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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2002 Brenda Hammond

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Siempre a tu servicio, n.º 1211 - julio 2014

Título original: At Your Service, Jack

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español en 2003

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-4675-3

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo Uno

 

Con el bolso colgando de la mano, Frederica Imogen Elliot ascendió con cuidado los escalones cubiertos de hielo que conducían a la puerta de roble de la entrada. Por muy a la moda que estuvieran, no había sido una buena idea ponerse aquellas botas de cocodrilo. No, no era el calzado más apropiado para caminar por las calles de Toronto, resbalosas como estaban en el mes de marzo. Además, había comenzado a nevar y se había levantado una auténtica ventisca. Al menos con el sombrero había acertado, ya que impedía que le entrara la nieve en los ojos.

Al llegar a la puerta, lo primero que vio fue una aldaba de bronce con forma de la cabeza de un león mordiendo una anilla. Freddi la agarró y golpeó tres veces en la puerta, para comprobar con frustración, al mirar a la izquierda, que allí había un timbre. Iban a pensar que era tonta.

Sin embargo, al cabo de unos segundos la puerta se abrió y apareció un hombre con un tatuaje y barba de un día. «¡Dios mío!, pensó Freddi dando un respingo, ¿dónde me he metido?». Era sorprendentemente alto, y esa ropa... Llevaba una camiseta de tirantes por donde asomaba su pecho peludo, unos pantalones de chándal... ¡Qué tipo tan desaliñado! ¡Si hasta llevaba una bandana! Aquel trabajo iba a ser mucho más difícil de lo que había imaginado.

–Buenas tardes –comenzó a decir cuando logró recuperar el habla–. ¿El señor Carlisle? Soy Freddi Elliot y...

–Lo siento –la cortó él con aspereza–, no puedo atenderla ahora –y le cerró la puerta en las narices.

¡Qué tipo tan grosero! Si no hubiera estado literalmente desesperada por conseguir un trabajo, habría dado media vuelta y habría regresado al Reino Unido. Decidida a no dejarse intimidar, apretó el timbre con fuerza. La puerta volvió a abrirse. Las oscuras cejas del hombre se fruncieron al verla de nuevo.

–Le he dicho que se marche.

Viendo que iba a volver a cerrar la puerta, Freddi puso una mano en la jamba para impedírselo.

–¡Espere un minuto! –exclamó. Su voz sonó casi como un chillido–. Estaba citada con usted.

–¿Ah, sí? –inquirió él, perplejo, abriendo un poco más la puerta–. Debe de haberse equivocado –cruzó los brazos sobre el ancho tórax–. La mujer a la que estoy esperando es alta y rubia, lo especifiqué bien claro, y obviamente usted no se ajusta a esa descripción –dijo mirándola impertinentemente de arriba abajo. Miró su reloj de pulsera y añadió–. Y si fuera usted la persona que la agencia iba a enviarme, llega una hora antes de lo previsto.

–¿Cómo?¡Esta es la hora que me dijeron a mí! –protestó Freddi–: ¿Y qué tienen que ver el color de mi pelo y mi altura?

–Porque así es como me gustan a mí las mujeres –dijo él esbozando una sonrisa provocadora–, así que, si no le importa quitar la mano, voy a cerrar la puerta.

Ella estaba tan atónita que no podía hacer otra cosa que parpadear incrédula, pero aun así obedeció la orden de un modo automático, y él volvió a cerrar la puerta. Freddi se quedó allí de pie mirando aquella barrera. Parecía que el destino se divertía poniendo obstáculos en su camino; no le bastaba con que estuviera sin un céntimo, sin coche y sin casa. ¡No, no podía darse por vencida! Armándose de valor apretó otra vez el timbre, y unos segundos después reapareció el hombre malencarado para el que se suponía iba a trabajar.

–¿Cuál es su problema, señorita? –le preguntó, visiblemente irritado ante su insistencia.

–¿Mi problema? –repitió ella exasperada–. ¡Es usted quien tiene un problema! ¿Acaso necesita que su mayordomo sea rubia platino y mida un metro setenta?

Esa vez fue él quien se quedó mirándola de hito en hito. Freddi resopló y contuvo las lágrimas de rabia.

–Creo que será mejor que vuelva a subir al taxi y regrese al aeropuerto –le dijo girando sobre sus talones.

–¿Ha dicho «mayordomo»?

El tono de extrañeza en su voz la hizo girarse de nuevo hacia él.

–Sí –respondió. Había sido una eficiente secretaria durante años, pero su salario era muy modesto y, para colmo, Simon, su ex-prometido, la había dejado ahogada en las deudas, así que, cuando su amiga Tabitha, hermana de este, que llevaba una agencia de servicio doméstico, le ofreció aquel empleo, aceptó sin dudar. Además, por las circunstancias en que se había criado, conocía bien las tareas de un mayordomo–. Soy Freddi Elliot, y la agencia me manda para que sea su mayordomo, pero si se empeña en no entrevistarme siquiera, lo menos que podría hacer sería darme algo de dinero para pagar al taxista; dudo que acepte mi Visa –y, aunque la aceptara, añadió para sí, podría meterse en problemas, ya que estaba sin fondos.

Él se quedó callado un buen rato, y mientras la nieve se acumulaba en los hombros de su chaqueta, el ánimo de Freddi comenzó a vacilar de nuevo. ¿Por qué insistir? Aquel tipo parecía demasiado obtuso, demasiado maleducado como para soportarlo durante tres meses. No estaba tan desesperada. Bueno, sí lo estaba, pero encontraría otra cosa. Se dio media vuelta, pero no había bajado ni dos escalones y medio cuando la voz del señor Odioso la llamó:

–¡Espere!

Freddi trató de detenerse, pero la suela de su bota resbaló sobre el escalón y se encontró de repente sentada con el trasero en el hielo. El hombre fue a su lado y la ayudó a levantarse. Freddi observó disgustada que estaba conteniendo una sonrisita maliciosa.

–Espere, creo que ya comprendo. ¿Cómo ha dicho que se llama?

–Freddi Elliot, su mayordomo... Si es que usted es Jack Carlisle, claro está.

–Pero se suponía que iban a enviar a un hombre –replicó él confuso, sin escucharla.

Ella enarcó las cejas y le dedicó una mirada lo más desdeñosa posible.

–Eso se llama «discriminación laboral» –le advirtió aferrándose a su última esperanza–; no puede usted negarme el puesto solo porque sea una mujer. Va contra la ley –tantas horas de vuelo para encontrarse con un estúpido machista...

Pero entonces, sin previo aviso, él la agarró del brazo y la llevó de nuevo hacia la puerta diciéndole:

–Será mejor que pase dentro para que arreglemos este asunto.

En ese momento Freddi se fijó en que él llevaba los pies descalzos. ¿Cómo podía ir descalzo y en camiseta de tirantes con el frío que hacía? Sin embargo, al acceder al interior de la vivienda se desveló el misterio. Al contrario que la mansión familiar en la que se había criado, tan enorme que resultaba difícil de calentar, en el hogar del señor Carlisle, una casa de tres plantas, hacía bastante calor.

Freddi lo siguió hasta el salón, donde él, más que sentarse, se dejó caer en una sillón de orejas, cruzó los pies sobre la mesita que había delante, y se quedó mirando el fuego que ardía en la chimenea. Decir que no era educado era decir poco. No solo no le había sugerido que se quitara el sombrero y el abrigo, sino que tampoco la había invitado a sentarse.

Freddi se sentó por su cuenta en el sofá de cuero que había al otro lado de la mesita y se quedó callada mirando a su desaliñado, desconsiderado y futurible patrón. Sin embargo, hundida en el blando asiento, sintió que el sueño, el cansancio del vuelo y el calor del fuego empezaban a hacer que los párpados le pesaran increíblemente.

 

 

Cuando Jack Carlisle levantó al fin la vista, se encontró con que la joven se había quedado dormida. Resopló y se restregó una mano por el rostro. ¡Lo que faltaba!, ¡menuda situación! Aquello no era en absoluto lo que había esperado. Fue hasta el mueble bar y extrajo una botella de whisky y un vaso. Se sirvió con generosidad y añadió un par de hielos de la neverita del bar. Se llevó el vaso a los labios y tomó un trago, saboreando la bebida y dejando que se deslizara, quemando, por su garganta.

Era todo culpa de su prima Tabitha, a quien había llamado unas semanas atrás para pedirle capital.

–¿Para qué lo quieres? –le había preguntado ella.

–He descubierto un nuevo método para alear metales y creo que puedo desarrollar toda una serie de aplicaciones que...

–¿Y qué ha pasado con tus otros inversores?

–Nadie quiere arriesgarse ahora que la economía está tan mal.

–¿Y has probado con el tío Avery?

–Ya lo creo que he probado –había respondido él con un suspiro–. El viejo dice que tiene sus reservas. Estoy pendiente de que me dé una respuesta definitiva.

Lo que no había añadido era que, según parecía, su primo Simon, hermano de Tabitha, había estado poniendo al tío Avery en su contra, quejándose de sus malos modales, de su poco refinamiento y de su incapacidad para sentar la cabeza.

Simon, en cambio, era el ojito derecho del viejo. Recientemente lo había nombrado gerente del departamento internacional de marketing de la empresa familiar, que fabricaba máquinas y utensilios para la extracción de rocas y metales de las minas. El tío Avery le había dicho que una de sus condiciones para financiar su proyecto era que encontrase una mujer que proviniese de un entorno adecuado, y se casase con ella. Una buena esposa era una ventaja tremenda en la vida, le había dicho.

Así pues, Jack tenía que buscar a alguien que lo instruyera en las nociones básicas de la etiqueta, y aportara una cierta distinción y organización a su vida de soltero. De no hacerlo, podía decirle adiós al dinero.

Fue entonces cuando Tabby le sugirió que contratara a un mayordomo, una persona que lo supiese todo sobre el protocolo, alguien que pudiera aligerar algunas presiones de su ajetreada vida; alguien que, en definitiva, lo pusiera firme. Y ella conocía a la persona perfecta, le había dicho.

Jack había estado rumiando un tiempo la oferta, y finalmente había decidido probar.

–Estupendo –le había contestado su prima cuando se lo comunicó–. Solo hay un pequeño inconveniente. La persona que...

–Es igual, Tabby –la había interrumpido él–, mándame un e-mail con las condiciones de empleo, el nombre y la fecha y hora en que llegará.

–Pero Jack, es que hay algo que...

–No, no, déjalo. Estoy decidido, seguro que resultará muy bien. Si la persona a la que has escogido puede ayudarme, no se hable más.

–Está bien –había respondido ella insegura–. Entonces te mandaré el contrato por fax para que lo firmes.

Únicamente entonces, con aquella joven dormida en su sofá, Jack comprendió lo que había ocurrido. Tabitha había escrito mal el nombre en el contrato; había puesto Freddy, el diminutivo masculino de Frederic, y él había creído lógicamente que se trataba de un hombre. ¡Un «pequeño» inconveniente!

Sin embargo, con o sin «mayordomo-educador», ya fuera hombre o mujer, aquello no resolvía la otra parte del problema, el requerimiento de su tío Avery de que encontrara una esposa. ¡Como si cayeran de los árboles! Jack trabajaba a jornada completa para Quaxel, la filial de la empresa familiar que su padre había fundado en Canadá, y por la noche se dedicaba al producto innovador que estaba diseñando, así que no socializaba demasiado. Durante sus años de universidad había salido con varias chicas, nada serio, y, aunque poco después había conocido a Clare y habían estado juntos tres años, a ella le ofrecieron un trabajo en la costa oeste y se había marchado. No había habido resentimiento por ninguna de las dos partes. De algún modo implícito, sabían que, a pesar de que se sentían bien al lado del otro, no había amor por medio.

La hermana de Jack, al enterarse del brete en que se hallaba con el tío Avery, le había arreglado ya algunas citas con conocidas suyas, pero cada una había resultado más embarazosa que la anterior. Finalmente, Jack había decidido buscar la ayuda de los «profesionales», y se había puesto en contacto con la agencia matrimonial más exclusiva de la ciudad con la esperanza de dar con una mujer que satisficiera los requisitos de su tío y, a ser posible, también los suyos.

Fue junto al sofá de cuero y se quedó allí de pie, mirando a la joven dormida. El ridículo sombrero que llevaba se había caído de su cabeza y descansaba en la alfombra. ¿Qué iba a hacer? La cita que le había preparado la agencia llegaría de un momento a otro, y allí estaba, con una desconocida dormida en su sofá.

Capítulo Dos

 

De pronto el timbre sonó.

–¡Estupendo! –refunfuñó Jack entre dientes, levantándose. Sin embargo, al abrir la puerta, se encontró con un hombre con un par de maletas.

–Disculpe. La señorita que entró hace un rato me dijo que la esperara –balbució–, pero ya no puedo seguir... –el final de la frase se vio ahogado entre bocinazos impacientes de los conductores que estaban atascados en la calle.

Jack comprendió que era el taxista de la joven. Lo había olvidado. Le preguntó cuánto le debía y Jack, extrayendo una ajada billetera del bolsillo de sus pantalones de chándal, le pagó añadiendo una propina por las molestias.

–Vaya, gracias, señor –dijo el hombre sonriendo–. Ahí le dejo el equipaje de la señorita –y se marchó.

Jack agarró las dos maletas, que pesaban como si llevaran ladrillos, las metió en la casa, dejándolas en el vestíbulo, y regresó al salón.

La joven, en medio de sus sueños, se había acomodado aún más en el sofá, medio tumbada sobre el brazo de este, con una mano metida bajo la pálida mejilla y un mechón de cabello casi negro cayéndole sobre la frente. Jack nunca había visto un peinado tan poco ortodoxo. Era como si le hubieran cortado el cabello a bocados. Muy moderno, sin duda, pero a él le gustaban las mujeres de pelo largo y rubio.

Apartando de su mente aquellos pensamientos ridículos, se centró en el problema que lo ocupaba. Lo cierto era que, aunque fuera una mujer, también era un mayordomo, y él ya había firmado el contrato y se lo había enviado a Tabitha. La única opción posible era mostrarse tan desagradable con ella que le hiciera querer dimitir.

El timbre volvió a sonar. Esa sí debía de ser su cita. ¡Pero no podía recibirla con aquella chica en el sofá! Tendría que llevarla arriba, y rápido. Se agachó y la alzó en sus brazos con dificultad. A pesar de su frágil apariencia pesaba bastante. Después de todo, tal vez tuviera incluso la fuerza suficiente para acarrear una bandeja cargada, se dijo divertido. De pronto su mente conjuró una imagen de aquella joven flacucha vestida con uno de esos sugerentes uniformes de doncella. «Basta, Jack, se ordenó mentalmente. Esto me pasa por llevar tanto tiempo sin salir con una mujer».

Cuando estaba a mitad de la escalera de caracol, el timbre volvió a sonar. Jack se detuvo sin saber qué hacer. No podía dejar a la joven en la escalera; su cita tendría que esperar.

Jack acabó de subir las escaleras y entró con Freddi en brazos a la habitación de invitados, decorada especialmente para el mayordomo que esperaba, en tonos beige y marrones. La diseñadora le había dicho que, sin duda, un mayordomo británico apreciaría dormir en un cuarto que imitaba el color del té.

Depositó a Freddi sobre la cama, pero esta no se despertó, ni siquiera cuando le sacó aquellas ridículas botas de cocodrilo. Parecía una muñeca de trapo. Después procedió a quitarle el abrigo. No podía dejárselo puesto, mojado como estaba por la nieve. Agarró una manga y empezó a tirar de ella. La puso de lado y le levantó ligeramente el tronco para facilitarse la tarea. Había visto a su hermana hacerlo con su bebé varias veces. Sin embargo, al contrario que su sobrina Kim, Freddi era una mujer adulta, y bien desarrollada como pudo comprobar al alzarle la espalda y advertir la curva de sus senos a solo unos centímetros de su barbilla. Estaba empezando a sentirse mareado por su perfume cuando el timbre sonó una vez más.

Más por evitar hacer una estupidez que por la cita, salió a todo correr de la habitación y bajó las escaleras. Cuando cruzaba el salón tropezó con el sombrero de Freddi y, maldiciéndolo, lo recogió y se levantó retomando la carrera, rogando por que la dama que lo esperaba no estuviera muy irritada. Sin embargo, cuando al fin abrió la puerta no vio nada excepto un remolino de nieve. Volvió a maldecir de frustración.

Echó un vistazo calle arriba y abajo, pero su cita debía de haberse marchado hacía rato. Cerró la puerta y, tras darle vueltas pensativo al sombrero, lo echó sobre las maletas de Freddi. Llamó al restaurante para cancelar la reserva, y a continuación hizo un pedido a la pizzería más cercana.

Unos minutos después estaba sentado en el salón engullendo su pizza y dándole vueltas al problema que tenía en el piso de arriba. Tenía que hallar el modo de deshacerse de la joven. Entonces se acordó de la última vez que había estado en casa de su hermana Louise, haciendo de niñera de su sobrina Kimmie. Le había estado leyendo un cuento en el que el héroe tenía que completar tres tareas. ¡Eso es!, se dijo, le pondría a aquella joven tres tareas tan difíciles que captaría el mensaje y tiraría la toalla. Lo único que le faltaba era dar con esas tareas.

De pronto le llegó la inspiración. Ya sabía cuál sería la primera, y en el estado que estaba la cocina y el frigorífico le sería ciertamente difícil, muy difícil cumplirla, pensó sonriendo con malicia. Subió a su despacho, la escribió en una hoja de papel y fue a la habitación de invitados. Freddi seguía dormida.

Jack miró en derredor preguntándose dónde podría dejar la nota para que la viera al despertarse. Finalmente decidió colocarla apoyada en una fotografía de la Torre de Londres sobre la cómoda. El diseñador había insistido en aquel detalle absurdo diciendo que haría que el mayordomo se sintiera como en casa. Jack salió del cuarto en silencio. Sería interesante ver cómo reaccionaría la joven ante su insolente petición.

 

 

Freddi se despertó en medio de la noche y se bajó de la cama. En su apartamento de Hampstead el baño estaba justo al otro lado del pasillo al salir de la habitación, por lo que, medio dormida como estaba, sin recordar en ese momento dónde se encontraba, salió de la habitación en la oscuridad. Curiosamente, en la casa de Jack el cuarto de baño estaba exactamente en el mismo sitio. Freddi entró sin encender la luz, como solía hacer en su apartamento, y advirtió extrañada que aún tenía la ropa puesta, así que se desvistió, dejándola tirada en el suelo; tras aliviarse, salió de nuevo tanteando en la oscuridad. Su mano encontró un pomo. ¡Qué idiota!, ¿por qué habría cerrado la puerta del cuarto? Giró el pomo, entró y se deslizó dentro de la cama.

Minutos después, cuando estaba cayendo ya en los brazos de Morfeo tuvo la vaga sensación de que un cálido cuerpo masculino se acurrucaba detrás de su espalda. ¡Qué sueño tan agradable! Freddi se apretó contra aquella calidez. Una pesada mano se deslizó alrededor de su cintura y ascendió, cerrándose los dedos en torno a su seno. Freddi gimió suavemente, y notó la presión de cierta parte del cuerpo masculino contra sus muslos.

Con languidez, la joven estiró las piernas y se dio la vuelta. Le pareció que su cuerpo estaba en llamas, y después sintió como si estuviera fundiéndose en aquel maravilloso calor. Alzó los brazos y acarició el musculoso tórax, apretándose contra él. El hombre respondió besándola y mordisqueándola en el cuello. Cada beso provocaba una especie de pequeña descarga eléctrica por todo su cuerpo. Era increíble. Nunca había tenido un sueño como aquel. Agarró la firme barbilla y devoró su boca con un beso profundo y hambriento. ¡Dios, qué bien sabía! Los labios eran suaves como la seda, y el interior de la boca tenía una textura distinta, más sabrosa, más explosiva.

Y su cuerpo... Era perfecto, era como Adonis personificado. Freddi quería más, y aquel hombre de sus sueños parecía dispuesto a cooperar. Cuando el beso terminó al fin, la joven suspiró de puro placer, y lo escuchó a él gemir. De pronto una serie de olores penetraron sus fosas nasales poniéndola en alerta: humo de chimenea, whisky y cierta colonia que... ¡Eau de Carlisle! Freddi abrió los ojos al instante y dejó de respirar. ¡Estaba en la cama de su jefe!

Durante unos segundos se quedó allí traspuesta, sin saber qué hacer. Aunque todavía podía sentirlo contra sus muslos, le pareció que el señor Carlisle estaba más dormido que despierto. Se quedó escuchando. Sí, por la respiración acompasada parecía que estaba dormido. Lo cual significaba que era su oportunidad de salir de allí.

Con mucho cuidado, deslizó una pierna fuera de la cama, y luego, con igual cuidado, la otra. Sin embargo, de pronto uno de los fuertes brazos de él la agarró por la cintura y la atrajo contra sí en un ardiente abrazo. Durante al menos tres segundos Freddi fue incapaz de reaccionar, atrapada por las sensaciones que la estaban invadiendo, pero su cerebro insistió en que debía darse a la retirada. Se deslizó hacia abajo con muchísimo sigilo, hasta los pies de la cama y se deslizó fuera de ella. Ignorando los murmullos descontentos del señor Carlisle salió a toda prisa de la habitación cerrando la puerta tras de sí y no paró hasta llegar al otro cuarto.

Temblando y confusa, cerró la puerta de la habitación de invitados y se quedó apoyada contra ella, mirando a la oscuridad. Tanteó con la mano por la pared hasta encontrar el interruptor y encendió la luz. Paseó la mirada por la habitación, cuya decoración parecía sacada de una tienda de souvenirs británicos de lo más horteras.

Freddi fue de puntillas hasta la cómoda al advertir un papel y lo leyó:

 

Señorita Elliot: Espero el desayuno en la cama mañana a las 7:00.

Capítulo Tres

 

Autoritaria y grosera, sí, no había duda de que aquella nota era del señor Jack Carlisle. Bueno, ya se encargaría de eso por la mañana. Por el momento lo que necesitaba era dormir. Se metió bajo el edredón, se acurrucó y cerró los ojos. Sin embargo, aunque trataba de conjurar el sueño, una vocecilla se empeñaba en recordarle ciertos aspectos bastante seductores de su nuevo jefe. Freddi trató de ignorar aquella vocecilla descarada, de olvidar cómo había vibrado su cuerpo ante su proximidad, cómo casi se había lanzado sobre él.