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¿Qué es el populismo?

¿Qué es el populismo?

JAN-WERNER MÜLLER

Traducción de Clara Stern Rodríguez

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Primera edición, 2017

Primera edición en inglés, 2016

Título original: What is Populism?

Copyright © 2016, Jan-Werner Müller. All rights reserved

Traducción: Clara Stern Rodríguez

Diseño de portada: León Muñoz Santini

Fotografía de portada: Agencia EFE

D. R. © 2017, Libros Grano de Sal, SA de CV

Av. Casa de Moneda, edif. 12-B, int. 4, Lomas de Sotelo, 11200, Miguel Hidalgo, Ciudad de México, México

contacto@granodesal.com

www.granodesal.com frn_fig_004 GranodeSal frn_fig_004 LibrosGranodeSal

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio, sin la autorización por escrito del titular de los derechos.

ISBN 978-607-97732-4-3

Índice

Introducción | ¿Son todos populistas?

1.Lo que dicen los populistas

Entender el populismo: callejones sin salida

La lógica del populismo

¿Qué es exactamente lo que los populistas dicen representar?

El liderazgo populista

Una vez más: ¿entonces no todos son populistas?

2.Lo que hacen los populistas | O el populismo en el poder

Tres técnicas populistas para gobernar y sus justificaciones morales

¿El populismo en el poder equivale a la “democracia antiliberal”?

Las constituciones populistas: ¿una contradicción en sí misma?

¿Acaso el pueblo no debe decir nunca “Nosotros, el pueblo”?

3.Cómo lidiar con los populistas

El populismo y las promesas incumplidas de la democracia

La crítica democrática liberal del populismo: tres problemas

¿Una crisis de representación? La escena estadounidense

Europa, entre el populismo y la tecnocracia

Conclusión | Siete tesis sobre el populismo

Posfacio | Maneras inadecuadas de pensar sobre el populismo

Agradecimientos

Notas

No veo en este término [pueblo]
más que un significado: mezcla. […]
Remplazar la palabra
pueblo por
número, mezcla… genera expresiones
curiosas: “la mezcla soberana”,
“la voluntad de la mezcla”

PAUL VALÉRY

Todo poder viene del pueblo,
pero, ¿a dónde se va?

BERTOLT BRECHT

Introducción

¿Son todos populistas?

En Estados Unidos, ninguna campaña electoral que se recuerde vio tantas invocaciones al “populismo” como la que transcurrió en 2015 y 2016. Tanto a Donald Trump como a Bernie Sanders se les ha denominado “populistas”. El término se utiliza regularmente como sinónimo de “antisistema”, al parecer sin tener en cuenta ideas políticas específicas; a diferencia de la actitud, el contenido simplemente pareciera no tener importancia. Así, el término también se asocia sobre todo con determinados estados de ánimo y emociones: los populistas están “furiosos”; sus votantes están “frustrados” o sufren de “resentimiento”. Existen aseveraciones similares acerca de algunos líderes políticos europeos y sus seguidores: Marine Le Pen y Geert Wilders, por ejemplo, a menudo son calificados de populistas. Es claro que ambos políticos son de derecha, pero, así como en el fenómeno Sanders, también a los insurgentes de izquierda se les denomina populistas: Grecia tiene a Syriza, una alianza de izquierda que asumió el poder en enero de 2015, y España cuenta con Podemos, que comparte con Syriza una fundamental oposición a las políticas de austeridad de Angela Merkel ante la crisis del euro. Ambos —especialmente Podemos— hacen hincapié en la inspiración que les produce lo que se denomina comúnmente como la “ola rosa” en América Latina: el éxito de líderes populistas como Rafael Correa, Evo Morales y, sobre todo, Hugo Chávez. Pero, ¿qué tienen en común todos estos actores políticos? Si, con Hannah Arendt, consideramos que el juicio político es la capacidad de establecer las debidas distinciones, la extendida amalgama de derecha e izquierda al hablar sobre el populismo debería hacernos reflexionar. ¿Acaso constituirá un fracaso del juicio político la popularidad con que se diagnostica con “populismo” a toda clase de fenómenos distintos?

Este libro comienza con la observación de que, a pesar de todo lo que se habla sobre el populismo (el politólogo búlgaro Ivan Krastev, uno de los más agudos analistas de la vida democrática actual, incluso ha llamado a nuestra época una “era del populismo”), difícilmente sabemos de qué estamos hablando.1 Simplemente no tenemos nada parecido a una teoría del populismo y pareciera haber una carencia de criterios coherentes para decidir cuándo es que los políticos se vuelven populistas en algún sentido significativo. A fin de cuentas, todo político —especialmente en las democracias que le prestan mucha atención a las encuestas— desea apelar a “el pueblo”, todos quieren contar un cuento que pueda entender el mayor número de ciudadanos posible, todos quieren sensibilizarse ante la manera de pensar del “pueblo llano” y, en particular, ante su sentir. ¿Será que es populista cualquier político exitoso que no es de nuestro agrado? ¿Acaso la acusación de profesar el “populismo” puede en sí misma ser populista? ¿O al final podrá el populismo ser “la voz auténtica de la democracia”, como sostuvo Christopher Lasch?

Este libro formula tres propuestas para ayudarnos a identificar el populismo y a lidiar con él. Primero, quiero explicar qué tipo de político califica como populista. Sostengo que ser crítico de las élites es una condición necesaria, mas no suficiente, para poder figurar como populista; de no ser así, cualquiera que criticara el statu quo, por ejemplo en Grecia, Italia o Estados Unidos, sería un populista por definición (y, sea lo que pensemos de Syriza, del insurgente Movimento 5 Stelle [Movimiento 5 Estrellas] de Beppe Grillo o, en tal caso, de Sanders, es difícil negar que sus ataques a las élites a menudo pueden justificarse). Asimismo, si el populismo fuera una mera crítica a las élites existentes, prácticamente todos los candidatos presidenciales en Estados Unidos serían populistas: a fin de cuentas todos van “contra Washington”.

Además de ser antielitistas, los populistas son siempre antipluralistas: aseguran que ellos, y sólo ellos, representan al pueblo. Pensemos, por ejemplo, en la declaración que hiciera en un congreso de su partido el presidente turco Recep Tayyip Erdoğan para provocar a sus numerosos críticos internos: “Somos el pueblo. ¿Quiénes son ustedes?” Desde luego sabía que sus opositores también eran turcos. El postulado de representación exclusiva no es empírico; siempre es de marcada naturaleza moral. Cuando están en campaña, los populistas retratan a sus rivales políticos como parte de la élite corrupta e inmoral; cuando gobiernan, se niegan a reconocer la legitimidad de cualquier oposición. Esta lógica también implica que quien no apoye a los partidos populistas no puede ser propiamente parte del pueblo —siempre definido como recto y moralmente puro—. En términos llanos, los populistas no afirman “Somos el 99 por ciento”; lo que insinúan en cambio es “Somos el 100 por ciento.”

Para los populistas esta identificación siempre funciona: cualquier remanente de la población puede descartarse como inmoral y en absoluto considerarse propiamente una parte del pueblo. Es otra forma de decir que el populismo siempre es una forma de política identitaria (aunque no todas las versiones de política identitaria sean populistas). Lo que se deriva de esta interpretación como una forma excluyente de política identitaria es que el populismo tiende a constituir un peligro para la democracia, pues ésta requiere del pluralismo y de que aceptemos que necesitamos encontrar términos justos para vivir juntos como ciudadanos libres e iguales, pero también irreductiblemente diversos. La idea de un único pueblo homogéneo y auténtico es una fantasía (como alguna vez afirmó el filósofo Jürgen Habermas, “el pueblo” sólo puede aparecer en plural), y una fantasía peligrosa, pues los populistas no sólo fomentan el conflicto y alientan la polarización, sino que también tratan a sus opositores políticos como “enemigos del pueblo” y buscan excluirlos del todo.

Esto no quiere decir que todos los populistas enviarán a sus enemigos a un gulag o construirán muros a lo largo de las fronteras de su país, pero el populismo tampoco se limita a una inofensiva campaña retórica o a una mera protesta que se extingue tan pronto como el populista llega al poder. Los populistas pueden gobernar como populistas. Esto va en contra de la sabiduría popular, que sostiene que los partidos populistas contestatarios se anulan a sí mismos una vez que ganan una elección, pues por definición uno no puede ser contestatario de sí mismo en el gobierno. El gobierno populista manifiesta tres aspectos: procura apropiarse del aparato del Estado, recurre a la corrupción y al “clientelismo de masas” —intercambio de beneficios materiales o favores burocráticos a cambio del apoyo político de ciudadanos que se convierten en “clientes” de los populistas— y se esfuerza sistemáticamente por suprimir a la sociedad civil. Desde luego que muchos gobiernos autoritarios harán cosas similares; la diferencia es que los populistas justifican su conducta afirmando que solamente ellos representan al pueblo. Esto les permite admitir sus prácticas de forma relativamente abierta y también explica por qué las revelaciones de corrupción casi nunca parecen herir a los líderes populistas (pensemos en Erdoğan en Turquía o en el populista de extrema derecha, Jörg Haider, en Austria). A ojos de sus seguidores, “lo hacen por nosotros”, el único pueblo verdadero. El segundo capítulo de este libro muestra cómo los populistas incluso escriben constituciones —Venezuela y Hungría son los más claros ejemplos—. Contrario a la imagen de los líderes populistas que prefieren no tener límites y depender de masas desorganizadas a las que interpelan directamente desde el balcón de un palacio presidencial, los populistas a menudo quieren crear restricciones, siempre y cuando funcionen de forma totalmente partidista. En lugar de servir como instrumentos para preservar el pluralismo, aquí las constituciones sirven para eliminarlo.

El tercer capítulo aborda algunas de las causas más profundas del populismo en recientes circunstancias socioeconómicas específicas de Occidente. También plantea la cuestión de cómo es posible dar una respuesta exitosa tanto a los políticos populistas como a sus votantes. Yo rechazo la actitud liberal paternalista que prescribe terapia para los ciudadanos “cuyos miedos y furia deben tomarse en serio”, así como la noción de que los principales actores políticos simplemente deberían copiar las propuestas populistas. El otro extremo —excluir del todo a los populistas del debate— tampoco es una opción viable, pues tan sólo responde a la voluntad populista de excluir a otros excluyéndolos a ellos. Como alternativa, sugiero algunos términos políticos específicos para confrontar a los populistas.

Hace más de un cuarto de siglo, en Estados Unidos, un funcionario casi desconocido del Departamento de Estado publicó un artículo notable que ha sido ampliamente malinterpretado; el autor era Francis Fukuyama y el título era, por supuesto, “El fin de la historia”. Afirmar con desdén que obviamente la historia no concluyó al terminarse la Guerra Fría ha sido desde hace tiempo un método fácil para aparentar sofisticación intelectual. Pero ciertamente Fukuyama no predijo el fin de todo conflicto; simplemente se había arriesgado a decir que al nivel de las ideas no había más rivales para la democracia liberal. Reconoció que otras ideologías podían gozar de apoyo aquí y allá, y sin embargo mantuvo que ninguna de ellas sería capaz de competir contra el atractivo global de la democracia liberal (y del capitalismo de mercado).

¿Acaso era tan obvia su equivocación? El islamismo radical no es una amenaza ideológica seria al liberalismo. (Aquellos que invocan el espectro del “islamofascismo” nos dicen más sobre su añoranza de unas líneas de batalla claras, comparables a las que prevalecieron durante la Guerra Fría, que sobre las realidades políticas del presente.) Lo que ahora a veces se denomina “modelo chino” de capitalismo controlado por el Estado para algunos naturalmente sirve de inspiración como un nuevo modelo de meritocracia, quizá sobre todo a quienes consideran que tienen los mayores méritos (pensemos en los empresarios de Silicon Valley).2 También sirve de inspiración por su récord de sacar a millones de la pobreza —especialmente, mas no sólo, en los países en vías de desarrollo—. Y sin embargo “la democracia” sigue siendo el mayor premio político, al punto de que los gobiernos autoritarios pagan grandes cantidades de dinero a expertos en cabildeo y en relaciones públicas para asegurarse de que las organizaciones internacionales y las élites occidentales también los reconozcan como genuinas democracias.

Pero no todo va bien para la democracia: el peligro para las democracias actuales no es una vasta ideología que sistemáticamente niegue los ideales democráticos. El peligro es el populismo: una forma degradada de democracia que promete hacer el bien bajo los más altos ideales democráticos (“¡Que el pueblo mande!”). En otras palabras, el peligro viene desde el interior del mundo democrático; los actores políticos que constituyen el peligro hablan el lenguaje de los valores democráticos. Que el resultado final sea una forma de política absolutamente antidemocrática debería perturbarnos a todos y demostrar la necesidad de un juicio político moderado que nos ayude a determinar exactamente dónde termina la democracia y dónde comienza el peligro populista.

NOTA

The people es en sí mismo un término plural en el texto original en inglés. [N. de la t.]

1. Lo que dicen los populistas

“Un fantasma se cierne sobre el mundo: el populismo.”1 Así escribieron Ghiță Ionescu y Ernest Gellner en la introducción a una compilación de textos sobre el populismo publicada en inglés en 1969. El libro estaba basado en artículos presentados en una conferencia muy grande que se llevó a cabo en la London School of Economics en 1967 con el fin de “definir el populismo”. Resultó que los numerosos participantes no lograron consensuar tal definición pero, de cualquier forma, leer las actas del encuentro resulta esclarecedor. Es inevitable pensar que entonces, tal como hoy, al hablar de “populismo” se articulaban todo tipo de ansiedades políticas; el término populismo se utiliza para muchos fenómenos políticos que a primera vista parecerían incompatibles. Dado que hoy en día tampoco parecemos capaces de alcanzar una definición de consenso, existe la tentación de preguntarnos: ¿habrá un allí allí?

En los años sesenta, el “populismo” surgió en los debates sobre la descolonización, en las especulaciones sobre el futuro del “campesinismo” y, quizá lo más sorprendente desde nuestro ventajoso punto de vista al inicio del siglo XXI, en las discusiones sobre los orígenes y posibles desarrollos del comunismo en general, y del maoísmo en particular. Hoy en día, especialmente en Europa, también se cristalizan toda clase de ansiedades —y, con menor frecuencia, de esperanzas— alrededor de la palabra populismo. Por ponerlo de forma esquemática, por un lado los liberales parecen preocupados por lo que conciben como masas cada vez más antiliberales que se vuelven víctimas del populismo, el nacionalismo e incluso la xenofobia pura y dura; por otro lado, a los teóricos de la democracia les preocupa el surgimiento de lo que conciben como una “tecnocracia liberal” (es decir, una “gobernanza responsable” puesta en práctica por una élite de expertos que conscientemente evita responder a los deseos de los ciudadanos comunes).2 El populismo, entonces, puede ser lo que el científico social holandés Cas Mudde ha denominado una “respuesta democrática antiliberal al liberalismo antidemocrático”. El populismo es visto como amenaza, pero también como un potencial correctivo para una vida política que de alguna forma se ha distanciado demasiado de “el pueblo”.3 La sorprendente imagen que propone Benjamin Arditi para capturar la relación entre el populismo y la democracia podría ofrecer algo más al respecto. De acuerdo con Arditi, el populismo es como el borracho de la fiesta: no respeta los modales en la mesa, es grosero, incluso podría ponerse a “coquetear con las esposas de otros invitados”. Pero el bebedor también podría estar revelando la verdad sobre la democracia liberal que ha olvidado su ideal fundacional: la soberanía popular.4

En Estados Unidos, la palabra populismo sigue asociada principalmente a la idea de una genuina política igualitaria de izquierda, en potencial conflicto con las posturas de un Partido Demócrata que, a ojos de los críticos populistas, se ha tornado demasiado centrista o, haciéndose eco de la discusión en Europa, ha sido capturado por y para los tecnócratas (o, peor aún, los “plutócratas”). Finalmente, es sobre todo a los defensores del “Main Street contra Wall Street” a quienes se les elogia (o detesta) llamándolos populistas. Es así incluso cuando se trata de políticos bien establecidos, tales como el alcalde de Nueva York, Bill de Blasio, y la senadora de Massachusetts, Elizabeth Warren. En Estados Unidos es común escuchar a la gente hablar de “populismo liberal”, mientras que en Europa esa expresión sería una flagrante contradicción, dadas las distintas interpretaciones tanto del liberalismo como del populismo en ambos lados del Atlántico.5 Como es bien sabido, en Estados Unidos liberal significa algo parecido a “socialdemócrata” y populismo sugiere una versión intransigente del término; por el contrario, en Europa el populismo nunca puede combinarse con el liberalismo, si lo segundo denota algo parecido al respeto a la pluralidad y a una interpretación de la democracia que necesariamente implica pesos y contrapesos —y, en general, restricciones a la voluntad popular.

Como si estos distintos usos políticos de la misma palabra no fueran ya suficientemente confusos, el surgimiento de nuevos movimientos a raíz de la crisis financiera, en especial el Tea Party y Occupy Wall Street, ha complicado las cosas aún más. De una forma u otra, a ambos se les ha descrito como populistas, al grado de que incluso se ha sugerido una coalición de fuerzas de derecha e izquierda que sea crítica ante la política convencional y tenga al “populismo” como posible denominador común. Este curioso sentido de la simetría no se ha visto sino reforzado por la forma en que los medios describieron a grandes rasgos la contienda presidencial de 2016: supuestamente Donald Trump y Bernie Sanders son populistas, uno en la derecha y el otro en la izquierda. Como a menudo se afirma, ambos tienen en común, al menos, el ser “insurgentes antisistema” impulsados por la “furia”, la “frustración” o el “resentimiento” de los ciudadanos.

Es evidente que el populismo es un concepto polémico políticamente.6 Los propios políticos profesionales conocen los desafíos de la batalla sobre su significado. En Europa, por ejemplo, notables “figuras del sistema” ansían etiquetar a sus opositores como populistas. Pero algunos de los denominados populistas han contraatacado al asumir orgullosamente la denominación con el argumento de que, si populismo significa trabajar para el pueblo, entonces sí que son populistas. ¿Quiénes somos nosotros para juzgar tales aseveraciones, y cómo debemos distinguir entre los populistas verdaderos y los que tan sólo han sido denominados así (y quizás aquellos a los que nunca se les llama populistas, nunca se autodenominan populistas, y sin embargo podrían serlo)? ¿Acaso no estamos ante un caos conceptual total, dado que casi cualquier cosa —izquierda, derecha, democrático, antidemocrático, liberal, antiliberal— puede denominarse populista y el populismo puede verse como amigo y como enemigo de la democracia?

¿Cómo proceder entonces? En este capítulo doy tres pasos. Primero intento mostrar por qué diversas aproximaciones comunes para entender el populismo en realidad llevan a callejones sin salida: una perspectiva sociopsicológica enfocada en los sentimientos de los votantes, un análisis sociológico centrado en ciertas clases y una valoración de la calidad de las propuestas políticas. Todas pueden ser de alguna ayuda para entenderlo, pero no delinean propiamente qué es el populismo y en qué difiere de otros fenómenos. (Tampoco es útil escuchar las descripciones que hacen de sí mismos los políticos, como si uno se convirtiera en populista de forma automática tan sólo por utilizar el término.) Seguiré una ruta distinta a estas aproximaciones para entender el populismo.7

Establezco que el populismo no se parece en nada a una doctrina codificada, sino que lo constituyen una serie de aseveraciones distintivas y tiene lo que podría denominarse una lógica interna. Cuando se examina esa lógica, uno descubre que el populismo no es un correctivo útil para la democracia que de alguna manera está demasiado “conducida por las élites”, como sostienen muchos observadores. Es engañoso de raíz imaginar que la democracia liberal implica un equilibrio donde podamos elegir tener un poco más de liberalismo o un poco más de democracia. Por supuesto que las democracias pueden tener diferencias legítimas en cuestiones tales como la posibilidad y la frecuencia con que se realicen los referendos o el poder que tienen los jueces para invalidar leyes aprobadas por una gran mayoría en el congreso. Pero la noción de que nos acercamos a la democracia al compadecernos de una “mayoría silenciosa” —supuestamente ignorada por las élites— en contra de un político elegido, no sólo es una ilusión sino un pensamiento político pernicioso. En ese sentido, me parece que una interpretación adecuada del populismo también ayuda a profundizar nuestra comprensión de la democracia. El populismo es como una sombra permanente de la democracia representativa actual, y un constante riesgo. Estar conscientes de su carácter puede ayudarnos a distinguir los distintos aspectos —y, hasta cierto punto, también las limitaciones— de las democracias en las que en efecto vivimos.8

ENTENDER EL POPULISMO: CALLEJONES SIN SALIDA

La noción de un populismo en cierto modo “progresista” o “de raíz” es mayormente un fenómeno americano —del norte, del centro y del sur—. En Europa hay una preconcepción distinta del populismo que ha sido condicionada históricamente. Ahí el populismo está relacionado, sobre todo a través de comentaristas liberales, con políticas irresponsables o diversas formas de beneficios políticos (“demagogia” y “populismo” a menudo se utilizan de manera indistinta). Como lo expresó alguna vez Ralf Dahrendorf, el populismo es simple; la democracia es compleja.9 Más puntualmente, existe una antigua asociación del “populismo” con el crecimiento de la deuda pública, asociación que también ha dominado las discusiones recientes en partidos como Syriza en Grecia y Podemos en España, clasificados por muchos comentaristas europeos como instancias del “populismo de izquierda”.

A menudo al populismo se le identifica también con una clase en particular, especialmente la pequeña burguesía y, hasta que los campesinos y agricultores desaparecieron de la imaginación política europea y americana (ca. 1979, diría yo), con aquellos involucrados en el cultivo de la tierra. Esto podría parecer una sólida teoría sociológica (las clases son constructos, desde luego, pero pueden precisarse empíricamente de formas relativamente precisas). Esta aproximación suele incluir una serie de criterios adicionales derivados de la psicología social: se dice que a quienes defienden públicamente las aseveraciones populistas y, sobre todo, a quienes emiten votos para los partidos populistas, los motivan “miedos” —a la modernización, la globalización, etcétera— o sentimientos de “furia”, “frustración” y “resentimiento”.

Por último, tanto en Europa como en Estados Unidos los historiadores y científicos sociales tienden a decir que el populismo se define mejor al examinar lo que tienen en común los partidos y movimientos que en algún punto del pasado se han autodenominado “populistas”. Esto posibilita la lectura de los aspectos relevantes del “-ismo” en cuestión a partir de las descripciones autorreferenciales de las figuras históricas relevantes.

En mi opinión, ninguna de estas perspectivas o criterios empíricos aparentemente claros sirven para conceptualizar el populismo. Dado lo extendido de estas perspectivas —y la frecuencia con que, sin mucho criterio, se utilizan diagnósticos en apariencia empíricos y neutrales, tales como “clase media-baja” y “resentimiento”—, quisiera expresar mis objeciones con cierto detalle.