Marcial Pérez
MENTE DEPORTIVA
ENTRENAR EL CEREBRO PARA EXTENDER LOS LÍMITES DEL RENDIMIENTO
Prólogo de Mario Di Santo

A mis maestros, esos que inspiran rebeldía
para transformarse en uno mismo.

Prólogo

Tengo, en esta oportunidad, el enorme privilegio de poder desplegar algunas palabras sobre el reciente trabajo de Marcial dedicado, ahora en su totalidad, a los aspectos más trascendentales de la vida deportiva en lo que, desde el estudio de las neurociencias y las teorías de aprendizaje, puede ésta resultar beneficiada. Luego de la lectura y estudio crítico de su primer libro “Cerebro que Aprende”, del cual permanentemente volvemos a sacar provecho y consultamos con regularidad, tuve la oportunidad de escuchar a Marcial en diversas presentaciones y hasta participar de sus prácticas, las cuales fueron muy edificantes, abriendo un espectro de inquietudes y desafíos que actualmente motivan nuevas búsquedas. Como si eso fuera poco, el tesoro más grande ha sido el cultivo de una amistad bellísima con Marcial, encontrando en él valores intachables y una paz interior que, inexorablemente, contagia y hace bien. Una gran capacidad en un hombre bueno y comprometido.

“Mente Deportiva” no es un tratado de psicología del deporte o la actividad física. No pretende tomar ese campo ni decir más que lo dicho por los psicólogos del rubro. Mucho menos es un libro de autoayuda para deportistas y entrenadores, plagados de banales consejos e indigeribles “tips” cuya aplicación es, honestamente, imposible. Sin caer en un neurocentrismo reduccionista sino, muy por el contrario, desde una mirada integral e integradora, Marcial aborda cuestiones que son de preocupación cotidiana para quienes practican deportes o trabajamos diariamente en ellos, cualquiera sea su nivel de exigencia. Lo primero que le va a llamar su atención, estimado lector, es la variedad de temas, lo completo del tratado y su tratamiento. Inmediatamente observará que cada uno de ellos afecta todo el tiempo a los protagonistas del fenómeno deportivo. A quienes estamos en estas áreas siempre nos llamó la atención que sobre lo más regular, cotidiano e inmediato, hubiera tan poco escrito. O desarrollado de manera compleja e incomprensible. Necesitábamos un manual para llevar bajo el brazo diariamente sobre estos temas y aquí lo tenemos. Lea con atención el índice: entusiasma. Estrés, fatiga, confianza, sueño, imágenes y todo un conjunto de cuestiones que día a día nos inquietan. ¡También aprendizaje motor! Bellísimamente desarrollado, por cierto. Son todos temas que aluden, insisto, a lo cotidiano y que necesitamos ver desde otra perspectiva.

Otro aspecto importante a destacar es que no toma a la neurobiología a la ligera. Cada referencia biológica es justa, no es citada en vano ni hace de las neurociencias, por el mero hecho de que están de “moda”, un pretexto para generar interés. Esta delicadeza de Marcial es muy importante. Recurrir a la biología del cerebro humano en tanto y en cuanto así sea necesario y con precisión, sin un sobre empleo innecesario. Conectar con un ajuste quirúrgico el dato neurobiológico con el aspecto de la vida del deportista que necesitamos mejorar. Es éste un rasgo diferencial de este trabajo y contribuye a jerarquizar las neurociencias.

Los temas son tratados por Marcial con profundidad y prudencia. Leerlos tranquiliza. Quizás porque Marcial escribe como es: un hombre cuya paz interior se transmite a quienes tenemos el gusto y el honor de leerlo y seguir aprendiendo de su trabajo y su vida. Gracias Marcial querido por concederme este privilegio.

Mario Di Santo,
Lic. en Cs de la Educacion,
Lic. en Educacion Física,
Profesor univesitario, experto en
Neurociencias y motricidad

Notas

1. Comunicación personal con el autor.

2. Se define el término “intrínseco” como algo propio o característico que se expresa por sí mismo, que no depende de las circunstancias. La condición física intrínseca refiere al ser que ha nacido con un potencial físico, cognitivo y/o emocional, que aplicado desde edades tempranas a una práctica, lo muestra diferente a los de su grupo. El término “intrínseco” es asociado también a la motivación, cuando realizamos alguna acción impulsados por el simple disfrute de hacerla. La pasión es un sentimiento muy fuerte hacia una actividad, algo intrínseco que trasciende tanto los logros que se pudieran alcanzar como las penalidades por no efectuarla.

3. El ácido γ-aminobutírico (GABA) es el principal neurotransmisor inhibidor en el sistema nervioso central (SNC) reduciendo la excitabilidad neuronal. El GABA es directamente responsable de la regulación del tono muscular.

4. Comunicación personal con el autor.

5. El concepto de atribución causal refiere a nuestra capacidad de relacionar los adecuados esfuerzos realizados con las verdaderas causas de un logro. Se trata de una correlación fundamental en el arte de hacer que el devenir suceda deliberadamente más que por la creencia de un orden místico y divino.

6. Yuttadhammo Bikku, el monje “bloggero” nos ofrece muy buenos videos para aprender a meditar caminando y también de otras formas. Otro popular monje es el vietnamita Thich Nhat Hanh, con videos muy ilustrativos.

7. Comunicación personal con el autor.

Contenido
Créditos
Prólogo
Introducción
I. Derribar fronteras
II. Cerebros que estudian cerebros
III. La cultura en el cerebro
IV. Naturaleza de la mente
V. Construir deportistas
VI. Mente deportista
VII. La percepción, clave del experto
VIII. Creencias
IX. Sesgos mentales fisiológicos evolutivos
X. Mucho estrés nos perjudica, pero un poco nos hará bien
XI. Un paliativo para el estrés
XII. Representación ideo motora
XIII. Aprendizaje de secuencias motoras
XIV. La fuerza de voluntad para el cambio
XV. La fatiga cognitiva, ese agotamiento evitable
XVI. ¿Dónde se alojan la autoconfianza y el optimismo?
XVII. Emociones
XVIII. Cómo toma decisiones el cerebro
XIX. Neuroliderazgo
XX. Ambientes de confianza
XXI. Entrenadores creativos
XXII. Dormir bien, un gran entrenamiento
Comentarios finales
Referencias bibliográficas
Notas

Introducción

El milagro de la vida nos rescata de la nada regalándonos una esquiva oportunidad. Como en el guion de una película, vamos escribiendo a cada instante la línea argumental que derrama nuestro ser más puro reflejando identidad sobre el devenir de los sucesos cotidianos. En acciones, escritos y decires, vamos imprimiendo con fidelidad la huella de quiénes somos, inocultablemente, aunque a veces sea detrás de alguna imagen que construimos para ofrecernos mejores. Si es que hay un propósito en el vivir, quizás se trate de la búsqueda de nuestra mejor versión; descubriendo lo que nos apasiona, haciéndolo aprendizaje y disfrutando del recorrido, puesto que al final todo se esfumará, excepto el legado de lo que supimos, quisimos y pudimos construir en nosotros mismos y en otros. Esa será nuestra inmortalidad, que ya no será la nada, sino el todo que la vida nos proponía.

Cuando estaba terminando de escribir Cerebro que aprende, allá a mediados de 2014, y lo releía hacia atrás y en diagonal, emergía explícita mi naturaleza esencial. Evocaba siempre, con algún estudio científico de respaldo, una inevitable mirada optimista de la transformación personal, un rechazo al determinismo genético que ahoga los sueños y limita la vida. Aquel libro podía resumirse en esa enorme posibilidad que tenemos los adultos de modificar paradigmas, entornos educativos, deportivos, prácticas y programas para ayudar a despertar a los jóvenes a la vida y desarrollar, desde la incipiente vigilia de la conciencia, su máximo potencial. En general, se parecía a un libro de autoayuda, pero con el soporte de la ciencia.

El término “autoayuda” está desacreditado en estos tiempos, quizá porque la mayoría de los libros del género nos propone una lectura hedonista o de refugio para momentos acuciantes, con palabras de aliento, pero con pocas tácticas y estrategias mnémicas, o herramientas que, aplicadas metodológicamente, pudieran producir la anhelada transformación. Podríamos pensar que las neurociencias nos proponen una autoayuda de alto nivel, con herramientas basadas en la ciencia, asimilables, implementables y probadas. Esta “neuroayuda” sería una forma de resignificar el autoconocimiento para comprender y utilizar la amplia batería de recursos a nuestro alcance desde la metacognición. Esto es, que la misma mente sea capaz de transformar el cerebro recurriendo a los estudios de la mente humana. Cerebro que aprende no buscaba una excelencia per se, como el superhombre de Nietzsche, sino que fue un intento por ayudar a rescatar a tantos jóvenes desorientados, desanimados y resignados, que seguramente reconocemos en algún pariente, amigo de nuestros hijos, o quizás, en ellos mismos. Pretendió respaldar ese mensaje que he querido transmitir con mi propia vida, poniéndolo en palabras escritas para intentar llegar a un mayor número de personas y generar más impacto. La transformación personal no solo es posible, constituye en sí misma el camino seguro para una vida más atractiva, que se acerque tanto como se pueda o se quiera a la ansiada felicidad. No hablo aquí de una felicidad hedonista como la defendida por Hobbes, Sade o el filósofo griego Aristippus dada por placeres variados, sino de una felicidad eudaimónica que se sustente en la autonomía, el crecimiento personal, la autoaceptación, el propósito en la vida y las relaciones positivas con otros. Erich Fromm, en 1981 mencionaba la importancia de distinguir entre el hedonismo de los deseos subjetivos de placeres momentáneos y la eudaimonía de la realización personal. O dicho químicamente, la dopamina liberada del deseo frente a la serotonina de la satisfacción y la oxitocina del amor. Planteamos una educación para una sabia felicidad, menos heterónoma, más permanente y promotora de la virtud humana.

He aquí el mensaje que fue planteado principalmente para el ámbito educativo, esa enorme comunidad que aloja cada vez más cuerpos vacíos de proyectos y entusiasmo. Educar no es brindar conocimiento. Eso sería acotado, de escaso alcance. El verdadero rol del educador es despertar la curiosidad, encender el motor de la acción y del crecimiento personal. La curiosidad no depende exclusivamente de la coyuntura, sino de la creatividad del curioso para buscar pistas que sacien su deseo de saber y superarse a sí mismo. Quien ha logrado encender su fuego interior observa los obstáculos como la oportunidad para encontrar algo detrás. El interruptor de la curiosidad está en alguna emoción perdida, en alguna experiencia pasada, en algún problema relevante para resolver, en algo que tenga significado y sentido. Educar es activar ese contacto mágico con el estímulo adecuado, para que se produzca la chispa de una revelación o insight y la llama continúe eternamente iluminando el camino de nuevas expectativas. Nunca sabremos el impacto que un gesto, una palabra o un acto propio pueda producir en otros. Pero lo tiene, y en la medida que transitemos la vida con ganas de comunicarnos, de hacer, de aprender y de tomar riesgos, estaremos cada vez más cerca de lograrlo. Despertar la curiosidad es construir autonomía en otro, es el acto creativo del educador. Imagine qué agradecido estaría usted si alguien despertara la curiosidad en su hijo, la fuerza de voluntad y la autonomía, para toda su vida. Hagámoslo entonces para todos esos hijos que habitan nuestro círculo de influencia.

No me gustan los déjà vu percibidos en libros del mismo autor, aunque sea casi imposible excluirlos de la personalidad que los atraviesa. Cada vida es un solo mensaje, el resto, notas al pie, y nuestra esencia fluirá siempre en los entresijos de las palabras. En Cerebro que aprende di pistas para la aplicación de un nuevo conocimiento al ámbito del deporte, y producir así las mejores acciones de aprendizaje y entrenamiento que permitan incrementar el rendimiento, a través del diseño de prácticas de excelencia deportiva tanto a nivel individual como de equipo. Por eso, téngalo a mano, me comprometo a sumar nuevos conceptos y profundizar otros. Allí buscaba despertar a los jóvenes a la vida, mientras que en Mente deportiva, ya despiertos, quiero incluirlos en el deporte y llevarlos a la excelencia.

Hay una biblioteca infinita especializada en el diagnóstico de problemas: miradas desde distintos ángulos, disciplinas, enfoques, empirismos, teorías de bolsillo y cábalas. Algunos divulgadores, verdaderos artistas del stand up, nos provocan emociones placenteras mientras los escuchamos. Como en una especie de ensayo en vivo, en el que vale más el “cómo” se dice, que el “qué” se dice. Y producto de esos estados en los que nos sumergen, arrancan nuestros elogios más subjetivos, básicamente porque nos dieron una nueva mirada sobre problema, al que ahora nos hemos podido vincular con emociones positivas y expectativas. No es poco, ¿verdad? Su rol es muy interesante. Sin embargo, quizás por mi formación fuertemente orientada a los resultados es que, además, siempre pongo el foco en el “qué” hacer y “cómo”, para así solucionar problemas y obtener resultados tangibles. Me interesa la transformación personal y a partir de esta, la creación de trayectos de vida apasionantes, llenos de experiencias y logros. Por eso es que en este libro buscaremos el origen neural de los estados de la mente más apropiados para el entrenamiento y la competencia deportiva. En lo posible, llegaremos a la química involucrada. No por una cuestión exclusiva de regodeo o ego del intelecto, sino porque comprender esta naturaleza última de los problemas, nos permite visualizar y modelar de qué manera impactan diferentes estímulos internos y externos en el cerebro. Así llegarán las pistas para modificar ciertas prácticas: analizando a partir de ese profundo entendimiento qué deberíamos reformar en nuestras actividades para provocar cambios perdurables en cada cerebro, de manera individual y colectiva, y cómo hacerlo. El desafío no es menor, yo diría que es bastante ambicioso, puesto que transitaremos la cornisa del desconocimiento o la incertidumbre —inevitable elección si queremos hacer cosas nuevas para obtener resultados distintos—. Es el riesgo de cabalgar sobre una nueva ciencia que está en plena exploración. Este libro será mejor aprovechado por personas afines a la incertidumbre, al cambio, al aprendizaje y a las aventuras. Preparemos la mochila y empecemos el viaje.

II
Cerebros que estudian cerebros

Cuando observamos el comportamiento de quienes nos rodean e intentamos comprender la naturaleza de sus actos, adjudicamos decisiones deliberadas y conscientes. Asignamos etiquetas, conceptualizamos y definimos perfiles en un intento por comprender el origen de las motivaciones y las respuestas que damos dentro del entramado social al que pertenecemos. El deportista díscolo es “conflictivo”, el entrenador que está de mal humor es “antipático”, el jugador que subestima a los demás “está agrandado”, el que no quiere entrenar es un “vago”, el que no corre ni mete en un partido “no tiene actitud” y el que toma decisiones inusuales es un “genio” o un “loco”. ¿Será loco Marcelo Bielsa o es que se trata de alguien con la capacidad de efectuar interpretaciones de hechos comunes de un modo diferente de la media? Necesitamos explicarnos por qué cada uno es como es, pero somos poco tolerantes excepto con nuestros seres más queridos. En este caso, nos esforzamos por indagar un poco más, profundizar en sus gustos, necesidades y deseos para justificar sus comportamientos. Pero no es así con todos y, a la hora de trabajar con deportistas, no podemos caer en el reduccionismo de seguir recurriendo a los modelos que cada uno elabora desde su única experiencia, y usar términos y modelos que la ciencia desconoce. Este pensamiento mágico, si bien propio del ser humano, debe ir cediendo espacios a la ciencia.

Atribuimos el comportamiento humano a la potestad de ser administrado por voluntad consciente. Ya desde su concepción, asumimos un inexacto libre albedrío o voluntad de comportarse de tal o cual manera, ignorando que nuestro subconsciente emocional busca actuar alineado, según le parezca, a su supervivencia, con valoraciones espontáneas que impulsan las direcciones de nuestras decisiones. Tendemos a pensar que nuestro comportamiento es arbitrario, que surge como producto deliberado o de la propia personalidad. Los modelos empíricos de comportamiento que construimos desde la experiencia personal, o la cultura que integramos, son apenas intuitivos, sesgados, incompletos o, peor aún, absolutamente errados. La cultura popular nos inunda de modelos mágicos, la experiencia personal nos provee una heurística intuitiva y las ciencias del cerebro, a través del tiempo la filosofía, la psicología conductista, el cognitivismo y las neurociencias, nos han llevado poco a poco a saber mejor quiénes somos.

Rara vez recurrimos al análisis de la interacción de la neurobiología con el medioambiente para comprender el modo en que nos comportamos. Nos resulta difícil no solo correlacionar los factores del entorno con la fisiología del comportamiento, sino comprender esta última. Cuando no logramos explicar un comportamiento y vincularlo con los fenómenos cerebrales y mentales, invocamos modelos empíricos y heurísticos o conductistas de entrada-salida o de caja negra, que más o menos se aproximen a representar la situación, claro, con reglas llenas de excepciones —quizá porque estas reglas, en diferentes escenarios, no se aproximan tanto a la realidad—.

Cuando una teoría es extremadamente compleja y los investigadores la abordan con gran variedad de modelos y arriban a conclusiones disímiles, es difícil pronosticar un buen entendimiento. En esos casos se suele incorporar la enorme multiplicidad de modelos como parte de una disciplina, lo que obliga a recurrir siempre al profesional guardián de todos y cada uno de ellos, quien asignará su uso según la circunstancia y la afinidad que haya construido con el ejercicio. En neurociencias es fácil caer en la tentación de las explicaciones simplificadoras y lógicas que eliminan la incómoda ignorancia que ensombrece a los eruditos. Sin embargo, así como la prudencia tiende a ser una característica saliente entre los especialistas existen certezas como la que Francis Crick (2004) propuso: “Pensar en el comportamiento humano sin considerar a las neuronas es como estudiar la evolución sin saber de genética”. Estos nuevos modelos científicos rigurosos van poco a poco reemplazando el empirismo de viejas teorías y modelos de difícil reproducibilidad.

¿Qué diferencia hay entre una teoría y un modelo? Una teoría describe cuáles son los conceptos relacionados que se incluyen en una disciplina y el modelo captura cómo están relacionados. Una teoría del comportamiento es un marco organizacional para integrar conceptos e ideas. Desarrollar modelos fisiológicos exige cautela, y más aún para su aplicación a campos de actuación del ser humano. ¿Y por qué? El diseño del estudio es tan importante como los resultados que se consigan. Una conocida regla nos dice: “Garbage in, garbage out”, esto es, si se alimenta con basura a un sistema, lo que sale es también basura. Los buenos trabajos de investigación son realizados en condiciones especialmente cuidadas de variables y parámetros que se identifican para mantener inamovibles durante el estudio, o bien, para dejarlos fluctuar cuando son el objetivo de análisis. El paradigma o el estímulo elegido para provocar el comportamiento objeto de estudio también es clave para los resultados y los mecanismos que los producen. Y esos paradigmas o estímulos deben corresponder con los que queremos tomar como referencia para la aplicación de las conclusiones de los estudios científicos. La transferencia de esas conclusiones al campo de acción debe ser muy bien analizada para evitar trabajos fútiles, frustrantes o peor aún, que promuevan inversiones en tiempo y esfuerzo vanos. Aunque tampoco se trata de paralizarnos.

Todos tenemos teorías sociales, es decir, teorías relativas a nuestra realidad social inmediata. Es posible que la capacidad para formular este tipo de teorías no se desarrollara solo para que comprendamos mejor el mundo y podamos descubrir las trampas y las injusticias sino, además, para que pudiésemos convencernos de algunas falsedades y convencer a los demás en beneficio nuestro. La importancia inconsciente de las teorías sociales sesgadas se hace tal vez más patente cuando estalla una discusión. En las discusiones todo parece desenvolverse con tanta fluidez porque en el momento en que comienzan, toda la elaboración está lista. Puede parecer que la controversia surge espontáneamente, con casi ninguna premeditación, pero cuando el altercado se concreta, ya están organizados los batallones de datos en pugna que solo necesitan la chispa de la ira para manifestarse. Son fuerzas organizadas con la ayuda de factores inconscientes, ideados para generar una teoría social sesgada y para aportar pruebas también sesgadas cuando sea necesario (Trivers, 2013).

Las neurociencias y su historia

Pretendo que tenga a mano argumentos para comprender en qué etapa estamos de este conocimiento, que le quede en claro que apenas estamos aprendiendo y que hubo, hay y habrá una enorme cantidad de investigadores a quienes los ha unido la curiosidad. No se trata de una moda, ni de una corriente de pensamiento. Es ciencia, como la aplicada al estudio de enfermedades, de la biología o de materiales y no comenzó recientemente, sino varios siglos atrás, con los recursos que existieron en cada momento. Huelga decir que en las últimas dos décadas ha habido muchos progreso. Observar detenidamente el avance en el conocimiento del cerebro nos sitúa en un presente que ambiciona mucho más que el tratamiento de patologías. Las neurociencias vienen a unir estímulos y respuestas con líneas que no se interrumpen dentro del cerebro, a darnos pistas de la fisiología del comportamiento. Hoy actualizamos y reinventamos teorías para ampliar las fronteras de las capacidades del individuo. Queremos comprender el porqué de los sorprendentes logros de unos pocos, para replicarlo en muchos más. El factor humano recupera espacio como medio para la concreción de proyectos a manos de equipos cada vez más eficaces y motivados por los resultados. Individuos que corren cada vez más rápido, saltan más, lanzan más lejos o dominan mejor cualquier técnica para manejar un implemento o equipo tecnológico como un auto de carreras. Podemos comprender la fisiología del comportamiento de un cerebro normal para diseñar los estímulos que potencien la mejor versión de un individuo. En las neurociencias, los experimentos que se diseñan aportan el mejor tipo de prueba a fin de acercarnos a la explicación de un fenómeno. Un experimento es una situación controlada en la que solo se manipula un parámetro con el objetivo de evaluar su efecto sobre una variable. En la investigación científica hay subjetividad, creatividad, riesgo y ensayo, nunca un intento acabado irreversible.

Reside en el examen de la historia de las neurociencias una senda poderosamente didáctica y un mejor entendimiento del momento presente que atravesamos con estos nuevos descubrimientos. Posicionarnos en la línea del tiempo nos permite revalorizar el “conócete a ti mismo” del filósofo y transmitir prácticas, hábitos y evaluaciones que nos posibiliten afrontar, con un mejor aprovechamiento de nuestros recursos cognitivos y emocionales, este modernismo exigente y cada vez menos antropocéntrico.

¿Para qué nos sirve leer historia, tratar de interpretarla, de analizarla si no es para comprender mejor los sucesos del presente? Los relatos del pasado revelan motivaciones de la época como guerras, gigantescas construcciones, viajes y descubrimientos o invasiones. Se trataba de grandes emprendimientos emergentes de la interacción del cerebro con el medio ambiente cultural y natural que impulsaban transformaciones sociales y geopolíticas. Entendidas como necesidades para sobrevivir en comunidad, es posible hallar sentidos y aspectos evolutivos hasta en los episodios más cruentos.

Recuerdo la asignatura Historia de primer año del colegio secundario. Era realmente un suplicio el acopio de datos, sucesos más o menos cronológicos y personajes no muy claramente relacionados entre sí. Una matriz bastante difusa, diría yo, de nombres, lugares, fechas y batallas. Más difícil era llegar a escudriñar las motivaciones humanas detrás de todo este entramado temporoespacial. Sin un relato que tuviera sentido, construir memorias de largo plazo para evocarlas en una lección oral era tarea agobiante. A veces la esperanza del faltazo de la profesora nos permitía soñar. De apellido griego, como sus lejanas historias, y mirada atemorizante, acorde a su propuesta de confusión, sus relatos enciclopédicos buscaban una épica consolidación en las memorias de los jóvenes y transigentes cerebros allá por los años setenta. Sin análisis, sin significados ni sentidos, no construíamos una estructura de comprensión, por lo que la memorización era tortuosa. Nos perdimos la oportunidad de interpretar el mundo que habitábamos por no haber rastreado y analizado la naturaleza de las motivaciones del ser humano.

Con el término “neurociencias”, así, expresado en plural, se define a las disciplinas que contribuyen con sus estudios y descubrimientos a un mejor entendimiento de la estructura y la fisiología del sistema nervioso, sus interacciones con el resto del cuerpo, su impacto en el comportamiento humano dentro del entorno social, cultural y ambiental, y por supuesto, al estudio de las enfermedades y sus tratamientos. Vale decir que este término fue acuñado en los años sesenta, al calor de la nueva síntesis promovida por las disciplinas que tradicionalmente se consagraban a la exploración del cerebro. Una pregunta como: ¿cuál es la sede de las funciones sensoriales, motoras y mentales, el cerebro o el corazón?, ha constituido materia de discusión durante siglos. A lo largo de décadas, han surgido nuevas teorías y modelos para la definición de los factores que inciden en el funcionamiento o la manera en que esos factores se vinculan determinando las capacidades psíquicas significativas de nuestra especie. Desde la década de 1990, con el advenimiento de las tecnologías de escáneres cerebrales que permiten observar y medir en las profundidades microscópicas de las estructuras cerebrales, un exponencialmente ingente número de investigadores que dedican sus vidas a esta disciplina ha producido una explosión de hallazgos. La línea de tiempo en las ciencias del cerebro nos muestra un avance desigual. No hace mucho, se hablaba del reciente surgimiento de la psicología cognitiva a mediados del siglo pasado con Aaron Beck. Cincuenta años era algo reciente. Sin embargo hoy, algo reciente es de hace dos o tres años a la luz de la ingente cantidad de trabajos de investigación que van surgiendo. Esto hace que la lectura que hagamos sea capaz de contemplar un aspecto relevante, un trabajo publicado en 2010 quizás hoy haya dado un importante paso más, con lo cual será bueno rastrear al autor para ver en qué anda. Los libros sobre neurociencias suelen constituirse en excelentes revisiones y reseñas de algunos aspectos de la fisiología del comportamiento, bases necesarias para seguir profundizando en publicaciones científicas actualizadas.

Resulta conveniente poner de relieve el desarrollo histórico y sistemático que el estudio del cerebro ha experimentado en los últimos años. El lector podrá percibir una secuencia cronológica que entrelaza los hechos como eslabones sucesivos de una misma y urdida trama. Propongo entonces hacer un recorrido desde los inicios del encefalocentrismo en la Antigua Grecia hasta el surgimiento de las neurociencias modernas en la segunda mitad del siglo XX, producto de un abordaje científico multidisciplinario (incluyendo a neurólogos, psicólogos, filósofos, psiquiatras, biólogos, lingüistas, ingenieros, físicos, entre otras especialidades). En su libro Historia de la neurociencia. El conocimiento del cerebro y la mente desde una perspectiva interdisciplinar, Carlos Blanco (2014) afirma: “A la hora de adentrarse en la historia de las neurociencias, es interesante distinguir con claridad las principales etapas en la indagación científica sobre la estructura y el funcionamiento del sistema nervioso, para mostrar cuáles han sido los grandes saltos conceptuales protagonizados por cada uno de estos períodos”.

El cerebro tuvo grandes dificultades para salir de un sitial a veces ignorado o de enigma. Según Edwin Smith, se considera a Imhotep (c. 2690-2610 a. C.) el primer autor del papiro donde aparece la mención más temprana del órgano encefálico en la historia de la humanidad, hallado en el siglo XVII a. C. En el pasado, diversos órganos habían sido identificados como el centro de los pensamientos o sentimientos. “Parece que los antiguos egipcios no concedían ninguna importancia al cerebro, ya que al preparar las momias lo extraían por la nariz y lo desechaban, mientras que conservaban con gran esmero otros órganos internos que debían acompañar a su dueño en la otra vida” (Redolar Ripoll, 2013). Los judíos y los babilónicos, por ejemplo, supieron atribuir facultades cognitivas a los pulmones y al hígado, respectivamente. En la puja por la potestad biológica de lo mental, el cerebro quedó al margen de la discusión durante cientos de años, hasta que un par de sabios griegos lo ubicaron en el centro de la escena. El primero en cuestionar la doctrina del corazón fue el padre de la historia, Heródoto (c. 484-425 a. C.), al bosquejar los primeros vínculos entre cognición y cerebro en Occidente. El primer ejemplo de encefalocentrismo nítido, esto es, la tesis de que el cerebro controla la sensación, el movimiento y la cognición, lo encontramos en Alcmeón de Crotona (c. 450 a. C.). Mientras tanto transcurrían los Juegos Olímpicos de Grecia, desde el 779 a. C. hasta el 393 d. C., sin que las neurociencias llegaran explícitamente al deporte. Había ahí una tácita contradicción puesto que si bien desconocían que el cerebro constituía la sede de la toma de decisiones que se entrenaba con el movimiento corporal, tenían bien en claro que golpear la cabeza reducía las capacidades del rival. Intuitivamente se asumía al cerebro como el gobierno de la vida.

Con el tiempo fue creciendo la curiosidad por manipular cerebros y estudiar sus efectos. La trepanación fue la primera técnica conocida para tratar alteraciones del comportamiento. La práctica consistía en perforar el cráneo para, según se presumía, extraer espíritus malignos y curar enfermedades. Existen evidencias de que en el paleolítico se llevaban a cabo trepanaciones craneales en Francia, Israel y África. Culturas del continente americano como la Inca la practicaban, según lo constatado por Ephraim George Squier en 1865, quien identificó un cráneo en Cuzco, la antigua capital imperial, que fue examinado por el antropólogo francés Pierre Paul Broca. La trepanación era también conocida por los egipcios, cuyo fanatismo por la momificación los había convertido en excelentes anatomistas.

Asimismo el cerebro fue protagonista en las propuestas de Hipócrates de Cos (c.460-377 a. C.), fundador de la medicina como disciplina científica. Creía que el cerebro era el responsable del intelecto, los sentidos, el conocimiento, las emociones y las enfermedades mentales —sin dudas, un gran avance del pensamiento—. El corazón hipocrático contribuía a otras cuestiones como la respiración y la circulación sanguínea en pos de la nutrición del alma. Muy distinta era la opinión de Aristóteles (c. 384-322 a. C.), quien retomó la tradición egipcia y concibió una mente cardíaca. Avances y retrocesos que caracterizan a la ciencia aún en nuestros días. Según Redolar Ripoll (2013), el sabio griego:

creía que un órgano tan inmóvil, grasiento y escaso de sangre —en cadáveres— era prácticamente inútil. Lo consideraba una flema sobrante que a veces filtraba hacia las fosas nasales en forma de moco, y que solo servía para refrigerar la sangre […]. Juzgaba más lógico atribuir al corazón el origen de la función mental: ocupa un lugar central en el cuerpo, y si se detiene cesa la vida y toda actividad anímica.

La concepción cardiocéntrica de las funciones mentales gozó de cierto éxito durante varios años. En este sentido, aún quedan reminiscencias de esta concepción en la etimología de palabras como “cordura”, “recordar”, “recuerdo”, etc., cuya raíz latina es “cor” (corazón). No obstante, con el tiempo se impuso la concepción hipocrática.

Varios siglos después, el gran médico Galeno (c. 130-200 d. C.) establece la idea de spiritus animalis. Se trataba de un gas que reside en los ventrículos cerebrales y que transporta las emociones. Esta idea perduró durante más de un milenio. Galeno no pudo diseccionar cadáveres humanos porque la ley romana lo prohibía, pero sí lo hizo con numerosas especies vertebradas como gatos, perros, leones, camellos, osos, lobos, pájaros, etc. El italiano Andreas Vesalio (1514-1564) comprendió que las limitaciones que habían rodeado a Galeno respondían al hecho de que durante el Imperio Romano, como ya mencionamos, se prohibían las disecciones. En su obra, De humanis corporis fabrica [De la estructura del cuerpo humano], publicada en 1543, Vesalio presenta ilustraciones detalladas del cerebro, lo que significa un hito en la historia de la anatomía humana y desmonta definitivamente la teoría de Galeno. Vale mencionar que en ese mismo año, Copérnico publica su De revolotionibus orbium coelestium, en el cual la Tierra deja de ser el centro del universo. Año agitado y disruptivo.

Además, el descubrimiento de la circulación de la sangre por William Harvey desafiaba el modelo clásico de los cuatro humores. En palabras de Redolar Ripoll (2013): “Se asiste a una transformación imparable en todos los frentes a favor del nuevo viento de la historia […] las enseñanzas del pasado dejan de ser la última palabra, la anatomía galénica no es perfecta y ya no es el centro del conocimiento sobre el cuerpo humano”. En este marco, a caballo de trabajos previos de Galeno y Vesalio, Descartes (1596-1650) propuso que el correlato físico del alma correspondía al cuerpo pineal. Describió el cerebro (al igual que el corazón) como una máquina compleja que controla las funciones reflejas y vegetativas. Los sentimientos, las sensaciones y las acciones voluntarias se originan en el alma. Cada época intenta comprender el mundo natural tomando como modelo el conocimiento y el desarrollo tecnológico alcanzado en ese momento. En el siglo XVII, el paradigma era el mecánico y, consecuentemente, Descartes se basó en los modelos mecánicos para explicar la conducta y el funcionamiento mental. Así, el filósofo distingue la conducta voluntaria, que pertenece al alma, de la involuntaria o automática, propia de la máquina corporal. Tal escisión entre mente y materia dio origen al llamado “dualismo metodológico”, la idea de que el estudio del tejido neural es irrelevante para comprender los fenómenos mentales. Entrado el siglo XIX, el dualismo seguía presente gracias al aval de la Iglesia católica. Sin embargo, durante el siglo XVII, el reinado de los “espíritus animales” comenzó a tambalearse. El biólogo holandés Jan Swammerdam (1637-1680) llevó a cabo lo que algunos consideran uno de los experimentos más importantes del siglo. Demostró de manera incontrovertible que, cuando los músculos se contraen, estos no aumentan de volumen por la llegada de los espíritus animales a la masa muscular, siendo este un aspecto clave en la hipótesis espiritual. Swammerdam tuvo una idea genial que marcó el futuro de la investigación neurocientífica. Escogió a la rana como animal de experimentación porque, además de abundante, le pareció apropiada para este tipo de estudios, ya que los nervios son muy visibles en estos animales y pueden ser localizados y puestos fácilmente al descubierto. Ahora bien, si los músculos del cuerpo no se contraen por el accionar de unos misteriosos espíritus animales, ¿cuál era la causa de su movimiento, que tan dócilmente sigue la voluntad del cerebro? Los filósofos de la época pensaban que, tal vez, era electricidad lo que secretamente recorría los nervios para mover el cuerpo. Eso fue lo que un profesor de la Universidad de Bolonia descubrió. Luigi Galvani (1737-1798) empleó ranas en múltiples ensayos para corroborar su idea de que existía una electricidad propia del animal, probablemente generada en el cerebro, que recorría los nervios y movía los músculos. Finalmente, comprobó que el fluido eléctrico procedía del interior del animal y que ese era el enigmático elemento que viajaba por los nervios y accionaba los músculos.

Continuando con la corriente heurística o empírica, a principios del siglo XIX surgió la denominada frenología, corriente fundada por el alemán Franz Joseph Gall (1758-1828). El término “frenología” procede del griego phrenos (mente) y logos (conocimiento), para designar una teoría de la mente. Esta partía del supuesto de que el aspecto de la cabeza informaba sobre las capacidades y la personalidad del individuo. Veía al cerebro como un mosaico de órganos especializados en distintas funciones psicológicas, y el mayor o menor desarrollo de cada uno se reflejaba en la forma craneal. Así, tomando medidas y observando los distintos abultamientos y prominencias, el frenólogo creía identificar la inteligencia y los rasgos psicológicos de cualquier persona. La frenología alcanzó más notoriedad que apoyo, pues la postura prevalente era la holista, encarnada en la figura de Marie Jean Pierre Flourens (1794-1867). El holismo postulaba que cualquier proceso cognitivo dependía de la actividad global del cerebro en su conjunto.

En la segunda mitad del siglo XIX, el francés Paul Broca (1824-1880), uno de los pilares de las neurociencias, y Carl Wernicke (1848-1905) iniciaron el estudio de las correlaciones entre los trastornos cognitivos selectivos y el daño cerebral focal. Su mayor logro es haber descubierto los dos centros cerebrales del habla.

Hasta el siglo XIX, los principales avances sobre el cerebro se referían sobre todo a su estructura macroscópica, la que puede verse a simple vista. En el siglo XX, los interrogantes se tornaron más ambiciosos, y el progreso de la microscopia y las técnicas de tinción abrieron nuevas posibilidades en el estudio de su estructura íntima. Camillo Golgi (1843-1926), un científico italiano, desarrolló la tinción de las células nerviosas con nitrato de plata, lo que permitía una completa visualización de un reticulado neuronal. Armado con dicho recurso, Santiago Ramón y Cajal (1852-1934) descubrió que el cerebro se compone de unidades fundamentales, llamadas “neuronas”, no unidas entre sí como la teoría reticular de Golgi proponía, sino comunicadas por medio de señales eléctricas. Para varios autores, el aporte de Ramón y Cajal supuso el nacimiento de la neurociencia contemporánea, por una doble razón: era un paso de gigante hacia la comprensión del funcionamiento del cerebro y del sistema nervioso en su conjunto, pero, al mismo tiempo, sentaba las bases para todo el programa de investigación futura. Por este hallazgo, en 1906, se le otorga el Premio Nobel, que comparte con Golgi. Los egos también jugaron su partida. Golgi criticó equivocada y abiertamente a Cajal en su alocución durante la premiación, lo que evidencia que la competencia por el poder del conocimiento era un factor de motivación.

Otro ganador del Premio Nobel, Charles Sherrington (1857-1952), introdujo el término “sinapsis” para denominar tanto el lugar como el mecanismo de conexión entre las neuronas. También ganaron el Premio Nobel, en la década de 1920, Henry Hallett Dale (1875-1968) y Otto Loewi (1873-1961), quienes hallaron el neurotransmisor acetilcolina y describieron, por primera vez, la transmisión química de los impulsos nerviosos (hoy llamados neurotransmisores).

La tecnología para la observación del cerebro fue clave en los desarrollos que siguieron. En 1919, el neurocirujano Walter Edward Dandy (1886-1946) desarrolló con la neumoencefalografía la primera técnica de neuroimagen no invasiva. En este método, el fluido cerebral se sustituye por aire observando la estructura cerebral a través de radiografías. En 1924, Hans Berger (1873-1941) efectuó el primer electroencefalograma (EEG) en humanos. A principios de los años setenta, apareció la tomografía por resonancia magnética (TRM) descubierta por Paul Lauterbur y Peter Mansfield, entre otros, más tarde galardonados con el Premio Nobel. Por esa época, Davis Cohen dirigió las primeras mediciones de la actividad cerebral a través de la magnetoencefalografía. Con una amplia variedad de tecnologías, técnicas y diseños de experimentos, los hallazgos se sucedieron, y permitieron elaborar un modelo para el aprendizaje del cerebro.

En 1973, se descubrió la potenciación a largo plazo de la sinapsis, una importante condición para el aprendizaje. El comportamiento humano revelaba sus rasgos evolutivos en cada publicación científica. En 1981, Robert Wolcott Sperry (1913-1994) recibió el Premio Nobel por sus trabajos acerca de las funciones de los hemisferios cerebrales. Diez años más tarde, Giacomo Rizzolatti descubrió las neuronas espejo, que facilitan enormemente el aprendizaje y la transmisión de conocimientos y están especializadas exclusivamente en procesos de simulación motora, algo importante para el aprendizaje motor y quizás hasta para inferir las intenciones de los demás. En 1992, se aplicó por primera vez la tomografía por resonancia magnética funcional (TRMf), con ayuda de las señales de BOLD (Blood Oxygen Dependent Level). Con la TRMf, aunque indirectamente, se puede ver la actividad cerebral al mismo tiempo que el paciente contempla un cuadro u ocupa su mente con algún pensamiento. Por primera vez, los investigadores pudieron comprobar los sustratos neuronales de los procesos cognitivos y observar en vivo la actividad cerebral.

En la actualidad, los avances continúan, y para quienes quieren implementarlos en algún campo de acción, el aprendizaje de las neurociencias requiere cada vez más búsqueda, selección y reflexión que ayude a crear modelos de intervención confiables. Las ciencias del cerebro están entre nosotros hace mucho, pero en estos años estamos asistiendo a su aplicación para las transformaciones personales, culturales, institucionales y quizás algún día, hasta de los sistemas políticos y educativos. En Estados Unidos, se aplican a nivel gubernamental para mejorar las relaciones entre los partidos políticos. También las fuerzas armadas se benefician de entrenamientos especialmente diseñados para mejorar las capacidades mentales y con ello la toma de decisiones. El ámbito educativo de algunos países europeos no ha quedado ajeno a estas ciencias, e introdujeron cambios que convocan a las nuevas generaciones a seguir aprendiendo con más entusiasmo y compromiso.

Las neurociencias nos asisten creando un entorno de normas sociales para ordenar el caos, generando hábitos en el cerebro de los ciudadanos de cada comunidad. Y también han hecho su desembarco en el deporte. Muchas veces con el uso de tecnologías que tanto seducen al ser humano. Si hay luces, mecanismos, cableados y automatismos que hagan cosas por nosotros, nos subyugamos y lo queremos todo. Por supuesto que la tecnología puede ayudarnos. En 1997, el tetrapléjico Johnny Ray se convirtió en la primera persona en recibir un implante en el cerebro con el que puede mover el cursor de un mouse utilizando el pensamiento. Estos descubrimientos y los grandes avances en la tecnología para estudiar las neurociencias nominaron a la década de 1990 como la “década del cerebro”.

Pero debemos saber que las neurociencias son mucho más que eso. Podemos definir el término “tecnología” como la aplicación de la ciencia en beneficio de la humanidad. Con esta acepción, también es tecnología la aplicación de un principio de la fisiología de la conducta mediante el diálogo; la comunicación, la selección y el respeto de normas específicas; la construcción de hábitos y el entrenamiento de la mente con técnicas simples para gestionar mejor nuestros recursos. No debemos caer en los engaños de la mente para adoptar solo lo que nos produce sensaciones positivas, sino lo que racionalmente ha sido demostrado con evidencia y proponiéndonos orientar nuestros esfuerzos a resultados medibles, en lo posible, o que hayan sido medidos en estudios científicos. Hay mucho conocimiento disponible para ser aplicado, no hay que seguir esperando sino animarse a desaprender y seguir aprendiendo sin límites de títulos académicos, solo el de la curiosidad e imaginación. Mientras tanto, nada mejor que leer y estudiar mucho, evitar sacar conclusiones apresuradas o decidir de manera rápida y temeraria, dar tiempo al aprendizaje, dudar más, confiar en la intuición instruida y tolerar nuestra disonancia cognitiva entre intuición y ciencia, hasta que la evidencia necesaria las pueda alinear. No digo abolir la intuición. Borges fue un gran intuitivo de la mecánica cuántica y de las neurociencias, y no había estudiado nada sobre ello. Fue un gran inspirador, un pensador, un creativo. Borges, sin saber de física —según él mismo bromeaba, más que el funcionamiento del barómetro—, anticipó en sus ficciones las modernas teorías de la mecánica cuántica.

Tan amplio y profundo es el avance que vamos comprendiendo inclusive la naturaleza biológica de los trastornos mentales. El Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales (DSM-V) describe los síntomas de más de trescientas enfermedades mentales oficialmente reconocidas, como la depresión o la esquizofrenia. Sin embargo, adolece de la carencia de las bases biológicas. Desde 2009, el psicólogo clínico Bruce Cuthbert y su equipo del Instituto Nacional de Salud Mental han estado creando un sistema de clasificación basado en investigaciones recientes, que revela cómo la estructura y la actividad de un cerebro enfermo difieren de las de uno sano. Cuthbert espera que las futuras versiones del manual incorporen información sobre la biología de las enfermedades mentales, con el objeto de distinguir mejor un trastorno de otro. Con estas patologías vamos comprendiendo también el funcionamiento de un cerebro sano con el beneficio de su aplicación al entrenamiento y al desarrollo de facultades cognitivas que nos entreguen el mejor cerebro posible para un objetivo determinado. Poco a poco se van resolviendo viejos enigmas.

Dudar es de sabios

Nature Neuroscience, The Lancet, Plos One, Journal of Clinical Sports Psychology, Frontiers, Social Cognitive and Affective Neuroscience