzar palabra alguna con nadie; fumó cinco cigarrillos de marca Winston y de vez en cuando echó un vistazo al televisor que había en el rincón opuesto del local y en el que, sin volumen, se emitía en un canal de televisión Cruzando la oscuridad, dirigida por Sean Penn y protagonizada por Jack Nicholson. Vicente Torné, propietario de El Cruce, afirmó que J. M. susurró en ocasiones los diálogos mudos de los actores en la pantalla, «como si se los supiera de memoria». Igualmente, certificó que a las diez y media J. M. abonó su consumición en la barra dejando veinte céntimos de propina y abandonó el local.

Más o menos a las once menos veinte de la mañana, J. M. entró en la papelería Escarola, compró un cúter que pagó en efectivo, se interesó por algunas novelas de bolsillo y cinco minutos más tarde se fue por donde había venido.

El último en ver a J. M. aquella mañana fue Gabriel Sánchez, ganadero de la zona que, camino de su habitual partida diaria de mus, se cruzó con él. Ambos intercambiaron un cordial «buenos días» y cada cuál prosiguió su camino: Gabriel Sánchez ladera abajo, y J. M. colina arriba, en dirección a su domicilio, el número ocho de la calle Sánchez Petrea, un chalé de tres plantas en una pequeña urbanización al borde del acantilado, con garaje, jardín trasero, vistas al mar y piscina comunitaria. En aquellos momentos J. M. llevaba, además de su cuaderno, una bolsa de plástico con algo pequeño y de poco peso en su interior: el cúter comprado en la papelería Escarola.

J. M. volvió a aparecer por las calles de Puerto Requelme a las diecisiete horas. Varios vecinos del pueblo lo vieron junto al único buzón de correos del pueblo, emplazado en la Ronda Fundadores.

Según algunos testigos, J. M. introdujo de cinco a diez sobres en él. Arantxa Ybarra, estanquera del único local de estas características en Puerto Requelme, afirmó que no recordaba haber vendido sellos a J. M. recientemente.

Y J. M. volvió camino de su casa.

Carlos Vahíllo conducía por la calle Sánchez Petrea alrededor de las dieciocho horas cuando vio a J. M. cargando pesadas cajas de cartón desde la puerta principal de su domicilio hasta un contenedor de basura metálico al otro lado de la calle; la distancia es de unos diez metros. Vahíllo calculó que junto al contenedor había de cinco a siete cajas de un tamaño «como esas en las que venían los antiguos televisores de tubo de veinticuatro pulgadas». Según él, las cajas no tenían ningún tipo de dibujo o inscripción.

Media hora más tarde, y mientras practicaba en el monte su puntería con una honda, usando como dianas a las ovejas que él mismo pastoreaba, Sergio Prados, de veinte años, vio una pequeña columna de humo que surgía de la parte norte y más alejada de Puerto Requelme, una zona que forman tres calles; una de ellas es Sánchez Petrea. Pero también había columnas de humo al sur y al oeste del pueblo debido a la quema de rastrojos en algunos campos de cultivo de la zona. Así que no le dio mucha importancia y continuó a lo suyo.

Cuando Carlos Vahíllo cogió de nuevo su Volvo para bajar al pueblo y tomar unas cañas con sus amigos en El Cruce, pasó junto al contenedor metálico: ya no había cajas a sus pies y sus bordes estaban ennegrecidos.

Pero no salía humo de él.

Es más, estaba cerrado.

Eran las veinte horas y quince minutos.

La última persona que vio a J. M. aquel 21 de mayo no es de Puerto Requelme, ni siquiera es española. Se trata de Mayela H., inmigrante nicaragüense de treinta y dos años y residente desde hacía apenas seis meses en Castrolaguna, un pueblo de diez mil habitantes pero con una población flotante de cuarenta mil en temporada alta, que se encuentra a once kilómetros al sur de Puerto Requelme.

Su profesión, prostituta.

A las veintidós horas J. M. realizó una llamada al Club Pantera, un conocido prostíbulo de carretera, pidiendo los servicios de una señorita. El taxista Manolo Fonollosa, acostumbrado a este tipo de servicios, recogió a Mayela H. en el club, a las afueras de Castrolaguna, y la llevó hasta el número ocho de la calle Sánchez Petrea, en Puerto Requelme.

J. M. y Mayela H. estuvieron una hora juntos en el domicilio del primero mientras Fonollosa esperaba tranquilamente en su taxi escuchando la música de otro Manolo, Escobar.

Aunque Mayela H. desconfió en un primer momento por la insistencia de J. M. en que tendrían que utilizar sus propios preservativos, y no los que ella siempre llevaba en el bolso, proporcionados gratuitamente por «esos chicos tan simpáticos de servicios sociales del pueblo», reconoció que se relajó cuando vio que la caja aún sin abrir que él le ofrecía era de una marca de sobra conocida y más aún porque, a partir de ese momento, J. M. se mostró muy tranquilo y relajado, como si hubiera hecho aquello cientos de veces… y ninguna compañera hubiera tenido queja.

«Muy educado. Muy limpio. Se portó como un caballero. Incluso me invitó a cigarrillos y a un champán riquísimo. Luego follamos».

Lo hicieron en el sofá del salón y, cuando Mayela H. preguntó por el baño, J. M. le indicó el pequeño aseo que hay en la planta baja, junto al acceso al garaje. A las veintitrés horas y treinta minutos Mayela H. abandonaba el domicilio de J. M., que le había pagado los ciento veinte euros del servicio completo más un extra de otros cincuenta por haberle hecho un francés sin condón. Según Mayela H., las últimas palabras de J. M. fueron:

«Voy a darme un baño».

Y, efectivamente, de las veintitrés treinta a las cero horas del día 22, J. M. entró desnudo en la bañera escuchando Largo from Xerxes de Händel…

Y se dio un buen baño.

-2-

Nadie volvió a ver a J. M. hasta el domingo 23 de mayo.

M. J., su esposa, de vuelta de un supuesto viaje de negocios, llegó al número ocho de la calle Sánchez Petrea a las diecisiete horas. Cuando abrió la puerta principal escuchó música que provenía del piso superior, según ella «esa mierda que le ha dado por escuchar a todas horas últimamente». Se refería a Largo from Xerxes, de Händel. La música provenía del baño, dónde había un altavoz conectado al equipo de alta fidelidad instalado en el cuarto contiguo: el dormitorio de matrimonio.

Cuando M. J. entró en el baño se encontró con su marido J. M. en la bañera, desnudo y totalmente sumergido en agua teñida de rojo.

El forense dictaminó que J. M. había fallecido entre las dos y las tres de la madrugada del sábado 22; se había cortado las venas de ambas muñecas con un cúter que yacía bajo el agua incrustado en su trasero.

Antes de recibir esta información la policía barajó la posibilidad de un robo: la mayoría de las pertenencias de J. M. habían desaparecido, incluido el cordón de un zapato, el derecho, que había dejado junto al izquierdo al pie de la bañera. El informe del forense y la carta de suicidio, encontrada y ocultada por M. J. durante las primeras horas de la investigación, fueron las dos primeras pistas que acabaron con esta teoría; la tercera y definitiva, el hallazgo de los restos calcinados de todas esas pertenencias en el interior del contenedor de basura metálico que se encuentra a apenas diez metros de la puerta principal del domicilio.

Querida M. J.:

Si estás leyendo esto significa que has regresado de tu viaje, de follar con el gilipollas de turno. Aunque muerto, no soy imbécil. Sé que no ha sido la primera vez, y ya me he cansado de que folles con todos menos conmigo. Yo también he follado con todas menos contigo, pero siempre tuve que pagar por hacerlo, así de triste han sido estos últimos años.

De todos modos no creas que monopolizas las causas de lo que he hecho. Solo eres parte del problema. Quizá todo hubiera sido distinto si te hubiese dejado cuando tuve la oportunidad; en lugar de eso me casé contigo. Y poco después nos mudamos a este pueblo de mierda por tu nuevo trabajo como directora comercial de una fábrica de zapatos. A partir de ese momento todo se fue al carajo. Habías cumplido tu estúpido sueño mamado en esas películas románticas que tanto te gustan; lo habías conseguido y te deshinchaste de mí para inflarte hasta reventar de todo lo demás: reconocimiento profesional, dinero, viajes, ferias, convenciones, cursos de formación… Y cuernos. Y aunque sabías que mientras tanto yo caía en picado, te dio igual, porque siempre estaba ahí para darte masajes en los pies, destrozados por llevar a todas horas la misma mierda de zapatos que vendes por medio mundo.

Como he dejado de importarte, lo mismo debe ocurrir con mis cosas: ni películas, ni libros, ni música…, salvo Largo from Xerxes que sé que odias. Jódete y tira tú el cedé a la basura. Como mi ropa no te sirve, tampoco la echarás de menos. Lo mismo ocurre con las cartas, fotos y demás gilipolleces; las novelas, relatos y guiones que escribí han corrido la misma suerte: si en vida no gané un duro con ellos, nadie lo hará estando yo muerto. Sería ridículo que me llegaran el éxito y el reconocimiento cuando no puedo disfrutarlos.

No podía seguir viviendo porque no tengo vida que vivir. Lo único que hago es pasar mis días en un casoplón que tú has pagado, viendo una tele que tú has comprado, escuchando música en un equipo que tú me regalaste, utilizando un DVD que tú pagaste y a veces conduciendo un coche que estás pagando.

En definitiva, siendo un mantenido.

Y los días pasan, mis estanterías y cajones se llenan de cosas que escribo, historias cojonudas, asombrosas, historias que nadie quiere y que hasta tú, mi fan número uno, dejó de leer hace tiempo. Te he dicho mil veces que valgo muchísimo, pero nunca me han dejado demostrarlo. Me he cansado de esperar, de escuchar consejos de personas que no hacían más que tocarse la polla mientras yo curraba y me buscaba la vida como un cabrón; pero los últimos serán los primeros... y todos llegaron a cualquier parte mientras yo retrocedía sobre mis pasos para encontrarme siempre a medio camino de nada.

Y estoy atrapado porque no tengo dónde ir. Ni siquiera puedo dejarte por muchos cuernos que me hayas puesto porque no tengo nada, sobre todo valor para mendigar una vida de jubilado con mis padres en otro pueblo de mierda… o regresar a La Capital y acampar bajo un puente como un fracasado más. Y tú no me dejas porque te doy lástima. Pero esto no lo hago por ti, para que por fin seas libre: lo hago por mí y, sinceramente, espero que te pudras en el infierno. Mi matrimonio contigo no ha sido más que otro fracaso, M. J.

Amigos, familia, productores, editores, agentes literarios... y mi esposa. Todos me disteis la espalda y no habéis movido un dedo por ayudarme.

Ni siquiera he tenido un hijo. Me habría encantado tener un enano, lo juro por Dios; un chaval al que cuidar y educar. Me hubiera bastado la profesión de padre para recobrar la ilusión, para tener un motivo por el que levantarme cada día… pero difícil es tener un hijo con tu esposa cuando ni siquiera follas con ella. Porque cuando no está de viaje, en una feria, en un curso de formación o en una convención, tiene trabajo atrasado, el coño irritado por la última sesión de depilación láser, cistitis… o la puta regla de los cojones. Y todo desde que me salió aquel sarpullido en la punta del ciruelo… ¡porque desarrollé una alergia al látex! Pero nunca te lo creíste. Por muchos informes médicos que te enseñara nunca dejaste de pensar que había pillado algo con una fulana. Y así fue como al final acabé pillándolo de verdad. Como mínimo un par de veces. Y tú ni siquiera te diste cuenta. Porque has visto más veces la polla de Michael Fassbender en la tele que la mía en 3D.

Joder, si la policía lee esto creerá que les tomo el pelo, pero ahí estarás tú para confirmar que, en efecto, hace más de siete años que no echamos un polvo.

Que te den por culo M. J., que tu vida entre en barrena y llegues a sentirte tan desgraciada como me he sentido yo.

J. M.

No pudo salvarse nada del contenedor de basura metálico. Todas las cajas habían sido rociadas con gasolina, prendidas con una cerilla y consumidas hasta convertirse en cenizas junto con todo lo que contenían.

La policía encontró una pila de álbumes de fotos en el escritorio de J. M.; con la ayuda de M. J. se descubrió que habían desaparecido algunas, aquellas en las que J. M. aparecía solo. Además, en las que había sido fotografiado junto a alguien, su cabeza también había desaparecido después de ser recortada con la precisión de un cirujano, supuestamente con el cúter comprado en la papelería Escarola el día anterior, el mismo con el que se había quitado la vida cortándose las venas en la bañera y que había acabado clavado en su desnudo trasero.

Más de cien cabecitas de J. M., tanto en color como en blanco y negro, debieron quemarse en el contenedor junto con todas sus pertenencias…

O no.

Nadie se preocupó de buscarlas.

M. J. no derramó una sola lágrima hasta que la policía abandonó su casa; para entonces eran ya las tres de la madrugada del lunes 24 de mayo. Realizó una llamada telefónica al «gilipollas de turno» y cenó algo de lo que había en el frigorífico: fiambre, una manzana y un yogurt; después entró en el dormitorio…

Y jamás salió de él.

Y hasta aquí llega lo acontecido aquel fin de semana.

Como el cadáver de M. J. no fue encontrado hasta una semana después y ocurrieron antes muchos y más interesantes acontecimientos, hablaremos de ello más adelante.

-3-

A. J., el hermano de J. M., no recibió la noticia del suicidio del pequeño de la familia hasta la mañana del lunes. La policía había estado intentando ponerse en contacto con él durante toda la noche pero A. J. no se encontraba en su domicilio y su teléfono móvil estaba desconectado o fuera de cobertura. Aquella noche, el inefable A. J., de cuarenta y dos años, se encontraba en La Capital, ciudad de la que también era oriundo J. M., en casa de una de sus múltiples amigas. Lo que estuvo haciendo, aunque no lo sabemos con seguridad, lo podemos imaginar.

A. J. daba su clase de aeróbic de las diez y media frente a un público mayoritariamente femenino cuando su jefa, Chelo, le avisó por megafonía: tenía una llamada urgente en Dirección. A A. J. le costaría imaginarse qué era tan importante como para apartarle de aquellos exuberantes y sudorosos cuerpos embutidos en mallas de lycra de colores fosforescentes que pedían a gritos una inyección de carne. Todo el sudor que le acompañaba se heló cuando recibió la noticia de la muerte de su hermano, vía telefónica, por boca del sargento Tomaso. Además, debía acudir a comisaría inmediatamente, allí había algo para él, un sobre encontrado por la policía de Puerto Requelme en la habitación de J. M.

El sobre estaba a su nombre.

Mientras A. J. conducía su Audi TT a toda velocidad por las calles de La Capital, Enrique y Natalia, los padres de A. J. y J. M., recibían una visita a primera hora de la mañana. La policía no pudo contactar con ellos por teléfono por una sencilla razón: en su cortijo typical andalusí, en el término municipal de Almandrada, no había teléfono fijo… ni cobertura.

Con pantuflas y bata Enrique recibió al sargento Jávea que, en la cocina, en presencia de Natalia, también en pantuflas, bata y con los rulos puestos, y tomando un café expreso recién salido de una máquina de esas que anuncian en la tele, notificó al matrimonio el suicidio de su hijo menor. Ambos lloraron abundantemente y, acto seguido recibieron un sobre que había sido encontrado, también a su nombre, en la habitación de J. M.

Salvo por los personalizados encabezamiento y despedida, el contenido de la carta a Enrique y Natalia, sus padres, y a A. J., su hermano, firmada por J. M., era exactamente el mismo:

Queridos padres / hermano:

Cuando leáis estas líneas ya estaréis al corriente de todo lo ocurrido. Y como siempre he creído que es un acto, no una imagen, lo que vale más que mil palabras, no será hasta el siguiente que tenga sentido pronunciar algunas. Pero no será de cuerpo presente porque, por la misma, os pido que os encarguéis de que el mío sea incinerado.

Lo que hagáis con las cenizas lo dejo a vuestra entera disposición.

Os / Te veré en el funeral.

Con cariño,

J. M.

A las seis de la tarde, J. M. ya estaba «expuesto» y rodeado de algunas coronas de flores en la sala número quince del Tanatorio de La Mantilla, recibiendo visitas que le observaban a través de una enorme cristalera. En un extremo de la sala se encontraba A. J.; aquel había sido un día intenso repleto de papeleo, carreras arriba y abajo con el Audi TT, y sobre todo llamadas, muchas llamadas: en su carta, J. M. había incluido un extenso listado de personas con quienes debía ponerse en contacto para notificar su muerte; amigos y amigas que o A. J. no conocía o de los que había dejado de saber hacía años.

Una hora después, cuando Enrique y Natalia, sus padres, llegaron al tanatorio, hubo emotivos minutos de abrazos y lágrimas. En ese momento algunos visitantes ya se habían ido tras ser convocados al día siguiente por la mañana en el Cementerio Sur para la ceremonia de incineración del cadáver; aquella tarde había sido fructífera para muchos y muchas que se reencontraron tras demasiados años de llamadas de cortesía e intentos, obviamente fallidos, de verse «para tomar un café». Como dijo en una ocasión un buen amigo mío, «eso de quedar para tomar café es una pérdida de tiempo, solo sirven los diez primeros minutos; la hora y media restante no se habla más que de gilipolleces. Y si sirve para que acabes echando un polvo, te seguirá sobrando una hora y cuarto». Quizá por eso ninguna de aquellas personas lo había hecho, o quizá porque valoraban demasiado su tiempo como para compartirlo con quienes habían sido en el pasado compañeros, amigos o incluso amantes; un modo como otro cualquiera de romper lazos con una época en la que no habían sido nada…

Ni nadie.

Como todo el mundo.

Espero que disculpen mis divagaciones, pero a estas alturas ya comenzaba yo a meterme de lleno en la historia postmortem de J. M.

El viernes 21 de mayo, algunas horas antes de que el susodicho tomara la decisión de irse al otro barrio en una bañera, recibí una carta; la encontré en el buzón, a las dos de la tarde, cuando regresaba a casa para comer una lata de fabada Litoral, echarme una siestecita de media hora y volver al trabajo.

El matasellos era de Puerto Requelme.

No había estado allí en mi vida.

-4-

Querido «amigo»:

Necesito a alguien que haga algo por mí, alguien totalmente ajeno a mí y a todo aquello que me rodea en este momento de mi vida. Como resulta demasiado patético poner un cartel en un tablón de anuncios que rece algo así como: «se necesita persona cualificada para realizar un par de favores; se valorará experiencia», he optado por este otro modo: más original, divertido y, como comprobarás más adelante, eficaz.

Poco sé de ti: que estás casado y tienes una niñita de seis años, que disfrutas de un empleo estable y un buen pisito y que el mes pasado te compraste un todoterreno que vas a pagar con lo que te dieron por ganar un premio de novela hace unos meses. ¡Felicidades!

Pero lo que también sé es que tienes un lío con una pelandusca a la que ves todos los días. Ya, ya, ahora me dirás que la ves todos los días porque trabajáis juntos pero, que yo sepa, tu horario de trabajo termina a las siete de la tarde, y de siete y cuarto a nueve, lunes, miércoles y viernes, te encuentras con ella en un hostal de mala muerte con la excusa ante tu esposa de acudir a la biblioteca para documentarte sobre ciertos aspectos históricos de la nueva novela que te traes entre manos, a lo que hemos de sumar algún que otro fin de semana de retiro en el apartamento que ella tiene en la sierra y que también pasas en su compañía.

No intentes darme explicaciones:

1) porque estoy muerto.

2) porque tengo fotos que demuestran que, cuando estáis juntos, efectivamente, hacéis de todo menos practicar vuestra gramática.

Como sé que fumas, si no lo has hecho ya, es el momento idóneo para que te enciendas un cigarro.

Joder si me lo encendí.

Lo único que quiero que hagas es que el próximo lunes 24 de mayo llames al número que te he anotado a pie de página: es el número de teléfono de mi hermano A. J. Él te dirá en qué tanatorio y en qué sala está mi cadáver. No le menciones esta carta, solo hazte pasar por un viejo amigo a quien han dado la noticia de mi muerte, perdón, suicidio.

Sé que siendo un adolescente recibiste clases de Arte Dramático así que no te resultará difícil. Intenta permanecer allí el máximo tiempo posible y ya te enterarás de qué otros favores debes hacerme.

Y llegamos al «porque si no…».

Bien, si no lo haces ya sabes lo que ocurrirá: la misma persona que me ha dado toda la información sobre ti se encargará de que tu esposa reciba esas explícitas fotografías tuyas en compañía de esa pelandusca.

Así de sencillo.

Y nada más.

Sin otro particular, aprovecho la ocasión para enviarte un cordial saludo.

Atentamente

J. M.

Cuando terminé el cigarro me preparé una copa y encendí otro pitillo.

Aquella tarde no fui a trabajar.

-5-

El lunes 24 de mayo hablé por teléfono con A. J. a las cinco y media de la tarde, salí de trabajar quince minutos después y estuve en el tanatorio de La Mantilla hasta las diez y media de la noche.

Después de presentarme y dar el pésame a A. J., procuré hablar con el menor número de personas posible; algunas venían a mí, me saludaban y decían cosas como «qué triste», «era un gran tipo» o «¿cómo es posible que ocurran estas cosas?». Yo hablaba poco y observaba, esperando a enterarme de qué otros favores debería hacerle a J. M.

Cuando decidí salir de allí la situación era bastante incómoda: quedaban pocas personas, supongo que los familiares más cercanos, que se miraban entre ellas para después clavar sus miradas en mí con gesto interrogante.

Caminaba con las manos en los bolsillos hacia mi nuevo todoterreno cuando una voz habló a mis espaldas.

—Espera y, sobre todo, no te gires.

Era un hombre.

Que metió algo en el bolsillo de mi chaqueta con la habilidad inversa de un carterista.

—J. M. será incinerado mañana a las once en el Cementerio Sur. No faltes, debes leer lo que está en ese sobre. ¿Entendido?

—Sí.

—Pues sigue tu camino.

Obedecí sin rechistar y anduve hasta mi coche sin mirar atrás. A fin de cuentas, lo único que hubiese descubierto en caso de desobedecerle era una cara. A cambio, seguramente, de quedarme sin la mía. Y algo me decía que no tardaría en tener ocasión de vérsela sin correr ese riesgo.

De momento, me centraría en los que ya corría…

«Soy yo».

En el asiento del copiloto del todoterreno encontré mi móvil.

«He estado esperándote dos horas en el hostal».

Tenía un mensaje en el buzón de voz.

«No sé qué coño te traes entre manos, pero más te vale que me lo cuentes mañana en la oficina porque no estoy dispuesta a ser el muñeco de nadie».

Y tres llamadas perdidas de mi mujer.

«Que descanses».

Ella no había dejado ningún mensaje.

A las once y cuarto de la noche aparcaba en mi plaza de garaje y nada más salir del coche decidí que necesitaba tomar una copa antes de subir a casa y enfrentarme a las preguntas de mi esposa sobre dónde coño me había metido y por qué no le había devuelto una sola de sus tres llamadas.

En la cervecería La Montaña pedí un ron con limón; Bacardí, por supuesto. Y allí, sentado en la barra, leí la carta que el misterioso personaje había metido en mi bolsillo a la salida del tanatorio.

Y después me pedí otra copa pensando en qué le diría a la pelandusca cuando me encerrara al día siguiente en la cocina de la oficina pidiéndome explicaciones por haber faltado a una de nuestras citas semanales en el hostal de turno.

Y a la tercera me invitó Juanillo, camarero y propietario del local, un segoviano de sesenta y pico años a quien conocía hacía unos veinte, desde que empezara a bajar a La Montaña todas las mañanas a tomar un café y escribir antes de ir a clase, y todas las tardes a tomar otro café, en estas ocasiones en compañía de mis amigos. Ellos habían abandonado el barrio al independizarse. Yo compré un piso a escasos quinientos metros de aquel en que había nacido y crecido con mis padres.

Cuando llegué a casa eran las dos de la madrugada; mi mujer y mi hija estaban dormidas. La primera había tenido el detalle de abrirme el sofá cama y dejar sobre él un juego de sábanas limpias. No me atreví a entrar en el dormitorio en busca del pijama, así que aquella noche dormí en calzoncillos.

Y mientras intentaba conciliar el sueño, no cesaba de preguntarme qué cojones estaba ocurriendo, por qué mi vida de mierda que aparentemente parecía normal estaba dejando de aparentar para mostrarse cuál mierda era.

Al día siguiente acudiría a aquella ceremonia en el cementerio, leería la maldita carta de J. M. y pensaría de una vez por todas qué hacer con mi matrimonio y con la pelandusca.

En el trabajo… seguramente serían ellos quiénes decidirían qué carajo hacer conmigo.

-6-

Desperté a las diez de la mañana; mi mujer se había ido a trabajar y había llevado a la niña al colegio. En media hora me di una ducha y me vestí para descubrir, al llegar al garaje, que mi esposa se había llevado el todoterreno.

La muy…

Tuve que coger un taxi.

Aquello estaba a reventar.

La ceremonia había comenzado hacía unos minutos y el sacerdote hablaba con ambos brazos alzados ante una multitud que se agolpaba entre bancos y columnas. A base de empujones y pisotones alcancé la primera fila, me situé junto a A. J. y le susurré al oído que tenía una carta que su hermano fallecido, J. M., quería que se leyera. Y sin duda se vio sorprendido porque no sería él, si no un individuo a quien nadie conocía, quien dijera unas palabras finales sobre su difunto hermano.

El cura continuó su oración otro cuarto de hora hasta cruzar su mirada con la de A. J.; este asintió y me empujó hacia delante, señal inequívoca de que había llegado el momento de subir al altar y leer.

Conociendo de antemano el contenido del discurso que me disponía a reproducir no pude evitar sonreír incómodo al sacerdote y tomarme su sonrisa de oreja a oreja como una auténtica putada. Saqué los papeles del bolsillo de mi chaqueta, me puse las gafas, levanté la vista un segundo para ser fusilado por decenas de miradas curiosas e impacientes y tragué saliva un par de veces.

Después carraspeé, respiré hondo…

Y leí.

Queridos aquí presentes:

En primer lugar, gracias por venir; a los que no lo han hecho, felicidades, quizá los que estéis aquí hubierais preferido haber hecho lo mismo cuando todo esto acabe. Lástima que ya sea demasiado tarde para que deis media vuelta y os vayáis; os pica demasiado la curiosidad.

Para aquellos que no lo sepáis, lamentablemente son cosas que la familia prefiere mantener en secreto, no he fallecido debido a un accidente, enfermedad o desastre natural: me he suicidado. Cogí un cúter y me corté las venas. En pelotas y en la bañera. Así de higiénico.

Este es el momento idóneo para que aunéis vuestras voces en un incómodo murmullo. El buen hombre que está leyendo os dará unos segundos.

Como ya había leído la carta, sabía a qué me enfrentaba; aun así preferí no levantar la mirada de los papeles que tenía entre las manos para comprobar cómo reaccionaba mi público. Por el rabillo del ojo veía al cura y con eso tenía suficiente; era realmente patética la sonrisa con que intentaba ocultar su sorpresa e indignación…

Y eso que el «sermón» no había hecho más que empezar.

El altar, el micrófono, ese silencio reverencial impregnado del olor a incienso, santidad y agua bendita… No solo me sentía poderoso… sino el mismísimo Dios. Como él, tenía a todos los presentes cogidos de los huevos gracias al misterio de unas «escrituras» que yo tampoco había escrito.

Familiares y amigos…, sois unos hijos de puta. Y me voy al otro barrio con esa opinión sobre cada uno de vosotros. Si os sirve de consuelo, esa característica que os une es común a cualquier ser humano, así que no sois tan especiales. Hay unos pocos que se salvan de la quema, y ellos lo saben, porque no se sienten incómodos mientras escuchan esto, no tienen remordimientos, sus corazones no se aceleran… En fin, aquellos que no han bajado la cabeza al suelo ni se mueven inquietos sin saber qué hacer con sus manos.

Este buen hombre os dará otros segundos de reflexión para que podáis reconocerlos.

Apenas eran cuatro o cinco los que mantenían la mirada firme y una postura relajada.

Obviamente, A. J., el hermano de J. M., no estaba entre ellos.

Lo que este muerto trata de decir es que parece mentira que hoy estéis todos aquí por mí cuando en vida jamás os preocupasteis de echarme una mano a sabiendas de que me iba de culo. Todos fuisteis buena gente mientras no teníais trabajo, pero según os ibais colocando, os fuisteis alejando.

Cuando los problemas de los demás ya no son como los tuyos, y los demás dejan de ser de los tuyos, dejan de ser tus problemas.

A medida que leía, los carraspeos, suspiros y susurros delataban a cada uno de los aludidos.

A P. O., gracias por no responder a mis llamadas durante seis largos años, un agradecimiento extensible al resto de excompañeros de la facultad, aunque a ti te tenía como a un amigo. Cuando me enteré de que aquella rubia de tetas gordas y encefalograma plano era la jefa de redacción del programa de investigación que tú dirigías y para cuyo mismo puesto yo me había ofrecido enviándote mi curriculum hasta cuatro veces…, pensé que se trataba de una decisión de la cadena y que habías hecho todo lo que estaba en tu mano para ayudarme. Claro que eso fue antes de saber que te la tirabas. Compadre, eres todo un follador. Y este es un buen momento como otro cualquiera para que tu esposa se entere de todo el tomate.

Además, no es culpa tuya.

El mundo de la tele es así, ¿no?

A R.S. le digo lo mismo, aunque tú lo hiciste con un hombre y ante eso no puedo más que lamentarme por mi condición sexual, con todos mis respetos hacia la comunidad homosexual, por supuesto.

¡Que viva George Michael y la madre que lo parió!

Aún así, a P. O., a R. S. a y otros cuantos ex compañeros de la universidad, quisiera recordarles quién les consiguió sus primeros contactos y sus primeros trabajos.

P. O., que en aquel momento era un famoso presentador de informativos de una cadena de televisión privada, no estaba acompañado aquella mañana de su esposa, de modo que solo tuvo que responder ante un par periodistas del corazón que lo habían seguido hasta el cementerio por si las moscas. Y fue entonces cuando P. O. se arrepintió de su primera exclusiva, vendida a una conocida revista del corazón dos años y medio atrás con motivo de su exótica boda fenicia en Túnez con Lourdes Valdés, una popular presentadora de programas de cocina.

A J. A., también gracias; gracias por devolverme los favores que te hice, y fueron muchos, vendiendo la serie que escribimos juntos como tuya propia. Sé que la serie ya se está grabando, y tan falto de ideas estás que no has sido capaz ni de cambiarle el título.

Y sé que será un éxito.

Qué coño, por eso la escribí yo también.

Disfrútalo mientras puedas.

El aludido, al que conocía porque lo había visto en varias ocasiones en la tele, también era monologuista, cuentacuentos y aprendiz de mago, se ajustó la montura de sus gafas de pasta y sonrió estúpidamente meneando la cabeza.

A F. de L., mil gracias por olvidarte de mí cuando te llegó la fama y la oportunidad de trabajar en aquello que ansiabas: el cine.

Cuando no eras más que un miserable estuve ahí, apoyándote contra viento y marea, corrigiendo los guiones que escribías, protagonizando gratis los cortos que dirigías, dando charlas en institutos, acompañándote a festivales de tres al cuarto… Y fue llegar a la cima y olvidarte de mí. Dirigiste tu primer largometraje porque yo me encargué de mover tu guion de mierda por las mismas productoras que rechazaban los míos, y después…, ni un papel, ni en esa ni en ninguna de las dos películas que has hecho después. Me pregunto en qué se diferencian tus chupadas de culo de aquellas por las que criticabas a quienes lo consiguieron antes que tú.

Al final, en este mundo todos terminan siendo unos vendidos, ¿verdad? Todo depende de cuántos litros de saliva seas capaz de generar…

Y tragar.

F. de L. estaba en la esquina más oscura de la capilla y pocos habían advertido su presencia. Es uno de esos directores que solo saben explicarse a través de imágenes, generalmente parcos en palabras, introvertidos y enjutos; este, además de todo eso, era tan regordete y velludo que en la Tierra Media le habrían confundido con un hobbit. Quizá realizaría un spot con lo que le estaba pasando por la cabeza en esos momentos. Y los periodistas no se molestaron en preguntarle nada porque incluso un documental sobre la vida sexual de las esporas marinas sería más interesante que sus declaraciones.