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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid

© 2008 Kayla Perrin.

Todos los derechos reservados.

OBSESIÓN, Nº 20 - agosto 2011

Título original: Obsession

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios.

Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9000-676-4

Editor responsable: Luis Pugni

Epub: Publidisa

Inhalt

Prólogo

Kapitel 1

Kapitel 2

Kapitel 3

Kapitel 4

Kapitel 5

Kapitel 6

Kapitel 7

Kapitel 8

Kapitel 9

Kapitel 10

Kapitel 11

Kapitel 12

Kapitel 13

Kapitel 14

Kapitel 15

Kapitel 16

Kapitel 17

Kapitel 18

Kapitel 19

Kapitel 20

Kapitel 21

Kapitel 22

Kapitel 23

Kapitel 24

Kapitel 25

Kapitel 26

Kapitel 27

Kapitel 28

Kapitel 29

Kapitel 30

Kapitel 31

Kapitel 32

Kapitel 33

Kapitel 34

Kapitel 35

Epílogo

Promoción

Su marido la animó a acostarse con otro…

A mi editora, Susan Swinwood. Gracias por creer en mí y por todo tu apoyo.

Prólogo

La pluma empezó a recorrer lentamente mi labio inferior. El roce era extremadamente ligero y sutil, pero bastó para prender una llamarada por todo mi cuerpo y arrancarme un tembloroso gemido.

La siguiente caricia fue en el labio superior, y mi cuerpo desnudo respondió con un violento espasmo que anticipaba el placer inminente.

La pluma descendió por mi barbilla y cubrió mi cuello de un lado a otro. Todo con una desesperante lentitud.

De repente se detuvo, y durante cinco interminables segundos contuve la respiración a la espera de lo que sucedería a continuación. La venda que me cubría los ojos me impedía ver nada, pero al mismo tiempo agudizaba mis otros sentidos al máximo. Podía oírlo y olerlo todo. Lo único que se oía era mi respiración entrecortada y el zumbido del ventilador en el techo. Pero los olores eran mucho más ricos e intensos. Podía oler el deseo que impregnaba el aire en forma de calor y humedad. Y podía oler el sudor que le empapaba la piel. Una fragancia almizclada, embriagadora e increíblemente excitante.

Sentí el roce de la pluma en el pezón izquierdo y respondí con un respingo involuntario, tirando de las ligaduras que me ataban de pies y manos a la cama.

—¿Te gusta? —me preguntó.

—Sí —respondí con una voz apenas audible—. Sí —repetí, más alto.

Me retorcí en la cama y gemí con ansiedad. Anhelaba sus caricias más que nada.

—Paciencia, bella —murmuró él.

—Para ti es muy fácil decirlo, teniendo el control absoluto sobre mi cuerpo.

—¿Te he decepcionado alguna vez?

—No —respondí con sinceridad—. Nunca.

—Y tampoco te decepcionaré ahora.

La pluma me tocó entre las costillas y se hundió en el ombligo. Desde allí continuó su imparable y lento descenso hasta el vello púbico, y volvió a detenerse cuando yo más necesitaba su tacto.

—Por favor… —gemí—. No me hagas suplicar.

Él no respondió y dejó pasar varios segundos sin hacer nada. Lo único que se oía eran los zumbidos del ventilador del techo, hasta que oí sus pisadas en la alfombra y el chirrido de la puerta de la habitación.

¿Iba a dejarme allí?

Conté diez segundos más y empecé a retorcerme contra los nudos que me retenían, pero eran demasiado fuertes e impedían mis movimientos.

Entonces volví a oír el sonido de sus pisadas y solté el aire ruidosamente.

—¿Creías que iba a dejarte ahí para ver un partido de béisbol? —me preguntó él.

No respondí, pero eso era precisamente lo que había temido. Que me dejase atada a la cama, desnuda e incapaz de moverme hasta que él decidiera soltarme. No era la primera vez que estaba en sus manos, pero nunca había sentido tanto miedo.

¿Por qué?

Porque él no parecía ser el mismo. Desde el momento de mi llegada había percibido algo distinto en sus miradas y caricias. Una intensidad especial, oscura, incluso inquietante.

—Nunca te dejaría —dijo él—. Tú y yo estamos unidos por una fuerza incontrolable.

Tragué saliva. Su voz sonaba extrañamente siniestra, o tal vez yo estaba especialmente sensible al encontrarme atada y con los ojos vendados. Inquieta… y extremadamente excitada.

—¿Confías en mí? —me preguntó, muy cerca de la cama.

Moví las caderas para tentarlo con la imagen de mi sexo y mis piernas abiertas.

—Tócame —le pedí con voz jadeante—. Tócame antes de que me vuelva loca.

—¿Confías en mí? —repitió. Sentí el peso de su cuerpo en la cama, pero no supe situarlo.

—Sí… Confío en ti.

—¿Completamente? —su aliento me acarició el clítoris y a punto estuve de correrme. —Sí… Sí… Confío en ti completamente. Pero tócame, por favor…

Grité al sentir algo frío y mojado en el clítoris. La sensación me desconcertó, pues esperaba recibir el calor de su lengua.

Volví a sentir el tacto en la cara interna del muslo y deduje que se trataba de un cubito de hielo.

—Me pregunto si podría hacer que te corrieras con esto —dijo él en voz baja, acariciándome de nuevo el clítoris.

—No sé… Me gusta, pero está muy frío…

La cama crujió al levantarse. ¿Adónde iba ahora?

—Por favor…

Sus labios rozaron los míos y todo el cuerpo se me estremeció al saborear el frío y la humedad que había dejado en ellos el hielo. Me moría por tenerlo encima de mí, dentro de mí, follándome hasta dejarme sin sentido.

Me besó en la mandíbula y llevó la lengua hasta el lóbulo de la oreja.

—¿Me quieres?

—Quiero todo lo que me haces —respondí rápidamente. Era cierto. Lo deseaba de un modo casi enfermizo—. Aunque me hagas esperar por ello…

El hielo me tocó el pezón y todo el cuerpo se me contrajo inconscientemente. Un segundo después sentí el roce de su lengua, ligero y fugaz, y arqueé la espalda para acercar mis pechos a su boca.

—¿Me quieres? —repitió.

Lentamente, volvió a posar la espalda en el colchón. Definitivamente no era el mismo aquel día. ¿Por qué me preguntaba si lo quería, conociendo mi situación y las circunstancias en las que nos habíamos conocido?

—Sé que te encanta esto —murmuró él, frotándome el clítoris con el dedo pulgar.

—Mmm… Sí —empecé a jadear, cada vez con más fuerza—. Nunca podría cansarme de tus manos…

—¿Y de mi lengua? —se colocó entre mis piernas y yo me mordí el labio con expectación. En cuanto sentí su lengua, di un brinco y empecé a gemir.

—Me encanta tu lengua… Me vuelve loca…

Me lamió y sorbió hasta llevarme al límite del placer, pero en el último instante se apartó y me dejó a punto de explotar.

—No, no, no… por favor —le supliqué—. Te necesito…

—¿Me quieres? —volvió a preguntarme.

—¡Sí! —grité—. Te quiero, te quiero, te quiero…

—Yo también te quiero, nena —me desató las piernas y se las colocó sobre los hombros para chuparme, lamerme, morderme e introducirme la lengua, devorándome con una voracidad salvaje, como si mi sexo fuese la última comida que fuera a saborear en su vida.

El orgasmo me sacudió con una fuerza insólita, como nunca antes había experimentado. Consumió hasta la última gota de mis energías y me dejó sin aliento y temblorosa, completamente exhausta, como si un tren acabara de pasarme por encima.

Pero a pesar del incomparable placer que embriagaba mis sentidos, me di cuenta de que algo había cambiado entre nosotros.

Y no estaba segura de que el cambio fuera para mejor.

1

Seis semanas antes...

Me despertaron los gritos y gemidos que llegaban de la otra habitación, y durante unos instantes permanecí en la cama, adaptando la vista a la oscuridad. La cabeza me dolía por todos los margaritas consumidos la noche anterior y por la falta de sueño de los últimos días.

Bostecé y me giré para mirar el reloj de la mesilla.

Eran las tres y cuarto de la mañana.

—Sí, ahí… ahí… ¡Sí, sí, sí...!

A pesar de mi jaqueca no pude evitar reírme. Tal vez Marnie creía que yo no me enteraba de nada, o tal vez no le importaba. Lo único que estaba claro era que estaban follando como si fuera la última noche de sus vidas.

—¡Sí, sí! ¡Fóllame, cariño!

Me abracé a la almohada y cerré los ojos, pero sería imposible volver a dormirse con las olimpiadas sexuales que se celebraban en la habitación de al lado.

Oí un fuerte golpe en la pared y confié en que fuese el cabecero de la cama y no la cabeza de alguien. Pero ¿qué grosor tenían los tabiques de aquel hotel para que pudiera oír hasta el último suspiro?

Pensé en levantarme e ir a la habitación de Marnie, pero lo último que quería era avergonzarlos a ella y al tío que se había ligado aquella noche. De modo que permanecí donde estaba, con los ojos cerrados y esperando volver a dormirme.

Un nuevo estrépito me hizo dar un respingo en la cama. Algo parecía haberse roto y por un breve instante me asusté, hasta que oí las risas de Marnie y su amante y cómo reanudaban el baile.

Todo ello me hizo añorar a mi marido. Al principio de nuestra relación todo era pasión y despreocupación, como Marnie en esos momentos. Nos daba igual que alguien nos oyera si estábamos haciéndolo en un hotel.

Llevaba cuatro días sin verlo, desde que me fui con Marnie a las Bahamas. Marnie, mi mejor amiga de siempre, acababa de romper con su novio y yo le sugerí aquel viaje para que se distrajera y se animara. Y había sido todo un éxito. Durante cuatro días no habíamos dejado de bailar, beber y divertirnos con una energía inagotable, igual que dos universitarias de vacaciones, y Marnie no había mencionado a Brian ni una sola vez. ¿Quién iba a acordarse de un ex estando rodeada de tíos espectaculares y bebiendo un chupito de Sambuca tras otro? Tras dos años de noviazgo, Marnie tenía derecho a soltarse la melena.

Aunque yo estuviera en la habitación contigua.

Escuchándolos, no pude evitar cierta sensación de envidia. El sexo del que estaba disfrutando Marnie era el mismo que a mí me gustaría tener con mi marido. Después de ocho años de matrimonio, Andrew y yo nos habíamos estancado en una rutina conyugal que también alcanzaba el plano sexual: los sábados por la noche y algún que otro domingo por la mañana. Muy rara era la semana que lo hacíamos en un día laboral.

Al principio de nuestra relación, sin embargo, hacíamos escapadas románticas todos los fines de semana y no parábamos de follar como conejos. Por culpa de nuestros respectivos trabajos ya no disponíamos de esa libertad sin límites, pero yo seguía adorando a mi marido y él a mí también. Bastaba una simple mirada de Andrew para que todo el cuerpo se me estremeciera de deseo, igual que la primera vez que me miró en la universidad, diez años atrás.

De repente sentí ganas de llamarlo y tener sexo telefónico con él. Eran más de las tres de la mañana, pero ser espontáneo significaba no preocuparse por la hora ni el lugar.

Era muy caro llamar desde el teléfono de la habitación, de modo que agarré mi móvil y marqué el número de casa, en Orlando. Me recosté en la almohada y ensayé mentalmente el saludo subido de tono que le soltaría.

Andrew tardaba en responder, lo que aumentó mi frustración. Quería decirle lo mucho que deseaba tocarlo y tenerlo dentro de mí. Y preguntarle si sería capaz de subirse a un avión para venir a verme, o si nos encontrábamos en Fort Lauderdale, donde Marnie y yo nos habíamos embarcado en el crucero rumbo a las Bahamas.

Espontaneidad, locuras y todo eso.

La realidad barrió mis fantasías cuando saltó el contestador automático de casa y oí mi propia voz acuciándome a dejar un mensaje. Por muy desesperada que estuviera por hablar con él, no podía pedirle que me devolviese la llamada. Andrew tenía que madrugar para ir a trabajar, y además, faltaban menos de veinticuatro horas para volver a verlo.

Merecía la pena esperar. El sexo real sería infinitamente mejor que el sexo telefónico.

En algún momento tuve que volver a dormirme, porque a la mañana siguiente me desperté con un sobresalto y encontré a Marnie sentaba en mi cama.

—Buenos días, dormilona —me saludó.

Tardé unos segundos en asimilar que estaba allí realmente y que no era un sueño. Olí a jabón floral y vi que tenía mojados sus negros cabellos cortos. Sí, Marnie estaba allí, fresca y lozana como una rosa, sin que su bronceado cutis delatara nada de lo que había estado haciendo durante toda la noche.

—Tú también seguirías en la cama si te hubieran despertado dos locos follando como animales.

—¿Nos oíste? —preguntó Marnie, aparentemente sorprendida.

—¿Me lo preguntas en serio? ¿Cómo no iba a oírte?

—Ups…

—Tu habitación debe de haber quedado como zona catastrófica, por lo menos.

—Rompimos una lámpara —confesó Marnie con un deje de orgullo en la voz.

—¿Cómo? ¿Y me lo dices tan contenta?

—Tranquila. Ya lo he comunicado en recepción y la he pagado.

—Ah, muy bien —a pesar del cansancio, conseguí apoyarme en un codo y dejé escapar un bostezo.

Marnie sonrió de oreja a oreja.

—Y si estoy contenta no es por haber roto una lámpara, te lo aseguro.

Sacudí la cabeza con reproche.

—No sé cómo puedes estar en pie, después de tanto ejercicio nocturno.

—Se marchó hace una hora —suspiró alegremente—, y sabía que si me dormía no llegaría a tiempo para subirme al barco. Así que me duché, me tomé un par de cafés y me quedé como nueva.

—Tu cara ya lo dice todo… —Lo sé —dijo Marnie con una risita—. Ha sido increíble, Sophie. Absolutamente increíble.

—No hace falta que me lo jures. Fui una espectadora de primera fila… Sólo me faltaban las palomitas y el consolador.

Marnie soltó una fuerte carcajada.

—Debería avergonzarme, pero ¿qué quieres que te diga? No me causa el menor apuro. —¿Te gusta ese tío? —Me gusta su polla. No, no me gusta. ¡Me encanta su polla!

Marnie había sido mi mejor amiga desde el colegio y nunca habíamos tenido problema en hablar sin tapujos. Pero si los padres de nuestros alumnos nos oyeran, seguramente sacarían a sus hijos de la escuela.

—Me gusta —siguió Marnie—. Pero nos vamos hoy. Si él viviera en Orlando, tal vez… O incluso si viviera aquí, en las Bahamas. Pero pasado mañana vuelve a República Dominicana.

—Fue muy bonito ver cómo intentabais comunicaros en el bar —el encanto y la sonrisa de Soriano compensaban con creces su escaso dominio del idioma.

—Al menos cumplió su propósito —dijo Marnie—. Que era hacerme olvidar por completo a Brian. Quizá se deba a que sólo ha sido el rollo de una noche, no sé, pero el sexo con Brian nunca me pareció tan excitante como lo que he tenido con Soriano.

—Seguramente fue igual con Brian al principio —señalé—. Todo novedad y diversión...

Marnie se encogió de hombros.

—Puede ser. Pero ahora mi cuerpo sabe que hay vida después de Brian, y que esa vida puede ser muy emocionante.

Le sonreí. Me alegraba sinceramente por ella. Marnie ya tenía un matrimonio fallido a sus espaldas por culpa de las continuas infidelidades de su marido, y su nueva ruptura con Brian la había sumido en una profunda depresión durante los tres últimos meses, convencida de que nunca encontraría a su hombre perfecto.

Me incorporé en la cama y puse los pies en el suelo.

—Voy a ducharme. ¿Queda algo de café?

—Prepararé otra cafetera.

—Gracias, cariño. Me va a hacer mucha falta.

2

Llegué a casa un poco después de las nueve. El Cadillac de mi marido estaba aparcado en el camino de entrada, como era de esperar un domingo por la noche. Excitada, entré corriendo para arrojarme en sus brazos y hacer el amor en el suelo del salón. Creía que me lo encontraría esperándome en la puerta, pero no fue así. Sí me recibió Peaches, nuestra gata atigrada de pelo blanco y naranja. Me agaché para acariciarla rápidamente en la cabeza y ella me siguió al salón. Necesitaba mis caricias tanto como yo necesitaba a Andrew.

Andrew tampoco estaba en el salón. Era imposible que no me hubiese oído llegar, y después de cinco días sin vernos tendría que dejar cualquier cosa que estuviera haciendo y salir a mi encuentro, levantarme en brazos y no soltarme hasta que los dos nos corriéramos a la vez.

—¿Andrew?

Fruncí el ceño al no recibir respuesta. Aquella noche quería ser espontánea. Creativa. Y salvaje.

Entré en el dormitorio y me encontré a Andrew tendido en la cama, boca arriba y roncando ligeramente.

—Así me gusta, cariño… —susurré, transformando mi mueca de disgusto en una sonrisa—. Que estés reponiendo fuerzas para lo que te espera.

La gata se frotó contra mis piernas. Insensible a sus ronroneos, la agarré y la saqué de la habitación.

—Lo siento, Peaches, pero va a ser una función privada.

Me acerqué sin hacer ruido a la cama y me tendí junto a mi marido. Él no se movió hasta que lo besé en los labios. Entonces se despertó y abrió los ojos como platos al verme.

—Hola, cariño —lo saludé, riendo.

—Hola —respondió él con voz ronca.

—Parece que has tenido un día duro… —comenté mientras le ponía la mano en el estómago y le besaba la barbilla—. Espero que tu pequeña siesta te haya servido para recuperar las fuerzas.

—¿Qué hora es?

—Las nueve y algo —volvió a besarlo en la boca.

—¿Y el viaje?

—Magnífico. Marnie se ha divertido mucho — sonreí para mí misma. No iba a contarle a Andrew de qué manera había disfrutado Marnie—. Este viaje le ha sentado muy bien.

—Estupendo, cielo.

¿Estupendo? ¿Por qué no me abrazaba ni me devolvía los besos?

Debía de seguir grogui, pero yo estaba decidida a despertarlo del todo. Bajé la mano hasta la entrepierna y lo acaricié a través del pantalón al tiempo que lo besaba apasionadamente. Sentí cómo se le endurecía el miembro y emití un murmullo sensual de satisfacción. Me coloqué encima de él y me senté a horcajadas sobre sus caderas. Andrew me agarró los pechos y apretó suavemente.

Empecé a frotarme contra él, sintiendo su pene a través de mis pantalones cortos, y volví a besarlo en la boca, en la mandíbula y luego en la oreja.

—Anoche tuve algunas fantasías muy atrevidas —susurré.

Él me rodeó la cintura con las manos.

—¿Sí?

—Mmm… hmm —eché la cabeza hacia atrás para mirarlo—. Te llamé por teléfono, pero no respondiste.

Andrew detuvo las manos y me miró con desconcierto.

—¿Llamaste anoche?

—Sí.

—¿A qué hora?

—Era muy tarde. Debías de estar durmiendo… o por ahí de juerga. Lo dije en broma, pero Andrew pareció tomárselo en serio.

—Supongo que estaba tan cansado que no me enteré. Han sido días frenéticos en el trabajo, y al final fui a esa convención, ya que tú no estabas. Tendrías que haber visto a los liquidadores de seguros emborrachándose en el bar… Y eso que me parecían aburridos.

Deslicé la mano entre nuestros cuerpos y comprobé que ya no estaba excitado. —¿Qué ocurre, grandullón? ¿No te alegras de verme? —Pues claro —¿eran imaginaciones mías o Andrew había adoptado una actitud defensiva?

—Entonces, ¿por qué tardas tanto en desnudarme? —me tiré de la camiseta por encima de la cabeza y me quité rápidamente el sujetador—. Tócame, cariño… Chúpame los pezones y fóllame como nunca…

—Sophie —murmuró él con desaprobación.

—Lo siento, cariño —dije. A Andrew no le gustaba el lenguaje tan explícito—. Pero es que te he echado mucho de menos y… —Andrew me miró con recelo—. Por favor, no me digas que estás muy cansado… —empecé a acariciarlo de nuevo—. Yo me encargaré de todo, si quieres.

—¿Qué ha pasado exactamente en el viaje?

—¿Qué quieres decir?

—No sé. Pareces más caliente que de costumbre.

Me eché hacia atrás y lo miré con asombro.

—¿Es raro que quiera hacer el amor con mi marido?

Andrew se encogió ligeramente de hombros.

¿Qué estaba pasando allí?

—¿Crees que he hecho algo malo mientras estaba fuera?

—Yo no he dicho eso.

No podría haber sonado menos convincente. Andrew nunca había sido celoso ni posesivo, ni yo le había dado ninguna razón para que desconfiara de mí. Su actitud me tenía perpleja.

—Vamos a dejar las cosas claras —dije, apartándome de él—. No he hecho nada que te pudiera molestar. He bebido un montón, he trasnochado y he bailado como no lo hacía desde que estaba en la universidad, pero todos los hombres que hablaban conmigo sabían que estaba casada.

Andrew no pareció haberme oído. Se levantó de la cama y salió de la habitación, dejándome sola y confundida. ¿No me creía o quizá intentaba provocar una discusión? Pero ¿por qué? ¿Sólo por haberme ido cinco días con Marnie? No había puesto ninguna objeción al viaje.

No lo seguí. Si Andrew quería una discusión, yo no iba a dársela. Volví a ponerme la camiseta y me resigné a no tener sexo aquella noche.

Peaches aprovechó que Andrew había dejado la puerta abierta y entró en la habitación en busca de las atenciones deseadas. Saltó a mi regazo y yo me puse a acariciarle el cuello, contenta de que al menos mi mascota siempre se alegrara de verme.

Andrew volvió unos minutos después, pero se quedó parado en la puerta, apoyado en el marco y con una expresión de disgusto.

—¿Estás enfadado porque me fui de viaje con Marnie? —le pregunté sin más rodeos.

Él tomó aire y lo soltó lentamente.

—Ha ocurrido algo.

Sin duda era algo del trabajo. No era la primera vez que el estrés laboral lo acompañaba a casa, y si bien me molestaba que mi regreso no consiguiera animarle, me aliviaba saber que no estaba enfadado conmigo.

—¿Algo grave?

Él asintió.

No supe por qué, pero tuve la sensación de que no se trataba de un simple problema en su trabajo.

—No pasa nada —le dije—. Sea lo que sea, puedes decírmelo.

Me miró fijamente a los ojos y luego apartó la mirada. La angustia se reflejaba en su rostro.

—Sabes que te apoyaré en lo que sea, Andrew —insistí.

—No estoy tan seguro.

Lo miré con el ceño fruncido. Peaches se tumbó sobre el lomo para ofrecerme su estómago, encantada con las atenciones que estaba recibiendo.

—¿Por qué dices eso? ¿No he estado siempre a tu lado?

Él no respondió y un escalofrío me recorrió la espalda. No era propio de Andrew mostrarse tan inseguro. Lo ocurrido debía de ser realmente grave. El corazón empezó a latirme con fuerza al pensar en las posibilidades. ¿Les habría pasado algo a sus padres? ¿Le habrían diagnosticado una enfermedad mortal mientras yo estaba fuera? ¿Habría atropellado a un niño?

Andrew suspiró profundamente. Se estaba tomando su tiempo para darme la terrible noticia, pero yo no podía soportar más.

—¡Andrew, por favor, dímelo!

—Sabes que te quiero, ¿verdad?

—Sí, lo sé —respondí con ansiedad—. Pero quiero saber lo que ha pasado.

No podía mirarme a la cara, lo que empeoró mis temores. Los ojos se me llenaron de lágrimas. Lo ocurrido debía de ser tan horrible que Andrew no había querido agobiarme mientras estaba de viaje.

—¿Ha muerto alguien?

—No.

—¿No? —se me escapó una risita de alivio—. Gracias a Dios… —me detuve para respirar—. Pero ¿qué ha pasado, entonces?

—Yo…

Esperé con toda mi atención puesta en él.

—¿Qué, cariño?

—Nunca he querido hacerte daño.

No eran las palabras que esperaba oír y me pillaron totalmente por sorpresa.

—No te entiendo…

—He… he hecho algo de lo que no me enorgullezco.

Por fuerza tenía que tratarse de algo relacionado con su trabajo. ¿Y si lo habían despedido? Andrew era el encargado del hotel Pelican en Kissimmee, cerca de Disney World, un puesto que suponía una enorme responsabilidad y tensión. A la junta directiva no siempre le gustaba la manera en que Andrew y su equipo manejaban el hotel, pero para despedirlo tendría que haber hecho algo verdaderamente grave.

—Esto es tan… —Andrew no acabó la frase.

—¿Tan qué? —lo apremié yo.

—He tenido una aventura —espetó de golpe, tan rápido que no creí haberlo oído bien. El fuerte ronroneo de la gata podría haber hecho que lo entendiera mal.

—¿Qué has dicho? —le pregunté para corroborarlo, esperando que dijese otra cosa.

Andrew me miró y repitió las mismas palabras.

—He tenido una aventura.

Aturdida, dejé a la gata en el suelo. Peaches salió corriendo de la habitación, como si sintiera la tensión que se respiraba en el ambiente. —¿Has…? —no pude repetir lo que acababa de oír. —Lo siento mucho —entró en la habitación y cerró la puerta—. No quería hacerte daño.

Me quedé mirándolo, incapaz de reaccionar. Era como si mi marido se hubiera transformado en un completo desconocido.

—Por favor, Sophie, dime algo.

No, aquello no estaba pasando. Debía de ser una pesadilla.

Andrew caminó hacia mí, muy despacio, como si intentara acorralar a un perro asustado. Yo no dije nada. Estaba demasiado conmocionada como para articular palabra. Pero cuando él me tocó reaccioné instintivamente apartándole la mano.

—No me toques —el sonido de mi respiración agitada me resultaba espantoso—. Ni se te ocurra volver a tocarme.

—Esto es lo más difícil que he tenido que hacer en mi vida…

—¡Cállate! —me tapé los oídos con las manos, como si protegiéndome de sus palabras pudiera borrar su significado. Con los ojos le supliqué que se desdijera, pero él apartó la mirada al cabo de unos segundos—. Dios mío… —me levanté—. Dios mío, Dios mío…

—Sophie…

Pasé a su lado, jadeando en busca de aire. Quería escapar de allí, lo más lejos posible de Andrew, donde sus palabras no pudieran alcanzarme. Pero al entrar en el salón me cedieron las rodillas y tuve suerte de caer en el sofá y no dar de bruces en el suelo.

¿Una aventura? ¿Mi marido había tenido una aventura?

Andrew, el único hombre con el que había estado desde mis diecinueve años, que en la universidad me había cortejado con tacto y perseverancia hasta que fui incapaz de rechazarlo. El hombre que me había regalado un anillo de plástico con un ramo de dientes de león y me había dicho que aunque no fuese una proposición de verdad algún día lo haría como era debido.

Si había habido alguien en mi vida en quien podía confiar ciegamente, alguien de quien nunca hubiera creído una traición semejante, ése era Andrew.

¿Por qué, por qué, por qué?, me preguntaba con los ojos llenos de lágrimas. ¿Por qué me hacía eso? ¿Por qué a mí? ¿Por qué él?

Nunca le había dado la espalda en la cama ni había alegado estar muy cansada para hacer el amor. Todo lo contrario. Era yo quien siempre tenía más ganas que él. Andrew había perdido la fogosidad de los primeros años, pero tampoco había sido nunca muy pasional. No era la clase de hombre que buscara sexo en otra parte teniendo a una esposa lista en todo momento para complacerlo.

Lo que a Andrew le importaba, o al menos eso me había dicho siempre, era el compromiso. La pasión se podía apagar, pero me había prometido que nuestro amor siempre sería igual de fuerte.

—Sophie —me llamó en voz baja. Levanté la cabeza y lo vi de pie junto al sofá.

Su expresión apenada transformó mi confusión en ira. ¿Cómo se atrevía a parecer dolido después de haberme traicionado?

—¿Qué quieres, una medalla? ¿Crees que voy a perdonarte sólo porque hayas tenido agallas de decírmelo?

—No —respondió él—. No es eso lo que espero.

—¿Entonces qué demonios quieres? —estaba tan fuera de mí que me daba igual el lenguaje empleado.

—Sólo quería que lo supieras.

—Muy noble por tu parte… ¡Vete al cuerno!

Me levanté y volví al dormitorio, pero una vez allí me di la vuelta. Quería, merecía respuestas del hombre al que le había entregado mi corazón. El hombre con el que me había casado y al que le había prometido fidelidad eterna.

—Dime por qué te has acostado con otra —le exigí. Las fosas nasales me ardían con cada espiración.

Él no dijo nada.

—¡Dime por qué! ¿Lo hiciste porque no soy lo bastante buena para ti? Sabe Dios que para ti el sexo siempre ha sido algo secundario. ¿Por qué narices has acabado en la cama de otra?

—No lo sé.

—¿No lo sabes? ¿Qué pasa, es que fuiste abducido por extraterrestres que te extirparon el cerebro?

Andrew volvió a quedarse en silencio.

—¿Con quién fue? ¿Alguna zorra a la que conociste en un club?

Silencio.

—¿Alguien a quien conociste en el hotel?

Silencio.

Una horrible posibilidad me asaltó de repente, tan dolorosa como si Andrew me hubiera abofeteado en la cara.

—No fue un rollo de una noche, ¿verdad? Oh, Dios…

Andrew gimió de frustración y se pasó una mano por el pelo.

—No… no significó nada.

—¡No digas que no significó nada!

—Por Dios, Sophie. ¿Es que no podemos hablar? Cometí un error, eso es todo.

—Ya he oído suficiente.

—Estoy intentando hacer lo correcto —insistió él, cada vez más impaciente—. Por eso te lo he contado. Quería que lo supieras por mí.

Fue mi turno para guardar silencio. Estaba temblando de furia y necesitaba tranquilizarme, no por Andrew, sino por mí. Respiré hondo e intenté pensar con calma.

—Creía que te conocía —dije—. Y que tú me amabas.

—¿Crees que no te amo? —preguntó él—. Ésa es la razón por la que te lo estoy contando. Porque te quiero. Y quiero hacerlo bien.

Hacerlo bien… Como si fuera tan sencillo.

—Lárgate —le dije.

—¿Cómo has dicho?

—Quiero que te vayas. Quiero que salgas de mi vida para siempre, asqueroso hijo de perra.

Pero a pesar de la fulminante sentencia no podía imaginarme una vida sin Andrew. Tan sólo unos meses antes habíamos decidido finalmente tener hijos. Después de haber dedicado ocho años a ahorrar, por fin estábamos preparados.

Volví a tomar aire y lo retuve en mi interior hasta que me abrasó los pulmones. No quería llorar, pero… maldito fuera Andrew por haberlo destruido todo. Los restos de mi autocontrol acabaron por derrumbarse y empecé a sollozar.

Andrew me estrechó en sus brazos y yo no tuve fuerzas para apartarlo. Me sostuvo la cabeza contra el pecho y así estuve llorando hasta que no me quedaron lágrimas.

—Esto era lo último que quería —se lamentó él mientras me acariciaba el pelo, como si me estuviese consolando por algo completamente distinto—. Hacerte daño de esta manera…

Sus palabras me traspasaron el corazón. Di un paso atrás y me sequé las lágrimas de la cara.

—¿Cómo pudiste pensar que algo así no me haría daño?

—Parezco un imbécil, lo sé… Y lo único que puedo decirte es que lo siento.

Un frío glacial me invadió y me abracé con fuerza, aun sabiendo que mis brazos no podrían protegerme de la gélida sensación que emanaba de mi interior.

—Con sentirlo no basta.

Andrew asintió.

—Lo entiendo.

—¡Deja de mirarme así!

—¿Así cómo?

—Como si esto te doliera a ti más que a mí.

—A mí también me duele.

—Seguro que para ti ha sido durísimo —repliqué, dándole la espalda. No podía seguir mirándolo.

Muy despacio, eché a andar hacia la pared y me apoyé en ella. Las fuerzas me habían abandonado.

Andrew se acercó, pero se quedó a unos pasos de distancia.

—Te lo he dicho porque quería hacerlo. Porque merecías saberlo. Y porque tenía la esperanza de que pudieras encontrar la manera de perdonar mi debilidad. He cometido una estupidez, pero no tiene por qué suponer el fin de nuestro matrimonio.

—Vaya… Muchas gracias por el consejo, cerdo asqueroso. No te atrevas a decirme lo que debo sentir ni lo que debería hacer, porque soy yo quien va a decidir lo próximo que va a pasar. No creas que puedes tener una aventura y seguir decidiendo nuestro futuro. Si ese futuro te importase no habrías hecho algo tan… tan… —la voz se me quebró y ahogué un llanto.

—Cariño —dijo Andrew, avanzando hacia mí.

—¡Que te jodan! —grité. La furia volvía a apoderarse de mí—. Y ahora lárgate de mi vista. No quiero seguir viéndote.

3

No le pregunté adónde iba. Por mí, como si iba en busca de su amante o a buscar los papeles del divorcio. Si prefería quedarse con esa zorra en vez de conmigo, que así fuera.

Eso era lo que intentaba decirme a mí misma, pero mi corazón se negaba a aceptarlo. Por mucho que quisiera odiar a Andrew, era imposible renunciar a mis sentimientos de un momento para otro. Amaba a mi marido y eso me hacía sufrir aún más. Por no hablar de la conmoción que me produjo una noticia del todo inesperada. Hasta ese momento estaba convencida de que Andrew y yo formábamos una pareja feliz. Y las parejas felices no se engañaban.

Pasé la noche alternando las lágrimas con los arrebatos de ira y con el deseo de empezar de nuevo. Daría lo que fuera por volver a las Bahamas a pasarme la noche bebiendo y bailando. Allí al menos era la sobredosis de diversión y no el desengaño amoroso lo que me privaba del sueño.

Con los primeros rayos de sol sentí náuseas y el estómago revuelto. Estaba muerta de sed, pero no tenía fuerzas ni para levantarme de la cama.

¿Por qué? La pregunta seguía acosándome sin descanso. ¿Por qué Andrew me había hecho algo así? ¿A nosotros? Y encima tenía el descaro de decirme que aún quería salvar nuestro matrimonio.

No lo entendía.

La cabeza me dolía tanto que volví a cerrar los ojos. Debí de quedarme dormida, porque me desperté con un sobresalto y me pareció haber oído un ruido. Peaches no estaba en la habitación conmigo, de modo que seguramente había tirado algo en algún rincón de la casa. Pero no me apetecía levantarme para comprobarlo y volví a cerrar los ojos.

Entonces oí cómo se abría la puerta del dormitorio y supe que no se trataba de Peaches. ¿Había regresado Andrew?

Marnie asomó la cabeza por la rendija.

—¿Marnie? —murmuré, pensando si estaría alucinando.

Mi amiga entró en la habitación.

—¿Qué ocurre, cariño?

—¿Qué haces aquí?

Marnie se tumbó en la cama, a mi lado, llena de preocupación.

—Andrew me ha llamado. Y me alegro de que lo hiciera. ¡Tienes los ojos hinchados!

—¿Andrew te ha llamado?

—Sí —me puso la mano en la frente para comprobar la temperatura—. No tienes fiebre, pero nunca te había visto con tal mal aspecto. Debería llevarte al médico.

—¿Andrew te ha dicho que estaba enferma?

—Sólo me ha dicho que podrías necesitarme.

—Mmm —me agarré a su brazo e intenté incorporarme—. Necesito agua.

—Ahora mismo —salió corriendo de la habitación y volvió al cabo de un minuto con un vaso de agua con hielo.

Tomé un pequeño sorbo y luego vacié el vaso de un trago. Estaba más sedienta de lo que creía.

—No estoy enferma —le dije, con la voz aún débil.

—Pues cuéntame qué te ocurre.

—Discúlpame —me levanté con dificultad de la cama y fui al cuarto de baño. Marnie estaba confusa y preocupada, pero tendría que esperar un poco para saber la verdad.

Al ver mi imagen en el espejo ahogué un grito de espanto. Tenía el pelo hecho un desastre, los ojos enrojecidos e hinchados y la ropa arrugada por haberme acostado vestida. Cualquiera que me viese pensaría que habían intentado violarme.

Me lavé la cara y bebí más agua. El estómago me rugía y por primera vez desde la noche anterior sentí un hambre más fuerte que las náuseas.

Cuando salí al dormitorio Marnie no sólo parecía preocupada, sino también aterrada. —Estoy empezando a asustarme, Sophie. ¿Qué ha pasado? —Andrew… —me detuve y tragué saliva—. Andrew ha tenido una aventura.

—¿Qué? —exclamó ella.

Sólo pude asentir, incapaz de repetir las palabras. —¿Va a dejarte? Me senté en el colchón junto a ella. —Dice que aún me quiere. —¿Cómo? —volvió a gritar, tan indignada y enfurecida como yo misma.

—Así es. Increíble, ¿verdad?

—Oh, cariño… Cuánto lo siento… ¿Has comido algo?

Como si la comida fuese la solución a la crisis.

—Nada.

—Deja que te prepare algo.

—¿Dónde está Peaches?

—Salió corriendo cuando abrí la puerta. La gata estará bien. Eres tú quien me preocupa.

Asentí otra vez, y Marnie me agarró de la mano para levantarme.

—Sé cómo te sientes, y voy a ayudarte a superarlo.

—Gracias.

La acompañé a la cocina, pero ella insistió en que me sentara en el salón con los pies en alto. Así lo hice, y a falta de otra cosa mejor que hacer, encendí la televisión. Estaban emitiendo el programa de Maury Pauvich, en el que se enviaba a un campamento militar a un montón de críos deslenguados e insolentes, quienes al cabo de pocos días estaban llorando y suplicando para que los dejaran volver con sus madres.

—Debería haber campamentos como ése para los maridos infieles.

—¿Qué? —preguntó Marnie desde la cocina, donde estaba preparando el café y calentando la sartén para freír huevos.

—Estoy viendo el programa de Maury Pauvich, y creo que debería haber un programa similar donde enviaran a los hombres que engañan a sus parejas a un campamento militar.

—¿Era… él un marido infiel? —preguntó Marnie.

—No lo sé. Quizá todos lo sean.

Marnie y Brian se habían separado porque querían cosas distintas, pero su primer marido, Keith, la había engañado tantas veces que parecía empeñado en batir algún récord mundial.

Marnie me llevó una taza de humeante café al salón.

—Dos cucharaditas de crema y dos de azúcar, como a ti te gusta.

—Gracias —acepté la taza con una sonrisa y vi que volvía a la cocina, contenta de que estuviese allí conmigo.

Seguí viendo la televisión mientras Marnie freía los huevos. Una joven, a quien los subtítulos la identificaban como una tal Cathy, de trece años, se jactaba ante las cámaras de haberse acostado con quince hombres mientras su madre se deshacía en lágrimas a su lado y el público la vitoreaba.

Me eché a reír cuando Maury puso la mano en el hombro de la madre y le preguntó cómo se sentía por la escandalosa confesión de su hija.

—No puedo creer que me haga esto... —consiguió balbucear su madre entre un sollozo y otro.

Puse una mueca. Yo no era madre, pero sí profesora, y había presenciado muy de cerca los problemas que se producían cuando los padres adoptaban un papel sumiso y dejaban la autoridad en manos de sus hijos, sin imponerles límites ni castigos por infringir las reglas.

—¿Quieres comer delante de la televisión? —me preguntó Marnie—. Puedo traer un par de bandejas.

—No, no —me levanté y fui a la mesa de la cocina—. Aunque he de decir que ver este programa ayuda a olvidarse de los problemas propios.

Marnie me sirvió un plato con huevos y tostadas y se sentó a mi derecha. Ella sólo se tomaba un café.

—Muchas gracias —le dije—. Si no hubieras venido aún seguiría en la cama, medio en coma.

Marnie tomó un sorbo de café.

—Ahora dime qué ha pasado. Llegaste a casa anoche y ¿encontraste alguna prueba de que una mujer había estado aquí?

—No —respondí mientras cortaba los huevos—. Fue él quien me lo dijo.

—¿No se le ocurrió hacerte otro regalo de bienvenida?

—Sabía que algo iba mal, pero nunca me habría imaginado que… —suspiré—. Se comportaba de un modo extraño. Yo quería hacer el amor, pero él no estaba por la labor. De repente se puso muy serio y dijo que tenía que contarme algo. Lo primero que pensé fue que alguien había muerto —sacudí la cabeza al recordarlo.

—Ojalá pudiera decirte que me sorprende — dijo Marnie—, pero los hombres ya han dejado de sorprenderme.

—Anoche estaba destrozada —seguí. Aún lo estaba, pero había decidido recuperar el control de mis emociones—. Furiosa y confusa. Pero ¿sabes qué? Si esto es lo que la vida me pone por delante, lo superaré y seguiré mi camino.

Marnie me miró con escepticismo, pero afortunadamente no expresó sus dudas en voz alta.

—No estoy diciendo que vaya a ser fácil — dije—. Pero hay muchos más peces en el mar…

Sentí que la emoción crecía en mi interior al pensar en una nueva vida sin Andrew, y rápidamente me llevé más comida a la boca antes de empezar a llorar. Me estaba engañando a mí misma.

—Aquí me tienes para lo que sea —me dijo Marnie—. Saldremos de compras, iremos a bailar… lo que haga falta para superarlo.

Asentí.

—Lo sé —yo había hecho lo mismo por ella—. Sé que será duro, porque aún quiero a Andrew. Pero no puedo dejar que esto me destroce la vida.

Marnie también asintió y tomó más café.

—¿Te ha dicho algo de ella?

—No mucho. Pero parece que no fue una simple aventura de una noche —le di un mordisco a mi tostada de pan integral.

—Maldito cerdo —masculló Marnie—. Lo siento, pero…

—No te disculpes. Tienes razón. Me cuesta creer que me lo contara con la esperanza de que lo perdonase.

—Déjame que te diga algo… Si le perdonas a un tío que te engañe, nada le impedirá volver a engañarte. Aprendí la lección con Keith.