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Gonzalo Garrido es escritor y consultor de comunicación. Durante su trayectoria profesional ha vivido en Estrasburgo y Bruselas en distintas etapas de su vida. Desde 2010 mantiene el blog Literatura Basura. Es conferenciante habitual y participa en talleres literarios. Las flores de Baudelaire (Alrevés, 2012) fue su primera novela de intriga. Con ella quedó finalista de la Semana Negra de Gijón 2013. En 2014 se publicó en edición bolsillo por Penguin Random House. El patio inglés (Alrevés, 2014) ha sido su segunda incursión en el campo de la narrativa, en este caso con una historia intimista y universal sobre la vida.

 

Para seguir al autor:

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Facebook: Gonzalo Garrido

 

Bloc de Gonzalo Garrido

 

Ricardo Malpartida, detective privado de los bajos fondos, investiga el asesinato de un famoso científico en la ciudad de Bilbao, cada vez más obsesionada por ofrecer una buena imagen al mundo. En su particular búsqueda, Malpartida deberá enfrentarse con numerosos fantasmas, propios y ajenos, que desvelarán el lado más oscuro del ser humano.

Con lucidez y una buena dosis de humor, Gonzalo Garrido desarrolla una trama que critica el conformismo de nuestra sociedad, así como el abuso de poder y la manipulación de la información. A través de la investigación los lectores entrarán en una espiral de la que no podrán desengancharse hasta terminar la novela.

 

«La capital del mundo es una novela que fluye de manera soberbia, que engulle al lector y que muestra las entrañas de un Bilbao contemporáneo lleno de contradicciones».

 

De la exitosa novela Las flores de Baudelaire se ha dicho:

«Una intriga bien contada que acaba envolviendo al lector. ¡Un hurra por el autor!».

Eduardo Mendoza

LA CAPITAL DEL MUNDO

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LA CAPITAL DEL MUNDO

Gonzalo Garrido

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Primera edición: mayo de 2016

Segunda edición: junio de 2016

 

Para Josep Forment, siempre con nosotros

 

 

 

Publicado por:

EDITORIAL ALREVÉS, S.L.

Passeig de Manuel Girona, 52 5è 5a

08034 Barcelona

info@alreveseditorial.com

www.alreveseditorial.com

 

 

© Gonzalo Garrido, 2016

© de la presente edición, 2016, Editorial Alrevés, S.L.

© Diseño: Ernest Mateu

 

 

ISBN: 978-84-16328-58-1

Código IBIC: FF

Producción del ebook: booqlab.com

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización por escrito de los titulares del «Copyright», la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro, comprendiendo la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo públicos. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal). Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.

 

 

La pasión de dominar es la más terrible de todas las
enfermedades del espíritu humano.

VOLTAIRE
Questions sur les miracles

 

 

 

A los que están en la parte oculta de la vida
A mis amigos
A mi hermana

1

Ricardo Malpartida llevaba apenas cinco horas acostado cuando el móvil sonó con insistencia. Era incapaz de separar el cuerpo incrustado en la espalda de su acompañante. Los párpados no respondían a los estímulos de luz que entraban como serpientes por las persianas mal ajustadas, ni a la musiquilla estúpida de su aparato. Desde luego, su hija se iba a enterar por haberle metido la canción del hortera de Bisbal.

—Otra vez, no —dijo ella, somnolienta—. Apágalo de una vez, estúpido.

—Como si fuera fácil —comentó con la boca seca, sin saber en qué momento del día se encontraba—. Antes habrá que localizarlo.

Malpartida era uno de los escasos detectives de la ciudad. Había trabajado desde la mayoría de edad como taxista y, tras muchas bajadas de bandera y alguna que otra de pantalón, había decidido cambiar el vehículo por la pistola. Le había parecido más sano y, desde luego, más divertido que llevar en la nuca a gordas hipertensas con galopantes halitosis en medio de soporíferos embotellamientos.

No le había costado mucho dar el salto. Sus contactos con la chusma de los bajos fondos le habían facilitado el correspondiente certificado de aptitud para el puesto. Poseía una extraña habilidad para codearse con maleantes de todo tipo y condición. Ésa era una virtud que algunos puristas no valoraban en su justa medida, pensando que los límites de la ley no deben ser flanqueados nunca, pero que bien llevada era de gran utilidad para los casos a los que se enfrentaba.

Además, estaba convencido de que en este oficio ganaría más dinero, con menos dedicación, y que sería capaz de obtener el respeto de la gente que lo rodeaba, condición que ningún taxista conseguiría en su vida, dada su fama de ladrones entre la población.

La panadera, el limpiabotas, los barrenderos, las meretrices y algún que otro miserable lo tenían por un héroe de película. En especial, desde que había salido recientemente en El Correo en un reportaje sobre la vida de un detective local. Por supuesto, todo lo contado era pura fantasía, exageración de lo más burda, como la resolución de un secuestro de un empresario que no había sido tal, pero había conseguido ofrecer una imagen atractiva que le gustaba y que era muy bien asumida por los ignorantes de su entorno.

Cuando por fin alargó el brazo para atrapar el aparato, el teléfono ya había dejado de incordiar. Rezó para que Bisbal hubiera fallecido esa misma noche y no volviera a componer ninguna canción más.

—Menos mal —dijo ella—. A ver si otro día lo apagas antes de acostarte. No sé para qué lo tienes si nunca contestas a la primera.

«¿Antes de qué? —pensó Malpartida malhumorado—, antes de entrar en casa, antes de cenar, antes de tomar cuatrocientos vodkas, antes de soltarte la falda, antes de desnudarte, antes de meterte la lengua como una comadreja por todos tus recovecos privados… Desde luego, siempre con quejas. Y eso que uno se esfuerza al máximo por agradar».

En ese momento se oyó el aviso de un mensaje recibido.

—Que le den —comentó, mientras sobaba la espalda de la inquilina con sus manos y su miembro erecto rozaba los distintos habitáculos de su compañera—. ¡Todavía podemos pasarlo bien!

Malpartida era un ser tan básico como la propia ciudad. Su vida se centraba en cosas sencillas, entre las que destacaban las mujeres y, en concreto, su cuerpo. No le importaba ayunar o dormir poco, en cambio le atosigaba pensar que podía acostarse otra noche sin tener una hembra a su lado con la que jugar un rato. Quizá fuera una carencia de infancia lo que hacía que buscara siempre abrazarse a alguien como si requiriera protección, como si fuera una barrera ante lo que se avecinaba durante el período de sombras, siempre perturbador, aunque pasados unos minutos se alejara al otro extremo de la cama en busca de su propio territorio.

Al contrario que a otros hombres, no le atraían los pechos o los ojos o las manos. Prefería el culo en toda su dimensión, con toda su simbología animal que venía de la época de las cavernas. Con la edad, esa obsesión, como tantas otras cosas, se le había atenuado un poco, aunque persistía un punto de fijación. De hecho, nunca salía con cuerpos que no tuviesen un trasero bien puesto. «Uno ya no está para deformaciones ajenas, bastante tiene con las propias», solía comentar a quien quisiera escucharlo en la barra de un bar.

También su experiencia carnal le enseñaba que a las mujeres, incluso las más pudorosas, les gustaba que les atacasen por detrás, como una especie de ritual de empalamiento que las excitaba y hacía que se encorvasen agitando sus nalgas desaforadamente. Tanto era así que la pistola le había procurado más de una sorpresa cuando descubrió casualmente que a sus compañeras de cama les ponía el hecho de tener al mismo tiempo un buen rabo y un hierro del 38 entre las piernas. Esa combinación estremecía hasta a la más recatada y las hacía llegar al orgasmo con una facilidad que ningún otro instrumento humano conocido hasta la fecha conseguía, ni siquiera los mejores vibradores del mercado chino.

Así era la gente de fetichista con las armas, con su sensación de poder, de invulnerabilidad. Algo tremendo incluso para él. Malpartida no quería pensar lo que ocurriría en los lechos de los norteamericanos, con esos Colt 45, con esas pistolas automáticas tipo Desert Eagle, o con las ametralladoras de asalto AK 47; y hasta con las bazucas que eran capaces de partir en dos un tanque ruso como si fuera un salchichón de Vic.

Ahora entendía la oposición popular al control de armas que tanto ruido mediático provocaba en aquel país y que solía sorprender a los europeos. No era por el lobby del rifle, ni por el carisma decadente de Charlton Heston, era por el sexo implícito que contenían y que volvía locos a sus ciudadanos, en especial a los pertenecientes al Partido Republicano. No había nada que hacer. Ni las continuadas matanzas de civiles indefensos en las grandes superficies eran capaces de frenar la excitación que provocaban los instrumentos metálicos debajo de las sábanas.

2

Cuando Malpartida se despidió de Eva sin desayunar y sin apenas intercambiar palabra, estaba convencido de que el día iba a ser tan aburrido como cualquier otro. Porque Bilbao era una ciudad sin pulso para aquellos que quisieran verla con ojos neutrales, como lo hacía él, por mucho que a sus conciudadanos les gustase pensar que el mundo giraba en torno a la plaza Moyua.

Se dirigió a su pequeña oficina situada al comienzo de Bilbao La Vieja, donde la policía solía entrar en manada, perros incluidos, si es que aparecía. Las calles de ese barrio se habían convertido en una mala imitación del Bronx de los años setenta: delincuentes de poca monta, drogadictos incurables, magrebíes ociosos, negros vendedores de imitaciones de pésima calidad, chinos esqueléticos a pesar de los rollitos de primavera y viejos carcamales que no podían mover sus desgastadas articulaciones ni para descender de sus casas a la acera. También había algún que otro artista entumecido a la espera de un golpe de suerte que lo sacara de la mediocridad.

A pesar de lo poco atractivo de la zona, a él le gustaba el tufo a rancio que desprendían sus portales; las estúpidas pintadas en las fachadas de las casas; el bullicio familiar de algunos bares que olían a marihuana y a orina entremezcladas, y donde el papel higiénico era un producto inédito todavía. Así era su actual existencia y así la vivía: entre la miseria, con la miseria, por la miseria, un lema que no podía compartir con nadie porque no lo entendían. Quizá se debía a sus orígenes humildes que lo atrapaban en un círculo sin salida, por mucho que hubiera evolucionado y ahora se sintiese un ser algo más dotado para la sociabilidad.

Por eso le molestaba que las autoridades estuviesen empeñadas en disfrazar de bonito todo lo que era horrible, como si la parte oscura de la ciudad, la parte más auténtica de la vida de sus vecinos, pudiera barnizarse, tapada por el deseo de los políticos de turno, como si la naturaleza salvaje pudiera constreñirse por la sociedad burguesa con un par de brochazos mal dados. Apenas soportaba la última campaña del alcalde —ese fantoche más preocupado por ofrecer trabajo a su amante que por buscar soluciones para los problemas reales— distribuida por los comercios de la zona que hería su sensibilidad: «Bilbao is wonderful».

Wonderful será tu puta madre —exclamó en voz alta cuando se topó con el décimo cartel de color violeta.

Pensaba que los tipejos de siempre estaban maquillando los barrios como se pintan los payasos, de forma grosera, sin apenas matices, como para hacer reír a los niños y a los ancianos, anulando su personalidad y destruyendo su esencia.

De lo que no se daba cuenta Malpartida era de que parte de su fracaso profesional estribaba en que su negocio se asentaba en una zona de difícil acceso para aquellos potenciales clientes que quisieran utilizar sus servicios. «Igual las estupideces del alcalde y su séquito de burócratas satisfechos pueden venirme bien», se dijo, a la vez que imaginaba el orden restablecido en sus calles con cientos de cámaras de vídeo vigilando los menores movimientos. Eran alucinantes los renglones torcidos de la vida.

Como muchos días, se paró a tomar un café bien cargado en la cafetería El Centro. Según entró en el local, un tufo de vaho y calor se le pegó en la cara. El bar destacaba por su escaso encanto, que un espejo medio roto amplificaba más de la cuenta. Tras echar un vistazo rápido a los parroquianos —perros sarnosos y desastrados— se fue directo a la esquina y atrapó uno de los periódicos que estaba atado como un forzado de galeras a un palo de publicidad. Odiaba comprar la prensa y prefería leerla en los bares para ahorrarse un dinero a final de mes. Creía que los periodistas no se merecían su apoyo incondicional. Y como tantos otros, andaba siempre escamoteando las normas reguladoras —IBI, OTA, basuras, agua, electricidad— que la comunidad le imponía por el simple hecho de vivir y que a él le repateaban por abusivas y, en muchos casos, degradantes.

Por lo demás, le agradaba la dueña por su capacidad de trabajo y su saber estar. No era fácil soportar a tantos hombres que la miraban con deseo por el simple hecho de ser mujer. No faltaba tampoco el impertinente que la molestaba con comentarios estúpidos y fuera de lugar. Ella, sin embargo, sabía tratar a cada uno como si fuera importante y al mismo tiempo hacerse respetar desde la firmeza.

—Hace frío, ¿no? —dijo Concha, sonriente, mientras exprimía un zumo de naranja, preparaba un par de cafés, recogía unos platos del lavavajillas y pasaba un trapo a la barra para que todo estuviese impoluto—. Dicen que el mes va a continuar así. Lo que faltaba. Tener que encender tan pronto la calefacción. ¡Cómo está el precio del gas! Valientes sinvergüenzas.

Malpartida contestó de manera automática con respuestas superficiales, mientras se bebía morosamente el cortado y hojeaba los titulares del día. Su punto de atención aquella mañana era otro.

Dos noticias acaparaban la portada: la visita de Zapatero a Bilbao para un acto institucional como presidente del Gobierno y el descubrimiento del cadáver de un hombre. Esta segunda iba acompañada de una foto enorme con una casa al fondo, un muro destrozado y un amplio agujero. También aparecían dos fotografías más pequeñas con la cara de un señor de cierta edad y de una anciana. La de la mujer no era especialmente nítida, como si fuera recopilada con prisa. Algo había oído en la radio, pero no había tenido tiempo de centrarse en el acontecimiento, dado que iba más tarde de lo habitual a su oficina. Estaba ocupado persiguiendo a un ratero de mala muerte que había hurtado en el ultramarinos de unos conocidos del detective que le fiaban. Un caso que, a lo sumo, con un par de bofetadas se solucionaba.

Según el periódico, la persona se llamaba Ángel Mato y su cuerpo había sido localizado en un acto público del ayuntamiento. El día anterior, en medio de una lluvia cerrada y pegajosa, un centenar de personas eminentes de la ciudad se habían juntado para observar el inicio del derribo del edificio que obstruía la continuación de la céntrica Alameda. Los operarios, con buzos azules y visibles anagramas en sus espaldas, habían comenzado el acto. La música había dejado de atronar y las miradas se centraban en los miles de globos rojiblancos que subían perezosos desde el foso de separación de la calle. Algunos empezaron a explotar antes de que alcanzasen el tercer piso. Otros, los menos, se atascaron en los distintos salientes de la fachada, desorientados como la vida misma. La mayoría surcaron los cielos grises cual pájaros sedientos de libertad.

Los primeros picados de la taladradora pretendían ser simbólicos. Querían forzar las paredes del edificio, que se resistía como una reina destronada. La dirección oficial estaba presidida por el alcalde, quien controlaba todo el acto con su habitual altanería. A su lado se colocaba la vecina más anciana, una señora de ochenta años que había nacido en la casa y vivido las duras condiciones de su época moza, tiempos en los que el agua era un bien desconocido en el interior de esas cuatro paredes. Fue entonces, en medio del estruendo y del polvo, cuando un trozo de pared superior al esperado se desprendió de repente dejando un boquete de un diámetro considerable. Ante la sorpresa de las autoridades y de las personas encargadas de que el acto protocolario se ejecutara con precisión, apareció una masa blanquecina y retorcida.

El susto y las emociones habían provocado que la anciana presente, Begoña Olano, tuviera una crisis cardíaca y falleciera en lo que parecía iba a ser el día más feliz de su vida, pues, por lo que decía la crónica, tras las obras recibiría una nueva vivienda dotada de todas las comodidades. Nada había sido posible hacer para reanimarla, a pesar de que uno de los asistentes, médico de profesión, le hizo el boca a boca y el masaje cardíaco, y la gente de la DYA acudió a los pocos minutos. La pobre mujer desapareció de esta vida tan rápido como alguno de los globos.

El resultado final era un par de cadáveres en uno de los hitos municipales del año. Demasiado para una sociedad acostumbrada a que la delincuencia pasara sin pena ni gloria por sus calles, excepto cuando provenía del terrorismo. No como en París, Londres o Nueva York, donde cada día se levantaban con una ejecución, un par de acuchillamientos, tres o cuatro secuestros exprés y una decena de violaciones.

—Ya veo que te está interesando la noticia —le comentó Concha tras observarlo tan concentrado.

—Sí, desde luego. Me fascinan los asesinatos. Creo que todo hombre debería ser asesino por un día para conocerse mejor. A más de uno le engancharía.

—No seas macabro. Basta con leer la prensa para saber de qué va la cosa.

—No creas. No hay más que conocer algo de lo que escriben los periodistas para darte cuenta de que jamás coinciden los hechos descritos con la realidad. ¡Cuánto cuentista frustrado!

Los reporteros encargados de narrar el suceso —Pedro Calamar y Pilar Goenaga— comentaban con todo lujo de detalles la escenografía en la que se produjo el descubrimiento, y resaltaban la música del comienzo de la película Odisea en el espacio y los globos como símbolos fundamentales de la desgracia; las primeras reacciones de los invitados con gritos histéricos, tropezones y roturas de algún tacón; y las impresiones del alcalde y de los concejales, entre las que destacaban las palabras del responsable de seguridad ciudadana.

El diario también recuadraba una breve biografía del fallecido con los datos fundamentales: nacido en 1934, destacaba su pasado científico y los reconocimientos que había obtenido a lo largo de su exitosa carrera profesional, entre los que remarcaba el premio Euskadi de Investigación Básica y Aplicada, algo que no había conseguido nunca nadie antes. También mencionaba su paso por la política activa en el Gobierno de Carlos Garaikoetxea.

Por otra parte, se atrevía a aventurar algunos indicios sobre lo que había sucedido y cómo había sucedido. Según los reporteros que firmaban la crónica, el cuerpo llevaba encerrado varios días en ese lugar, teniendo en cuenta el estado de descomposición, y mostraba un único orificio de bala en la cabeza. Parecía que había ciertas discrepancias entre las distintas fuentes consultadas de si podría ser un suicidio o un asesinato en toda regla, aunque el forense resolvería las dudas en un breve plazo. No se decía nada de las razones por las cuales el sujeto se encontraba en un edificio abandonado.

—Ya estamos con las teorías —comentó Malpartida a Concha.

Y siguió ensimismado. Dentro de las dos teorías antagónicas, los redactores abrían sus propias hipótesis, algo descabelladas con tan poco tiempo de investigación. En caso de haber sido asesinado, elucubraban sobre posibles motivos políticos, profesionales o de otra índole, cuyo alcance no llegaban a desvelar. Se atrevían a lanzar ese tipo de especulaciones basadas en entrevistas superficiales a distintos personajes del barrio que afirmaban haberlo conocido en profundidad, entre los que destacaban el charcutero de Ercoreca, que jamás lo había visto en persona, el zapatero de la esquina, quien afirmó que desgastaba los tacones más de lo usual, y la mismísima florista. La imaginación de ambos reporteros parecía no tener límite en esta situación tan apropiada para exacerbar el morbo de los aburridos lectores. La mención a ETA se hizo de pasada, ya que estaba en tregua permanente, y a nadie le interesaba ponerla en duda en esos momentos.

Con respecto a la hipótesis del suicidio, mencionaban una enfermedad degenerativa que le habría cercado antes de tiempo, o simplemente de cansancio vital por la edad, puesto que superaba los setenta años y para los jóvenes periodistas era causa de mortandad suficiente. En este apartado no necesitaban ni siquiera las opiniones de otras personas cogidas al azar, parecía que les bastaban las quinielas de la gente de la redacción, cuyo ingenio para esta clase de incidentes superaba con creces sus propias capacidades.

En cualquier caso, el juez había decretado el secreto de sumario y habría que esperar un tiempo prudencial hasta saber más del caso, aunque los rumores maliciosos comenzaban a tomar cuerpo entre las callejuelas de la villa.

 

 

*

Empresa falsa con personas falsas. Apariencia, pura apariencia, nada más que apariencia. Movimientos dirigidos a pasar inadvertidos, a ser sombras en un entorno cambiante lleno de incertidumbre, un entorno donde todo brilla en otra dirección como en los juegos de magia. Apenas mantenemos lazos con el exterior. Los mínimos para que todo siga como estaba programado, para adelantarnos a los acontecimientos en un afán de superar la realidad sin dejarnos aplastar por ella, algo no tan extraño en nuestras circunstancias. Nadie sabe lo que hacemos, muchas veces ni nosotros mismos. No existimos, carecemos de identidad, somos números que deambulamos entre calles sin mostrar nuestro verdadero rostro. Debemos concentrar la mente para dominar los fantasmas propios, pero no siempre lo conseguimos. Nada nos importa, excepto el resultado final. Ni siquiera nuestra propia existencia. Ignoro cuánto tiempo durará, aunque supongo que lo suficiente como para que nuestras vidas se alteren para siempre y no nos reconozcamos más que en la distancia.

3

Tras veinte minutos de dedicación al periódico y al desayuno, Ricardo Malpartida se alejó con un simple gesto de adiós, mientras unas migas de la tostada resbalaban por la comisura de sus labios y un grupo de mujeres entraban con sus carros al local después de hacer la compra.

Bilbao estaba llena de mujeres. Es más, la ciudad estaba repleta de mujeres que se creían modelos y que vestían como modelos, que gastaban como modelos, pero que él sabía que no eran modelos, que no se comportaban como modelos, que no follaban como modelos, sino como cacatúas pacatas conscientes de que su única virtud era el control de sus emociones y, dentro de sus emociones, un lugar recóndito donde ni los más atrevidos exploradores se aventuraban a entrar: su sexo, un sexo lejano, opaco, ausente. Por eso, el detective sólo se emparejaba con aquellas que lucían la perversión en la cara, tipo Eva. No eran muchas y tampoco era fácil definir unas señales claras de depravación, aunque la mirada era la más precisa. Había que saber escoger, era necesario saber esperar, algunas veces incluso había que perder, pero una vez conseguidas, solían ser muy diligentes, y eso le gustaba.

Accedió al edificio Bailén, el primer rascacielos de estas características que se construyó en Bilbao y que databa de los años cuarenta del pasado siglo, una mezcla de oficinas y picaderos segregados de mala manera por los distintos dueños que habían ido traspasando la propiedad en sucesivas generaciones sin importarles el resultado final. Para animar la cosa, las autoridades habían puesto una narcosala en sus bajos, lo que hacía el lugar un punto de encuentro de lo mejor de cada familia.

Llamó al ascensor, que se encontraba mareado en las alturas. El aparato llevaba subiendo y bajando más de medio siglo con los descansos normales de un mal mantenimiento y de un peor trato. Los estafadores de la empresa suministradora apenas le dedicaban un poco de aceite a sus engranajes, a pesar de que cobraban una barbaridad cada mes. Por eso había días en que era necesario subir en el segundo cubículo, que sólo llegaba hasta el séptimo piso, y seguir las escaleras a pie con el consiguiente desgaste personal en lo físico, pero sobre todo en lo moral. Los insultos de los inquilinos rebotaban en los corredores, en las paredes, en los ventanales, saliendo al exterior amplificados y asustando a los escasos transeúntes que circulaban en los alrededores.

Pero en aquel momento funcionaba, eso sí, con total sensación de inseguridad. Las pintadas en su interior no servían para calmar los nervios de los usuarios. Aparte de dibujos procaces y mensajes de amor, cantos a la legión y vivas a los terroristas, se podían encontrar llamadas de socorro o despedidas de esta vida. No estaba pensado para aprensivos ni para blandengues. Era un ascensor concebido para paracaidistas del ejército en plenas maniobras militares.

Cuando paró en el décimo piso, entre ruidos de poleas y crujidos de vigas, Malpartida se desplazó por el pasillo desconchado azul celeste y se encontró con el portero.

—Menos mal que ha llegado. Le he dejado un mensaje en su móvil. ¿No lo ha oído? —le comentó nervioso.

Francisco era el guardián del edificio y siempre le hablaba de usted, consideración que a Malpartida le complacía porque ponía a cada uno en su sitio.

—¿No sabe que odio los mensajes, buen hombre? —le contestó provocador, sin querer explicarle que nunca le había gustado en exceso manejar el dichoso artilugio—. No escucho ni los de mi santa madre, que en paz descanse. ¿Qué es tan urgente que no pueda esperar?

—Ha venido una mujer a verle —dijo, señalando de forma imperiosa en la dirección de la oficina, como si el detective no supiera dónde se encontraba—. Lleva un buen rato esperando. Aunque se lo he sugerido, no ha querido volver más tarde. Le he dicho que no sabía cuándo llegaría usted, que andaba con mucho trabajo. Las mentiras de siempre. Tiene muy buena pinta. ¡Y huele bien! La he acompañado hasta su despacho y la he dejado sentada enfrente de su mesa.

¿Qué hacía una mujer con buena pinta en un territorio inhóspito como aquel? En general, la gente que lo visitaba era de la peor calaña: putas, pobres y parientes —solían producirse combinaciones atrevidas de las tres categorías— que deseaban meterlo en algún compromiso o sacarle unos cuartos por la cara. Por otra parte, apenas recordaba a nadie que oliese bien a cien metros a la redonda, desde luego no Francisco.

Sintió cierto malestar y vergüenza. El estilo de la oficina desmerecía bastante de los estándares profesionales del gremio. Poseía similar encanto que el gandul ascensor: luces fluorescentes en amorfo parpadeo que volvían loca la mirada a los afectados; paredes acolchadas con flores en pleno desparrame vital; mesa metalizada y roñada sin cajones, comprada en los traperos de Emaús tras una ardua negociación de varios días; butacas de escay con algún que otro navajazo en forma de ele y más de una mancha de semen de origen desconocido; o sofá con cojines de capitales del mundo, entre las que destacaba la de Londres. Por supuesto, ningún cuadro, ninguna foto, nada cálido que delatase que ahí trabajaba una persona, que incluso vivía esporádicamente cuando estaba demasiado borracho como para llegar a casa, o cuando su hija se encerraba con su novio en la habitación y prefería estar lejos para no oír sus gimoteos estúpidos. Sólo había una excepción en lo relativo al buen gusto: varios montones de libros de segunda mano apilados en el suelo —muchos de ellos con el papel resquebrajado o quemado—, comprados en la plaza Nueva los domingos, en el puesto del librero De la Maza, y que le servían para evadirse cuando no tenía trabajo.

Por no haber, no había ni rótulo con nombre en la puerta porque no se había decidido a poner un título a su negocio. ¿Cómo se llamaba? No lo sabía a ciencia cierta. ¿Cómo debía llamarse alguien que todo lo veía deformado? Le hubiera gustado colocar «Malpartida & Cía, Detectives», pero había sentido que su apellido no facilitaba la credibilidad en sus cualificaciones y la profesión no estaba como para dificultades añadidas. Por otra parte, la cía con la que contaba no era como para ser mencionada en cursiva. No, no lo llamaba de ninguna manera. Así mejor, sin denominación de origen, como los productos antiguos, no como esos sucedáneos actuales basados en el marketing más inmundo. En la puerta estaba el hueco del letrero en blanco grisáceo, con agujeros vacíos, como muchas veces su mente, sobre todo cuando los problemas se le acumulaban.

—¿Le ha dicho quién es?

—Sí, pero no lo he memorizado. Ya sabe lo malo que soy para los nombres. Una tal Ba-algo. No lo recuerdo. No tiene importancia, ¿verdad?

«¡Dios mío, qué nulidad de persona!», pensó. Francisco era el prototipo de portero prescindible, aunque muy querido por el vecindario. De origen gallego, poseía todos los defectos de una profesión que había ido desapareciendo de la ciudad por su alto coste y por su baja eficiencia, aparte de por su continuado afán de criticar a los vecinos en su presencia. Todo ello había provocado que se produjese una falta de interés por parte de las comunidades en mantener a esos obsesionados por escuchar a todas horas la radio en su garita.

El personaje era como un sapo pero en feo. En lo físico, bajo y recio, pelo abundante, escamado, algo zambo, con culo expandido y voz ronca. En lo anímico, cobarde como tanta gente que había conocido a lo largo de su vida y que, en cuanto tenía que dar la cara, se escondía detrás de un prudente silencio, mientras empujaba a los de delante para que se la partieran. Profesionalmente, indolente a la máxima potencia. Y, encima, dubitativo. Una joya en todos los sentidos.

Pero no todo era malo en él. Le gustaba parar a todo el mundo que veía por su zona de influencia y hacerle perder el tiempo, lo único que le sobraba. Se había convertido en un buen buscador de noticias, una especie de Google con patas que se sabía las obras y milagros de todos los habitantes del barrio. El hombre, para sentirse útil, necesitaba escuchar por los patios o por detrás de las puertas. También ponía todo su interés en observar la escasa correspondencia que llegaba y que él colocaba con suma atención en los distintos nichos —porque no se les podía llamar «buzones»— en la entrada del edificio.

Malpartida utilizaba a Francisco como secretario particular. Puesto que no ganaba para contratar a una mujer maciza como ayudante —a la que seguro intentaría calzarse a la primera de cambio— se conformaba con pagarle algunas cervezas al mes, y un par de fulanas al año, a cambio de que cuidase el cuchitril mientras estaba ausente y tomase los recados.

Entre sus tareas se encontraba evitar la publicidad masiva de productos absurdos que llegaba al buzón, acompañar al butanero hasta las alturas para recambiar la bombona, encender el calefactor en los días de invierno o eliminar la papelera de vez en cuando. Nada de limpiar el polvo. Los ácaros le producían alergia y por eso se los tenía que comer Malpartida con patatas fritas. Un portero alérgico a la suciedad es una ironía de la naturaleza, algo así como un taxista daltónico, un policía cleptómano, un bombero pirómano o un escritor inteligente.

Pocas funciones más desempeñaba, aunque el detective también lo utilizaba para alguna misión especial en medio de los casos, siempre que sus virtudes superaran sus defectos de manera nítida, algo no tan fácil de adivinar a priori.

4

La señora estaba sentada mirando la pared, esa vertical descolorida repleta de hortensias gigantescas que tendían a salirse de un tiesto imaginario. A pesar de las espectaculares vistas del edificio, con su Casco Viejo repleto de deformados tejados y su ría envolvente, no parecía interesarse por nada que no fuesen sus pensamientos más íntimos. Era como si la suciedad que la rodeaba no le estuviese causando ninguna sensación, ni siquiera de desagrado. Es más, cuando entró en el recinto, ella no se inmutó, ni giró la cabeza, ni dijo nada. Por esa razón, pudo observarla durante unos segundos sin ser distraído.

Tendría unos sesenta años, cara morena, sensual, algo abotargada, como fustigada durante décadas por una toalla húmeda que había marcado sus rasgos en exceso. Vestía impecable, conjuntada, con una combinación de ropa de marca, complementos de marca y joyas de marca, aunque quizá con un toque algo forzado por tanta etiqueta.

Tras las presentaciones de rigor y excusar Malpartida su tardanza, la mujer le adelantó la razón de su presencia en su despacho: su marido, el catedrático Ángel Mato, había desaparecido hacía una semana y lo habían encontrado muerto. Estaba destrozada.

—Lo he leído en la prensa —le contestó Malpartida, ligeramente excitado—. ¿Por qué no vino a verme antes? Quizá hubiera podido evitarlo —añadió. El detective sabía que los primeros instantes eras decisivos para derrumbar las dudas de los clientes y convertirse en un ser deseado, algo parecido a lo que sucede cuando se quiere ligar con una tía.

—Es culpa mía —dijo la mujer, apesadumbrada y algo distante, a pesar de su tímida sonrisa—. Cuando ocurre una cosa así… no se sabe muy bien cómo actuar. Creí en la policía, en nuestra policía. Me aconsejaron que esperase unos días mientras ellos investigaban. Afirmaron que sería cosa de horas, que estaría perdido en algún sitio o ingresado en un hospital. Que no me preocupase. Total, para nada. Está muerto. ¡Muerto! Por eso ahora no he dudado y me he presentado aquí sin avisar.

Malpartida ya había vivido situaciones similares de gente desaparecida de sus casas. La operativa policial era siempre la misma. Esperar veinticuatro horas para dar tiempo a que el individuo vuelva voluntariamente. Una forma como otra cualquiera de evitar trabajo inútil a los agentes, ya que el noventa por ciento de las situaciones acaban en nada. En muchos casos se trata de simples desorientaciones debido a la senilidad; en otras, huidas pasajeras por cansancio o por enfados entre cónyuges, o entre padres e hijos. En un alto porcentaje, gente que desaparece y no quiere volver a ser encontrada por nadie de su entorno. En los menos, algún tipo de secuestro o agresión física que suele desembocar en un cadáver solitario oculto en riachuelos o descampados, casi siempre golpeados salvajemente o violados. Lo que sucedía es que en general no eran personas respetables, sino más bien seres humanos sin recursos ni influencia. No importaban a nadie.

—Le agradezco la confianza —dijo, viendo que no podía desaprovechar esa oportunidad—. ¿Podría contarme cosas de su marido, de sus últimos momentos juntos, de todo aquello que entienda pudiera servirme para comprender lo sucedido y comenzar la investigación?

Lucía Barandiarán empezó a hablar sin demasiado orden, mezclando hechos recientes con acontecimientos antiguos, aspectos personales con actividades profesionales. Estaba tranquila pero con una mirada abrumada y caótica, un tanto ida. Para la viuda, su marido era uno de los científicos más eminentes del mundo. Especializado en física nuclear, había estudiado en Estados Unidos y había dirigido algunos de los principales centros de investigación del ramo. Tras un largo periplo por distintos lugares, había regresado a Euskadi a principios de los ochenta para participar en el primer Gobierno vasco tras la llegada de la democracia.

—Dejó sus ocupaciones en el extranjero y se vio en la obligación de ayudar a su país, al que tanto quería. El propio Lehendakari lo llamó en persona —dijo orgullosa.

En esos años compaginaba sus labores en Vitoria con clases en la Facultad de Ingeniería de la UPV, además de conferencias de alto nivel en universidades estatales y extranjeras. Se acababa de jubilar hacía poco.

—Yo siempre pensé que llegaría a premio Nobel —dijo ella sin ningún atisbo de duda.

Su marido era un hombre importante dentro del círculo científico vasco, según el periódico, aunque le parecía muy aventurado decir que a escala internacional. Tendría que mirarlo con detalle, no fuera que la viuda exagerara y no saliera del ámbito local, algo que sucedía muy a menudo cuando se escuchaba a los familiares de cualquier persona famosa.

—Ha tenido que ser un asesinato —comentó con indignación.

La mujer, entre miradas altivas y compungidos suspiros, lo describió como un hombre muy humano, un trabajador nato, serio, con una mente superior.

—¿Por qué iba a suicidarse ahora que había llegado a un momento de calma en su ajetreada existencia? —preguntó la viuda de forma retórica.

«Tal vez por eso justamente», pensó Malpartida sin atreverse a elevar la voz. Igual no soportaba convivir con ella todo el rato, lo que probablemente no había hecho en décadas. Pero fue prudente y calló.

—Era una persona religiosa, ¿sabe? Muy amante de su familia, entrañable en todos los sentidos.

Malpartida no lo dudaba, aunque le interesaban poco sus creencias. Pensaba que la Iglesia se había convertido en una especie de club social donde los ricos se dejaban ver con los pobres una escasa media hora a la semana, compartiendo el mismo techo y el mismo sacerdote, hasta llegar a darse la mano con cierta aprensión. Poco más.

Desde la ignorancia, la interrogó sobre los últimos chequeos médicos realizados que hubieran podido descubrir alguna enfermedad oculta, o sobre la adaptación obligada a la jubilación, con la consabida crisis de estima que le hubiera podido arrastrar a una incierta depresión. A veces las personas que se jubilan no saben vivir esa inactividad.

—No. Estoy segura. Mi marido era un hombre extraordinariamente fuerte. Había sufrido en la vida y había demostrado su valor en otros momentos mucho más difíciles. No, no lo creo. Carecía de motivos suficientes. Y, en cualquier caso, me lo hubiera contado. Nosotros somos de esas parejas que nos decimos todo desde siempre, incluso aquello que nos disgusta. Sí, como lo oye. Ése era nuestro pacto de amor, un amor verdadero. Ningún secreto el uno con el otro. Pocos matrimonios pueden decir lo mismo —comentó soberbia, como si ése hubiera sido un rasgo distintivo de su relación—. Por otra parte, yo hubiera intuido algo. Las mujeres somos capaces de presentir esas cosas. Y los hombres no son muy buenos ocultando nada, ¿no lo cree usted así?

La opinión de Malpartida sobre el género femenino dejaba mucho que desear, pero no lo iba a expresar delante de la señora Barandiarán, a la que acababa de conocer en circunstancias dolorosas y de la que esperaba mucho. Creía que las mujeres, con intuición o sin ella, podían ser tan malas o peores que los hombres cuando se lo proponían. Alguna muestra de ello ya había sufrido en sus propias carnes y todavía pagaba las consecuencias.

—Entonces, ¿quién ha podido querer matar a su marido? —le preguntó con tono escéptico.

—No tengo ni idea. Había trabajado muchos años al servicio de la comunidad. Dudo que tuviera algún enemigo, como mucho envidiosos a los que les dolía su éxito y el reconocimiento social. Siempre había ayudado a otros, preparando tesis, facilitando contactos, avalando a hijos de compañeros para distintos puestos. No puede imaginarse el tiempo que dedicaba a todas estas tareas, y sin ningún interés por su parte, que yo le decía que lo dejase, que la gente es muy desagradecida, que no iba a recibir más que disgustos, como así fue en algunas ocasiones, con su consiguiente mal rato. De lo que estoy segura es de que su muerte no ha sido voluntaria.

Para su mujer, Mato era un hombre extremadamente cumplidor, de esos que ya no quedan en la sociedad actual, donde nada es lo que parece y nadie quiere mostrarse como es. Si algo le fastidiaba era eludir responsabilidades, no hacer las cosas que tenía que hacer a la primera.

—No como ahora, que todos escurren el bulto para no tomar decisiones —añadió ella muy segura, aunque Malpartida supuso que era una opinión de su marido.

Era imposible su desaparición sin dejar ningún mensaje, una rápida llamada, una mínima nota, excepto en contra de su voluntad.

—Ésa no era su forma de actuar. No va con su carácter —dijo—. Ahora le toca a usted descubrir al asesino y las razones de su muerte.

 

 

*

Una burbuja dentro de otra burbuja. Datos, hechos, imágenes, comprobaciones. Todo ordenado según un procedimiento concreto y validado hasta la saciedad por los diferentes estamentos involucrados. Recuerdos, resonancias, elucubraciones, fantasías, simulaciones, cada cosa en su sitio para que nada desentone y todo se ajuste a lo planeado. Hay que revisar cada pieza del puzle hasta la extenuación mental con la intención de completar la foto con la mayor exactitud posible. Papeles, transcripciones, conversaciones que van y vuelven en una especie de locura estúpida que tiene mucho de burocracia kafkiana. Monotonía. Pereza. Desarraigo. A nadie le pagan lo suficiente por ejecutar este trabajo de naturaleza tan gris y rutinaria. Es como intentar recomponer un cristal roto en mil pedazos con los dedos de las manos. Sólo apto para gente con nula imaginación pero gran tenacidad. O para nadie. No lo sé.

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