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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2012 Shirley Kawa-Jump, LLC.

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Un día para encontrar marido, n.º 99 - enero 2014

Título original: One Day to Find a Husband

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2014

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-4127-7

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo 1

 

Finn McKenna quería una cosa.

Y ella estaba a seis metros de distancia, sin saber lo que él estaba a punto de hacer y, por supuesto, sin imaginar la pregunta que le iba a formular.

Finn la observó con detenimiento y cruzó los dedos para que su plan saliera bien. Era alta, rubia, de piernas largas; una auténtica belleza con la que cualquier hombre en su sano juicio habría querido cenar primero y bailar después, bien juntos.

Si él hubiera sido su abuelo, habría tocado madera, se habría encomendado a Dios o habría llevado la mano al símbolo de los McKenna, el trébol de cuatro hojas que adornaba su bolsillo. Sus antepasados eran muy supersticiosos; pero él estaba convencido de que la suerte dependía de trabajar duro e investigar bien.

Le había dedicado mucho tiempo a aquel proyecto. Lo había estudiado a fondo y le había dado mil vueltas.

Todos los datos parecían indicar que, cuando le formulara la pregunta, la dama solo podría responder una cosa: Sí.

–Tú estás loco.

Finn se dio la vuelta y se encogió de hombros al ver a su hermano pequeño. Riley tenía los mismos ojos azules y el mismo cabello de color castaño oscuro que el resto de los hermanos McKenna; pero, quizás por su sonrisa irónica y su actitud despreocupada, era más elegante que los demás.

Finn había heredado los rasgos duros y serios de su padre, un obseso del trabajo; Riley, el encanto y el sentido lúdico de su madre.

–No estoy loco. Es un negocio. Los riesgos son gajes del oficio.

Riley le dio una pinta de cerveza.

–Toma. Se la acabo de pedir al camarero.

–Gracias.

Finn probó el oscuro brebaje. Era suave pero robusto, y tenía un fondo agradablemente especiado. La ancha capa de espuma de la parte superior daba fe de su calidad. Riley había elegido bien, aunque no le sorprendió; su hermano pequeño sabía de cervezas.

A su alrededor, la gente se mezclaba y hablaba entre botellas de vino de varios cientos de dólares y cócteles de nombres tan complicados que casi llevaban su propio diccionario. Allí, una cerveza estaba tan fuera de lugar como un diente de león en un campo de rosas perfectas; pero a Finn McKenna no le importaban ni las convenciones sociales ni lo que otras personas pensaran de él.

Esa había sido la clave de su éxito. Y también, en parte, de su reciente fracaso.

Sin embargo, se dijo que su fracaso solo era temporal. Aquella noche iba a revertir la situación. Iba a reconstruir su negocio, y lo iba a hacer con ayuda de Ellie Winston, presidenta en funciones de WW Architectural Design.

Pero ella no lo sabía aún.

Eleanor Winston, Ellie para sus amigos, llevaba dos semanas al frente de WW; exactamente, el tiempo transcurrido desde que Henry Winston, padre de Eleanor y responsable de la primera W de la empresa, sufrió un infarto y dejó la dirección. La segunda W era por el hermano de Henry, aunque ya no trabajaba allí; por lo visto, se había marchado diez años antes tras una fuerte discusión de carácter familiar.

Finn se recordó lo que sabía de ella. De veintinueve años de edad, tenía una maestría en diseño y tres años de experiencia laboral en la compañía de Atlanta donde había trabajado antes de mudarse a Boston, poco después de que su padre sufriera el infarto.

Hasta entonces, se había dedicado a diseñar residencias privadas, y Finn sabía de buena fuente que no le agradaba nada la idea de dedicar su talento a hospitales y rascacielos de oficinas.

Razón de más para que aceptara su oferta.

–¿Ese es tu gran plan? ¿Hablar con Ellie Winston? ¿Aquí? ¿Ahora? –preguntó su hermano–. ¿Con el aspecto que tienes?

Finn miró su traje gris de raya diplomática, que había combinado con una camisa blanca y una corbata azul.

–¿Qué tiene de malo mi aspecto?

–Si fueras a un entierro, nada –se burló–. Deberías esperar un momento más propicio y presentarte con algo menos formal.

Finn sacudió la cabeza. Riley era el más vistoso de los hermanos McKenna, el que siempre llamaba la atención entre la gente; pero él prefería una imagen fría y profesional, acorde a su forma de dirigir su negocio.

–Este lugar es perfecto. Se habrá tomado un par de copas de vino, estará relajada y, sobre todo, no esperará la oferta que le voy a hacer.

Riley soltó una carcajada.

–Eso está claro.

Finn volvió a mirar a Ellie Winston, que echó la cabeza hacia atrás en ese momento y rio por algo que había dicho su acompañante.

Cuanto más la miraba, más atractiva le parecía. Incluso sintió envidia del hombre que estaba con ella.

Definitivamente, era toda una belleza. Pero Finn se dijo que también sería una distracción, una que no se podía permitir.

Había cometido muchos errores con las mujeres y había aprendido la lección.

–No sé... –continuó Riley, sacudiendo la cabeza–. No creo que tu método sea el adecuado, Hawk.

–Odio que me llames así.

–Pero si te sienta bien... Hawk, halcón –replicó con una sonrisa–. Localizas la presa, te lanzas en picado sobre ella y la llevas a tu nido, aunque sea del modo más caballeroso posible.

–Sí, ya.

A Finn le desagradaba el apelativo. Se lo había puesto un periodista cuando adquirió la empresa de un competidor directo. Seis meses después, Finn acabó con otro competidor del mismo modo y, al final, su estudio de arquitectura se convirtió en uno de los más importantes de Nueva Inglaterra.

Por lo menos, durante una temporada; hasta que una exnovia lo traicionó y hundió su empresa y su reputación.

Ahora, todos decían que era un fracasado. Pe-ro eso estaba a punto de cambiar.

Segundos más tarde, una camarera les ofreció unos canapés. Finn los rechazó. Su hermano alcanzó uno de salmón y pepino y dijo, mirando a la camarera:

–¿Están tan deliciosos como tú?

La camarera sonrió.

–Tendrá que probarlo para saberlo.

Riley se lo llevó a la boca, se lo comió y la miró con ojos brillantes.

–Sí, es una delicia.

–Quizá debería probar el otro –declaró la camarera, coqueta.

–Puede que lo haga.

La camarera se alejó entre los invitados, pavoneándose. Fin miró a su hermano con exasperación.

–¿Es que solo piensas en mujeres?

–¿Es que solo piensas en negocios? –contraatacó Riley.

–Soy el dueño de la empresa –le recordó–. No tengo más opción que dedicarle todos mis esfuerzos.

–Siempre se tienen otras opciones, Finn. Yo prefiero las que terminan con una mujer como esa en mi cama y una sonrisa en mi rostro.

–No tienes remedio, Riley.

Riley se encogió de hombros. Su talento como Don Juan estaba bien documentado en la prensa de Boston, aunque Finn pensó que, en gran medida, era un simple estereotipo de los periodistas.

A él, el mayor de los tres, le habían colgado el sambenito de empresario serio y trabajador; a Brody, el siguiente, el de médico conciliador y respetable; y a Riley, el niño mimado de la familia, el de ligón.

A veces, Finn lamentaba haber sido tan responsable. Cuando salió de la universidad, abrió un bufete de arquitectura, McKenna Designs, que en pocos años se transformó en una multinacional.

Pero su rápido crecimiento, combinado con la crisis y la traición de su exnovia, habían estado a punto de llevarlo a la quiebra.

Carpe diem, Finn. Deberías probarlo alguna vez. Salir del despacho y divertirte un poco.

–Lo hago.

Riley volvió a reír.

–Ja.

–Dirigir una empresa es un trabajo difícil, muy exigente.

Finn miró de nuevo a la mujer con quien pretendía hablar. En aquel océano de trajes y vestidos negros, solo había dos personas que dieran un poco de color al acto. La primera persona era Riley y, la segunda, ella.

Eleanor Winston se había puesto un vestido de color arándano que enfatizaba su esbelta figura y su cintura estrechísima, digna de un reloj de arena. Llevaba zapatos de aguja que contribuían a aumentar la sensación de estar ante unas piernas interminables.

Y el conjunto resultaba tan tentador que Finn tuvo que hacer un gran esfuerzo para apartar la vista de aquellos muslos de apariencia dura y suave.

–No dudo que sea exigente, pero tú lo llevas demasiado lejos. Hasta tienes un sofá en el despacho... –le recordó Riley–. Eres un solitario empedernido. A no ser que nos estés engañando a todos y la señorita Marstein te endulce las noches...

Finn estuvo a punto de atragantarse con la cerveza. La señorita Marstein, su secretaria, era una mujer de sesenta y tantos años que dirigía el despacho con puño de hierro.

–Pero si podría ser mi abuela...

–Y tú te has impuesto un celibato tan estricto que podrías ser un monje. Hazme caso, Hawk. Disfruta de la vida.

Finn suspiró y pensó que su hermano no entendía nada. No comprendía que McKenna Designs se encontraba en una situación verdaderamente problemática.

Por culpa de un error, del único error que había cometido en su vida profesional, estaba a punto de perder la empresa y de condenar al desempleo a todos sus trabajadores.

–Tengo un sofá porque lo necesito. Trabajo todo el día y a veces me quedo de noche, es verdad, pero...

–Qué deprimente –lo interrumpió Riley–. Si fueras listo, no te acercarías a esa mujer para hablar de negocios, sino para tumbarla en ese sofá donde te gusta dormir. El sueño está sobrevalorado, hermano... en cambio, el sexo no se valora lo suficiente.

Finn sacudió la cabeza.

–No tengo tiempo para esas cosas. La empresa... bueno, qué importa –dijo con amargura–. No debí confiar en ella.

Riley le puso una mano en el hombro para tranquilizarlo.

–Deja de recriminártelo. Todos cometemos errores.

–Pero no debí confiar en ella –repitió.

–Oh, vamos... estabas enamorado. No conozco a un hombre que no se comporte como un idiota cuando está enamorado. Y créeme, soy un experto en la materia.

–¿Es que tú has estado enamorado alguna vez? ¿Verdaderamente enamorado?

Riley se encogió de hombros.

–A mí me lo pareció...

–Sea como sea, no volveré a tropezar en la misma piedra.

–No seas tonto. Una relación fallida no es motivo suficiente para convertirse en un ermitaño –alegó Riley.

Finn pensó que se quedaba corto al definirlo como una simple relación fallida. Aquella mujer le había robado a sus clientes más importantes, había destrozado su reputación y le había partido el corazón.

No había sido un error cualquiera; había sido como el hundimiento del Titanic. Y Finn, que había sufrido el desastroso matrimonio de sus padres, era especialmente consciente de los peligros del amor.

–No quiero hablar de eso –dijo–. Tengo que concentrarme en el trabajo.

–¿En el trabajo? Yo diría que estás concentrado en Eleanor Winston.

–Es un instrumento para un fin concreto. Nada más.

–Si sigues así, el único fin que vas a conseguir es el de hacerte viejo, quedarte solo y dormir hasta el fin de tus días en el sofá de tu despacho.

–Te equivocas.

Durante una temporada, Finn había estado convencido de que podía tener un trabajo y una vida a la vez. Incluso había comprado un anillo de compromiso, que estaba en algún cajón.

Pero la mujer de la que se había enamorado lo apuñaló por la espalda.

Por lo visto, el amor verdadero era una fantasía absurda que, por otra parte, le estaba vedada a él.

Desde entonces, todas sus relaciones amorosas eran rápidas, limpias, sin complicaciones; encuentros de adultos que sabían lo que hacían y que no esperaban nada más. Pero con Ellie Winston sería diferente. Incluso a distancia, incluso antes de conocerla en persona, ya sabía que era de la clase de mujeres que podían volver loco a un hombre.

Justo entonces, Ellie se despidió de sus acompañantes y se dirigió a la salida.

–Será mejor que actúe. Si no me doy prisa, se va a marchar –dijo a Riley.

–Sigue mi consejo: limítate a invitarla a una copa. Y no hables de negocios, por Dios. Por lo menos, hasta después de acostarte con ella –Riley sonrió–. Si no sabes qué decir, pregúntate lo que diría tu hermanito pequeño. Te aseguro que funciona.

Finn dejó su vaso de cerveza y se alejó sin hacer caso del comentario de Riley, pero su hermano pequeño no se dio ni cuenta; sus ojos ya estaban clavados en otra candidata dispuesta a pasar la noche con él en su casa de Back Bay.

Respiró hondo, apretó el paso y logró alcanzar a Ellie Winston cuando ella estaba a punto de salir del edificio.

–¿Señorita Winston?

Ella se detuvo con la mano en el pomo de la puerta de cristal. Luego, se dio la vuelta hacia él.

Su larga melena rubia osciló con el movimiento y le acarició los hombros. Durante un momento, sus verdes ojos perdieron todo asomo de brillo; pero, un segundo después, lo reconoció y adquirieron un tono esmeralda, profundo como el de una selva.

–Pero si es el señor McKenna... Lo he reconocido por la fotografía que publicaron en Architecture Today.

–Tutéame, por favor. Y llámame Finn –dijo–. Me sorprende que tengas tan buena memoria. Ese artículo se publicó hace más de un año.

–Bueno, como casi todas las personas del gremio, tengo una atención obsesiva con los detalles –declaró ella con una sonrisa.

Finn se estremeció. Tenía una sonrisa absolutamente embriagadora. Pero estaba allí por negocios, solo por negocios.

–Si tienes un minuto, me gustaría hablar contigo.

–Estaba a punto de irme...

Ella señaló la puerta y Finn miró la calle. A pesar de ser jueves y de que faltaban pocos minutos para la medianoche, Boston estaba tan viva como de costumbre, tan viva como cualquier gran ciudad.

–¿Por qué no llamas a mi secretaria y pides una cita? –continuó ella.

–Si me puedes conceder un momento, te lo agradecería mucho –insistió él–. Se trata de algo que no puede esperar.

–Bueno, yo...

–No te robaré mucho tiempo. Podemos tomar unas copas en algún bar cercano y...

–Gracias, pero no bebo –dijo con otra sonrisa–. Llama a mi despacho y pide una cita.

–Oh, vamos, estoy seguro de que estás tan ocupada como yo. ¿Por qué no lo solucionamos ahora y nos ahorramos una reunión?

–Es un poco tarde, ¿no crees?

En otras circunstancias, Finn no la habría presionado. Pero se estaba quedando sin tiempo. Necesitaba hablar con Ellie Winston de inmedia-to.

–Te prometo que no muerdo.

–¿Y tampoco te alimentas de los restos de tus competidores?

Él rio.

–Eso no es más que un rumor. Solo lo he hecho una vez... Bueno, puede que dos –replicó con ironía.

Ellie echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada.

–Vaya, no eres como imaginaba...

Finn se preguntó qué habría querido decir con eso. ¿Insinuaba que no se lo había imaginado con sentido del humor? ¿O que lo había tomado por un depredador sin escrúpulos?

–¿Eso es un halago? –preguntó él.

–Quién sabe...

Ellie le puso una mano en el brazo. Solo fue un contacto breve y apenas perceptible, pero suficiente para que Finn sintiera una extraña oleada de calor.

¿Qué le habrían puesto en la cerveza? Él no era de la clase de hombres que se dejaban dominar por sus emociones. Llevaba una vida tan ordenada como los edificios que diseñaba para sus clientes.

Una vida sin sitio para las tonterías y, particularmente, sin sitio para un revolcón con Eleanor Winston.

En ese momento, ella miró la hora y frunció el ceño.

–No sé qué decir, Finn... Es medianoche. Me debería marchar.

Finn estuvo a punto de echarse atrás. Le gustaba demasiado, y ya no estaba seguro de que reunirse con ella a esas horas fuera una decisión inteligente.

Pero se acordó de las palabras de su hermano pequeño y decidió seguir su consejo. Por una vez, diría lo que Riley habría dicho en esas circunstancias.

–La decisión es tuya, Cenicienta. Aunque también podrías alargar un poco el baile.

Ella volvió a reír. Y a Finn le pareció la más musical y perfecta de las risas.

–¿Cenicienta? Está bien, me has convencido. Esta noche he mantenido tantas conversaciones intranscendentes que prefiero terminar el día con una interesante. Pero no conseguirás que me tome un tequila contigo –contestó con humor–. Me tomaré un té.

–Como quieras –Finn le abrió la puerta de cristal–. Tú primero, Cenicienta.

–Gracias, Finn McKenna.

Ella salió del edificio, dejando a su paso un aroma a jazmín y a vainilla.

Finn respiró hondo otra vez. Tenía que concentrarse en su objetivo. No volvería a cometer el error de mezclar los negocios y los asuntos personales. Hablaría con Ellie y la convencería. Nada más y nada menos.

Pero, mientras la seguía al exterior, dudó.

No sabía si estaba a punto de tomar la mejor decisión empresarial de su vida o la peor.