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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2002 Harlequin Books S.A.

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El soltero, n.º 1137 - septiembre 2017

Título original: The Millionaire’s Pregnant Bride

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-055-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

Will Bradford apagó las luces de su despacho del décimo piso del Edificio Wescott y dudó si pararse en el Royal Diner de camino a casa para comer un plato de chili. Demasiado esfuerzo, decidió. Tras pasar más de una larga serie de jornadas de dieciocho horas intentando desenredar el embrollo causado por la repentina muerte de su socio y antaño amigo Jack Wescott, no le apetecía enfrentarse a algo tan arduo como un menú salpicado de grasa. La asistenta que iba a su casa tres días por semana le habría dejado en la nevera algo que pudiera calentar en el microondas.

Si es que conseguía mantenerse despierto.

Cualquiera diría que Jack había enmarañado los libros adrede, pensó Will cansinamente, y recogió la chaqueta de su traje de corte vaquero, se la echó sobre el hombro izquierdo y se dirigió al ascensor.

Jack Wescott había atravesado malas rachas a lo largo de los años, pero las cosas estaban peor de lo que podía esperarse. Jack, un celoso guardián de su intimidad, desconfiaba de todo el mundo. Como la mayoría de las grandes empresas, Wescott Oil tenía un importante departamento informático y, sin embargo, Jack se había empeñado en mantener una serie de archivos manuales que guardaba bajo llave.

Probablemente, pensaba Will, porque, en su empeño por edificar un imperio petrolífero, había incurrido en algunas prácticas empresariales algo más que dudosas. Jack había dado muestras de idéntica temeridad en su vida privada. Will sabía algunas cosas y sospechaba muchas otras, a pesar de que su amistad, que duraba ya más de quince años, se había ido enfriando en los últimos años.

Jack había sido un mujeriego antes y después de su matrimonio. Esas cosas no podían ocultarse en una ciudad como Royal, donde el cotilleo era el pan de cada día. Sin embargo, a todo el mundo le había sorprendido la aparición de un hijo ilegítimo poco después de la muerte de Jack; Dorian Brady se había presentado en Royal hacía un mes.

Su parecido con Sebastian Wescott, el hijo legítimo y heredero de Jack, era tan llamativo que nadie había dudado de su parentesco ni siquiera antes de que este se demostrara. Al parecer, cuando una de sus amantes se quedaba embarazada, Jack la invitaba a abandonar la ciudad con un billete solo de ida. Obviamente, una de ellas se había enterado de la muerte de Jack y se lo había contado a su hijo, quien había pensado que ya era hora de saldar una vieja deuda.

Will lamentaba el escándalo por Sebastian, pero no podía culpar a Dorian. Si este le guardaba rencor a Jack por la ruindad con que los había tratado a su madre y a él, sabía ocultarlo muy bien. Sebastian había aceptado a su medio hermano hasta el punto de acogerlo en su casa y emplearlo en el departamento de informático de la Wescott Oil. Incluso estaba intentando que fuera admitido en el Club de Ganaderos de Texas.

Will prefería reservarse su opinión.

La secretaria de Jack era otro asunto bien distinto. La primera vez que Will la vio, ella salía del Royal Diner y se había quedado en la puerta del restaurante, hablando con alguien que estaba dentro. Will había sujetado la puerta y esperado pacientemente. Estaba cansado, pero no tanto como para no apreciar la visión que se le ofrecía.

Y no porque ella fuera anunciándose a bombo y platillo. Más bien al contrario, en realidad. No había nada llamativo en su vestido de gabardina gris azulado. Ese color tenía un nombre. Malva o gris marengo. Will nunca se acordaba. Con su pelo castaño y lustroso y su delicada figura, aquella mujer le pareció elegante y fresca, en un día en el que la temperatura podía haber deshecho los nervios al más pintado.

Dos rotundas jovencitas pasaron frente al restaurante comiéndose sendos cucuruchos de helado. Iban vestidas con vaqueros ajustados y minúsculas camisetas pegadas a la piel. Will apenas les dedicó una mirada.

–Está muy cerca de la biblioteca, creo –dijo la mujer de la puerta–. Todavía tengo que llevar un par de cajas.

Caderas bonitas. Una figura esbelta y redondeada en los sitios precisos. La gabardina era un tejido sorprendentemente sensual cuando caía, como en este caso, sobre unas caderas tan bonitas, insinuando levemente las formas que ocultaba.

Will suspiró, pero no dijo nada, porque qué podía haber dicho aparte de: «¿Sería tan amable de entrar o salir de una vez, señorita? Son casi las tres de la tarde y todavía no he comido».

Entonces ella se volvió, sonriendo, y le aplastó un helado de tres bolas contra el pecho.

–Ay, mi… Oh, Dios mío… ¡Cuánto lo siento!

Will retrocedió y miró estupefacto lo que aquella mujer acababa de hacer con una de sus corbatas preferidas.

–No importa –dijo y, luego, cuando ella se puso a limpiarle la corbata con un pañuelo en una mano y el cucurucho que se derretía rápidamente en la otra, Will añadió–: Mire, no se preocupe, ¿de acuerdo? No ha pasado nada.

Nada que no pudiera arreglarse con una limpieza en seco. El problema era que tenía una reunión a las tres y media. Podía irse a casa y cambiarse de ropa, o entrar y tomar un almuerzo rápido.

–Ay, Dios mío, no puedo creer que… Y, además, su cara me suena. Mira que es mala suerte.

Él se apartó, intentando escapar antes de que el resto del helado aterrizara en sus zapatos.

–No se preocupe. No pasa nada.

Ella pareció a punto de echarse a llorar, lo cual hubiera sido el colmo. Will no la conocía, aunque creía haberla visto por la ciudad alguna vez. No era la clase de mujer que llamaba la atención, pero cuando uno reparaba en ella, valía la pena mirarla dos veces.

Pero ese día, no. No, en aquellas circunstancias.

–Perdone, creo que iré a ver si me suicido –dijo ella.

Irritado, acalorado y sudoroso, Will consiguió esbozar una sonrisa.

–Me parece un castigo demasiado severo por una corbata.

–¿Todavía existe la Legión Extranjera? ¿Aceptarán mujeres? Mire, estoy de verdad, de verdad muy…

–No lo diga. Será mejor que vuelva a entrar y se lave las manos antes de que forme algún otro lío.

Ella abrió la boca, volvió a cerrarla y suspiró. Miró con fastidio el helado derretido que sostenía en la mano izquierda, lo tiró a una papelera, suspiró otra vez y se alejó.

Will se quedó mirándola varios minutos. Valía la pena mirarla. Cierto, en ella no había nada particularmente llamativo. No meneaba el trasero, ni se contoneaba al andar. Simplemente, caminaba. ¿Dónde demonios, se preguntaba Will, la había visto antes? Había algo en ella…

La segunda vez que la vio fue varios días después del episodio del helado. Ella salía del despacho de las secretarias. Will, que iba camino del vestíbulo, se paró y se quedó mirándola. Le dieron ganas de ir y preguntarle su nombre y si trabajaba allí, y si estaba interesada en mantener una relación breve y sin ataduras. Por suerte, ella no lo vio. Por suerte, tampoco lo vio nadie más.

Era igualmente una suerte que Will hubiera recuperado el sentido común antes de que pudieran demandarlo por acoso sexual en el lugar de trabajo. El problema era que su vida social se había ido moderando en casi todos los sentidos a medida que se acercaba a los cuarenta. Y había perdido la práctica.

Después había vuelto a verla un par de veces y, cuanto menos hacía ella por exhibir sus encantos, más curiosidad sentía él. Había algo perturbador en una mujer que ocultaba sus atractivos femeninos. Will se preguntaba qué había debajo de aquellos colores apagados y aquella ropa discreta. Aquella mujer era un desafío y, si había algo que atraía a Will, eran precisamente los desafíos.

Intentaba convencerse de que seguramente su atracción por ella se debía a algo muy simple: quizá a una pequeña crisis de mediana edad. Tenía la costumbre de no mezclar nunca los negocios con el placer. En una sociedad tan dada a los litigios, no valía la pena correr el riesgo de ponerse en una situación comprometida, o algo peor. Pero aun así, estaba casi a punto de romper sus propias reglas e invitarla a salir cuando Jack entró en el edificio y, dirigiéndose a ella como si fuera su secretaria personal, le pidió que subiera al piso de Dirección a buscar una cosa.

Jack siempre había tenido un gusto impenitente por las rubias de piernas largas y faldas cortas, con grandes pechos y melena oxigenada. La Foster suponía una mejora considerable. Para acallar su desencanto, Will salió tres noches seguidas con tres mujeres distintas y, siempre tan caballero, incluso logró ocultar su aburrimiento.

En cuanto a lo que Diana Foster había visto en Jack Wescott, la cosa era fácil de imaginar. A sus cincuenta y ocho años, el acaudalado petrolero había gozado de una forma física inmejorable hasta que cayó fulminado de un ataque al corazón. Era cosa comúnmente sabida que la riqueza se contaba entre los afrodisíacos más poderosos del mundo, y Jack había sido siempre un redomado tenorio que disfrutaba alardeando de las muescas que hacía en los postes de su cama.

Sin embargo, no había alardeado de su última conquista. Si lo hubiera hecho, Will le habría dado un puñetazo. Después de lo cual, se habría visto forzado a vender sus acciones, presentar su dimisión y retirarse a su rancho unos años antes de lo que había planeado.

Lo que no conseguía entender, ahora que Jack había muerto, era qué había ganado la discreta y elegante señorita Foster liándose con él. Ella seguía conduciendo su mismo viejo sedán, llevando la misma ropa clásica y barata y, por lo que Will sabía, no poseía más joyas que unos pendientes de perlas y un reloj de pulsera de los que podían comprarse en cualquier supermercado.

No es que le hubiera prestado particular atención después de enterarse de que estaba liada con su socio. Por lo que él sabía, Jack incluso podía haber planeado casarse con ella, aunque había jurado no volver a caer en la trampa del matrimonio.

Pero si ese hubiera sido el caso, sin duda habría puesto a sus abogados a redactar un acuerdo prenupcial, y en el momento de su muerte no había ningún acuerdo semejante pendiente. Jack tenía la norma de hacerles firmar a sus amantes un contrato con el fin de que no pudieran reclamarle nunca nada. La madre de Dorian había firmado uno de aquellos contratos, pero era evidente que Dorian no consideraba que sus términos lo incluyeran a él.

Mientras esperaba el ascensor, Will se masajeó la nuca, intentando relajar la tensión que siempre parecía concentrársele allí. El testamento de Jack, que había sido leído cuatro días antes, era simple y directo. Aparte de unas cuantas donaciones pecuniarias destinadas a su personal doméstico, Sebastian heredaba todo lo que no reclamara el fisco.

Como albacea testamentario, Will todavía estaba intentando conciliar una cuantas irregularidades de las cuentas personales de Jack. Este había mostrado un notable descuido a la hora de llevar al día su chequera.

Will saludó al guarda de seguridad que le abrió la puerta del edificio y se dispuso a recorrer a pie las once manzanas que lo separaban de su apartamento. Tal vez el aire fresco obraría algún milagro. Tal vez se le pasaría el dolor de cabeza y las incomprensibles anotaciones de la chequera de Jack empezarían a desenmarañarse de manera milagrosa.

Y tal vez dejaría de obsesionarse con la elegante y discreta beldad que había empezado a colarse en sus sueños.

En el largo paseo hacia su casa, Will meditaba sobre algunas pequeñas discrepancias con las que se había topado ese día. Mientras que los archivos financieros de la empresa se encontraban en un estado excelente, en buena medida gracias al buen hacer de Will, los asuntos privados de Jack no estaban ni mucho menos tan claros. Al edificar el imperio que llevaba su nombre, Jack había dado más de un traspiés y comprado a más de un político casado con una mujer ambiciosa. Ello tal vez explicara las libranzas de diez mil dólares sin justificar que había hecho en los últimos meses.

Pobre hombre. Más de una vez le habían advertido que aminorara su tren de vida. Will a menudo lo había oído decir en broma que tenía por ahí unos cuantos polluelos asilvestrados que cualquier día volverían al corral a reclamar lo suyo. Uno de ellos, Dorian Brady, ya lo había hecho.

¿Cuántos más habría?

La junta directiva le había pedido que aceptara la presidencia, pero Will había declinado ese honor. Con la muerte de Jack se había convertido en el principal accionista, pero entre sus planes de futuro no se encontraba el enfangarse un poco más en el atolladero de la empresa. Una vez cediera sus oficinas del décimo piso a los auditores externos encargados de revisar las cuentas de la compañía, tendría que despejar el despacho de Jack a fin de prepararlo todo para el nuevo régimen. Lo que significaba que posiblemente necesitaría la ayuda de la secretaria de Jack. No sabía si temía esa posibilidad o si, por el contrario, la esperaba con impaciencia. Lo único que sabía era que aquella mujer surtía sobre él un efecto que ninguna otra mujer le había producido en casi veinte años.

¿Sería una crisis de mediana edad?

Sí, seguramente. Pero, fuera lo que fuese, no tenía tiempo para ello por el momento.

El alto y atlético texano caminaba encorvado por la acera vacía. Apenas había tráfico a aquella hora de la noche. El tiempo era extrañamente suave para el mes de febrero, a pesar de que hacía viento y amenazaba lluvia.

Si acababa para el viernes, tal vez podría pasar un par de días en el rancho. O tal vez no. Todavía tenía que vadear mucho lodo antes de que la empresa pudiera volver a funcionar a toda máquina. Porque dirigir una empresa del tamaño de la Wescott Oil como si fuera un colmadito familiar no era solo un crimen: era casi imposible en unos tiempos tan pródigos en reglamentación estatal y accionistas quisquillosos. Sin embargo, Jack había conseguido hacer las cosas a su manera hasta el final, gracias al soborno y las amenazas.

Hasta el final…

En fin, qué pérdida. A sus cincuenta y ocho años, y gracias a un magnífico sastre, un buen barbero, un entrenador personal y un cirujano plástico de primera, Jack no parecía más viejo que Will, que tenía cuarenta y uno. Aunque estaba acostumbrado a sermonear a la mitad de los congresistas de Texas y a comprar a la otra mitad, había sido un personaje muy querido. Iban a echarlo de menos.

 

 

Mientras un viejo disco de Fleetwood Mac sonaba en el destartalado tocadiscos portátil, Diana apoyó un pie desnudo sobre la rodilla y, con sumo cuidado, se pintó de rojo oscuro la uña del dedo gordo. Las lágrimas le corrían sinuosamente por la cara, y no porque echara de menos a Jack, sino porque…

Bueno, porque era una lástima. A pesar de su suspicacia y sus modales autoritarios, había sido un buen hombre. En cierto sentido. Al menos, con ella se había portado bien en los momentos cruciales. Su madre había recibido las mejores atenciones hasta el final, y si ello había significado tener que entregarse a un hombre como Jack Wescott, la vergüenza bien había merecido la pena.

Y también los remordimientos. Porque, fuera lo que fuese lo que sentía, sin duda no era pena. Lo cual era una razón más para sentirse culpable.

Cerró el frasco de laca de uñas, que solo usaba para los dedos de los pies porque nunca los enseñaba, y se sonó la nariz con un pañuelo de papel.

–Tienes que sobreponerte, Foster –masculló. La gente se lo decía sin cesar. Tienes que sobreponerte. Y afrontarlo.

Y lo haría, claro. Ella era muy realista. La verdad era que nunca había querido ser la amante de nadie, sobre todo habiendo crecido en un hogar en el que el amor brillaba por su ausencia.

Sus padres habían sido lo que una vez Diana había oído llamar unos «rebeldes pacifistas fanatizados». Cuando su rebelión había perdido lustre, su padre había dejado a su mujer y a su hija para «encontrarse a sí mismo». Lila, su madre, se había puesto a trabajar en el departamento de cosméticos de un almacén de saldos local por el salario mínimo y sin más beneficios que un minúsculo descuento.

Al final, su padre había vuelto igual de perdido que siempre y había encontrado un empleo como vendedor de productos de papelería. Menos de un mes después se había emborrado, le había puesto los dos ojos morados a su mujer de modo que ella no había podido ir a trabajar, y se había marchado de la ciudad otra vez.

Habían sido «hijos de las flores». Sus lemas: «haz el amor, no la guerra» y «si te gusta, hazlo».

Al hacerse mayor, Diana se había rebelado contra todo lo que representaba la generación de sus padres. Al final podía haber acabado casada con un hombre agradable y bobalicón que fuera la antítesis de su progenitor. Un hombre al que le gustaran los niños y las mascotas. Un hombre con el que, al menos, su familia pudiera contar.

Jack no había sido un hombre bobalicón, y a menudo tampoco agradable. Nunca había querido casarse con ella, aunque Diana así lo había creído al principio. Había desplegado una verdadera ofensiva para seducirla y, una vez descubierto su punto flaco, había logrado su propósito.

Y ahora estaba muerto y ella pronto volvería a descender al despacho de las secretarias. Sebastian, el hijo de Jack y nuevo presidente, ya tenía una secretaria ejecutiva que, además, estaba más cualificada para el puesto.

La madre de Diana nunca había aceptado de buen grado que su única hija, su pequeña princesa, se hubiera conformado con hacer un curso de Secretariado en vez de aspirar a ir a la universidad con una beca.

–Pero, cariño, tú eres tan creativa… –le decía a menudo con su voz desfalleciente.

–¿Lo dices por esos poemas horrorosos que te escribía por tus cumpleaños y el Día de la Madre? Mamá, a ver si maduras. Ya va siendo hora de que alguien lo haga en esta familia.

Eso había sucedido hacía varios años, antes de que a su madre le fuera diagnosticado un cáncer. Desde entonces, Diana había recorrido un largo camino. Buscó trabajo para ayudar a pagar las facturas y terminó trabajando para un hombre cuyos métodos hubieran hecho subirse por las paredes a la mayoría de las secretarias. Juntos habían creado un sistema que, aunque poco ortodoxo, les había funcionado bien.

Bueno, pensó dando un profundo suspiro, todo eso se había acabado. Terminado. Fini. Punto y final.

¿Punto y final? Eso le recordó otro posible problema…

Pero era por el estrés. Claro que era por el estrés. Siempre habían tenido cuidado. O casi siempre. Aunque Jack, a pesar de su encanto, a veces podía ser exigente, impaciente e insensible.

Sin embargo, todo eso había quedado atrás, y ella podía seguir con su vida.

Diana estiró la pierna y movió los dedos recién pintados. Desde niña le encantaba la laca de uñas. Su madre le pintaba las uñas de los pies y le decía que era una princesa, pero que no podía decírselo a nadie. Y entonces se miraban la una a la otra y sonreían y, cuando su padre volvía a casa, Diana se acurrucaba en la cama y escuchaba aquellas horribles peleas diciéndose: «Soy una princesa. En cuanto me haga mayor, mamá y yo iremos a buscar nuestro verdadero hogar, y papá no vendrá con nosotras».

Su padre había muerto cuando ella tenía catorce años. Para entonces, Diana ya sabía que no era una princesa, sino únicamente la hija de una «hija de las flores» desencantada a la que le faltaba coraje para romper su desgraciado matrimonio con un ex hippy. Diana recordaba a su padre sobre todo por sus largas ausencias y sus arranques de mal genio.

–¡Chica, eres un desastre! ¡Tienes que sobreponerte! –se reprendió suavemente a sí misma.