Portada

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Amante oscuro

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid

© 2011 Michelle Willingham.

Todos los derechos reservados.

RECLAMADA POR SU ESPOSO, Nº 486 - agosto 2011

Título original: Claimed by the Highland Warrior

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios.

Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9000-673-3

Editor responsable: Luis Pugni

Epub: Publidisa

Inhalt

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Siete

Ocho

Nueve

Diez

Once

Doce

Trece

Catorce

Quince

Dieciséis

Diecisiete

Dieciocho

Diecinueve

Veinte

Veintiuno

Veintidós

Promoción

Uno

Ballaloch, Escocia, 1305

Bram MacKinloch no podía recordar cuándo fue la última vez que comió o durmió. Estaba dominado por el aturdimiento y sólo podía seguir adelante. Había pasado tanto tiempo recluido en la oscuridad que se había olvidado de la sensación del sol en la piel. También lo cegaba y tenía que llevar la mirada clavada en el suelo. Ni siquiera podía recordar cuánto tiempo llevaba corriendo. El agotamiento le había nublado la vista hasta no saber cuántos ingleses lo perseguían ni dónde estaban. Se había mantenido alejado de los valles y seguía por las montañas, entre los abetos que podían ocultarlo. Estaba empapado por haber cruzado un río a nado para que los perros no pudieran seguir su rastro. ¿Lo habían seguido unos perros? No se acordaba de nada. Tenía la cabeza llena de sombras y no distinguía la realidad de las pesadillas.

Tenía que seguir, no podía parar. Se resbaló al llegar a la cima y se cayó. Aguzó el oído antes de levantarse. Sólo oyó los pájaros en medio del silencio de las Highlands. Se levantó y se dio la vuelta lentamente. No vio a nadie, sólo vio las verdes montañas y el cielo nublado.

Era libre. Se deleitó con la vista y con el aire que había añorado durante siete años. Aunque estaba lejos de su casa, conocía esas montañas como si fuesen amigas de siempre. Tomó aliento y descansó. Debería estar satisfecho por haber escapado de su prisión, pero el remordimiento lo tenía cautivo en ese momento. Su hermano Callum seguía encerrado en ese lugar dejado de la mano de Dios. Rezó para que siguiera vivo. Sacaría a Callum aunque tuviera que vender el alma. Sobre todo, después del precio que había tenido que pagar por su propia libertad.

Se dirigió hacia el oeste, hacia Ballaloch. Si mantenía el paso, podría tardar una hora en llegar a la fortaleza. Hacía años que no iba por allí, desde que tenía dieciséis años. Los MacPherson le darían cobijo, pero ¿lo recordarían o reconocerían?

Sintió un vacío gélido y se frotó las muñecas cicatrizadas. Los días sin descanso le habían pasado factura y le temblaban las manos. Daría cualquier cosa por pasar una noche sin pesadillas, una noche sin que la mente lo atormentara. Sin embargo, había un sueño que no lo abandonaba, el sueño de la mujer en la que había pensado todas las noches desde hacía siete años. Nairna. Pese a las pesadillas por estar preso, había conservado su imagen muy clara en la cabeza. Sus ojos verdes, el pelo castaño que le llegaba a la cintura, su manera de sonreírle como si fuese el único hombre que había deseado jamás.

Sintió una punzada de inquietud al preguntarse qué habría sido de ella. ¿Habría llegado a detestarlo? ¿Se habría olvidado de él? Estaría distinta, habría cambiado, como él. Después de tantos años, no esperaba que sintiera algo hacia él. Aunque nunca había querido abandonarla, el destino lo había arrastrado por otro camino.

Pasó el dedo por el borde de la túnica y tocó la piedra que había mantenido oculta en la costura. Casi la había dejado plana de tanto acariciarla durante esos años. Nairna se la regaló como un recuerdo la noche que se marchó a luchar contra los ingleses. La imagen de ella había evitado que se volviera loco, como si fuese un ángel que impidiera que cayera en el fuego del infierno. Le había dado un motivo para vivir, un motivo para luchar.

Se sintió apesadumbrado. No tenía sentido creer que ella lo había esperado. Después de siete años, lo más probable era que para ella los recuerdos fuesen algo del pasado. Salvo que siguiera amándolo. Eso era un hilo de esperanza que hacía que siguiera adelante. Ya estaba cerca de la fortaleza de los MacPherson y podría pasar la noche con ellos.

Se imaginó abrazando a Nairna, aspirando el delicado aroma de su piel, saboreando sus labios y olvidándose de los dolorosos recuerdos. Podría dejarse arrastrar por ella y el pasado daría igual.

Empezó a descender hacia el valle y vio Ballaloch como una perla en medio de las montañas. Se sentó en la hierba y observó la fortaleza.

Entonces, oyó unos caballos detrás de él. Hizo un esfuerzo para levantarse con el corazón latiendo con todas sus fuerzas. Se dio la vuelta y vio el brillo de la cota de malla y los soldados. No podía permitir que lo apresaran otra vez después de haber sido un esclavo durante tantos años.

Se lanzó ladera abajo, pero las rodillas le flaquearon y cayó al suelo. La fortaleza estaba allí mismo, al alcance de la mano. Angustiado, hizo lo posible por levantarse, para mover las piernas. Aunque consiguió correr, lo alcanzaron, unas manos lo tomaron por debajo de los brazos y aunque se resistió, le pusieron una capucha en la cabeza. Luego, lo tumbaron de un golpe y se hizo la oscuridad.

—Está pasando algo, Jenny —murmuró Nairna MacPherson a su doncella desde la ventana—. Han llegado unos soldados ingleses, pero no sé por qué.

—Seguramente, los hombres de Harkirk habrán venido para pedir más plata a tu padre —contestó Jenny cerrando el baúl—. Pero no te preocupes. Es un asunto suyo, no tuyo.

Nairna se apartó de la ventana con la cabeza dándole vueltas.

—No debería pagar chantajes. No está bien.

Un año después de la derrota de los escoceses en Falkirk, Robert Fitzroy, barón inglés de Harkirk, había levantado su acuartelamiento al oeste de la fortaleza de su padre. Había cientos de campamentos ingleses por las Highlands y cada año había más.

Su padre les había dado su alianza y sus monedas para que no atacaran a su pueblo. Eran unas sanguijuelas sedientas de sangre.

—Voy a ver por qué han venido.

Nairna se dirigió hacia la puerta, pero Jenny se interpuso en su camino.

—Nairna, hoy nos volvemos a casa —le recordó la anciana con una mirada de comprensión—. No querrás provocar un enfrentamiento con Hamish antes de volver.

El dardo de censura había alcanzado la diana. Ella bajó los hombros y deseó poder hacer algo para ayudar a su padre. Estaban desangrándolo y detestaba pensar lo que estaba haciendo por la seguridad de su clan. Sin embargo, Ballaloch ya no era su hogar. Tampoco lo era Callendon aunque hubiera vivido cuatro años allí, mientras estuvo casada con el jefe del clan de los MacDonnell. Sin embargo, Iver estaba muerto y aunque su vida con él había sido agradable, fue un matrimonio vacío, nada parecido al amor que había sentido antes.

Sintió una punzada de dolor en el corazón por el hombre que perdió hacía muchos años. La muerte de Bram MacKinloch la había destrozado y ningún hombre podría reemplazarlo.

En ese momento, no era la señora de nada ni la esposa de nadie.

El hijo de Iver y su esposa ya se habían hecho con la autoridad del clan y sus tierras. Nairna era un resto del pasado, una viuda más, alguien sin importancia.

La sensación de impotencia estaba muy arraigada. Deseaba fervientemente ser útil para alguien. Quería un hogar y una familia, un sitio donde no fuese una sombra. Sin embargo, no sentía que ningún sitio fuese propio. Ni la casa de su padre ni la de su difunto marido.

—No voy a intervenir —le prometió a Jenny—. Sólo quiero saber qué hacen aquí. Ya ha pagado el chantaje correspondiente a este trimestre.

—Nairna, no te metas —insistió Jenny.

—Escucharé lo que están diciendo —replicó Nairna fingiendo una serenidad que no sentía—. También intentaré hablar con mi padre.

La doncella farfulló algo, pero la siguió escaleras abajo.

—Que te acompañe Angus —le recomendó Jenny.

A ella le daba igual llevar escolta, pero en cuanto cruzó la sala principal, Angus MacPherson, un hombre con los brazos como los troncos de un árbol, la siguió de cerca.

Una vez fuera, parpadeó por la luz del sol y vio a los soldados ingleses desmontados en el patio. Sobre uno de los caballos estaba el cuerpo cubierto de un hombre.

Se le encogió el corazón al verlo y se acercó apresuradamente. ¿Habrían quizá atrapado a un MacPherson?

El cabecilla estaba dirigiéndose a Hamish.

—Hemos encontrado a este hombre que estaba merodeando cerca de Ballaloch. Supongo que será uno de los vuestros —dijo el soldado con una ligera sonrisa.

Nairna agarró la empuñadura de la daga que llevaba a la cintura y su padre miró inexpresivamente al soldado.

—¿Está vivo?

El soldado asintió con la cabeza e indicó al otro soldado que acercara el cuerpo, que tenía la cabeza cubierta con una capucha.

—¿Cuánto vale para vos la vida de un hombre? —preguntó el inglés—. ¿Quince peniques?

—Mostradme su cara —contestó Hamish sin alterarse y haciendo una señal a su administrador.

Nairna sabía que su padre pagaría la cantidad que le pidieran, pero ella ni siquiera sabía si el prisionero estaba vivo.

—Veinte peniques —siguió el cabecilla antes de ordenar a sus hombres que lo bajaran del caballo y lo sujetaran.

El prisionero encapuchado no podía mantenerse de pie y Nairna no pudo reconocerlo por sus ropas rasgadas. La única pista para identificarlo era el pelo negro que le llegaba a los hombros.

—No es uno de los nuestro —le susurró Nairna a su padre.

Los soldados agarraron al cautivo por los hombros y uno de ellos tiró de su cabeza hacia a atrás para mostrar su cuello.

—Son veinticinco peniques —exigió el inglés desenvainando un puñal—. Su vida os pertenece, MacPherson, si la queréis.

El cabecilla inglés colocó el filo del puñal en el cuello del prisionero, quien, súbitamente, cerró los puños y se revolvió para zafarse de los soldados. Estaba vivo.

A Nairna se le aceleró el pulso y le temblaron las manos porque sabía que no tendrían piedad con el desconocido. Iban a ejecutarlo allí mismo, en medio del patio, y no había manera de saber si era un MacPherson o uno de sus enemigos.

—Treinta peniques —ofreció su padre tomando una pequeña bolsa que le había llevado el administrador.

El cabecilla sonrió mientras agarraba la bolsa que le había lanzado. Los soldados tumbaron al prisionero de un empujón y no se levantó.

—Volved con lord Harkirk —les ordenó Hamish.

El soldado inglés se montó en su caballo y se unió a los demás.

—Me preguntaba si dejaríais que muriera. Lo habría matado, ya lo sabéis. Un escocés menos.

Angus, desde detrás de Nairna, dio un paso adelante agarrando una lanza. Otros guerreros MacPherson rodearon a los soldados ingleses, pero ya habían empezado a alejarse.

Nairna no podía respirar por el chantaje vergonzoso que había pagado su padre. Treinta peniques. Sentía como si el aire no pudiera entrarle en los pulmones. Los había entregado sin pensárselo dos veces.

—La vida de un hombre vale más que unas monedas —afirmó su padre mirándola, aunque ella no había dicho nada.

—Lo sé —Nairna se agarró las manos para intentar contener la rabia—, pero ¿qué harás cuando vuelvan y pidan más? ¿Seguirás pagando a lord Harkirk hasta que se haya adueñado de Ballaloch y apresado a nuestra gente?

Su padre se acercó al cuerpo caído del prisionero.

—Estamos vivos, Nairna. Nuestro clan es uno de los pocos que sigue intacto y si tengo que gastar hasta la última moneda para garantizar su seguridad, lo haré. ¿Está claro?

Ella tragó saliva mientras Hamish daba la vuelta al hombre.

—No deberías pagar chantajes. No está bien.

Para ella, no había diferencia entre los soldados ingleses y los mercaderes tramposos. Los hombres se aprovechaban si les dejaban. Se arrodilló junto a su padre intentando serenarse.

—Muy bien, muchacho, veamos quién eres — dijo Hamish quitándole la capucha.

El corazón de Nairna se paró cuando vio su cara. Era Bram MacKinloch, el marido que no había vuelto a ver desde que se casó con él hacía siete años.

La habitación estaba iluminada por la pálida luz de la luna cuando Bram abrió los ojos. Le dolían todos los músculos del cuerpo y tenía mucha sed.

—Bram… —dijo una delicada voz—. ¿Estás despierto?

Se dio la vuelta hacia esa voz y se preguntó si estaría muerto. Tenía que estarlo porque conocía la voz. Era Nairna, la mujer con la que había soñado durante mucho tiempo.

Le llevaron una copa a los labios y, agradecido, bebió la cerveza fresca. Ella se acercó más y encendió una lámpara de aceite. El resplandor ambarino iluminó sus rasgos y la miró fijamente con miedo de que se esfumara si parpadeaba. Tenía una boca delicada, los pómulos marcados y el pelo castaño le caía hasta los hombros. Se había convertido en una mujer muy hermosa.

Quiso tocarla sólo para saber que era real. El anhelo, mezclado con un arrepentimiento agridulce, se adueñó de él. Le tembló la mano al tenderla hacia ella. Le acarició la mano como si le pidiera perdón, como si deseara que todo hubiese sido distinto. Ella no apartó la mano, al contrario, se la agarró con una expresión de perplejidad.

—No puedo creerme que estés vivo.

Él se sentó y ella se acercó. Él le acarició la nuca sin soltarle la mano. Que Dios se apiadara de él, la necesitaba en ese instante. Introdujo las manos entre su pelo y le levantó la cara hacia él. La besó en la boca porque era la esperanza y la vida que había anhelado durante mucho tiempo.

El corazón de Nairna le latía tan deprisa que no sabía qué hacer. Había captado el peligro embriagador del beso. Bram nunca había sido un hombre de muchas palabras, pero le había comunicado cuánto la había echado de menos. La había besado como si no pudiera saciarse, como si fuera una plegaria atendida y ella, pese a todo, le había correspondido.

Nunca se había esperado eso. Era como si estuviera viendo un espectro y cuando se inclinó para volver a besarla, la convenció de que era de carne y hueso. Una mezcla de sensaciones se debatía dentro de ella. Lo agarró de los hombros sin poder contener las lágrimas. Había llorado por él, se había desesperado por la injusticia de haberlo perdido y cuando se había resignado al dolor de su pérdida, el destino se burlaba de tanto dolor y se lo devolvía.

Se debatía entre la felicidad por tenerlo allí y el remordimiento por haberlo traicionado. Se había casado con otro hombre. Aunque Iver había muerto y no había deshonra alguna en besar a Bram, le parecía raro.

Él le recorrió la mejilla y el mentón con los labios. Se le desencadenó una espiral de deseo que le bajó desde los pechos hasta abrasarla entre los muslos. Cuando la colocó encima de él, pudo notar la ardiente erección contra ella.

—Nairna… —susurró él con la voz ronca.

Ella se sonrojó dominada por la calidez. No sabía de dónde llegaban esas sensaciones, pero le aterraban. Bram le acarició la espalda y atrajo sus caderas contra sí. Su erección entre las piernas hacía que estuviera húmeda por el deseo y que los pezones se le endurecieran bajo el vestido. La besó en la boca como si la poseyera. Todo su cuerpo anhelaba sus caricias y cuanto más la besaba, más lo deseaba. Se imaginó que se levantaba la falda y que sentía su cuerpo desnudo contra el de ella.

La perplejidad se abrió paso en ella porque no debería reaccionar de esa manera a un hombre que era casi un desconocido. Atrapada entre el pasado y el presente, no sabía si confiar en su cabeza o en su corazón.

Bram le acarició la mejilla y despertó unos sentimientos que ella había intentado enterrar. Él tenía el rostro surcado, como si hubiese visto cosas que no debería haber visto, y estaba tremendamente delgado.

—Bram, ¿dónde has estado todo este tiempo?

Él no contestó inmediatamente, se sentó con ella en su regazo y le tomó la cara entre las manos como si quisiera memorizar sus facciones. Ella le tomó las manos y lo miró a los ojos como si quisiera que le dijera la verdad.

—He estado prisionero en Cairnross.

Ella había oído hablar del conde inglés y de su crueldad. Se le desgarró el corazón ante la idea de que Bram hubiera estado cautivo todo ese tiempo en ese sitio.

—Creí que estabas muerto —consiguió decir ella.

Él la acarició como si temiera que pudiese desaparecer. Sus manos callosas y temblorosas le rasparon la piel.

—Yo creí que estarías casada, que habrías encontrado a otro hombre.

Ella estuvo a punto de reconocerlo, pero se contuvo para no hacerle daño. Se había casado con Iver porque quería, con toda su alma, tener una familia y un hogar propios. Sin embargo, en ese momento, se avergonzó por lo que había hecho. Se sintió como si hubiera cometido adulterio, aunque sabía que no era verdad. Se sonrojó sin saber cómo decirle que se había casado. Una lágrima le rodó por la mejilla, pero no pudo saber si era de pena o de felicidad.

Bram se la secó con un pulgar, le acarició los hombros y bajó las manos hasta su cintura. La abrazó y le acarició la espalda.

—Te has convertido en una mujer desde la última vez que te vi.

Nairna se estremeció, como si un fuego latente estuviera brotando dentro de ella y el deseo la abrasara. Bram la besó en el cuello y ella se quedó sin aliento. Sin embargo, cuando sus manos se dirigieron hacia el arranque de sus pechos, se sintió dominada por el pánico.

—Bram, espera —Nairna se levantó y lo apartó—. Tengo que saber qué ha pasado desde que tú…

—Mañana —susurró él levantándose de la cama.

Parecía desenfrenado, con un brillo de deseo atroz en los ojos. Le recordó a un bárbaro de una tribu que había ido a reclamar a su mujer.

La miró durante un buen rato como si no supiera qué hacer. Se fue hacia la puerta antes de que ella pudiera hacerle otra pregunta y se dio la vuelta con las manos en el marco. La observó durante un instante interminable, como si sopesara la decisión que iba a tomar. Entonces, se marchó sin dar ninguna explicación.

Dos

Siete años antes

—Por el amor de Dios, Bram, no dejes de mirar a tu oponente —bramó su padre.

Bram parpadeó y miró fijamente a Malcolm MacPherson, quien intentaba apuñalarlo en un combate de adiestramiento. Se asentó firmemente en los pies e intentó adivinar a dónde se dirigiría el puñal. Aunque los dos tenían dieciséis años, Malcolm tenía un instinto para la lucha más desarrollado.

Bram se inclinó hacia la izquierda, pero lo alcanzaron por la derecha. La hoja no le cortó la piel, pero se deslizó por la cota de malla que su padre le había obligado a llevar. Corrigió la posición y volvió a intentar encontrar el punto débil de Malcolm. Consiguió defenderse un rato al prever por dónde le llegarían las estocadas. Había peleado bastantes veces, pero nunca delante de tanta gente. Podía notar que el jefe de los MacPherson lo observaba como si evaluara su valía. Le ardían las mejillas porque prefería luchar contra un oponente sin testigos.

A medida que avanzaba el combate, volvió a distraerse otra vez. Se movía por instinto y, de soslayo, pudo ver que una doncella se acercaba a ellos. Era Nairna, la hermana de Malcolm, que sólo era un año más joven que él. Ya la había visto antes, pero nunca se había fijado en ella.

Llevaba un vestido del color de la hierba recién brotada, con una toquilla bordada que le cubría el pelo castaño. Los mechones le llegaban hasta la cintura y, mientras se movía, se encontró cautivado. Podía notar que ella estaba observando el combate.

Esquivó por poco la estocada que le rozó el cuello. Bram se lanzó al suelo y rugió cuando Malcolm le dio la vuelta y lo inmovilizó.

—¿Has dejado que una muchacha te distraiga o es que quieres llevar sus faldas? —le provocó su oponente.

El insulto hizo que se sintiera dominado por un arrebato de rabia y lo aprovechó para quitarse a Malcolm de encima. Con un movimiento despiadado, retorció su muñeca hasta que lo desarmó y llevó su puñal hasta el cuello de Malcolm.

—Es tu hermana. Muestra un poco de respeto — le espetó entre dientes.

Se mantuvo en esa posición hasta que demostró que había salido airoso del combate y luego envainó el puñal. Entonces, se alejó sin molestarse en hablar con su padre o el jefe de Ballaloch. Su padre lo había llevado de visita el día anterior y no sabía por qué. No participaba en las conversaciones entre los dos jefes, pero sabía que estaban observándolo.

Siguió andando sin mirar a donde hasta que una mano le entregó una copa rebosante. Bram se paró en seco y vio a Nairna a su lado. Por un instante, sus miradas se encontraron antes de que ella soltara la copa y se marchara.

El agua estaba fría y le sació la sed. No se había dado cuenta de lo sediento que estaba. Miró hacia atrás y comprobó que Nairna no había llevado agua a su hermano ni a nadie más. ¿Por qué? Vació la copa abochornado. Era tímido con las muchachas y prefería pasar desapercibido. No sabía hablar con ellas y, normalmente, las eludía.

Sin embargo, las muchachas no eran las únicas que lo incomodaban. Hablaba muy poco y no le gustaba estar en grupos grandes. Aunque su padre le había regañado y le había ordenado que hablara con los invitados y se comportara como un futuro jefe, él nunca sabía qué decir.

Luchar era más fácil. Si podía empuñar una espada o un puñal, a nadie le importaba que no pudiera hablar. Además, cuando iban a robar ganado, nadie lo observaba, todos estaban muy ocupados en salvar el pellejo.

Volvió a recoger la túnica que había dejado en la tapia. Dejó la copa y vio algo entre los pliegues.

Estaba envuelto en un paño y seguía caliente. Bram miró alrededor, pero no vio a nadie. Dentro había un panecillo. Partió un trozo y lo devoró con ansia. Había pasado toda la mañana adiestrándose y nunca nada le había parecido tan bueno.

Estaba seguro de que se lo había dejado Nairna. Siguió comiéndoselo mientras se preguntaba si ella quería decir algo, si, quizá, ella lo apreciara de esa forma tan misteriosa y típica de las mujeres. No pudo evitar esbozar una sonrisa de incredulidad, aunque se sentía ridículo.

Su cortejo secreto se prolongó durante la semana siguiente. Un día, él se encontraba que le habían remendado una túnica rasgada y, poco después, se encontraba con un puñado de moras entre los pliegues de su capote. Como no estaba bien recibir regalos sin corresponder, él empezó a dejar piedras especiales y flores secas ante la puerta de la habitación de Nairna. Una vez, consiguió una cinta carmesí y ella sonrió todo el día mientras la llevaba atada a su pelo castaño. No podía entender por qué lo había elegido como objeto de su afecto, pero cuanto más tiempo pasaba en su clan, más lo fascinaba ella. Nunca lo importunaba, nunca intentaba hablar directamente con él, pero la delicadeza que mostraba había conseguido que no pudiera dejar de pensar en ella.

Una tarde, la encontró acurrucada debajo de un árbol durante una tormenta. Estaba sola y, a juzgar por la cesta que llevaba, había estado recogiendo setas. Bram desmontó de su caballo, se quitó el capote y se lo ofreció a ella.

—Toma. Me parece que tienes frío.

—No, no pasa nada —replicó ella sacudiendo la cabeza—. Pronto dejará de llover.

Él no le hizo caso y se acercó entregándole el capote. Nairna tomó en extremo, se lo puso sobre los hombros y le ofreció el otro extremo.

—Compártelo conmigo.

Él no quería, le desasosegaba la idea de estar sentado junto a una joven tan hermosa. Seguramente, haría el ridículo al decir alguna necedad. Sin embargo, Nairna lo miró con sus ojos verdes.

—Por favor.

La delicadeza de su voz le recordó todo lo que había hecho por él. Contra todo su sentido común, se sentó al lado de ella y apoyó la espalda en el árbol. Nairna le cubrió los hombros con el capote.

—¿Te importa? —susurró ella mientras se acurrucaba contra su costado.

Él le rodeó los hombros con un brazo. Sintió la lluvia fría en el rostro y el capote los preservaba de la inclemencia del tiempo. No se habría dado cuenta si hubiera estado diluviando. Toda su atención estaba concentrada en Nairna. Ella tenía la cabeza apoyada en su hombro y no intentaba llenar el vacío con palabras insustanciales. Tenía el corazón desbocado, pero la agarró de la mano.

—Mi padre ha estado hablando conmigo esta mañana —murmuró Nairna sin poder disimular los nervios.

Bram esperó que siguiera mientras le recorría el borde de la mano con el pulgar. Ella se sonrojó y le apretó la mano como si quisiera reunir fuerzas.

—Me dijo que… que tengo que casarme.

Eso no era lo que él se había esperado. Se sintió abatido y no pudo evitar que le pareciera injusto. Aunque sólo la conocía desde hacía unas semanas, la consideraba suya. Habría despellejado a cualquier hombre que intentase tocarla.

—No vas a casarte —replicó él tajantemente—. Eres demasiado joven.

—Tengo quince años —reconoció ella—, pero no lo entiendes. Quieren una alianza entre…

—No —le interrumpió él sin querer oírlo.

Los celos lo corroían por dentro. Se quitó el capote y empezó a ir de un lado a otro. Tenía que pensar y tomar decisiones. Sin embargo, Nairna se levantó y él fue a su lado.

—Bram… Quieren que me case contigo.

Él se quedó mudo y pálido. Tomó aliento varias veces para intentar asimilar lo que había oído.

—Por eso te han traído aquí; para que pudiéramos… llegar a conocernos.

Casarse con esa muchacha que le pertenecería…

La mera idea lo aturdía por el temor a no complacerla. Ella no lo conocía. No era un líder por naturaleza como Alex, su hermano, ni luchaba tan bien como le gustaría a su padre. Tenía que aprender muchas cosas y había sentido la punzada de la mediocridad aunque sólo tenía dieciséis años. Si se casaban, estaba completamente seguro de que la defraudaría.

Nairna miró sus manos entrelazadas.

—Di algo. Si no quieres casarte conmigo, hablaré con mi padre.

Él no podía encontrar las palabras adecuadas. Si intentaba hablar en ese momento, lo que dijera no tendría sentido. Le acarició la nuca e introdujo la mano entre su pelo.

Lo correcto sería renunciar a casarse con ella, pero no podía negar la imperiosa necesidad de estar con ella.

Cuando la pesadumbre empañó los ojos de Nairna, él se inclinó y la besó por primera vez. Notó el sabor de la lluvia y de su inocencia, pero cuando ella le correspondió, se sintió dominado por un deseo incontenible. Quería que fuese suya aunque se merecía algo mejor.

Cuando Nairna le rodeó la cintura con los brazos y apoyó la cara en su pecho, él se juró que haría todo lo posible para ser el marido que ella deseaba.

Tres

En el presente

Bram pasó el resto de la noche en el establo. No pudo dormir aunque lo intentó. Los ojos le abrasaban por el cansancio, pero, aun así, el sueño le fue esquivo. Creía, en conciencia, que nunca podría dormir mientras Callum siguiera preso. Todavía podía oír los gritos y ver las atroces imágenes que tenía grabados en la cabeza. La oscuridad sólo le llevaba espanto y no le extrañó que no pudiera cerrar los ojos.

En cambio, había pasado las horas pensando en su esposa. Los años habían transformado a aquella muchacha de ojos resplandecientes en una mujer que cortaba la respiración. El beso le había arrebatado cualquier posibilidad de pensar con claridad y no sabía cómo había podido separarse de ella. Incluso en ese momento, las manos le temblaban sólo de pensar en acariciarla. Lo que más quería en el mundo era tenerla tumbada en la cama y tomar su cuerpo. Sin embargo, aunque tenía ese derecho como marido, ella no estaba preparada para acostarse con él mientras fuesen unos desconocidos. Se acordó del consejo que le dio su padre la noche de bodas.

—Sabrás qué hacer —le dijo Tavin—. Confía en tus instintos.

Si la noche anterior se hubiese dejado llevar por sus instintos, habría empleado la boca para deleitarse con cada milímetro del cuerpo de Nairna. ¿No habría asustado a su inocente esposa?

Suplicó a Dios que le concediera una sola noche con ella, pero no tuvo tiempo después de la boda. Su ansia por luchar junto a su padre hizo que abandonara a su esposa en el lecho nupcial. Nunca consumaron el matrimonio aunque sus familias no lo supieron.

Cuántos errores y qué absurdos. En ese momento, podía entender por qué su padre no había querido que los acompañara a la batalla. Un muchacho de dieciséis años impulsivo y poco adiestrado no estaba preparado para enfrentarse a los soldados ingleses. Tavin MacKinloch lo había protegido y se llevó la estocada que debería haber acabado con la vida de Bram.

Él cayó de rodillas junto al cuerpo de su padre sin importarle que lo capturaran. La sangre de su padre le manchó las manos, pero nada pudo devolverle la vida. La única expiación posible era cumplir la promesa que hizo: cuidar de Callum.

El cuello le escoció como si todavía llevara el grillete de hierro alrededor. Tragó saliva para intentar alejar esos recuerdos sombríos. Se miró las cicatrices de las muñecas. Nairna se quedaría aterrada cuando viera el resto de su cuerpo. Cuanto más lo pensaba, más se preguntaba si tenía derecho a estar allí.

¿Todavía lo querría ella como marido? La noche anterior lo había rechazado y no sabía si había sido por timidez o por aversión. Ella podría haber seguido con su vida y quizá sólo lo recordara como una equivocación que cometió hacía muchos años.

Bram cerró los ojos. El deseo de vivir con Nairna era muy profundo, como si ella pudiera redimirlo de alguna manera. Aunque no había dormido, una energía fruto de la ansiedad le recorrió las venas por la necesidad de estar con ella otra vez, para convencerse de que no había estado soñando.

Oyó unos pasos en el establo, se levantó de un salto y buscó el puñal, que no estaba allí. Hamish MacPherson, el jefe de Ballaloch, estaba en la puerta con Malcolm detrás. No pudo ver a Nairna por ningún lado.

—No tenías por qué dormir en el establo, muchacho —el jefe lo miró de arriba abajo antes de darle un abrazo—. Me alegro de verte. Todos creímos que habías muerto. ¿Dónde has estado todos estos años?

—En Cairnross —contestó Bram levantando las muñecas como demostración de su cautiverio.

A juzgar por la expresión de Hamish, entendió el mensaje.

—No te preguntaré cómo has escapado, pero tienes suerte de que los hombres de Harkirk no te abatieran.

Bram no dijo nada porque no recordaba casi nada de lo que había pasado desde que le pusieron la capucha. Notó al filo del cuchillo en el cuello y acto seguido abrió los ojos y vio a Nairna de pie a su lado.

El jefe siguió hablando y las palabras fueron amontonándose. Se alegraba de que hubiese vuelto y dijo algo sobre Nairna. Él intentó seguir discernir las frases, pero el hambre y el cansancio no le permitieron concentrarse. El jefe puso una expresión seria y se santiguó.

—Es una suerte que Iver MacDonnell nos haya dejado, que Dios lo tenga en la Gloria. Lo habría complicado todo.

Bram no sabía de qué estaba hablando y Hamish dejó escapar una maldición al darse cuenta.

—No te lo ha contado, ¿verdad?

—Contarme ¿qué?

—Nairna se casó hace cuatro años con el jefe de los MacDonnell. Él murió el verano pasado — Hamish sacudió la cabeza—. Aunque supongo que el matrimonio no fue legal porque seguías vivo —se acarició pensativamente la barba—. Hablaré del asunto con el padre Garrick y le preguntaré qué hay que hacer.

Bram no oyó nada más de lo que dijo Hamish. Tenía un zumbido en los oídos y se sentía como si lo hubieran tumbado de un golpe. Ella se había casado con otro hombre y, peor aún, no le había dicho nada. Había querido creer que ella lo había esperado. Se había equivocado.

La furia le destrozó los sentimientos racionales. Deseó que el jefe de los MacDonnell siguiera vivo para poder matarlo por haber tocado lo que le pertenecía. El maldito la había despojado de su virginidad.

Tuvo que hacer acopio de todo el control de sí mismo que tenía para mantener una expresión impasible, para disimular su ira. Cuando viera a Nairna, se lo preguntaría.

—Voy a llevarme a Nairna —le comunicó al jefe.

—También querrás su dote — comentó Hamish con una sonrisa sombría.

No había llegado a pensar en eso. En ese momento, sólo quería hablar con ella, saber qué había pasado durante esos siete años y por qué se había casado con otro hombre. Las monedas no eran importantes, pero era preferible estar preparado hasta que supiera cuáles eran las circunstancias en Glen Arrin.

—Me llevaré la dote cuando volvamos.

—Ella no tendrá tanta como antes —replicó Hamish con una ceja arqueada—. Además, perderá su parte como viuda cuando su hijastro se entere de que el matrimonio no fue válido.

A Bram se le ocurrió otra idea desconcertante.

—¿Tuvo… hijos?

—No tuvieron hijos en común.

Hamish pareció sentirse incómodo y Bram resopló aliviado. Esperó que se hubiese debido a que su marido era impotente.

—¿Dónde está Nairna?

—En sus aposentos. Ella nos mandó a buscarte —el jefe le tocó el hombro—. No tienes que preocuparte por los MacDonnell. Hablaré con su jefe y solventaremos los detalles de la propiedad de Nairna.

—No va a volver con ellos —afirmó Bram tajantemente—. Pueden quedarse lo que quieran, pero Nairna se queda conmigo.

Hamish esbozó una sonrisa.

—Me alegro de que hayas vuelto, Bram. Creo que eres lo que Nairna necesita en estos momentos.

Nairna tenía las manos metidas en su baúl mientras ordenaba sus medias por colores. Primero, los colores oscuros, luego, los más claros y al fondo las medias gruesas de lana que sólo se ponía en invierno. Hizo unas bolas y las colocó en fila. Aunque ya había embalado sus pertenencias el día anterior, eso era lo único que podía hacer para dominar los nervios.

La noche anterior, cuando Bram se marchó, se quedó despierta y pensando en él. Casi le pareció que se había imaginado el beso. Durante mucho tiempo, se había aferrado a los recuerdos del pasado, pero no se parecían nada al hombre que se había adueñado de sus labios, que había reclamado su derecho a acariciarla. La había besado hasta que su cuerpo reaccionó, hasta que la piel le abrasó por su boca y su lengua. Algo inesperado se había despertado dentro de ella. Fue como si quisiera seducirla para que se plegara a su voluntad.

Iver nunca la había besado así. Le abrasaban las mejillas al pensar en el hombre que había considerado su segundo marido. ¿Había pecado al entregarle su cuerpo porque había pensado que estaban casados? ¿Tenía que olvidar esos años como si no hubieran existido?