{Portada}

Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2010 Helen Conrad. Todos los derechos reservados.

UN GRAN PASO, N.º 57 - julio 2011

Título original: Secret Prince, Instant Daddy!

Publicada originalmente por Mills and Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2011

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Julia son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ es marca registrada por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9000-652-8

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Inhalt

CAPITULO 1

CAPITULO 2

CAPITULO 3

CAPITULO 4

CAPITULO 5

CAPITULO 6

CAPITULO 7

CAPITULO 8

CAPITULO 9

CAPITULO 10

Promoción

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Portada Boda con el hombre perfecto

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CAPÍTULO 1

EL PRÍNCIPE Darius Marten Constantijn, de la casa real de Ambria, depuesto y viviendo oculto bajo la identidad de David Dykstra, tenía el sueño bastante ligero. Normalmente, el menor ruido bastaba para que se pusiera en pie de un salto y recorriera silencioso el lujoso ático, pistola en mano, dispuesto a defender su intimidad, y su vida.

El temor de que su vida estuviera en peligro no era descabellado. Al pertenecer a una monarquía depuesta, su mera existencia suponía un desafío constante para el sanguinario régimen que controlaba su país.

Pero aquella noche su instinto de conservación estaba algo dormido. Había celebrado una fiesta para quince miembros de la juerguista alta sociedad londinense, los cuales se habían quedado hasta muy tarde, y había bebido demasiado.

De modo que cuando oyó llorar al bebé, al principio pensó que debía de ser una alucinación.

–Bebés –murmuró mientras esperaba a que la habitación dejara de dar vueltas antes de abrir los ojos–. ¿Por qué no se limitarán a sufrir en silencio?

El llanto se interrumpió bruscamente, pero ya se había despertado del todo. Hizo un esfuerzo por oír. Debía de haber sido un sueño. No había ningún bebé allí. No podía haberlo. Aquél era un edificio para adultos, de eso estaba seguro.

–No se admiten niños –murmuró mientras cerraba los ojos y empezaba a dormirse de nuevo–. Verboten.

Sin embargo el pequeño transgresor volvió a manifestarse. No fue más que un gemido, pero no le cupo ninguna duda de que era real.

Aun así, en su estado de aturdimiento, necesitó unos minutos para juntar todas las piezas, y seguía sin tener sentido. Era imposible que hubiera un bebé en su apartamento. Si alguno de los invitados de la noche anterior hubiera llevado uno, se habría dado cuenta. Y si esa persona se hubiera olvidado del bebé, ¿no habría vuelto a por él?

Intentó desterrar de su cerebro todo aquello para volver a dormirse. Sin embargo le resultó imposible. Su mente estaba lo bastante despierta como para sentirse preocupado. Jamás conseguiría volver a dormirse sin asegurarse antes de estar en un domicilio sin bebés.

Soltó un gruñido y saltó de la cama. Se puso unos vaqueros que encontró junto a la silla y empezó a recorrer las habitaciones del ático mientras se preguntaba malhumorado por qué había alquilado un sitio con tantas habitaciones. El salón estaba lleno de servilletas de papel y copas vacía. Había despedido al catering a medianoche. Craso error, pero, ¿quién se habría figurado que los invitados permanecerían hasta las tres de la mañana? De todos modos, la asistenta llegaría en unas horas y lo dejaría todo reluciente.

–No habrá más fiestas –se prometió mientras reanudaba la búsqueda–. A partir de ahora sólo asistiré a fiestas en casa de los demás. Conservaré mis fuentes de información y dejaré que otros carguen con los inconvenientes.

Sin embargo, antes de regresar a la cama tenía un apartamento que registrar.

Y entonces encontró al bebé.

Al abrir la puerta del despacho, lo vio dormido en el interior de un cajón que hacía las veces de cuna. Tenía la boquita abierta y las redondas mejillas se hinchaban con cada respiración. Era una monada, pero no lo había visto en su vida.

Mientras contemplaba al bebé, éste dio un respingo y sus bracitos regordetes se dispararon hacia arriba antes de volver a caer. Sin embargo no se despertó. Llevaba un trajecito rosa arrugado y sucio, pero parecía estar cómodo. Los bebés dormidos estaban muy bien. Sin embargo no ocurría lo mismo cuando despertaban. La idea le provocó un estremecimiento.

Resultaba bastante irritante encontrarte en tu casa un bebé que no había sido invitado. No le costó mucho imaginarse quién podría ser el responsable de aquello: la rubia de largas piernas tumbada en el sofá con bastante poca elegancia. A ella tampoco la había visto en su vida.

–¿Qué demonios pasa aquí? –se preguntó en voz baja.

Ni el bebé ni la rubia se movieron, ni había sido su intención despertarles. Necesitaba unos minutos más para asimilar la situación, analizarla y tomar alguna decisión coherente. Su instinto de conservación estaba en alerta. Estaba bastante seguro de que aquello debía tener algo que ver con su regio pasado, con la historia de la rebelión y con el precario e incierto futuro.

Peor. Tenía la fuerte sensación de que aquello le iba a suponer una amenaza, quizás incluso la amenaza que había esperado durante casi toda su vida.

David estaba completamente despierto. Tenía que pensar en algo rápidamente y tomar una decisión juiciosa. Recorrió el cuerpo de la rubia con la mirada y, a pesar de las sospechas que le despertaba, también le provocó un ligero estremecimiento de atracción. Las piernas separadas, de manera muy poco elegante, como las patas de un potrillo que aún no se ha puesto en pie, eran bien torneadas; y la falda estaba subida, mostrando claramente las atractivas extremidades. A pesar de todo, la rubia consiguió su aprobación.

Tenía casi todo el rostro oculto por una mata de rizos y el cuerpo cubierto por un grueso jersey marrón. No parecía tan joven como aparentaba por la descuidada postura y había algo enternecedor en su aspecto. Esa mujer tenía un atractivo que, en otras circunstancias, le habría arrancado una sonrisa.

Frunció el ceño y posó su mirada en esa deliciosa oreja adornada con un diminuto pendiente que le resultaba extrañamente familiar. Mirándolo más de cerca comprobó que era una reproducción del escudo de armas de Ambria, el escudo de armas de la depuesta familia real a la que él pertenecía.

El corazón empezó a latirle con fuerza mientras la adrenalina lo inundaba todo y se lamentó de no llevar encima la pistola de la que normalmente no se desprendía en toda la noche. Sólo unas pocas y escogidas personas conocían su conexión con Ambria, y su vida dependía de que el secreto se mantuviera.

¿Quién demonios sería esa mujer?

Tenía que saberlo.

–Eh, despierte.

Ayme Negri Sommers se acurrucó en el sofá e intentó ignorar la mano que la sacudía por el hombro. Cada molécula de su cuerpo se resistía a la llamada de atención. Después de los dos últimos días que había pasado, sólo quería dormir.

–Venga –el hombre la sacudió con más fuerza–. Tengo algunas preguntas que hacerle.

–Después –murmuró ella con la esperanza de que se marchara–. Más tarde, por favor.

–Ahora –él volvió a agitarle el hombro–. ¿Me oye?

–¿Ya es de día? –Ayme le había oído perfectamente, pero sus ojos se negaban a abrirse.

–¿Quién es usted? –rugió el hombre sin contestar a su pregunta–. ¿Qué hace aquí?

Estaba claro que no se iba a marchar. Tendría que hablar con él por mucho que le horrorizara. Tenía la sensación de tener los ojos llenos de arena y no estaba segura de poder abrirlos aunque, de algún modo, lo consiguió. Hizo una mueca ante la luz que entraba por la puerta abierta y levantó la vista hacia el hombre de pie junto a ella.

–Si me permite dormir una horita más, podremos discutir este asunto de manera racional –propuso con una ligera esperanza–. Estoy muy cansada. Apenas soy persona.

Era, por supuesto, mentira. A pesar de lo mal que se encontraba, experimentaba ante ese hombre sensaciones que no sólo podrían calificarse como humanas, sino sobre todo como típicamente femeninas. Reaccionaba al ridículo hecho de que era atractivo. Los oscuros y sedosos cabellos caían sobre su frente. Tenía unos penetrantes ojos azules y lucía unos anchos hombros y un atlético torso, que mostraba desnudo.

¡Impresionante!

Ya lo había visto antes, pero a más distancia, y completamente vestido. Definitivamente, de cerca y medio desnudo estaba mucho mejor. En otras circunstancias estaría sonriendo.

Sin embargo la ocasión no era propicia para sonrisas. Iba a tener que explicarle lo que hacía en su casa, y no iba a resultarle sencillo. Intentó sentarse e hizo un torpe amago por controlar los indómitos cabellos con las manos. Y todo ello mientras pensaba en la manera de abordar el tema que le había llevado hasta allí. Tenía la sensación de que aquello no iba a gustarle, de modo que lo mejor sería soltarlo sin más y esperar lo mejor.

–Podrá dormir todo lo que quiera en cuanto regrese al lugar al que pertenece –decía secamente el hombre–. Y si de algo estoy seguro es de que ese lugar no está aquí.

–En eso se equivoca –contestó ella con voz triste–. Desgraciadamente, tengo un motivo para estar aquí.

El bebé, Cici, murmuró en sueños y ambos se quedaron helados contemplándola durante unos instantes. Sin embargo, la pequeña volvió a dormirse profundamente y Ayme suspiró aliviada.

–Si despierta al bebé, tendrá que ocuparse de ella –susurró–. Yo estoy aturdida.

El hombre siseaba, al menos eso le parecía, aunque en esos momentos su capacidad de juicio estaba muy mermada. A lo mejor estaba soltando juramentos en voz baja. Seguramente sería eso. En cualquier caso, no parecía complacido.

–Escuche –ella suspiró y dejó caer los hombros–. Sé que no está en su mejor forma tampoco. Le vi al llegar. Era más que evidente que se había divertido demasiado en la fiesta. Por eso ni me molesté en intentar hablarle. Necesita dormir tanto como yo –arrugó la nariz y lo miró con gesto esperanzado–. Podríamos firmar una tregua por el momento y luego ya…

–No.

–¿No? –ella suspiró y echó la cabeza hacia atrás.

–No.

–Muy bien –hizo una mueca–. Si insiste… pero le advierto: apenas soy capaz de hilar una frase. Balbuceo incoherencias. Hace días que no duermo como es debido.

El hombre seguía de pie, imperturbable, con las fuertes manos apoyadas en las firmes caderas. Los desgastados vaqueros eran de talle bajo y dejaban al descubierto un vientre plano y el ombligo más sexy que hubiera visto jamás. Se lo quedó mirando fijamente con la esperanza de que su impaciencia se amortiguara.

No funcionó.

–Sus hábitos de sueño no son de mi incumbencia –contestó fríamente–. No me interesan. Sólo quiero que se largue de aquí y vuelva al lugar del que vino.

–Lo siento –ella sacudió la cabeza–. Imposible. El vuelo en el que vinimos abandonó Zúrich hace siglos –echó una ojeada al bebé, que dormía tranquilamente en el cajón–. Se pasó casi todo el viaje llorando. Desde Texas –levantó la vista en busca de un poco de aprobación, pero no la encontró, ante lo cual buscó en su mirada al menos un ligero rastro de compasión–. ¿Sabe a qué me refiero?

–¿Vino directamente desde Texas? –él fruncía el ceño en un intento de aclarar aquello. –Bueno, no exactamente. Cambiamos de avión en Nueva York. –¿Texas? –repitió él como si no pudiera creérselo.

–Texas –repitió ella en un susurro antes de añadir–, ya sabe, el estado de la estrella solitaria. El grandote, al lado de México.

–Ya sé dónde está Texas –protestó él con impaciencia.

–Me alegro. Los de allí somos un poco sensibles con ese tema.

–Desde luego suena como una americana –él sacudió la cabeza y la miró perplejo.

–Claro –ella se encogió de hombros y lo miró con expresión de inocencia–. ¿Cómo si no?

El hombre miraba fijamente sus pendientes y ella se tocó uno instintivamente sin comprender el interés que pudieran tener. Era lo único que le quedaba de su madre biológica y no se los quitaba nunca. Sabía que sus padres biológicos habían sido originarios de la diminuta isla estado de Ambria, al igual que su familia adoptiva, pero de eso hacía muchos años. Ambria y sus problemas apenas habían sido relevantes para ella.

Y de repente recordó que la conexión con Ambria era precisamente lo que le había llevado hasta allí. Lógico que ese hombre se hubiera fijado en los pendientes. Aun así, algo en la intensidad de su interés por ellos le hacía sentirse incómoda. Lo mejor sería volver a hablar de Cici.

–Como iba diciendo, no le gusta viajar y se ocupó de que todos en el avión lo supieran –gimoteó al recordarlo–. Me odiaban. Fue un auténtico infierno. ¿Por qué tendrá la gente hijos?

–No lo sé –él abrió los ojos desmesuradamente–. Dígamelo usted.

–Oh…

Tragó saliva. Aquello había sido un error. No podía permitirse una metedura de pata como ésa. Ese hombre había dado por hecho que era la madre del bebé, y eso era precisamente lo que quería hacerle creer, al menos de momento. Debía tener más cuidado.

Deseó ser mejor actriz, pero incluso una profesional habría podido cometer un desliz. Después de todo por lo que había pasado la semana anterior, lo normal sería que a esas alturas llevara una camisa de fuerza.

Hacía tan solo unos días había sido una joven abogada miembro de una pequeña firma especializada en leyes de inmigración. Y de repente el mundo se había abierto bajo sus pies. Le habían sucedido cosas sobre las que ni se atrevía a pensar por miedo a perder la cabeza. Cosas a las que tendría que terminar por enfrentarse, pero aún no.

Aun así, temía que nada volviera a ser igual. Se encontraba en medio de una pesadilla y con muy pocas opciones. Podía rendirse, meterse en la cama y dormir hasta que acabara, o podía hacerse cargo de lo que quedaba de su familia y llevar al bebé Cici al lugar al que pertenecía.

La respuesta era evidente, por supuesto. Siempre había hecho lo que se esperaba de ella, lo más responsable. Enseguida había elegido la segunda opción y en esos momentos se encontraba siguiendo la senda que ella misma se había trazado.

Una vez cumplida su misión, respiraría aliviada, regresaría a Texas e intentaría recomponer su vida. Y ése sería el momento de enfrentarse a lo sucedido y decidir cómo proseguir tras haberlo perdido todo. Pero hasta que llegara ese momento, y por el bien de la diminuta vida que protegía, debía mantenerse fuerte y firme, por muchas dificultades que encontrara.

Y eso implicaba mentir, lo cual iba en contra de su naturaleza. Era la clase de persona que contaba su vida a cualquiera, pero debía reprimir ese impulso, reprimir sus inclinaciones naturales y mentir.

No resultaría sencillo. Era una mentira dolorosa. Tenía que hacer creer al mundo que Cici era su bebé. Hacía menos de un año que era abogada, pero sabía un par de cosas y una de ellas era que todo su plan podría venirse abajo si averiguaran que Cici no era suya, y también que no tenía derecho a arrastrarla por medio mundo de esa manera. Los trabajadores sociales intervendrían y los burócratas también. Le arrebatarían a Cici y a saber qué cosas horribles podrían sucederle.

A pesar de todo, amaba a esa criatura. Pero aunque no hubiera sido así, habría hecho cualquier cosa por el bebé de Samantha.

–Bueno, ya sabe a qué me refiero –intentó arreglarlo.

–Me importa muy poco a qué se refiera –contestó él con impaciencia–. Lo que quiero saber es cómo entró. Y quiero saber qué demonios se ha creído que hace aquí –los ojos azules se oscurecieron–. Pero, sobre todo, quiero que se marche.

–De acuerdo –ella hizo una mueca. No podía culparle por ello–. Intentaré explicarlo. ¿Eso que había asomado a su atractivo rostro era desdén?

–Soy todo oídos.

Reconoció el sarcasmo. Seguramente no le había caído muy bien. Era una mala suerte. Normalmente gustaba a todo el mundo de inmediato y no estaba acostumbrada a esa hostilidad. Suspiró, demasiado cansada para hacer nada al respecto y se fijó en sus orejas.

Eran muy bonitas y estaban pegadas a la cabeza. Durante un instante las admiró. Ese tipo estaba muy bien, tuvo que admitir. Por desgracia, siempre se sentía como una desgarbada y torpe adolescente ante hombres como él. Era una mujer alta, casi un metro ochenta y dos, y lo había sido desde la pubertad. Los años de instituto habían sido incómodos ya que fue más alta que la mayoría de los chicos hasta el último año. La gente afirmaba que su aspecto presente era grácil y hermoso, pero ella seguía sintiéndose como la chica torpe que era más alta que los demás.

–De acuerdo.

Ayme se puso en pie y empezó a pasear por la habitación. ¿Por dónde empezar? Había pensado que todo resultaría mucho más sencillo. El problema era que no sabía qué información exigiría un hombre como ése. Había actuado por instinto, agarrando a Cici y tomando el primer vuelo a Londres. Había sido el pánico, supuso, pero dadas las circunstancias era comprensible. Había hecho lo único que se le había ocurrido.

Cerró los ojos y respiró hondo. Había acudido al apartamento de ese hombre por un motivo. ¿Cuál? Ah, sí. Alguien le había dicho que él podría ayudarla a encontrar al padre de Cici.

–¿Recuerda a una chica llamada Samantha? –preguntó con voz temblorosa. Le iba a costar un enorme esfuerzo no echarse a llorar–. Pequeña, guapa, rubia, que siempre llevaba un montón de pulseras…

Él basculó ligeramente. Parecía a punto de perder la paciencia. Tenía los puños cerrados a los lados del cuerpo. En un par de segundos empezaría a arrancarse los cabellos. O la sacudiría por los hombros. Por si acaso, dio un paso hacia atrás.

–No –contestó él en un susurro no exento de rabia–. Nunca había oído hablar de ella –los azules ojos la taladraban con la mirada–. Ni de usted tampoco, puesto que aún no se ha presentado.

–Oh… –ella dio un respingo, lamentando el descuido, y extendió una mano–. Soy Ayme Sommers, de Texas, como si no se notara.

Él la miraba incrédulo, sin estrecharle la mano. Por un momento ella pensó que iba a rechazarla e intentó pensar en qué hacer a continuación. Sin embargo al final le estrechó la mano y la retuvo sin soltarla.

–Curioso nombre –observó secamente, mirándola a los ojos–. Y ahora, cuénteme el resto.

Ella parpadeó intentando recuperar su mano sin mucho éxito. De repente fue consciente de la cálida piel y los firmes músculos y se quedó sin aliento. Intentó no mirar el torso desnudo. Ese hombre absorbía todas sus fuerzas.

–¿A qué se refiere? –preguntó con voz chillona–. ¿Qué «resto»?

Él la atrajo hacia sí. Ayme lo miró espantada sin comprender a qué se debía ese jueguecito intimidatorio.

–¿Cuál es su conexión con Ambria? –preguntó.

–¿Cómo lo ha sabido? –ella abrió los ojos desmesuradamente.

–Lleva el escudo de Ambria en los pendientes –él señaló las orejas con un gesto de la cabeza–. Le ha delatado.

–Por supuesto. Casi nadie sabe qué es.

–Pero usted sí –él entornó los ojos.

–Desde luego.

Ella sonrió y él dio un respingo a punto de dar un paso atrás. La sonrisa de la joven parecía iluminar toda la estancia. Era demasiado pronto, y totalmente inapropiado dadas las circunstancias. Tenía que desviar la mirada, pero no le soltó la mano.

–Mis padres eran de Ambria. Y de hecho yo nací allí. Mi nombre original es Ayme Negri.

Sonaba como un apellido típico de Ambria. Sin embargo, esa chica con el escudo de Ambria decorándole las orejas podría muy bien saber mucho más que él de su propio país.

La miró fijamente, consciente de que sus conocimientos sobre las tierras que su familia había gobernado durante mil años eran tristemente insuficientes. No sabía qué preguntarle. No sabía lo suficiente como para ponerle a prueba y descubrir su sinceridad. Todos esos años había ocultado su identidad, y en el proceso no había aprendido lo suficiente. Había leído libros. Había hablado con gente. Recordaba algunas cosas de su infancia. Y había tenido un buen mentor. Pero no había bastado. En el fondo no sabía bien quién era, ni tampoco quiénes eran sus antepasados.

Y de repente había aparecido esa joven, un examen virtual. Y no había estudiado nada.

La delicada mano era cálida. Escudriñó su rostro. Tenía unos ojos brillantes e inquisitivos y los labios ligeramente entreabiertos, como si aguardara expectante lo que fuera a suceder. Parecía una adolescente esperando recibir su primer beso. Empezó a pensar que la alarma que había saltado en su cabeza había sido falsa.

¿Pero quién era realmente esa joven y qué hacía allí? parecía tan abierta, tan libre. Era incapaz de detectar el menor rastro de engaño en ella. Ningún asesino podría mostrarse tan tranquilo y con apariencia tan inocente.

Costaba mucho creer que la hubieran enviado hasta allí para matarlo.

CAPÍTULO 2

–AYME Negri –repitió él–. Yo soy David Dykstra.

Le pareció descubrir un ligero destello en los oscuros ojos al pronunciar su nombre. ¿Sabía que era un pseudónimo?

No. No había ningún gesto que delatara que lo supiera. Ninguna pista. Además, si hubiese acudido a su casa para liquidarlo, lo habría hecho mientras dormía.

Aun así no podía bajar la guardia. Desde aquella negra y tormentosa noche, cuando contaba seis años y huyó de la rebelión en Ambria, había esperado la llegada de alguien para matarlo.

El palacio había sido incendiado y sus padres asesinados, como seguramente también algunos de sus hermanos, aunque de eso no estaba seguro. Pero él había sido rescatado y ocultado en el seno de una familia holandesa, los Dykstra. Se había salvado.

Aquello había sucedido hacía veinticinco años y nadie, amigo o enemigo, había ido en su busca. Algún día iba a tener que enfrentarse a su destino, pero a lo mejor ese día aún no había llegado.

–Ayme Negri.

Aún no le había soltado la mano, como si pretendiera comprender algo de ella por simple contacto.

Una nativa de Ambria, criada en Texas. Eso era nuevo para él.

–Di algo en el idioma de Ambria –le retó. Por suerte comprendía un poco de su idioma natal, siempre que no dijera algo muy complicado. No lo había hablado desde niño, pero en ocasiones aún soñaba en ese idioma.

La joven no parecía dispuesta a aceptar la pequeña prueba. Abrió los ojos tan desmesuradamente que, por un instante, emitieron un destello de ira.

–No –contestó con firmeza–. No tengo que demostrar nada.

–¿En serio? –él echó la cabeza hacia atrás–. ¿Irrumpes en mi apartamento y encima te das aires de grandeza?

–Yo no irrumpí –contestó indignada–. Entré sin más, como los demás asistentes a la fiesta. Yo… digamos que me uní, sin despertar la menor curiosidad, a un grupo que entraba.

Se encogió de hombros y recordó cómo se había colado en el ascensor con un grupo de ruidosos miembros de la sociedad más sofisticada de Londres, que la admitieron sin el menor reparo. Había sonreído a una bonita joven y ésta había reído.

–Mira, lleva un bebé –le había dicho a su pareja, un atractivo joven que ya había bebido demasiado–. Me gustaría tener un bebé –empezó a hacer pucheros–. Jeremy, ¿por qué no me dejas tener un bebé?

–¡Qué demonios! Bebés para todos –había gritado el joven mientras las puertas del ascensor se abrían–. Vamos –se tambaleó–. Si voy a tener que repartir bebés por ahí, necesitaré otro trago.