Adela Ferreto

Tolo,
el Gigante Viento Norte

Ilustró
Ruth Angulo

La noche terrible de Tolo y Nisquito

Nisquito, ¿por qué le decían Nisquito si se llamaba Dionisio?, nunca lo pude averiguar. Nisquito tenía un hermano más grande, que se llamaba Tolo... Tolo no, Bartolo, o más bien Bartolomé, pero le decían Tolo por Bartolo, sin me.

¡Qué pesado es ese Tolo!, pensaba Nisquito, se cree que lo sabe todo, que todo lo hace bien. ¡Es un gran pesado!

Se acostó pensando en esto porque ese día, cuando le fue a contar al “gran pesado”, que ya sabía jugar bolero, el sabiondo se burló de él, cogió el bolero y lo echó tantas vueltas que ni pudo contarlas.

—¿Ves?, ¡así se juega! ¡A ver!...

Pero Nisquito no lo pudo echar ni cinco veces, y Tolo se fue riéndose, y burlándose. ¡Ese Tolo grandulón!

Cuando se quedó solo en el cuarto se puso a temblar, pensando en el Gigante... Nunca se lo había contado a Tolo, ¿para qué?... para que se riera y dijera que él, Nisquito, era un niño tonto, un miedoso.

Tampoco se lo había contado a la mamá; ¡estaba siempre tan ocupada!

A nadie se lo había contado... Pero todas las noches, o casi todas, el horrible Gigante se aparecía en su cuarto: sacaba la cabezota de debajo de la cama, o salía de detrás del armario, o alzaba la tabla del piso que estaba desclavada –seguro él la había desclavado–, y se iba levantando como una torre en la gran bola de la cabeza, un solo ojo, redondo como un plato. Se quedaba ¡horas!, mirándolo con aquel ojo brillante, fijo... ¡Qué horror!

Abría la boca como si quisiera tragárselo y cuando iba a echársele encima, desaparecía por donde había venido.

Nisquito sentía tanto miedo que ni gritar podía.

De pronto se tapó la cara con la sábana y se quedó muy quieto. Había oído un ruido raro, alguien corría; la puerta del cuarto se abrió de golpe y el Gigante entró despavorido, con el pelo parado como púas de alambre, con el ojo enorme que casi se le salía de la cara...

—¡Auxilio, auxilio, ay, ay, que me agarra! –gritaba el infeliz y llorando con enormes lagrimones, se tiró en la cama a la par de Nisquito, tratando de taparse con la cobija.

—¿Qué pasa? –dijo el niño en un murmullo, mientras temblaba peor que un conejo.

—Sch... No hables... Es que me persigue el Huracán, viene detrás, ¿no lo oyes?

En eso la puerta se cerró de golpe, como se había abierto: toda la casa empezó a estremecerse, bailaban las tejas en el techo, tintineaban los vidrios de las ventanas como chilindrines.

—Ayúdame a sostener la puerta –dijo el Gigante, dejando de llorar.

—¡Si entra el Huracán estoy perdido, es mi peor enemigo!

Nisquito se tiró de la cama y sostuvo la puerta por abajo mientras el Gigante la sostenía por arriba. El Huracán empujaba y empujaba, pero no la pudo abrir. Por fin pasó, se fue.

Entonces, sin pedir permiso, el Gigante se acomodó en la cama a la par de Nisquito, ¡claro que las piernas le quedaron fuera!, pero, por lo demás se extendió como una mata de ayote y empezó a roncar igual que una moto cuando arranca. El pobre chiquillo no podía dormir con aquel ruido y porque casi no cabía en la cama, la mitad del cuerpo le quedaba fuera. ¡Dios Santo, qué noche aquella!

De pronto llegó el Terremoto y toda la casa empezó a bambolearse como si quisiera arrancarse de sus cimientos.

—No tengas miedo, Nisquito –dijo el Gigante despertándose y echándose fuera de la cama–, a este ¡yo me lo trago!

Nisquito veía las paredes que se mecían; los ladrillos y los cuadros empezaron a caer pero conforme caían el Gigante los atrapaba en el aire para que no aplastaran al niño y se los tragaba. La lámpara del techo se desprendió, el Gigante abrió la bocaza y se la tragó, justo cuando iba directamente a darle en la cabeza a Nisquito.

El chiquillo optó por agarrarse a las piernas del Gigante para estar más seguro.

Un cristal se desprendió de la ventana, el hombrón lo cogió en el aire, por cierto que se le quebró una uñota al hacerlo, y glu, glu, se lo tragó; el reloj de cuco se vino abajo, con pesas y todo fue a parar a la panza del tragón.

Mientras con una mano sostenía la pared, con la otra, como un malabarista consumado, el gigantón cogía al vuelo cuanta cosa caía de un lado o de otro y se la tragaba mientras Nisquito, que había cobrado confianza, se sentía a salvo entre sus piernas iguales a columnas.

Por fin pasó el temblor.

—Casi se cae la casa –murmuró el niño, estremeciéndose.

—Tranquilízate, la arreglaré, todo quedará en su sitio. Vete a la cama.

Desde la cama, el chiquillo vio, ¡con sus propios ojos!... ¡Ver para creer!... cómo el gigantón iba escupiendo, una a una, las cosas que se había tragado. Glug glug, escupió la lámpara y la colgó del cielo raso: glug glug... escupió el reloj de cuco, con pesas y todo, y lo colocó en su clavo, glug glug, escupió el florero, los cuadros, el cristal de la ventana todo lo puso en su santísimo lugar.

Glug... escupió un ladrillo glug... escupió otro y otro y, ¡oh maravilla!, los untó con saliva y los fue colocando en el gran boquete que se había abierto en la pared. Pronto el muro quedó perfecto: un poquito de saliva aquí y allá, y ahí no había pasado nada.

—¡Magnífico! –exclamó Nisquito– nadie sabrá que tembló... ¡Es usted nonis!, ¿míster...? –en ese momento, el niño se dio cuenta de que no sabía cómo se llamaba el Gigante.

—¿Míster qué?...

—Míster Tolo, ¡así me llamo!

—¡Míster Tolo! ¡No puede ser! ¿Tolo, como mi hermano?...

—¡Tolo! –se rió, el Gigante con su enorme bocaza–, Bartolo... Viento Norte –y, dando media vuelta, desapareció.

Nisquito se sintió muy disgustado: ¡ahora que el Gigante le estaba cayendo simpático, salir con que se llamaba Tolo! ¡Qué chiste!

Al día siguiente, apenas se despertó, empezó a buscar por todos lados: ¡nada!, ni señas de Tolo ni del temblor. Todo estaba en su lugar, ¡todo!, pero no, allí en el suelo había un testigo, la uña que se le quebró al Gigante cuando agarró el vidrio en el aire. Allí estaba, era una media luna como de plástico, parecida a un pedazo del fondo de un envase blanco. ¡Ah, pero el chiquillo estaba seguro de que era la uña del Gigante!

¡Uña de gigante! ¿Quién se lo iba a creer? Ni Tolo, su hermano, ni mamá. Y menos, menos aún le iban a creer lo de los ladrillos pegados con saliva. ¡Qué asco!, dirían los dos, porque mamá siempre se iba del lado de Tolo.

No, no le creerían ni lo del Gigante, ni lo del huracán abre puertas, ni lo del terremoto bota todo.

Bueno, pues no les contaría nada a pesar de las ganas que tenía de hacerlo. ¿Para qué?

Pero... A la hora del café, preguntó la mamá: ¿Sintieron el temblor de anoche?

—Yo no –dijo Tolo.

Nisquito abrió mucho los ojos pero se quedo callado.

—Fue algo extraño –siguió comentando la mamá–, hubo primero un viento muy fuerte y después se vino el temblor. No los llamé porque me dio lástima despertarlos; los dos estaban bien “privados”.

—Yo sí lo sentí –explotó Nisquito– y si no hubiera sido por el Gigante todo habría amanecido en el suelo. Hubo un huracán y, después, un terremoto...

—No hijito –sonrió la mamá–, no seas exagerado, fueron apenas un viento fuerte y un temblor.

—Pues el Gigante...

—¡Miren al niño de los gigantes! –se burló Tolo–, con lo miedoso que es y resulta que anda amistado con gigantes y ya no sale corriendo cuando tiembla. ¡Qué valor de garrobo! ¡Ja, ja, ja!...

Con los ojos llenos de lágrimas, Nisquito se calló. ¿Quién lo había metido a decir nada? Ya lo sabía él, que Tolo era un burlón, un pesado.

La sorpresa

–¿Pedrín, te gustaría salir de indio? –dijo la maestra.

—Sí, niña, me gustaría...

—Sabes, Pedrín, es para el Día de la Madre. Vamos a hacer una ronda muy bonita, saldrás vestido de indio. Será una sorpresa para las mamás.

A Pedrín le encantaban las sorpresas, y más darle una sorpresa a mamá... Se sintió feliz.

La maestra lo había llamado a conversar con ella en el recreo, para que los demás niños no se enteraran. Le explicó algo de cómo debía ser el vestido de indio, pero Pedrín ni puso cuidado, solo pensaba en la “sorpresa”.

Cuando llegó a su casa llamó aparte a papá y le contó:

—Papá, voy a salir de indio... Dijo la maestra que es una sorpresa para mamá.

—¡Qué bueno, qué bueno, hijito, mamá va a estar muy contenta!

—¡Cuidado se lo dice!

—No hay cuidado, no se lo diré.

Papá no preguntó, ni Pedrín dijo nada más.

Cuando la mamá lo estaba acostando esa noche, Pedrín ya no aguantó:

—Tengo una sorpresa.

—¿Una sorpresa para quién, hijito?

—Es una sorpresa para las mamás... ¡para mi mamá también!

—¡Pues me encantan las sorpresas! Así es que estaré contentísima.

Luego agregó bajando mucho la voz:

—¿Y no me quieres contar algo?...

—No, mamá, es un secreto... si no, no será sorpresa.

—Tienes razón.

La mamá arropó a Pedrín porque hacía frío y le dio un gran beso. El niño no le pidió que le contara un cuento, como generalmente hacía. Quería pensar en la sorpresa: se veía a sí mismo vestido de indio bailando y cantando. Lleno de ilusiones se durmió.

Pasaron varios días; mientras, Pedrín se preparaba para salir de indio.

Una tarde le susurró al oído a su papá:

—La sorpresa va a estar muy bonita, ¡viera papá!

—¡Ssss... que viene mamá!

Llegó la víspera del Día de la Madre. Pedrín corrió a esperar a papá:

—Mañana es la sorpresa; tengo que llevar el vestido... ¿dónde está?

—¿El vestido? ¿Cuál vestido?

—Pues el vestido de indio...

—¿El vestido de indio, hijito? ¡Pero si no me dijiste nada del vestido!

—¿Y con qué voy a salir de indio? ¡Le dije que tenía que ir vestido de indio, se lo dije! –exclamó Pedrín, casi llorando.

—Pues a mí no se me ocurrió... Creí que el vestido te lo harían en la escuela... ¿Y ahora qué hago? ¿Qué voy a hacer? Hay que decírselo a mamá, ella te hará el vestido... ¡Yo de eso no sé nada!

—Pero papá, ¿y la sorpresa?... Mamá no tiene que saber...

—Hijito, habrá que decírselo. Yo no sé que vendan en ninguna parte vestidos de indio... y, a estas horas, ninguna costurera querrá hacerlo. ¿Por qué no me lo dijiste antes?

—¡Yo se lo dije, se lo dije... Usté no puso cuidado!

Pedrín se echó a llorar y corrió a encerrarse en su cuarto.

Mamá preguntó:

—¿Por qué llora Pedrín, qué le pasa?

Papá tuvo que contarle la historia de la sorpresa.

—¡Pobre mi Pedrín!, todos esos días ha estado repitiéndome: “¡Viera qué linda la sorpresa, mamá... viera qué linda!”. ¿Cómo no se te ocurrió que necesitaba vestido de indio? ¡Qué cabeza la tuya!

—¡Yo de eso no sé nada! Creí que lo único que tenía que hacer era guardar el secreto...

Los sollozos de Pedrín llenaban toda la casa. Además, gritaba y pataleaba, daba golpes. Papá trató de calmarlo, pero él no quiso abrir su puerta.

—¡Váyase, váyase, usté tuvo la culpa!

Mamá se apuró; buscó un saco de gangoche, cortó una faldilla, le sacó barbas y le puso franjas de papel crepé de varios colores; hizo una vincha adornada con un simulacro de plumas de guacamaya hechas de crepé verde, rojo, anaranjado... le cortó las mangas a una camiseta color café; y el vestido de indio estuvo listo.

Llamó a Pedrín.

El niño salió de su cuarto todavía enfurruñado.

—Venga hijito, aquí está su vestido de indio, guárdelo. Y ahora, ¡yo nada sé, de nada me acuerdo, todo se me olvidó!

—¿De veras, mamá?

—De veras.

Pedrín besó a mamá y escondió su vestido en el bulto.

Al día siguiente, en la Fiesta de las Madres, salió de indio... Bailó y cantó muy bien. Lo malo fue que la ronda era una canción de Pecos Bill, el vaquero, y que el traje de indio debió ser el de un piel roja: pantalones y chaqueta simulando cuero, con barbas de colores, mocasines y una larga vincha llena de plumas.

Pedrín cantó y bailó; a la mamá se le salieron las lágrimas de la emoción, pero los compañeros de Pedrín se pusieron a decir cosas por lo bajo, anduvieron con risitas.

De vuelta a la casa el niño venía bravo, enfurruñado:

—¡Ese vestido de indio no servía! Los chiquillos dijeron que yo había salido de vieja... el vestido tenía que ser de indio cheroqui... Ahora me van a decir ¡india vieja!

—Pero hijito, no ves que aquí los indios se vestían así... Yo qué iba a saber que tenías que salir de piel roja.

—¡Esa era la sorpresa, mamá!

El cuaderno y el lápiz de Pedrín

Antes de salir para la escuela, aquel primer día de clases, Pedrín fue corriendo a la pulpería de la esquina a comprar un lápiz y un cuaderno.

—Que dice mi mamá que me venda un cuaderno rayado, con forro, y un lápiz con punta –gritó con su voz aflautada.

—Aquí está, Pedrín –dijo el pulpero, poniendo encima del mostrador el pedido.

Pedrín pagó con un billete de diez colones, dio las gracias y acomodó sus útiles en el bulto.

El cuaderno, delgadito: forro de papel rosado, hojas blancas, rayas finas; el lápiz, amarillo: borrador verde, punta negra, delgado, tieso. Nuevecitos los dos, uno junto al otro en la oscuridad del bulto, esperando…

—¡Qué desgracia!... ¡Soy más torcido que un cacho!... –se quejó el cuaderno.

—¿Qué estás hablando?, ¿por qué esos lamentos? –dijo el lápiz.

—Por mi mala suerte. ¡Mira que encontrarme contigo desde el primer momento!...

—¿Y qué hay con eso? Teníamos que encontrarnos de todos modos. ¿Qué quieres?, tú no eres nadie sin mí, ni yo sin ti. ¡Estamos hechos el uno para el otro! –sentenció el lápiz.

—¡Y quién lo dice! ¿Es que necesito estar todo sucio y garrapateado para ser alguien? No señor, yo soy un cuaderno limpio, blanco, pulcro... Así me gusta ser. ¡Y a mucha honra!

—¿Y qué eres así, limpio, pulcro, con todas tus páginas en blanco? ¿Para qué sirves? Desengáñate, si no estás lleno de garrapateos, como los llamas, eres menos que nada... un proyecto... Y no se sabe de qué.

—Ssss –susurró el cuaderno. Los niños acababan de entrar a clase.

Hablaba la maestra:

—Buenos días, niños.

—Buenos días, Niña –respondieron muchas voces.

—Siéntense...

La maestra se puso a hablar. Habló de las vacaciones, del año escolar que se iniciaba y de la necesidad de aprovecharlo bien: de que esperaba que todos sabrían ser buenos amigos y compañeros, y de muchas cosas más. Terminó diciendo:

—Y ahora, a trabajar, saquen los cuadernos.

Se oyó un ruido peculiar, como cuando muchos ratones remueven papeles. Sobre las mesas de los pupitres aparecieron cuadernos y lápices. La maestra pasó revista:

—No le has puesto nombre a tu cuaderno, Pedrín. ¡A ver!

Con su hermosa letra, la maestra escribió:

PEDRO JOSÉ URIBE – ESCUELA NUEVA – 1951

El lápiz susurró:

—¡Me gusta! ¿Ves? Ahora empiezas a ser alguien; ya tienes nombre y apellido, por lo menos.

—¡Cállate!... querrás decir que me dieron dueño.

—¡Silencio!, ¡niños!... –ordenaba la maestra–. Vamos a empezar como se debe. ¡Atención! En la primera línea pongan el día y la fecha: Lunes 2 de marzo.

Pedrín escribió: Lunes 2 de mazo.

—Fíjate Pedrín, ¿qué pusiste?

El niño leyó: Lunes 2 de ma... Ah, sí, Niña, me comí una “r”. Volteó el lápiz y, con toda fuerza, borró.

—Ya me hiciste un borronazo –chilló el cuaderno–. ¡Bonita manera de empezar!

—No es mi culpa –se excusó el lápiz–, es Pedrín que no sabe escribir. ¡Le enseñaremos!

El cuaderno estaba furioso, tanto que arrugó la cara y...

—Ya se me arrugó la hoja, pensó Pedrín, y empezó a alisarla con el lomo de su mano derecha, tenía un deseo enorme de arrancarla, pero recordó que su mamá le había rogado:

—Por Dios, hijito, no malgastes los cuadernos, no les estés arrancando las hojas... ¡Todo está muy caro! –y se aguantó.

La maestra escribió en la pizarra:

25 + 9 + 16 = 38 – 6 =

Pedrín colocó la suma así:

25

9

+16 = y puso el resultado: 121

Y la resta, así:

38

- 6 =

Aquí se quedó pensando cómo se podría hacer eso. Contó con los dedos para atrás y para adelante, pero la bendita resta no le salía...

Furioso hizo un rayón, luego borró. La maestra pasó revisando:

—¡Pedrín, se te olvidó sumar, y colocar los números! ¡A ver!, acuérdate: decenas con decenas... –y empezó a explicarle–. ¿Y la resta?, ¡Dios mío!, la resta tampoco la supiste colocar. ¡Y ya manchaste el cuaderno... nuevecito!

El cuaderno temblaba de coraje, si hubiera tenido lágrimas se habría empapado el pobre de forro a forro. El lápiz trataba de apaciguarlo:

—Calma, calma, todo se arreglará. Pedrín va a aprender. Verás, es muy esforzado.

—¡Es un gran chambón, es un tonto! ¡Qué mala suerte la mía!

Pedrín corrigió los errores. Después hicieron una copia: “Cuando juegan los niños solitos sobre la hierba, entra en su ronda el Compañero Invisible”.

Pedrín se puso a pensar en quién sería el Compañero Invisible y tuvo muchas faltas: se comió letras, pegó palabras, olvidó las mayúsculas. Hizo manchas y borrones.

La maestra marcó con lápiz rojo los errores y le puso de tarea copiar el trozo sin una falta.

El cuaderno refunfuñó tamaño rato:

—¡Qué desgracia! Estoy hecho una porquería. Y que no me diga este fifiriche larguirucho que no tiene la culpa, ¡claro que la tiene! ¡En una de tantas le voy a quebrar la punta!

Como siempre, el lápiz trató de calmarlo:

—No ves que ahora no eres un cuaderno cualquiera, eres el cuaderno de Pedro José Uribe. Pedro José aprenderá gracias a ti y a mí y, al final, serás un cuaderno muy bonito, muy respetable.

—¡Bonito! ¡Respetable! ¡Lleno de rayas, rayones, manchas y borrones!...

Ya en la casa, Pedrín se esforzó: la copia le quedó muy bien, muy nítida. La mamá dijo:

—Verás cómo la Niña va a estar satisfecha de tu trabajo.

De veras, el niño se sacó un 10 con su tarea. El cuaderno se hinchó de orgullo, pero no se le echó de ver, ¡era tan flaco! Además, no dijo nada, solo le gustaba refunfuñar, hacerse la víctima.

Así fueron pasando los días. Pedrín hacía faltas: rayones y manchas. Pero hay que decir que cada vez menos, porque iba aprendiendo. Le gustaba llenar de dibujos el cuaderno: hacía muñecos: monigotillos iguales a arañas, con manos y pies que les salían de la cabeza; caballos en forma de mesa; perros parecidos a tortugas. Pero lo que le salía mejor era el Sol con su carota amarilla: las casas altas inclinadas como torres de Pisa y los árboles con pájaros como frutas de todos los colores.

El cuaderno se desesperaba...

El lápiz le decía:

—¡Pero si está precioso! Los dibujos tienen colores muy lindos... Sabes, me parece que Pedrín va a ser pintor.

—¡Pintor! ¡Tal vez de brocha gorda!

—No, no, pintor de paisajes. Será paisajista. ¿Apostamos?

—¡No molestes, yo no estoy apostando nada!

—Pues mira, después de todo, tú y yo somos una maravilla.

—¡Maravilla! ¿Y se puede saber por qué?

—Porque en lo que hacemos hay mucho misterio... Me pregunto cómo, a través de mi cuerpo negro, llegan hasta ti las cosas que pasan por la cabeza de Pedrín, y cómo, lo que pongo en tus páginas pasa a su cabecita y ahí se queda. ¿Entiendes eso?

—¡De veras que es extraño! –se quedó meditando el cuaderno.

Por fin el cuaderno y el lápiz se acabaron; el cuaderno lleno hasta el último renglón, el lápiz convertido en un cabito que Pedrín ya no pudo sostener entre sus dedos.

Muy dolido, el niño se puso a pensar:

—¿Qué haré con mi cabito de lápiz?... –sentía como ganillas de llorar, algo le cosquilleaba corazón.

—No, no quiero tirarlo a la basura... ¡no es justo! –le pareció que el cabito le entendía, que se le acurrucaba en la mano...–. ¡Pobre mi lápiz!, por estar sacándole tantas puntas lo gasté ligerito. Pero no lo voy a botar, lo voy a sembrar. ¡Tal vez nazca!

El lápiz se despidió del cuaderno, después de tanto estar juntos habían llegado a ser amigos.