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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2013 Michelle Douglas. Todos los derechos reservados.

PRIMERO LLEGÓ EL BEBÉ, N.º 2523 - septiembre 2013

Título original: First Comes Baby…

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2013

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. con permiso de Harlequin persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Jazmín son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-3531-3

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo 1

 

–Ben, ¿qué dirías si te pido que me dones tu esperma?

Ben dejó su copa de vino en la mesa; pero lo hizo con tanta fuerza que lo vertió. No podía creer lo que había oído. Se había quedado tan atónito que no podía ni respirar. Unos segundos antes, cuando preguntó a Meg por lo que estaba pensando, supuso que estaría preocupada por Elsie o por su padre; ni en un millón de años habría imaginado una cosa así.

Se recostó en el sofá y se aferró al reposabrazos. Brevemente, deseó estar en México y no allí, en Fingal Bay.

¿Donante de esperma? ¿Él?

–En primer lugar, deja que te explique el motivo de mi petición –continuó Meg–. Ya hablaremos sobre tu papel en la vida del niño, tal como yo lo veo.

Ben se echó hacia delante y la señaló con un dedo.

–¿Para qué diablos quieres un donante de esperma? –preguntó–. Tú no necesitas la fertilización in vitro... ¡Tienes veintiocho años, como yo! Y toda una vida por delante para quedarte embarazada.

–No, eso no es verdad.

Ben la miró con desconcierto. Meg se sentó en el sofá, tragó saliva y se frotó las manos, nerviosa. Su rubia cabellera le caía sobre los hombros.

–El médico me ha dicho que corro peligro de quedarme estéril.

A Ben se le hizo un nudo en la garganta. Su amiga siempre había soñado con tener hijos. Le gustaban tanto que incluso era dueña de una guardería. Y estaba seguro de que sería una madre extraordinaria.

–Ya lo he decidido. Me voy a someter a un proceso de fertilización.

Él asintió. Su extraña petición empezaba a tener sentido.

–Gracias –dijo ella con una sonrisa débil–. Sospecho que no todo el mundo va a ser tan comprensivo como tú, pero... No tengo miedo de ser madre soltera. Económicamente, me va bien. Y no tengo la menor duda de que sabré cuidar de mí misma y de un niño.

Ben tampoco tenía ninguna duda. Había sido sincero al afirmar que sería una madre excelente. Meg no sería ni fría ni distante; cuidaría maravillosamente de su pequeño y llenaría sus días de amor y felicidad.

Le daría lo que ni él ni ella habían tenido en su infancia.

–Si mi propuesta te disgusta o si simplemente te incomoda, dímelo y olvidaré el asunto de inmediato.

Ben guardó silencio.

–¿Ben? ¿Me estás escuchando?

Él asintió y estuvo a punto de sonreír por su tono de voz seco y algo mandón, típico de Meg cuando se ponía seria.

–Sí, por supuesto.

–Eres mi mejor amigo. Te confiaría mi vida... desde ese punto de vista, es lógico que también te confíe una vida que será fundamental en mi existencia. Además, eres inteligente y gozas de buena salud; todo lo que necesito en un donante. Y aunque no admitiría esto delante de terceros, te admiro profundamente.

Ben respiró hondo.

–Haría cualquier cosa por ser madre, pero el procedimiento de la fecundación in vitro me parece muy frío si no tengo a nadie con quien compartir la experiencia –siguió Meg–. Pero si el donante fueras tú... Tampoco sería tan terrible, ¿no? Así, al menos, tendría respuestas para mi hijo cuando hiciera preguntas sobre su padre.

Ben se pasó un dedo por la parte interior del cuello de la camisa.

–¿Qué clase de preguntas?

–El color de pelo y de ojos, si eres divertido, si eres amable... esas cosas.

–Ya.

–Sé que es una petición extraña, pero quiero dejar bien claro que no tengo intención de sentar la cabeza y que sé perfectamente que tú no quieres tener hijos. Eso no es lo que te estoy pidiendo. No espero ningún tipo de compromiso por tu parte. Tú vendrías a ser algo así como su tío preferido. Nada más.

Meg lo miró durante unos segundos y añadió:

–Te prometo que tu nombre no aparecerá en el certificado de nacimiento, a menos que desees lo contrario. Te prometo que el niño no sabrá nunca que eres su padre. Y aunque creo que sobra decirlo, ni te pediré ayuda económica ni espero que me la des.

Ben sonrió. Meg siempre había sido ferozmente independiente. Independiente, mandona y arrogante. Seguramente creía que ganaba más dinero que él.

–En cualquier caso, te conozco y sé que, tanto si aceptas mi propuesta como si no, querrás y apoyarás a mi hijo del mismo modo en que me quieres y apoyas a mí... Solo te ruego que me digas lo que piensas.

–¿Seguro que lo quieres saber?

–Sí.

–Pues pienso que me preocupa tu salud.

Ben fue sincero. Sabía que Meg padecía de endometriosis; la había visto muchas veces en momentos en los que casi no podía soportar el dolor. Pero hasta ese momento, creía que lo había superado. Y lo lamentó amargamente.

A fin de cuentas, Megan Parrish era lo más parecido que tenía a una familia. Sus padres nunca se habían portado como tales y, en cuanto a Elsie, su abuela, estaba en deuda con ella porque lo había criado, se había encargado de que fuera al colegio y lo había llevado al médico cada vez que se ponía enfermo, pero nada más. Elsie había cuidado de él sin placer alguno, por simple compromiso; y aparentemente, aceptaba sus visitas esporádicas de la misma forma.

Ben se había asegurado de que a su abuela no le faltara nada en la vejez. Pero eso era todo lo que estaba dispuesto a hacer por ella. De hecho, solo la visitaba para que Meg estuviera contenta.

Definitivamente, Ben no podía decir nada bueno de su familia. Solo podía decir cosas buenas de la amistad. Y Meg era la mejor amiga que había tenido nunca. Le había dado su lealtad, su apoyo y su cariño desde que se conocieron en la entrada de la casa de Elsie, cuando él solo tenía once años.

–No estoy hablando de mi salud –protestó ella.

–Pero yo, sí. ¿Te encuentras bien?

Meg alcanzó la copa de vino que se había servido durante la cena y echó un trago.

–Por supuesto.

Ben no se dejó engañar.

–¿Seguro?

Ella se encogió de hombros.

–Claro... es que estoy en esa época del mes. Ya sabes.

Ben sintió el deseo de levantarse, acercarse a su amiga y darle un abrazo largo y cariñoso. Habría hecho cualquier cosa por devolverle la salud y evitarle el dolor.

–Supongo que Elsie te lo habrá comentado –continuó–. He sufrido un par de recaídas con la endometriosis durante los últimos meses.

Él asintió. Había llegado a Fingal Bay por la mañana y, en cuanto Meg lo vio, se empeñó en que hiciera una visita a su abuela, quien le había puesto al corriente. Elsie solo sabía hablar de dos cosas: la salud de Meg y la salud del padre de Meg.

–¿La endometriosis es la causa de que puedas quedarte estéril?

–Sí. Por eso te pido que me dones tu esperma. La idea de tener un hijo gracias a un desconocido me resulta demasiado inquietante.

–Pero no esperas que me responsabilice del pequeño...

–De ninguna manera –aseguró–. Si te sientes presionado en ese sentido, retiraré mi propuesta de inmediato.

Ben sabía que decía la verdad y que no tenía más opción que concederle su deseo. Había acudido a él porque confiaba en él. Y ya estaba buscando las palabras adecuadas cuando ella estiró las piernas y le rozó una rodilla.

Ben se estremeció y regresó al momento en que se dio cuenta de que Meg se había convertido en una mujer extraordinariamente bella. Habían pasado diez años desde aquella noche, pero no lo había olvidado. Lo que en principio iba a ser un gesto de cariño, estuvo a punto de convertirse en un gesto de pasión. Y Ben pensaba que habría sido el peor error de su vida, porque estaba convencido de que habría dañado su amistad.

–Ben, tengo otro motivo para desear un embarazo...

–¿A qué te refieres?

–A que nadie sufre de endometriosis durante la gestación. De hecho, la enfermedad desaparece a veces después del parto.

Las palabras de Meg lo reafirmaron en su decisión de ayudarla. Pero antes de dar su consentimiento, quería estar absolutamente seguro de que la había entendido bien.

–Veamos si lo he entendido... Nadie sabrá que yo soy el padre del niño. Será como si hubieras recibido el esperma de un donante anónimo.

–En efecto.

–Y yo no seré nada más que... el tío Ben.

–Nada más.

Ben se levantó. Meg no le estaba pidiendo más de lo que podía dar. Quería ser madre y merecía tener la oportunidad de serlo.

–Muy bien. Te ayudaré en todo lo que pueda.

 

 

El corazón de Meg empezó a latir tan deprisa que pensó que le iba a dar un infarto. Pero no pasó nada, así que saltó del sofá y se arrojó a los brazos del hombre de un metro ochenta y siete de altura que pasaba por ser su mejor amigo.

–¡Gracias, Ben! ¡Gracias!

Meg se apartó rápidamente al sentir una oleada de calor que no tenía nada que ver con la amistad; una oleada que sentía en todas y cada una de las breves visitas de Ben.

–¿Estás seguro de que no necesitas tiempo para pensarlo?

Él sacudió la cabeza.

–Sé todo lo que tengo que saber. Y tú sabes todo lo que necesitas saber de mí –le recordó–. Si estás decidida a ser madre soltera, te ayudaré.

Meg sonrió de oreja a oreja.

–No sabes lo feliz que me haces...

–Claro que lo sé.

La sonrisa de Ben reavivó el calor del que había huido y le devolvió el recuerdo del único beso que se habían dado. Habían pasado diez años desde entonces, pero no lo podía olvidar. Entre otras cosas, porque tenía el convencimiento de que, si se hubieran acostado, él habría salido de su vida y no lo habría vuelto a ver.

La idea le pareció tan terrible que sintió una náusea.

–¿Qué tal con el desfase horario? –le preguntó.

Él se cruzó de brazos y alzó la barbilla en un gesto orgulloso que enfatizó su lenguaje corporal de chico malo.

–Te he dicho una y mil veces que los desfases horarios no me afectan. ¿Cuántas veces te lo tengo que repetir?

Ben le dedicó una sonrisa que habría hechizado a cualquier mujer.

Pero ella no era cualquier mujer.

–Tengo fruta y queso si tienes hambre –dijo, cambiando de conversación–. He pensado que podríamos salir a la terraza, comer un poco y disfrutar de las vistas... aunque es primavera y todavía hace fresco, la luna llena está preciosa.

Él se encogió de hombros.

–Me parece bien.

Tras sacar el queso y la fruta del frigorífico, salieron a la terraza y se sentaron en dos sillas. La luz de la luna y de las casas de la bahía se reflejaba en la superficie del mar. Meg respiró hondo en un intento por tranquilizarse. Aún no podía creer que fuera a tener un niño. Era el día más feliz de su vida.

–Elsie me ha dicho que tu padre ha estado enfermo –dijo él.

Meg se limitó a asentir mientras cortaba un trozo de queso.

–Dice que tuvo una infección en los riñones.

Meg soltó un suspiro.

–Sí, eso me temo. Enfermó de repente y tuve que mudarme a su casa para cuidar de él –explicó.

La enfermedad de su padre la había obligado a dejar su piso en Nelson Bay, aunque seguía siendo la directora de la guardería que tenía en propiedad. Lo de la mudanza solo había sido un cambio temporal que, por otra parte, ni siquiera había mejorado sus relaciones con su padre. En cambio, había servido para asegurarse de que comiera tres veces al día y se tomara su medicación.

–¿Cómo está ahora?

–Totalmente recuperado. Se ha mudado a un apartamento de la zona. Dijo que quería estar más cerca del médico, de las tiendas y de la bolera.

Nelson Bay solo estaba a diez minutos del centro de Port Stephens, en cuyo extremo sur se encontraba la localidad de Fingal Bay, el pequeño pueblo costero donde Ben y ella habían crecido.

A Meg, le encantaba.

Pero Ben lo odiaba.

–Tengo la sensación de que dijo eso como excusa –continuó–. Se marchó porque no soportaba estar en la misma casa que su única hija.

Ben echó un trago de vino y la miró con recriminación.

–Maldita sea, Meg, ¿por qué te empeñas en ser tan negativa con tu padre? Seguro que se fue porque no quería que su hija se sacrificara por él.

Ella soltó una carcajada. Ben podía ser increíblemente ingenuo.

–¿Tú crees? –dijo con humor.

Meg no tenía la menor duda al respecto. Su madre había fallecido cuando ella tenía ocho años y, desde entonces, su padre se había comportado como si fuera una extraña. No podía negar que había trabajado duro para sacarla adelante, pero siempre con frialdad y distanciamiento, emocionalmente alejado.

Cuando volvió a mirar a Ben, vio que había entrecerrado los ojos. Y no parecía que estuviera disfrutando del paisaje.

–No hay quien entienda a los padres, ¿verdad? –le preguntó.

–No. Pero entre tú y yo hay una diferencia importante... yo he dejado de intentar entenderlos. Ya no me importa.

Meg pensó que la primera parte de su afirmación era tan cierta como falsa la segunda; pero no dijo nada.

–Deberías renunciar a tu obsesión por entenderlo, Meg.

Ella se encogió de hombros.

–Ya que estamos con la familia, ¿qué tal te ha ido hoy con Elsie?

–Oh, muy bien. Nos hemos hartado a reír –respondió con sarcasmo.

Meg se estremeció. Cuando eran niños, la madre de Ben había dejado a su hijo con su abuela y se había ido. No lo había visto ni una sola vez desde entonces. Ni siquiera le había llamado por teléfono. Y Elsie, que nunca había sido una mujer cariñosa, se volvió aún más fría; hasta el extremo de que jamás le había dado un simple abrazo.

–Sinceramente, no sé qué les pasa a esos dos.

–Ni yo, pero son tal para cual.

Meg sacudió la cabeza.

–¿De verdad nos importa? –preguntó él.

A Meg le habría gustado decir que no le importaba, pero habría mentido. A diferencia de su padre, era incapaz de ahogar sus sentimientos. Y a diferencia de Ben, era incapaz de ocultarlos en lo más profundo de su corazón.

–¿Sabes lo que más me molesta de todo? Que por culpa de tu padre, ahora te encuentres atrapada en esta casa gigantesca.

–Bueno, no estoy exactamente atrapada... Me la ha regalado. Me traspasó las escrituras antes de irse.

–¿En serio? ¿Por qué?

Meg cortó otro pedazo de queso, se lo llevó a la boca y se encogió de hombros.

–No tengo ni idea.

Ben se inclinó hacia delante.

–¿Y lo aceptaste sin más?

–Sí.

–¿Por qué?

–Porque parecía importante para él.

Los ojos azules de Ben se clavaron en ella.

–Ya sabes lo que va a pasar, ¿verdad? No sé cómo, pero eso terminará en otra decepción para ti –afirmó.

–Es posible. Pero mira la parte buena. La casa es tan grande que tendré espacio de sobra para mí y para mi hijo.

Ben soltó una carcajada.

–Sí, eso es innegable. Una monstruosidad blanca con cinco dormitorios, un comedor, un salón, un cuarto de juegos y un garaje con capacidad para tres coches... Lástima que tenga un pequeño problema.

–¿Cuál?

–Que limpiar una casa tan grande será una pesadilla.

–No es para tanto. Más que nada, porque he contratado a una persona para que me la limpie.

–Pues yo preferiría una tienda de campaña.

Meg sonrió y pensó que, definitivamente, una tienda de campaña le pegaba mucho más que una mansión.

–Supongo que te quedarás una semana, como siempre –dijo ella.

–Sí, ya me conoces.

–¿Te importa si pido cita con el médico el miércoles o el jueves? Te lo digo porque me gustaría que me acompañaras...

–Mientras esté en Fingal Bay, soy todo tuyo.

–Gracias.

Meg se estremeció otra vez al mirarlo, así que cortó otro pedazo de queso y se giró hacia la bahía para disimular sus emociones.

–Ya me dijiste que terminaste en México con uno de tus grupos de turistas, pero ¿qué vas a hacer ahora?

–Ir a esquiar a Canadá.

Ben se dedicaba al turismo de aventura; trabajaba para varias agencias de viajes y estaba tan solicitado que podía elegir lo que más le gustara. Meg se preguntó qué haría cuando lo hubiera visto todo. ¿Empezar otra vez por el principio?

–Todavía no has dado la vuelta al mundo en un velero, ¿verdad?

–No, todavía no.

Meg lo preguntó porque sabía que era el sueño de su vida. Y estaba segura de algún día lo llevaría a cabo.

–Se debe de tardar mucho... ¿estás seguro de que podrías aguantar tanto tiempo sin compañía femenina?

Ben sonrió.

–¿No has oído lo que dicen de los marineros? Lo de una novia en cada puerto...

Meg soltó una carcajada. Aunque conociendo a su amigo, supuso que el comentario no era una broma.

Ben no salía más de dos semanas con la misma mujer. No se quería arriesgar a que se volvieran posesivas o mandonas con el tiempo. Adoraba su libertad y rechazaba cualquier tipo de relación que la pusiera en peligro.

Pero esa característica lo convertía en el candidato perfecto para ella. El mejor de los donantes posibles.

Meg sonrió para sus adentros.

Iba a ser madre.

Capítulo 2

 

¡Estoy embarazada!

Las dos palabras aparecieron en la pantalla del ordenador de Ben junto con un emoticón tan grande como sonriente.

Él la felicitó enseguida y firmó el mensaje como tío Ben.

Luego, se pasó una mano por el pelo y sonrió al pensar que solo había pasado un mes desde su visita a Fingal Bay. Se alegraba tanto por ella que decidió que aquella noche se tomaría una copa en su honor con el grupo de turistas.

Tras enviar el mensaje de correo electrónico, sacudió la cabeza y apagó el ordenador. Le esperaba un largo día entre el hielo y la nieve de las montañas de Canadá.