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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2012 Shirley Kawa-Jump, LLC.

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Tu dulce sonrisa, n.º 101 - marzo 2014

Título original: Return of the Last McKenna

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-4129-1

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo 1

 

Brody McKenna revisó su tercera garganta irritada de la mañana y prescribió lo mismo que había prescrito en los dos casos anteriores: descanso, analgésicos y beber mucha agua. Las cosas le iban bien; había vuelto de Afganistán sin más propiedades que la ropa que llevaba y ahora tenía un buen trabajo como médico de cabecera, una consulta con muchos pacientes y una familia unida que, además, vivía cerca.

Debería haber estado encantado; pero no lo estaba.

Su paciente, de seis años de edad, se dirigió a la salida con una piruleta sin azúcar y una madre mucho menos preocupada que antes. Cuando salieron, Helen Maguire echó un vistazo a la sala de espera y dijo:

–Ese era el último de la mañana... Estamos libres hasta dentro de una hora, cuando empecemos con las vacunas.

Helen era una mujer de cabello corto y gris, con aspecto de matrona, que siempre tenía una sonrisa para todo el mundo. Durante quince años, había sido la enfermera del médico anterior, el señor Watkins, y ahora trabajaba para Brody.

Él no dijo nada. Al contemplar el material de la sala, tan completo como cabía esperar en una consulta de esas características, sus pensamientos volvieron al país árido y caluroso donde había pasado un mes entero de su vida. Ser médico en los Estados Unidos no se parecía mucho a ser médico en Afganistán, donde siempre estaban cortos de suministros y aún más cortos de milagros.

–¿Brody? ¿Me has oído?

–¿Cómo? Ah, sí, disculpa...

Brody se lavó las manos, se las secó y se giró hacia la enfermera. Tenía que concentrarse en el trabajo. No podía cambiar el pasado ni devolver la vida a las personas que no había podido salvar.

–Hay mucha gente con resfriados, ¿verdad? –di-jo él.

–Es la época del año.

–Todas las épocas son buenas para los resfriados.

Helen se encogió de hombros.

–Creo que eso es lo que más me gusta de trabajar en la consulta de un médico de cabecera. Puedes calcular el calendario en función de los resfriados y las gripes... tienen una especie de ritmo propio, ¿no crees?

–Sí, por supuesto.

Durante mucho tiempo, Brody había creído que tenía una vida perfecta. Un médico de familia para un hombre de familia. Desgraciadamente, su familia se disolvió antes de que se pudiera formar; pero para entonces, él ya estaba en el lugar de Watkins.

Y como no se le ocurría nada mejor que hacer, se quedó en la consulta.

Era un buen trabajo. Le gustaban sus pacientes adultos, le gustaban los niños y, de vez en cuando, se ofrecía como voluntario para ayudar a los más desfavorecidos. Ya había trabajado en una clínica de Alabama y en otra de Maine para personas sin hogar cuando le ofrecieron la posibilidad de viajar a Afganistán como médico de campaña.

Habían sido treinta días de salvar vidas en poblados tan pobres que no tenían ni un mal ambulatorio, siempre bajo la protección de unidades militares. Antes de viajar al país asiático, se había dicho a sí mismo que allí podría marcar la diferencia. Y la había marcado, aunque no en el sentido que esperaba. Ahora, hiciera lo que hiciera, no tenía un segundo de paz. Sus fantasmas lo perseguían a todas partes.

–¿Te encuentras bien? –preguntó Helen.

–Sí, sí... solo un poco distraído. Creo que, en lugar de comer en la consulta, saldré y comeré en un restaurante.

Ella asintió y sonrió.

–Me parece una idea excelente. Así disfrutarás un rato del día –dijo–. El aire fresco tiene propiedades terapéuticas...

Brody dudó que el aire fresco pudiera tener ese tipo de propiedades en su caso, pero necesitaba estar solo.

–Estaré de vuelta a la una.

El día era cálido, casi de verano. Las temperaturas seguían siendo altas, incluso más altas de la cuenta para mediados de septiembre.

Brody salió a la ruidosa calle de Newton y saludó a los dueños de los establecimientos cercanos: el señor Simon, el zapatero; la señora Tipp, que dirigía una galería de arte y Milo, que ya había abierto tres tipos de establecimientos distintos en el mismo local.

Brody siguió el camino que siempre seguía a esas horas, cuando salía de la consulta. Normal-mente, no comía fuera; se limitaba a dar un paseo y volver. Había hecho tantas veces el mismo trayecto que le extrañaba no haber dejado un surco de huellas.

Al llegar a la esquina, se llevó la mano al bolsillo y sacó un papel. Estaba arrugado y viejo, pero todavía se podía leer el mensaje que contenía:

 

Hola, supermán; espero que tengas cuidado y que vuelvas sano y salvo a casa. Todos te queremos y te echamos de menos; especialmente, yo. Las cosas no son iguales sin ti. Con amor, Kate.

Brody pasó los dedos por la tinta de la carta e intentó encontrar respuesta a la duda que lo carcomía desde hacía semanas. ¿Debía cumplir el último deseo de Andrew? ¿O era mejor que lo olvidara?

Se detuvo. Sus pasos lo habían llevado al mismo lugar que de costumbre. Se encontraba bajo el cartel rojo y blanco de la Nora’s Sweet Shop, la tienda de dulces de Nora. Y una vez más, recordó las palabras de Andrew:

«Prométemelo, Doc; prométeme que irás a verla y que te asegurarás de que se encuentra bien y de que es feliz. Pero, por favor, no le digas lo que ha pasado. Se culparía a sí misma... y Kate ya ha sufrido demasiado.»

Había transcurrido un mes desde que Brody se lo había prometido. Una promesa fácil de hacer, pero no tanto de cumplir.

¿Cuántas veces había hecho aquel trayecto y había dado la vuelta antes de entrar en la tienda? Ya ni se acordaba. ¿Encontraría alguna paz en sus termómetros y estetoscopios si volvía otra vez sobre sus pasos y regresaba a la consulta?

Brody sabía perfectamente que no. Tenía que hacerlo. Tenía que cumplir la promesa.

Respiró hondo, abrió la puerta de la tienda y entró en el establecimiento. El dulce aroma a chocolate y la suave música de fondo envolvieron sus sentidos. Junto al escaparate, en un soporte de cristal, descansaba una tarta de boda. Al fondo, más allá del mostrador, se veían estantes con cajas de bombones y cestitas para regalo.

–¡Un momento! –exclamó alguien desde el cuarto trasero.

–No hay prisa –dijo Brody, cerrando el puño sobre el papel del bolsillo.

No sabía qué hacer. No se sentía con fuerzas para decirle la verdad, ni desde luego estaba allí para comprar tartaletas o caramelos. En realidad, había ido a aquella tiendecita de Newton en busca de perdón.

Nervioso, alcanzó la primera cesta de dulces que vio y sacó la cartera para pagar. Un segundo después, apareció una morena esbelta que se limpió las manos en el delantal y lo saludó con una sonrisa en los labios.

–Hola, soy Kate... ¿en qué te puedo ayudar?

Kate Spencer. La propietaria de la tienda y la mujer que había ocupado los pensamientos de Brody durante las semanas anteriores; una perfecta desconocida de quien, no obstante, por lo mucho que le habían hablado de ella, podría haber escrito un libro entero.

Le estrechó la mano e intentó no mirarla fijamente. Había imaginado que la hermana mayor de Andrew sería como Helen Maguire, aunque en versión más joven; una chica maternal, con el pelo recogido en un moño y siempre dispuesta a ofrecer un abrazo; una chica cálida y fiable como un edredón.

Pero la joven esbelta y dinámica que había salido a saludarlo no se parecía nada a la descripción de su hermano. Tenía ojos verdes, cabello de color café, rasgos tan delicados como bellos y unos labios maravillosamente rojos. Era muy atractiva, aunque sus ojeras y la tensión de sus hombros traicionaban un poco su sonrisa.

Brody abrió la boca para presentarse y decir lo que había ido a decir, pero se encontró súbitamente sin palabras.

–Yo...

–¿Sí?

–Quería comprar esto.

Brody le enseñó la cesta de dulces.

–¿Es para alguna persona especial?

–Es para... mi abuela –respondió a toda prisa–. Le encanta el chocolate.

Kate rio.

–Si es para tu abuela, tal vez quieras que le quite este envoltorio y le ponga algo más tradicional... Salvo que tu abuela sea seguidora de los Red Sox, claro.

Brody se quedó desconcertado durante un momento, hasta que bajó la mirada y vio que la cesta estaba envuelta en un papel con la insignia de los Red Sox, el famoso equipo de béisbol. Un detalle de lo más inapropiado para la matriarca de los McKenna.

–Vaya, tienes razón... No, a mi abuela no le gustaría nada. Ella es seguidora de los Yankees, aunque viva en Boston. El seguidor de los Red Sox soy yo.

Kate volvió a reír.

–En ese caso, le cambiaré el envoltorio –dijo–. Si quieres escribirle una nota, tienes tarjetas en el mostrador.

–Gracias.

Brody se acercó al mostrador, alcanzó una tarjeta y escribió su nombre para hacer algo en lugar de mirarla como un tonto.

Kate Spencer era, en una palabra, preciosa. La clase de mujer a la que, en cualquier otra circunstancia, podría haber invitado a cenar. Amigable, de sonrisa rápida y con un fondo irónico en sus palabras. Se había sentido atraído por ella desde el primer momento, pero no podía ser una atracción más inconveniente.

Había hecho una promesa a Andrew y la tenía que cumplir. Solo debía pronunciar las frases que había practicado una y mil veces a lo largo de las semanas anteriores. Por muy difícil que le resultara.

–¿Qué tal va el negocio? –preguntó, por romper el hielo.

–Bastante bien. No ha dejado de crecer desde que se fundó, en 1953 –respondió Kate –. Los lunes son el único día tranquilo... si no fuera principio de semana, sería una especie de vacaciones.

–¿Preparas las tartas y los dulces tú misma?

Ella sacudió la cabeza.

–No podría prepararlo todo ni aunque quisiera. Es demasiado trabajo para una sola persona. La Nora’s Sweet Shop ha sido un negocio familiar durante muchos años, pero... –Kate dudó un momento–. Bueno, no importa; digamos que tengo ayuda en la cocina. ¿Por qué lo preguntas? ¿Estás buscando empleo?

–¿Quién, yo? Soy un desastre en la cocina.

Kate sonrió.

–La repostería no es tan complicada –aseguró–. A mí me enseñó mi abuela, cuando yo era una niña; y te aseguro que si yo pude aprender, cualquiera puede.

–Por tu forma de hablar, se nota que te gusta este trabajo.

–Sí, claro que me gusta. Es... terapéutico.

La sonrisa de Kate desapareció de repente. Su cara se volvió sombría, y Brody tuvo la seguridad de que estaba pensando en su difunto hermano.

–El trabajo puede ser bueno para el alma –comentó.

Brody se había repetido esa frase a sí mismo en incontables ocasiones. De hecho, no dejaba de repetírsela desde su experiencia en Afganistán, aunque ya no encontraba ningún consuelo en el trabajo. Pero supuso que Helen Maguire tenía razón al decir que solo necesitaba tiempo, que el tiempo lo curaba todo.

–¿Y a qué te dedicas tú? –replicó ella–. ¿Qué haces para curarte el alma?

Él la miró de una forma tan extraña que Kate se ruborizó y añadió:

–Discúlpame, no me quería meter en tus asuntos. No es necesario que contestes. Solo era curiosidad.

–Soy médico –dijo.

Ella se apoyó en el mostrador.

–¿Médico? Un trabajo muy satisfactorio... mucho más que dedicarse a la repostería y, ciertamente, más difícil que batir nata.

–Bueno, yo no estaría tan seguro de eso. Tu trabajo debe de ser muy satisfactorio. Haces feliz a la gente.

–Y no imaginas la cantidad de azúcar que hay que usar para que sean felices –Kate soltó una carcajada–. Pero te agradezco el comentario... por mí y por las tres generaciones de Spencer que se han dedicado a este negocio.

Brody contempló los objetos que decoraban la pared. Había galardones oficiales y artículos de prensa sobre la tienda de dulces; algunos, muy antiguos. Y entre ellos, a la derecha, se veía la fotografía enmarcada de un joven sonriente, vestido de uniforme.

Un segundo después, volvió a estar en el interior polvoriento de aquella tienda de campaña, maldiciendo, suplicando y volviendo a maldecir mientras intentaba salvar la vida de Andrew Spen-cer.

Mientras lo intentaba y fracasaba.

Aún podía sentir el pecho del joven bajo sus manos. Brody intentó que llegara aire a sus pulmones, pero no lo consiguió. Los ojos de Andrew se quedaron entreabiertos, vacíos. Y él no pudo hacer nada.

¿En qué estaba pensando? Comprar una cesta de dulces a Kate Spencer no serviría para aliviar su dolor. ¿En qué estaba pensando el propio Andrew cuando le hizo prometer que iría a verla? Nadie podía cambiar lo sucedido.

–Ya está, ya tienes el regalo.

Brody la miró con desconcierto.

–¿El regalo?

Kate volvió a reír.

–Sí, para tu abuela...

Brody clavó la vista en la cesta de dulces. Le había cambiado el envoltorio de los Red Sox y le había puesto uno de flores, cerrado con una cinta rosa y blanca.

–Ah, sí... gracias.

Brody volvió a mirar la fotografía de Andrew. Kate se dio cuenta y dijo:

–Era mi hermano pequeño. Murió en Afganis-tán, el mes pasado.

–Lo siento mucho. Debió de ser muy duro pa-ra ti.

Ella asintió.

–Lo fue y lo sigue siendo, en muchos sentidos. Te parecerá una tontería, pero me siento algo mejor cuando hablo de él.

–No, no me parece ninguna tontería.

Kate pasó una mano por el mostrador.

–Mi hermano trabajaba aquí, conmigo. No hay día que no lo extrañe... Era el organizado de la familia, el que siempre se quejaba por el desorden de mi despacho. –Kate sacudió la cabeza y miró la cesta–. ¿Quieres que ponga la tarjeta en tu regalo?

–Por supuesto.

Brody se la dio y ella pegó la tarjeta con celofán.

–No recuerdo haberte visto antes por aquí –declaró ella.

–No, no había estado antes. Vivo en el vecindario, pero es la primera vez que vengo.

–Pues gracias por comprar en la Nora’s Sweet Shop. –Kate le dio una palmadita en la espalda–. Espero que a tu abuela le gusten los dulces.

–Estoy seguro de ello.

Una vez más, Brody intentó poner fin al encuentro y salir de la tienda. Y una vez más, se quedó donde estaba.

–Si tú te llamas Kate, ¿quién es Nora?

Brody lo preguntó por preguntar. Conocía la respuesta porque Andrew le había hablado del establecimiento antes de morir.

–Nora es mi abuela –respondió ella con una sonrisa–. Abrió la tienda cuando mi abuelo volvió de la guerra de Corea. Trabajaron juntos durante sesenta años, hasta que se jubilaron y nos dejaron el negocio a mi hermano y a mí.

–¿Siguen vivos?

–Afortunadamente, sí. Pasan muy a menudo por la tienda, y a veces me echan una mano... Mi hermano y yo crecimos entre estas cuatro paredes. Nos traían todos los días; en parte, para que los ayudáramos y, en parte, para que no nos metiéramos en líos mientras mis padres trabajaban –explicó–. Andrew y yo éramos bastante traviesos.

Brody había oído esa misma historia por boca de Andrew, cuya adoración por Kate y por sus abuelos era más que evidente. Pero le había hablado poco de sus padres; solo sabía que estaban divorciados.

–Mi abuela también dirige un negocio familiar, la agencia de publicidad que fundó mi abuelo hace años. Sin embargo, mis hermanos y yo hemos tomado otros caminos, así que le dejará la empresa a mi primo Alec cuando se jubile.

Ella ladeó la cabeza y contempló su traje, su corbata y sus relucientes zapatos con un brillo de ironía en los ojos.

A Brody le encantó. Kate Spencer le había caído muy bien.

–Así que eres médico...

–Sí, lo soy.

Kate sonrió un poco más.

–Me alegro mucho. Si algún día me desmayo, sabré a quién acudir.

Durante unos segundos, mientras admiraba los senos y los labios de Kate, Brody olvidó el motivo que lo había llevado a la tienda.

–Mi consulta está a la vuelta de la esquina. Si me necesitas, solo tienes que gritar... –dijo en tono de broma.

–Bueno es saberlo.

El ambiente se cargó de energía. Brody tuvo la impresión de que hacía más calor y de que el sonido del tráfico de la calle se había apagado casi por completo. Habría dado cualquier cosa por ser un cliente normal y poder establecer una relación normal con Kate. Pero no lo era. Estaba allí para decirle la verdad.

–Oh, vaya... –dijo ella, repentinamente nerviosa–. Con tanta conversación, me había olvidado de cobrarte la cesta.

–Y yo me había olvidado de pagar.

Brody le dio la tarjeta de crédito y se fijó en sus manos; eran largas, de dedos delicados y uñas sin tonterías de ninguna clase. Unas manos bonitas que deseó tocar.

Kate metió la tarjeta en el lector, pulsó unos botones y esperó a que salieran el recibo y la copia, que se quedó mirando.

–¿Te apellidas McKenna?

Él se estremeció. ¿Habría reconocido su apellido? ¿Habría caído en la cuenta de que él era el médico que había dejado morir a Andrew?

Por su sonrisa, Brody supo que no sabía nada. Y mientras firmaba el recibo, contestó:

–Así es, Brody McKenna. Pero llámame Bro-dy.

–Bueno, Brody... espero que vuelvas a pasar por aquí.

–Sí, yo también lo espero –replicó él–. Y quién sabe, puede que algún día te pueda devolver el favor.

–Yo no te he hecho ningún favor; me he limitado a hacer mi trabajo –afirmó ella, sonriendo otra vez–. Pero, si te sientes en deuda, recomienda mi tienda a tus amigos. Sería un agradecimiento más que suficiente.

Antes de salir de la Nora’s Sweet Shop, Brody le lanzó una última mirada y dijo:

–No, no lo sería.