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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2007 Tessa Radley. Todos los derechos reservados.

NECESARIAMENTE SUYA, N.º 1591 - julio 2011

Título original: The Desert Bride of Al Zayed

Publicada originalmente por Silhouette® Books

Publicada en español en 2008

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9000-662-7

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Inhalt

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Promoción

Capítulo Uno

–Quiero el divorcio.

En cuanto hubo pronunciado esas palabras, Jayne sintió que su pulso se aceleraba. Cerró los ojos… y esperó. El silencio al otro lado de la línea era absoluto.

–No.

La respuesta sonó concluyente en la distancia que separaba Zayed de Nueva Zelanda. La voz de Tariq era seca, profunda y muy, muy fría. Como el hielo. Un temblor de aprensión recorrió la espina dorsal de Jayne mientras apretaba el auricular hasta que le dolieron los dedos.

–Pero llevamos más de cinco años separados. Creí que saltarías de alegría ante la idea del divorcio.

«Y tu padre también», pensó. Pero no lo dijo. Cada vez que mencionaba a su padre, el emir de Zayed, acababan discutiendo. Y ahora no quería una batalla sin un alto el fuego a la vista, sólo quería el divorcio.

Pero aquello no iba como ella esperaba.

Intentando evitar el contacto directo con Tariq o su padre, Jayne había llamado por teléfono al ayudante del emir, Hadi al Ebrahim, para decirle que habían pasado cinco años desde que Tariq la expulsó de Zayed. Tariq era ciudadano de Zayed y su matrimonio había sido celebrado en Londres, según las leyes del país. Y según las leyes de Zayed, una pareja debía estar separada durante cinco años antes de poder pedir el divorcio.

De modo que todo era legal, había esperado el tiempo necesario. Pero el fastidioso ayudante del emir se había limitado a decir que la llamaría. Y no la había llamado.

En lugar de eso, el jeque Tariq bin Rashid al Zayed, su marido… no, con un poco de suerte su futuro ex marido, la había llamado personalmente.

Sólo para decirle que no.

No. Sin explicación alguna. Sencillamente, un seco: «no».

Jayne contuvo el deseo de darle una patada a algo.

–Hace años que no nos vemos, Tariq. ¿No crees que ha llegado el momento de rehacer nuestras vidas?

Y de olvidar un pasado que le había ofrecido más penas y angustias de las que pudo anticipar.

–Aún no es el momento.

El corazón de Jayne dio un vuelco. Ella quería volver a la universidad ese año, salir otra vez, conocer gente y empezar una nueva vida.

–¿No es el momento? ¿Cómo que no es el momento? Pues claro que es el momento. Sólo tienes que firmar…

–Ven a Zayed y hablaremos, Jayne.

Incluso a través del teléfono, la manera en que pronunciaba su nombre sonaba sensual, íntima, y tenía el poder de hacerla temblar. Era una locura.

–No quiero hablar, sólo quiero el divorcio –insistió Jayne.

Podía ver su nueva vida, sus sueños, todos sus planes convirtiéndose en humo.

–¿Por qué? –preguntó Tariq–. ¿Por qué de repente quieres el divorcio, mujer infiel? ¿Por fin has encontrado a un hombre que no desea a una mujer casada?

Jayne pensó en Neil, el hombre que le había presentado su cuñado tres meses antes. Estaba interesado en salir con ella, pero Jayne no había aceptado. Aún.

–No es eso. Tariq, yo…

–Hablaremos en Zayed –la interrumpió su marido–. No habrá divorcio por el momento, pero es posible que lo haya. Pronto. Ya hablaremos.

–Tariq…

Pero él ya estaba hablando de fechas, visados y aviones.

Jayne recordó entonces que ya no tenía el pasaporte de Zayed; lo había dejado en la habitación que compartía con Tariq aquel último día terrible porque no tenía intención de volver a ese país. Tendría que pedir un visado para ir a Zayed y para eso debería esperar al menos una semana...

–¿No podemos vernos en algún sitio neutral?

Tariq no iría a Auckland, Nueva Zelanda; estaba demasiado lejos y él era un hombre muy ocupado. Y tampoco ella quería que fuese a una ciudad que se había convertido en su refugio.

Pero tenía que haber otras opciones. Algún otro sitio donde no recordase las traumáticas últimas semanas antes del final de su matrimonio; algún sitio donde no tuviera que recorrer los pasillos de un suntuoso y frío palacio para enfrentarse con los dos hombres que habían destrozado sus sueños.

–¿Qué tal en Londres?

–Hay problemas en Zayed ahora mismo. No puedo marcharme de aquí.

Jayne lo pensó un momento.

–Lo siento, pero yo no puedo ir a Zayed.

–¿No puedes o no quieres? –preguntó Tariq. Ella no contestó–. Muy bien. Entonces, te lo pondré más fácil: si no vienes a Zayed, me opondré a tu solicitud de divorcio.

Jayne abrió la boca, atónita. Las leyes de Zayed establecían que no podía haber divorcio a menos que el marido consintiera en ello. Y por mucho que le disgustase, necesitaba el consentimiento de Tariq.

A menos que fuese a Zayed, su marido le negaría lo que más necesitaba en la vida: su libertad.

–No olvides enviarme fotos de Zayed.

Jayne que, bolsa de Louis Vuitton en mano, casi había llegado a la puerta de la casa, se volvió para mirar a las tres personas que habían salido a despedirla; las tres personas a las que más quería en el mundo: su hermana y sus dos sobrinas.

–¿Qué tipo de fotos?

–Del desierto, del palacio… de todo lo que sea bonito –contestó Samantha, la mayor de sus sobrinas.

–En el desierto sólo hay arena –sonrió Jayne–. ¿Para qué quieres ver fotos?

–Estoy haciendo una redacción sobre Zayed para el colegio.

–Ah, muy bien. Me pondré a hacer fotos en cuanto llegue allí –le prometió Jayne, dejando la pesada bolsa en el suelo.

–Genial. A lo mejor me ponen un diez.

–¿De verdad tienes que irte? –le preguntó Amy, su sobrina pequeña que era, además, su ahijada.

Jayne miró aquellos ojitos pardos y se le encogió el corazón.

–Tengo que irme, cariño.

–¿Por qué?

¿Por qué? ¿Cómo iba a explicárselo a una niña?

–Porque sí.

–Porque sí no es una respuesta –replicó Amy, su expresión solemne.

–Francamente, yo tampoco entiendo por qué tienes que ir –suspiró Helen, su hermana–. Después de todo lo que pasó en ese país olvidado de Dios… con lo que Tariq y su horrible padre te hicieron, ¿por qué tienes que volver?

–Porque quiero el divorcio. Y parece que la única forma de conseguirlo es yendo a Zayed.

Tariq había dejado eso perfectamente claro.

–¿Por qué? –insistió Helen, con la típica impaciencia de hermana mayor–. ¿Por qué no habéis podido quedar en Londres o aquí?

Jayne se encogió de hombros.

–Le ofrecí esa posibilidad, pero Tariq dijo que no. Así es él. Todo tiene que ser a su manera o no hay nada que hacer.

–Yo no confío en ese hombre. ¿Seguro que no quiere tenderte una trampa?

–Seguro que sí. No te preocupes.

Helen nunca había entendido la atracción, la fascinación que había sentido por Tariq desde que, por accidente, se chocaron en la galería Tate de Londres… y Jayne cayó ignominiosamente a sus pies. ¿Cómo podía explicar lo que había sentido por él?

–No hay razón para sospechar nada. Tariq no querría volver conmigo aunque apareciese envuelta en oro.

Los ojos de Helen brillaron de indignación.

–Ese hombre no te merece –le dijo en voz baja.

–Gracias. Y gracias por tu apoyo. Y por todo.

–No quiero volver a verte tan infeliz, Jayne –Helen la abrazó con fuerza–. Ese canalla te destrozó la vida hace cinco años.

–No volverá a pasar –le aseguró ella–. Ya no tengo diecinueve años. Ahora soy mayor y sé cuidar de mí misma.

–Famosas últimas palabras –suspiró su hermana–. Pero será mejor que no vuelva a pasar porque esta vez voy a Zayed y le digo a Tariq lo… –Helen miró a sus hijas y bajó la voz– imbécil que es.

Lo había dicho con tal ferocidad que Jayne no pudo evitar una sonrisa. Por primera vez en una semana podía relajarse un poco. Sabía que Helen siempre estaría a su lado. Su familia, sus sobrinas. Un lazo sagrado.

–Sugiero que no se lo digas a la cara.

Imaginar la helada expresión de Tariq, cómo fulminaría a Helen con la mirada, fue suficiente para hacerla sonreír de nuevo.

–No estarás aquí en mi primer día de colegio –protestó Amy entonces.

Jayne se inclinó para tomar a su sobrina en brazos.

–Pero estaré pensando en ti. Incluso sé dónde vas a sentarte, ¿te acuerdas? Tu mamá, tú y yo fuimos juntas para ver tu nuevo colegio y sé dónde está tu pupitre.

–Sí, bueno –aceptó Amy de mala gana–. Y me llevaré los lápices que me regalaste.

Entonces oyeron el sonido de un claxon en la puerta.

–Papá ya ha sacado el coche –Amy hizo un gesto para que la dejara en el suelo.

–Cuídate mucho, Jane –murmuró Helen, abrazándola de nuevo.

–Lo haré. Pero será mejor que no haga esperar a Nigel. Cuídate, Helen. Y cuida de las niñas. Os enviaré fotos por e-mail, lo prometo.

Antes de entrar en el coche en el que la esperaba su cuñado para llevarla al aeropuerto, Jayne se despidió con la mano por última vez. No le apetecía nada el largo viaje hasta Zayed.

Y, sobre todo, temía la confrontación con el hombre que la esperaba allí.

El aire acondicionado del aeropuerto de Jazirah, la capital de Zayed, la refrescó un poco después de la bofetada de calor que recibió al bajar del avión. El funcionario de palacio que se había encargado de su equipaje la llevó hasta la elegante sala VIP y le pidió que esperase allí un momento.

Jayne intentó convencerlo de que ella misma podía pedir un taxi, pero el hombre parecía tan preocupado por el hecho de que viajara sola que decidió esperar.

Suspirando, se puso al cuello un pañuelo de seda blanco que llevaba en la bolsa de viaje. No era un hijab, pero valdría.

Zayed era más moderno que los países que lo rodeaban y muchos jóvenes llevaban vaqueros, pero la mayoría de las mujeres seguían usando el atuendo convencional. Jayne sabía que los pantalones negros y el vestido de cuadros blancos y grises, aunque no eran precisamente la última moda en Auckland, serían aceptables allí.

Una pared de cristal separaba la sala de la salida de la terminal, donde esperaba una flota de Mercedes, recordándole la cantidad de dinero que generaba aquel pequeño país.

De repente, Jayne vio a un grupo de gente moviéndose a toda prisa y se levantó, nerviosa. Varios hombres uniformados se dirigían hacia la entrada del aeropuerto… y Jayne reconocía esos uniformes; eran los de la guardia del palacio del emir de Zayed.

Unos uniformes de color rojo y caqui que para ella tenían desagradables recuerdos. La última vez que los vio estaba allí, en el aeropuerto de Jazirah, y ellos eran los encargados de comprobar que se marchaba de Zayed.

Tras ellos vio a un hombre alto con traje oscuro. Su impresionante estatura hizo que el corazón de Jayne diera un vuelco…

Tariq.

De repente, se sintió mareada por el pánico. Tariq giró entonces la cabeza y sus ojos se encontraron… por primera vez en cinco años.

Lo primero que vio fue que sus ojos seguían siendo del color del oro fundido. Lo segundo, que no parecían en absoluto amistosos.

Al ver que hacía una mueca, sus viejas inseguridades salieron a la superficie. Ella era Jayne Jones, una chica sencilla con un vestido barato. La hostilidad que había en los ojos de su marido hizo que diera un paso atrás. Nada había cambiado. Tariq la detestaba.

Luego se fijó en la alfombra roja, en las cámaras de televisión, en el trío de niñas con ramos de flores en las manos…

Aquel numerito era para ella.

Su primer encuentro con Tariq iba a ser público. Y ella no estaba preparada para eso. Había ido a Zayed para hablar en privado sobre su divorcio.

Tariq, seguido de sus guardias, siguió adelante. Tenía un aspecto peligroso, decidido. Pero Jayne sabía que, fuera cual fuera la razón por la que había querido que volviese a Zayed, no tenía nada que ver con el amor.

Y ella no quería ser parte de aquel circo.

Las cámaras estaban pendientes de Tariq, de modo que, discretamente, se colocó el pañuelo sobre la cabeza y tomó la bolsa de Louis Vuitton, legado de su pasado como esposa del jeque. Con la cabeza baja, se dirigió hacia otra de las puertas que daban a la salida y escapó a toda prisa.

El calor la golpeó como una pared. Un infierno comparado con el fresco del interior del aeropuerto y la temperatura que había dejado atrás en Auckland. Le pareció oír un grito, pero no miró atrás. En lugar de eso, siguió caminando con la cabeza baja a paso rápido. Había un taxi aparcado detrás del último Mercedes…

–¿Taxi? –le sonrió un hombre.

–Sí, sí, por favor. Lléveme a palacio. Y deprisa.

Por un impulso que no pudo controlar, Jayne se volvió para mirar atrás…

Tariq salió por la misma puerta que había salido ella, con sus guardias detrás, y Jayne se encogió en el asiento. Incluso a aquella distancia se daba cuenta de que estaba furioso.

Y ya no era el joven del que ella se había enamorado. Era un Tariq diferente. Mayor, más regio. El único hijo del emir de Zayed. Un hombre acostumbrado a que se obedecieran sus órdenes.

Jayne cerró los ojos, angustiada. Pero el taxista conducía a tal velocidad que tuvo que volver a abrirlos enseguida.

–Más despacio, por favor –le pidió, agarrándose al asiento.

El taxista, naturalmente, no le hizo ni caso.

El aeropuerto estaba a cierta distancia del centro de la ciudad. A la izquierda, el desierto, extendiéndose hasta donde se perdía la vista. Al otro lado, un trozo de tierra separaba la carretera del mar. Unos minutos después pasaron frente a la planta de desalinización que, Jayne lo sabía bien, había costado millones levantar diez años antes.

Cuando salieron de la autopista, el taxista volaba entre los edificios históricos, las mezquitas y los enormes rascacielos de cristal.

–¿Es que nos sigue alguien? –preguntó Jayne.

Pero el hombre no contestó. Seguramente ni siquiera podía oírla porque llevaba la radio a todo volumen. Estuvo a punto de tocarlo en el hombro pero, aunque Zayed era un país seguro, una mujer que viajaba sola no debía hacer nada que pudiera ser considerado… demasiado atrevido.

–¿Alguien nos sigue? –le gritó.

–No, nadie nos sigue –respondió el taxista por fin.

La aprensión de Jayne no disminuyó y el nudo que tenía en el estómago se hacía cada vez mayor. Tariq debía estar furioso. Pero era culpa suya. Debería haberla advertido de que iba a montar ese espectáculo…

Nerviosa, se decía a sí misma que cuanto antes viera a Tariq en privado antes resolvería su problema. Pero ni siquiera eso la ayudaba.

Un repentino frenazo del taxi la lanzó contra la puerta. Los gritos del taxista se mezclaban con gritos en la calle y Jayne salió de coche, atemorizada.

Había un chico tirado en el suelo; a su lado una bicicleta y una cesta llena de pollos que piaban, tan asustados como ella.

–Dios mío –Jayne iba a acercarse, pero el taxista la agarró del brazo.

–Espere, podría ser una trampa…

–¿Cómo va a ser una trampa? ¡Está herido!

El joven estaba gritando en árabe y el taxista le replicaba sin apiadarse en absoluto de su situación.

–¿Está bien? –preguntó Jayne–. ¿Lo ha atropellado?

–No, no. Ese idiota…

El joven lo interrumpió lanzando una parrafada en árabe.

–¿Está herido? –insistió Jayne.

–No, no le ha pasado nada.

–¿Y su bicicleta?

–No lo sé –contestó el taxista.

Rápidamente, Jayne sacó unos billetes del monedero.

–Dólares americanos –dijo, ofreciéndoselos al joven.

El taxista empezó a protestar, pero Jayne le ofreció un par de billetes también.

–Puede dejarme aquí.

–¿No iba al palacio?

Ella hizo un gesto con la mano.

–No se preocupe.

Tendría más probabilidades de sobrevivir si iba al palacio por su cuenta, pensó, sacando la bolsa de viaje.

Al final de la calle podía ver un mercado de flores y, al lado, un hostal que llamó su atención. Tenía un aspecto modesto y limpio, la clase de sitio donde podría alojarse una mujer sola. Dormiría allí y al día siguiente estaría mejor preparada para ver a Tariq.

–Tome –dijo el taxista entonces, ofreciéndole una tarjeta. En ella estaba escrito Mohammed al Dubarik y un número de teléfono. Con un brillo final de dientes de oro, el hombre desapareció al final de la calle.

Jayne guardó la tarjeta en el bolso y miró a un lado y a otro antes de cruzar. El grupo de curiosos que se había congregado empezaba a dispersarse al ver que no había sido nada.

Colocándose el pañuelo sobre la cabeza, Jayne se dirigió a la puerta del hostal. Y casi había llegado cuando alguien puso la mano sobre su hombro.

Al principio pensó que era el taxista de nuevo, pero cuando giró la cabeza vio al joven al que habían estado a punto de atropellar. Pero no iba solo, sino con un grupo de chicos de su edad. Sin pollos y sin bicicleta no parecía tan joven y tan vulnerable. De hecho, tenía un aspecto amenazador.

Y entonces vio el cuchillo.

Jayne quiso gritar, pero no pudo hacerlo porque otro de los jóvenes la empujó bruscamente contra la pared. Por el cristal de la puerta del hostal vio a un hombre mayor tras el mostrador de recepción. Pero el hombre apartó la mirada.

–Por favor, no me hagáis daño…