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Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2015 Daniel Silva

© 2016, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.

Título español: El espía inglés

Título original: The English Spy

Publicado por HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales hechos o situaciones son pura coincidencia.

Traductor: Victoria Horrillo Ledesma

Diseño de cubierta: Gonzalo Rivera

Imágenes de cubierta: GettyImages - Arcangel Images

 

ISBN: 978-84-16502-21-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Dedicatoria

Citas

Primera Parte. Muerte de una princesa

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Segunda parte. Muerte de un espía

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Tercera parte. País de bandidos

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Cuarta parte. En casa

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Nota del autor

Agradecimientos

 

 

 

 

Para Betsy y Andy Lack. Y, como siempre, para mi esposa, Jamie, y mis hijos, Lily y Nicholas

 

 

 

 

Cuando uno borra una marca de lápiz, debe comprobar con sumo cuidado que el trazo quede borrado por completo. Porque, si ha de guardarse un secreto, toda precaución es poca.

 

Graham Greene, El ministerio del miedo

 

 

Ya no más lágrimas. Pensaré en la venganza.

 

María, reina de Escocia

Primera Parte
Muerte de una princesa

 

 

1

 

GUSTAVIA, SAINT BARTHÉLEMY

 

Nada de aquello habría pasado si Spider Barnes no hubiera agarrado una cogorza en el Eddy’s dos noches antes de la fecha prevista para que zarpara el Aurora. Se le consideraba el mejor chef marítimo de todo el Caribe, irascible, sí, pero absolutamente irreemplazable, un genio chiflado ataviado con delantal y chaquetilla blanca almidonada. Spider, como se verá, tenía una formación clásica: había trabajado en París, en Londres, en Nueva York y en San Francisco hasta que, tras una desafortunada escala en Miami, había abandonado para siempre el negocio de la restauración y optado por la libertad del mar. Ahora trabajaba en grandes yates chárter, la clase de barcos que alquilaban estrellas de cine, raperos, magnates y fanfarrones en general cuando querían impresionar a alguien. Y cuando no estaba detrás de los fogones, se hallaba invariablemente acodado a la barra de alguno de los mejores bares de tierra firme. El Eddy’s se contaba entre sus cinco bares predilectos de toda la Cuenca del Caribe, y quizá del mundo entero. Esa tarde empezó a eso de las siete con un par de cervezas, a las nueve se fumó un porro en el jardín en penumbra y a las diez se hallaba contemplando su primer vaso de ron aromatizado con vainilla. Todo parecía marchar viento en popa. Spider Barnes estaba colocado y en el paraíso.

Entonces, sin embargo, vio a Veronica y la noche adquirió un sesgo peligroso. Era nueva en la isla, una chica extraviada, una europea de origen incierto que servía copas a turistas de paso en el garito de al lado. Pero era bonita (tan bonita como una guarnición de flores, le comentó Spider a su anónimo compañero de copas), y Spider le entregó su corazón en diez segundos. Le propuso matrimonio, su forma de abordaje preferida, y cuando ella le rechazó decidió proponerle que echaran un polvo. Aquello, inopinadamente, dio resultado y a eso de las doce de la noche fueron vistos alejándose con paso tambaleante bajo un aguacero torrencial. Esa fue la última vez que se vio a Spider: a las 12:03 de una húmeda noche en Gustavia, calado hasta los huesos, borracho y enamorado otra vez.

El capitán del Aurora, un yate de lujo de 47 metros de eslora con base en Nassau, era un tal Ogilvy, Reginald Ogilvy, exmiembro de la Royal Navy, un dictador benévolo que dormía con un ejemplar del reglamento en la mesilla de noche, junto a la Biblia del rey Jacobo heredada de su abuelo. Ogilvy sentía por Spider Barnes una antipatía que se redobló a las nueve del día siguiente, cuando el cocinero no se presentó en la reunión de la tripulación y el personal de cabina. Aquella no era una reunión corriente, puesto que el Aurora se preparaba para recibir a una huésped muy importante. Solo Ogilvy conocía su identidad. Sabía también que su séquito incluía a un equipo de guardaespaldas y que ella era, como poco, exigente, lo que explicaba la alarma de Ogilvy ante la ausencia de su afamado chef.

Ogilvy notificó su desaparición al capitán del puerto de Gustavia, quien a su vez informó cumplidamente a la gendarmería local. Un par de agentes llamaron a la puerta de la casita de Veronica en la falda de la montaña, pero tampoco había ni rastro de ella. Acto seguido, buscaron en los diversos puntos de la isla a los que solían arribar los borrachos y los afligidos tras una noche de juerga. En Le Select, un sueco de cara colorada aseguró haber invitado a Spider a una Heineken esa misma mañana. Alguien más dijo haberlo visto rondando por la playa de Colombier, y hasta hubo informes, nunca confirmados, de cierta inconsolable criatura a la que se había visto aullar a la luna en los montes de Toiny.

Los gendarmes siguieron fielmente cada pista. A continuación, registraron la isla de norte a sur y de proa a popa, sin resultados. Pocos minutos después de la puesta de sol, Reginald Ogilvy informó a la tripulación del Aurora de que Spider Barnes se había esfumado y de que habría que encontrar de inmediato un sustituto que diera la talla. El personal del barco se desplegó por la isla, desde los restaurantes del paseo marítimo de Gustavia a los chiringuitos de playa del Grand Cul-de-Sac. Y a las nueve de esa noche, en el lugar más insospechado, encontraron lo que andaban buscando.

 

 

Había llegado a la isla en plena temporada de huracanes y se había instalado en la casita de madera que había al final de la playa de Lorient. No tenía posesiones más allá de un petate de lona, un montón de libros muy manoseados, una radio de onda corta y una desvencijada escúter que había comprado en Gustavia a cambio de un par de billetes mugrientos y una sonrisa. Los libros eran gruesos, pesados y profundos; la radio, de una calidad que ya rara vez se veía. De noche, cuando se sentaba en su tambaleante terraza a leer a la luz de un farol a pilas, el sonido de la música flotaba sobre el fragor de las palmeras y el suave vaivén del oleaje. Jazz y clásica, principalmente, y a veces también un poco de reggae de las emisoras del otro lado del mar. Al dar cada hora, bajaba el libro y escuchaba atentamente las noticias de la BBC. Luego, cuando acababa el boletín, buscaba en el dial algo de su agrado y las palmeras y el mar volvían a bailar al son de su música.

Al principio no estaba claro si estaba allí de vacaciones, de paso, escondiéndose o si pensaba hacer de la isla su domicilio permanente. El dinero no parecía problema. Por las mañanas, cuando iba a la boulangerie para tomar su café con pan, daba generosas propinas a las dependientas. Y por las tardes, cuando se pasaba por el mercadito de al lado del cementerio para comprar su cerveza alemana y sus cigarrillos americanos, nunca se molestaba en recoger el cambio que salía tintineando de la máquina expendedora. Su francés era pasable, pero estaba teñido por un acento que nadie alcanzaba a identificar. Su español, idioma en el que hablaba con el dominicano que atendía el mostrador del JoJo Burger, era mucho mejor, pero tampoco se libraba de aquel acento. Las chicas de la boulangerie llegaron a la conclusión de que era australiano; los chicos del JoJo Burger, en cambio, pensaban que era afrikáner. Estaban por todo el Caribe, los afrikáners. Gente honrada en su mayor parte, aunque algunos tuvieran intereses en negocios tirando a ilegales.

Sus días, aunque amorfos, parecían no carecer por completo de propósito. Desayunaba en la boulangerie, se pasaba por el quiosco de prensa de Saint-Jean para recoger un paquete de periódicos ingleses y estadounidenses del día anterior, hacía rigurosamente sus ejercicios en la playa y leía sus densos volúmenes de literatura e historia con un sombrerito de lona bien calado sobre los ojos. En cierta ocasión, alquiló una lancha y pasó la tarde buceando en el islote de Tortu. Pero su ociosidad parecía más forzada que voluntaria. Daba la impresión de ser un soldado herido que anhelaba regresar al frente, un exiliado que soñaba con su patria perdida, estuviera donde estuviera esa patria.

Según Jean-Marc, un funcionario de aduanas del aeropuerto, había llegado en un vuelo procedente de Guadalupe en posesión de un pasaporte venezolano en vigor en el que figuraba el pintoresco nombre de Colin Hernández. Al parecer, era fruto de un breve matrimonio entre una angloirlandesa y un español. La madre tenía ínfulas de poeta; el padre se había metido en algún asunto turbio relacionado con dinero. Colin le detestaba. De su madre, en cambio, hablaba como si su canonización fuera una simple formalidad. Llevaba una fotografía suya en la cartera. El niño rubio que sostenía sobre el regazo no se parecía mucho a Colin, pero el tiempo tenía esas cosas.

Según el pasaporte, Colin Hernández tenía treinta y ocho años, cosa que parecía cierta, y era de profesión «empresario», lo cual podía significar casi cualquier cosa. Las chicas de la boulangerie creían que era un escritor en busca de inspiración. ¿Cómo, si no, se explicaba el hecho de que casi nunca se le viera sin un libro? Las chicas del mercado, por su parte, idearon una alocada teoría, complemente injustificada, según la cual había matado a un hombre en Guadalupe y se estaba escondiendo en Saint Barthélemy hasta que pasara la tormenta. Al dominicano del JoJo Burger, que también se estaba escondiendo, esta hipótesis le parecía risible. Colin Hernández, afirmaba, era simplemente otro holgazán, un parásito que vivía del fondo fiduciario de un padre al que odiaba. Se quedaría hasta que se aburriera, o hasta que empezara a faltarle el dinero. Luego volaría a otra parte y al cabo de un día o dos les costaría recordar su nombre.

Por fin, al cumplirse un mes de su llegada, hubo un ligero cambio en su rutina. Después de comer en el JoJo Burger, fue a la peluquería de Saint-Jean y cuando salió su desgreñada cabellera negra estaba recortada, esculpida y lustrosamente engominada. A la mañana siguiente, cuando apareció en la boulangerie, iba recién afeitado y vestido con pantalones chinos y una tiesa camisa blanca. Desayunó lo de siempre (una taza grande de café crème y una barra de áspero pan de pueblo) y pasó un buen rato leyendo el Times del día anterior. Luego, en lugar de regresar a su casita, montó en su escúter y se dirigió a Gustavia a toda velocidad. Y a las doce de ese mismo día por fin quedó claro a qué había ido a Saint Barthélemy aquel hombre llamado Colin Hernández.

 

 

Visitó primero el Carl Gustaf, un hotel antiguo y señorial, pero el jefe de cocina, al saber que carecía de formación reglada, se negó a concederle una entrevista. Los propietarios del Maya’s le rechazaron cortésmente, al igual que los encargados del Wall House, el Ocean y La Cantina. Probó en La Plage, pero allí tampoco mostraron interés, como tampoco lo mostraron en el Eden Rock, el Guanahani, La Crêperie, Le Jardin o Le Grain de Sel, el solitario fortín con vistas a los humedales de Saline. Ni siquiera en La Gloriette, cuyo fundador era un exiliado político, quisieron saber nada de él.

Impertérrito, probó suerte en las joyas ocultas de la isla: la cafetería del aeropuerto, el bar criollo del otro lado de la calle y el quiosco del aparcamiento del supermercado L’Oasis, donde servían pizza y panini. Y fue allí donde por fin le sonrió la fortuna, pues se enteró de que el cocinero de Le Piment se había despedido intempestivamente tras una larga disputa por las horas de trabajo y el salario. A las cuatro de esa tarde, tras demostrar sus habilidades en la minúscula cocina de Le Piment, consiguió el trabajo. Hizo su primer turno aquella misma noche. Las críticas fueron unánimemente espléndidas.

De hecho, la fama de su destreza culinaria no tardó en extenderse por la pequeña isla. Le Piment, hasta entonces territorio de lugareños y residentes, se llenó muy pronto de una clientela nueva que cantaba las alabanzas de aquel misterioso cocinero de extraño nombre angloespañol. El Carl Gustaf intentó birlárselo, al igual que el Eden Rock, el Guanahani y La Plage, todos ellos sin éxito. De ahí que Reginald Ogilvy, capitán del Aurora, estuviera de un humor pesimista cuando se presentó en Le Piment, sin reserva, la noche posterior a la desaparición de Spider Barnes. Se vio obligado a esperar media hora en el bar hasta que por fin le dieron una mesa. Pidió tres entrantes y tres primeros platos. Luego, tras probar cada uno, solicitó hablar un momento con el chef. Pasaron diez minutos antes de que le fuera concedido su deseo.

—¿Tenía hambre? —preguntó el hombre llamado Colin Hernández, mirando los platos de comida.

—No, nada de eso.

—Entonces, ¿qué hace aquí?

—Quería ver si era usted tan bueno como parece creer todo el mundo.

Ogilvy le tendió la mano y se presentó: rango y nombre, seguido por el nombre de su barco. El hombre llamado Colin Hernández levantó una ceja inquisitivamente.

—El Aurora es el barco de Spider Barnes, ¿me equivoco?

—¿Conoce a Spider?

—Creo que una vez tomé una copa con él.

—No es el único.

Ogilvy observó detenidamente al personaje que tenía delante. Era compacto, duro, formidable. Sometido a su aguda mirada, le pareció un hombre que había navegado por mares turbulentos. Tenía las cejas negras y espesas; la mandíbula recia y resuelta. La suya, pensó Ogilvy, era una cara hecha para recibir puñetazos.

—Es usted venezolano —dijo.

—¿Quién lo dice?

—Lo dice toda la gente que se negó a contratarlo cuando estaba buscando trabajo.

Ogilvy deslizó la mirada desde su cara a la mano que descansaba sobre el respaldo de la silla de enfrente. No había indicios de tatuajes, lo cual era buena señal. Ogilvy consideraba la moderna cultura de la tinta como una forma de automutilación.

—¿Bebe usted? —preguntó.

—No como Spider.

—¿Casado?

—Solo una vez.

—¿Hijos?

—No, por Dios.

—¿Vicios?

—Coltrane y Monk.

—¿Alguna vez ha matado a alguien?

—No que yo recuerde.

Dijo esto con una sonrisa, y Reginald Ogilvy también sonrió.

—Me preguntaba si podría tentarle para que dejara todo esto —dijo, abarcando con una mirada el modesto comedor al aire libre—. Estoy dispuesto a pagarle un salario generoso. Y cuando no esté en el mar, tendrá mucho tiempo libre para hacer lo que le guste hacer cuando no está cocinando.

—¿Cómo de generoso?

—Dos mil a la semana.

—¿Cuánto ganaba Spider?

—Tres mil —contestó Ogilvy tras un momento de vacilación—. Pero Spider llevaba dos temporadas conmigo.

—Ahora no está aquí con usted, ¿verdad?

Ogilvy fingió deliberar.

—Que sean tres mil —dijo—. Pero necesito que empiece enseguida.

—¿Cuándo zarpan?

—Mañana por la mañana.

—En ese caso —dijo el hombre llamado Colin Hernández—, creo que tendrá que pagarme cuatro mil a la semana.

Reginald Ogilvy, capitán del Aurora, paseó la mirada por los platos antes de ponerse en pie con aire solemne.

—A las ocho en punto —dijo—. No se retrase.

 

 

François, el propietario de Le Piment, un marsellés con muy mal genio, no se tomó bien la noticia. Soltó una ráfaga de insultos en el dialecto del sur, hubo promesas de revancha y, acto seguido, una botella vacía de un burdeos bastante bueno se rompió en mil pedazos de color esmeralda al estrellarse contra la pared de la pequeña cocina. Más tarde, François negaría que hubiera apuntado a su exchef, pero Isabelle, una camarera que presenció el incidente, pondría en cuestión su versión de los hechos. François, aseguraba, había lanzado la botella directamente a la cabeza de monsieur Hernández, como si fuera un puñal. Y monsieur Hernández, recordaba Isabelle, la había esquivado con un movimiento tan leve y veloz que había sido visto y no visto. Después, había mirado con frialdad a François un momento, como si sopesara la mejor manera de romperle el cuello. Luego, se había quitado con calma el impecable delantal blanco y había montado en su escúter.

Pasó el resto de esa noche en la terraza de su casita, leyendo a la luz de un farol. Y, al dar cada hora, bajó el libro y escuchó las noticias de la BBC mientras las olas iban y venían en la playa y el follaje de las palmeras siseaba agitado por el viento nocturno. Por la mañana, tras un baño tonificante en el mar, se duchó, se vistió y guardó sus pertenencias en el petate de lona: su ropa, sus libros, su radio. Guardó, además, dos cosas que le habían dejado en el islote de Tortu: una pistola Stechkin de 9 mm con silenciador enroscado al cañón y un paquete rectangular de treinta centímetros por cincuenta. El paquete pesaba siete kilos doscientos gramos exactamente. Lo colocó en el centro del petate para que no se moviera cuando lo llevara a cuestas.

Salió por última vez de la playa de Lorient a las siete y media y, con el petate apoyado sobre las rodillas, se fue a Gustavia. El Aurora refulgía al borde del puerto. Embarcó a las ocho y diez y fue conducido a su camarote por su ayudante de cocina, una chica inglesa muy delgada con el curioso nombre de Amelia List. Guardó sus efectos personales en el armario (entre ellos la pistola Stechkin y el paquete de siete kilos) y se puso los pantalones y la chaqueta de cocinero que le habían dejado sobre el catre. Amelia List estaba esperando en el pasillo cuando salió. Lo acompañó a la cocina y le enseñó la despensa, la cámara frigorífica y el almacén lleno de vinos. Fue allí, en la fresca oscuridad, cuando tuvo su primer pensamiento sexual acerca de la chica inglesa de almidonado uniforme blanco. No hizo nada por disiparlo. Llevaba tantos meses de abstinencia que apenas recordaba lo que era tocar el cabello de una mujer o acariciar la piel de un pecho indefenso.

Faltaban pocos minutos para las diez cuando se ordenó a todos los miembros de la tripulación personarse en la cubierta de popa. El hombre llamado Colin Hernández siguió fuera a Amelia List y estaba de pie a su lado cuando dos Range Rover negros se pararon con un frenazo junto a la popa del Aurora. Del primero salieron dos chicas bronceadas y risueñas y un hombre de cara pálida y rojiza, de cuarenta y tantos años, que sujetaba en una mano las asas de una bolsa de playa rosa y en la otra el cuello de una botella de champán abierta. Dos hombres de aspecto atlético se bajaron del otro vehículo, seguidos un instante después por una mujer que parecía sufrir de melancolía en fase terminal. Llevaba un vestido de color melocotón que dejaba en la retina una impresión de desnudez parcial, un sombrero de ala ancha que sombreaba sus hombros esbeltos y grandes gafas de sol opacas que ocultaban gran parte de su cara de porcelana. Aun así, se la reconocía al instante. La delataba su perfil, aquel perfil tan admirado por los fotógrafos de moda y los paparazzi que acechaban cada uno de sus gestos. Esa mañana no había paparazzi a la vista. Por una vez, los había despistado.

Subió a bordo del Aurora como si cruzara por encima de una tumba abierta y pasó junto a la tripulación reunida sin dedicarle una palabra o una mirada, tan cerca de ellos que el hombre llamado Colin Hernández tuvo que reprimir el impulso de tocarla para asegurarse de que era real y no un holograma. Cinco minutos después el Aurora zarpó del puerto y a mediodía la isla encantada de Saint Barthélemy era solo un pegote marrón verdoso en el horizonte. Tumbada sin camiseta en la cubierta de proa, con una copa en la mano, su piel impecable tostándose al sol, estaba la mujer más famosa del mundo. Y una cubierta más abajo, preparando un aperitivo de tartar de atún, piña y pepino, estaba el hombre que iba a matarla.

 

 

2

 

FRENTE A LAS ISLAS DE BARLOVENTO

 

Era una historia conocida de todos. Incluso los que fingían no interesarse por ella o desdeñaban la adoración que el mundo entero tributaba a aquella mujer conocían cada sórdido detalle. Ella era una chica de clase media originaria de Kent, guapa pero inmensamente tímida, que había logrado abrirse camino hasta Cambridge, y él el apuesto y algo mayor que ella futuro rey de Inglaterra. Se habían conocido en un debate universitario relacionado con el medio ambiente y, según la leyenda, el futuro rey se había prendado de ella al instante. Siguió un largo noviazgo, discreto y sin sobresaltos. El entorno del futuro rey investigó cuidadosamente a la chica; el de la chica se informó con todo detalle sobre el futuro rey. Finalmente, uno de los tabloides con menos escrúpulos logró hacerse con una fotografía de la pareja saliendo del baile de verano anual del duque de Rutland en Belvoir Castle. El palacio de Buckingham emitió un insulso comunicado confirmando lo evidente: que el futuro rey y la chica de clase media por cuyas venas no corría ni una gota de sangre aristocrática estaban saliendo. Luego, un mes después, mientras los tabloides seguían vertiendo rumores y especulaciones, el palacio anunció que la chica de clase media y el futuro rey planeaban casarse.

Se casaron en la catedral de Saint Paul una mañana de junio en la que los cielos del sur de Inglaterra chorreaban lluvia negra. Más adelante, cuando las cosas se torcieron, parte de la prensa británica afirmó que estuvieron sentenciados desde el principio. La chica no estaba preparada en absoluto, ni por temperamento ni por educación, para soportar la vida dentro de la pecera real, y el futuro rey estaba igual de poco preparado para el matrimonio, por las mismas razones. Tenía muchas amantes, tantas que era imposible llevar la cuenta, y la chica lo castigó invitando a su cama a uno de sus escoltas. El futuro rey, cuando se enteró del affaire, desterró al guardia a un solitario cuartel de Escocia. Angustiada, la chica intentó suicidarse tomando una sobredosis de barbitúricos y fue trasladada a la sala de urgencias del hospital de Saint Anne. El palacio de Buckingham declaró que sufría de deshidratación causada por un acceso de gripe. Cuando se la instó a explicar por qué su marido no había ido a visitarla al hospital, el palacio masculló algo relativo a un problema de agenda. La declaración suscitó muchas más dudas de las que resolvió.

Cuando le dieron el alta, se hizo evidente para los observadores de la familia real que la bella esposa del futuro rey no estaba del todo bien. Aun así, cumplió con su deber conyugal dándole dos herederos, un hijo y una hija, nacidos tras sendos embarazos difíciles y abreviados. El rey le demostró su gratitud volviendo a la cama de una mujer a la que tiempo atrás había propuesto matrimonio, y la princesa se tomó la revancha convirtiéndose en una celebridad mundial que eclipsó la fama de la sacrosanta madre de su marido. Viajaba por el mundo en apoyo de causas nobles, con una horda de periodistas y fotógrafos pendientes de cada palabra y cada gesto suyos, y sin embargo en todo ese tiempo nadie pareció percatarse de que se estaba deslizando lentamente hacia la locura. Por fin, con su permiso y su discreta colaboración, todo salió a la luz en las páginas de un libro en el que lo revelaba todo: las infidelidades de su marido, sus caídas en la depresión, los intentos de suicidio, el trastorno alimentario producido por su exposición constante a la prensa y el público. El futuro rey, indignado, se vengó filtrando a la prensa un torrente de revelaciones acerca del errático comportamiento de su esposa. Luego llegó el golpe de gracia: la grabación de una apasionada conversación amorosa entre la princesa y su amante favorito. Para entonces la reina ya había tenido suficiente. Viendo en peligro la monarquía, pidió a la pareja que se divorciara lo antes posible. Así lo hicieron un mes después. El palacio de Buckingham, sin asomo de ironía, emitió una nota calificando de «amigable» el fin del matrimonio real.

A la princesa se le permitió mantener sus apartamentos en el palacio de Kensington, pero fue despojada del título de Alteza Real. La reina le ofreció un título honorífico de segunda fila, pero ella lo rechazó y prefirió recuperar su nombre de soltera. Incluso renunció a los escoltas del SO14, a los que veía más como espías que como defensores de su seguridad. El palacio siguió vigilando discretamente sus movimientos y relaciones, al igual que los servicios de espionaje británicos, que la consideraban un estorbo, más que una amenaza para el reino.

En público, era el rostro radiante de la compasión universal. Pero de puertas para adentro bebía demasiado y se rodeó de un séquito que un consejero real tildó de «eurobasura». En este viaje, sin embargo, su cortejo de acompañantes era más reducido que de costumbre. Las dos mujeres bronceadas eran amigas de la infancia. El hombre que subió a bordo del Aurora con una botella de champán descorchada era Simon Hastings-Clarke, el riquísimo vizconde que proporcionaba los medios para que la exprincesa mantuviera el tren de vida al que estaba acostumbrada. Era Hastings-Clarke quien la llevaba por el mundo en su flota de jets privados y quien pagaba el salario de sus guardaespaldas. Los dos que la acompañaron al Caribe pertenecían a una empresa de seguridad londinense. Antes de abandonar Gustavia sometieron al Aurora y a su tripulación a una inspección somera. Al hombre llamado Colin Hernández le formularon una única pregunta:

—¿Qué vamos a comer?

 

 

A instancias de la exprincesa, fue un bufé ligero por el que ni ella ni sus acompañantes demostraron particular interés. Bebieron mucho esa tarde mientras tostaban sus cuerpos al sol que caía a plomo sobre la cubierta delantera, hasta que una tormenta les obligó a refugiarse, riendo, en los camarotes. Se quedaron allí hasta las nueve de la noche, cuando salieron vestidos y arreglados como para una fiesta en un jardín de Somerset. Tomaron cócteles y canapés en la cubierta de popa y luego se encaminaron al salón principal para cenar: ensalada con vinagreta de trufa, seguida por risotto de langosta y cordero asado con alcachofas, salsa de limón, calabacines y piment d’argile. La exprincesa y sus acompañantes calificaron la comida de espléndida y solicitaron la presencia del chef. Cuando por fin apareció, lo obsequiaron con un aplauso pueril.

—¿Qué nos hará mañana por la noche? —preguntó la exprincesa.

—Es una sorpresa —contestó él con su extraño acento.

—Ah, bien —dijo ella, dedicándole la misma sonrisa que Hernández había visto en la portada de infinidad de revistas—. Me encantan las sorpresas.

Eran una tripulación poco numerosa, ocho en total, y entre las responsabilidades del chef y de su ayudante estaba el ocuparse de la porcelana, la cristalería, la plata, las cazuelas y sartenes y los utensilios de cocina. Trabajaron juntos ante el fregadero, codo con codo, mucho después de que se retiraran la exprincesa y su séquito, sus manos rozándose de vez en cuando bajo el agua templada y jabonosa, y la cadera de ella apretándose contra el muslo de él. Una vez, al cruzarse en el armario de la ropa blanca, los firmes pezones de ella trazaron dos líneas en la espalda de él, enviando a su entrepierna una descarga de sangre y electricidad. Se retiraron a sus camarotes cada uno por su lado, pero unos minutos después él oyó que llamaban delicadamente a su puerta. La chica le poseyó sin emitir ningún sonido. Fue como ejecutar el acto amoroso con una muda.

—Puede que esto haya sido un error —le susurró al oído cuando hubieron terminado.

—¿Por qué lo dices?

—Porque vamos a trabajar juntos mucho tiempo.

—No tanto.

—¿Es que no piensas quedarte?

—Eso depende.

—¿De qué?

Él no dijo nada más. Ella apoyó la cabeza sobre su pecho y cerró los ojos.

—No puedes quedarte aquí —dijo él.

—Ya lo sé —contestó soñolienta—. Solo un ratito.

 

 

Yació inmóvil largo rato, con Amelia List dormida sobre su pecho y el Aurora meciéndose bajo él, mientras repasaba mentalmente los detalles de lo que iba a suceder. Por fin, a las tres en punto, se levantó y, desnudo, cruzó de puntillas el camarote hasta el armario. Sin hacer ruido, se puso unos pantalones negros, un jersey de lana y un impermeable oscuro. Luego quitó el envoltorio al paquete de treinta por cincuenta y siete kilos doscientos gramos y activó la fuente de alimentación y el reloj del detonador. Volvió a guardar el paquete en el armario y se disponía a sacar la pistola Stechkin cuando oyó que la chica se removía a su espalda. Se volvió lentamente y la miró en la oscuridad.

—¿Qué era eso? —preguntó ella.

—Vuelve a dormirte.

—He visto una luz roja.

—Era mi radio.

—¿Por qué escuchas la radio a las tres de la mañana?

Antes de que él pudiera contestar, se encendió la lámpara de la mesilla de noche. Los ojos de Amelia List recorrieron velozmente el oscuro atuendo de Hernández antes de posarse en la pistola con silenciador que tenía en la mano. Abrió la boca para gritar, pero él se la tapó firmemente con la mano antes de que pudiera emitir algún sonido. Mientras ella luchaba por liberarse, le susurró al oído en tono tranquilizador:

—No te preocupes, mi amor. Solo te dolerá un poquito.

Los ojos de la chica se dilataron llenos de terror. Él le torció violentamente la cabeza hacia la izquierda, seccionando su médula espinal, y la abrazó con ternura mientras moría.

 

 

Reginald Ogilvy no tenía por costumbre asumir la solitaria guardia de las horas centrales de la noche pero, esa madrugada, la preocupación por la seguridad de su célebre pasajera lo impulsó a presentarse en el puente de mando del Aurora. Estaba consultando el pronóstico del tiempo en el ordenador de a bordo, con una taza de café recién hecho en la mano, cuando Colin Hernández apareció en lo alto de la escalera de la cámara, vestido completamente de negro. Ogilvy levantó la vista bruscamente y preguntó:

—¿Qué hace usted aquí?

Por única respuesta, recibió dos disparos de la Stechkin que, atravesando la pechera de su uniforme, le desgarraron el corazón.

La taza de café cayó con estrépito al suelo. Ogilvy, muerto en el acto, se desplomó con un golpe sordo. Su asesino se acercó tranquilamente al panel de mando, hizo un ligero ajuste en el rumbo del barco y volvió a bajar por la escalera de la cámara. La cubierta principal estaba desierta: no había ningún otro miembro de la tripulación de guardia. Bajó una de las lanchas Zodiac al mar ennegrecido, subió a bordo y soltó la amarra.

Flotando a la deriva, se meció bajo un dosel de estrellas diamantinas, viendo cómo el Aurora se deslizaba sin timonel hacia el este, hacia las rutas navieras del Atlántico, como un barco fantasma. Consultó la esfera luminosa de su reloj de pulsera. Después, cuando el dial marcó cero, levantó la vista. Pasaron quince segundos más, tiempo suficiente para que sopesara la remota posibilidad de que la bomba estuviera defectuosa. Luego se vio un fogonazo en el horizonte: el destello blanco y cegador de un alto explosivo, seguido por el resplandor amarillo anaranjado de las detonaciones secundarias y el fuego.

El sonido fue como el retumbar de un trueno lejano. Después, solo se dejó sentir el golpeteo del mar contra el costado de la Zodiac, y el viento. Pulsando un botón, encendió el motor de la lancha y observó cómo el Aurora iniciaba su viaje hacia el fondo. Acto seguido viró la Zodiac hacia el oeste y pulsó el acelerador.

 

 

3

 

EL CARIBE-LONDRES

 

El primer indicio de que pasaba algo grave surgió cuando la empresa Pegasus Global Charters de Nassau informó de que uno de sus navíos, el yate a motor Aurora, de 47 metros de eslora, no había respondido a un mensaje de control de rutina. El centro de operaciones de la empresa pidió ayuda de inmediato a todos los buques comerciales y embarcaciones de recreo que se hallaran en las inmediaciones de las Islas de Barlovento y al cabo de pocos minutos la tripulación de un petrolero con bandera liberiana informó de que habían visto un extraño fogonazo en la zona aproximadamente a las 3:45 de esa madrugada. Poco después, la tripulación de un carguero localizó una de las lanchas del Aurora flotando vacía y a la deriva a unas cien millas al sur-sureste de Gustavia. Al mismo tiempo, un velero privado encontró chalecos salvavidas y otros despojos flotando en el mar, escasas millas al oeste. Temiendo lo peor, la dirección de Pegasus telefoneó al Alto Comisionado británico en Kingston y notificó al cónsul honorario que el Aurora había desaparecido y que temían que se hubiera hundido. A continuación, enviaron una copia del manifiesto de pasajeros en el que figuraba el nombre de la exprincesa.

—Dígame que no es ella —dijo el cónsul honorario en tono incrédulo, pero el encargado de la naviera le confirmó que la pasajera era, en efecto, la exesposa del futuro rey.

El cónsul llamó de inmediato a sus superiores en el Foreign Office de Londres, que consideraron que la situación era lo bastante grave como para despertar al primer ministro, Jonathan Lancaster, momento en el que de verdad comenzó la crisis.

El primer ministro dio la noticia por teléfono al futuro rey a la una y media de la tarde, pero esperó hasta las nueve para informar al pueblo británico y al mundo. De pie frente a la puerta negra del número 10 de Downing Street, relató con expresión adusta los hechos tal y como se conocían en ese momento. La exesposa del heredero al trono había viajado al Caribe en compañía de Simon Hastings-Clarke y dos amigas de la infancia. El grupo había subido a bordo del Aurora, un yate de lujo, en la isla turística de Saint Barthélemy para hacer un crucero de una semana de duración. Se había perdido todo contacto con la embarcación y en la zona habían emergido restos de un barco hundido.

—Confiamos y rezamos para que la princesa sea hallada con vida —declaró solemnemente el primer ministro—. Pero debemos prepararnos para lo peor.

El primer día de búsqueda no aparecieron restos humanos ni supervivientes. Tampoco el segundo, ni el tercero. Tras conferenciar con la reina, el primer ministro Lancaster anunció que su gobierno estaba actuando bajo la premisa de que la amada princesa había muerto. En el Caribe, los equipos de búsqueda centraron sus esfuerzos en encontrar restos materiales, más que cuerpos. No tuvieron que buscar mucho. Apenas cuarenta y ocho horas después, un sumergible no tripulado perteneciente a la Marina francesa descubrió los restos del Aurora bajo una capa de seiscientos metros de agua marina. Un experto que vio las imágenes de la grabación afirmó que estaba claro que el barco había sufrido algún tipo de siniestro, casi con toda certeza una explosión.

—La cuestión es —dijo— si fue un accidente o un acto deliberado.

 

 

La mayoría de la población británica, según afirmaba una encuesta fidedigna, se negaba a creer que estuviera realmente muerta. Cifraban sus esperanzas en el hecho de que solo se hubiera encontrado una de las dos Zodiacs del Aurora. Seguramente, decían, estaba a la deriva en mar abierto, o había sido empujada por la marea hasta una isla desierta. Una página web de dudosa reputación llegó al extremo de afirmar que había sido vista en Montserrat. Otra aseguró que vivía apaciblemente en Dorset, junto a la playa. Teóricos conspiranoicos de toda índole inventaron rocambolescas historias acerca de un complot para matar a la princesa concebido por el Consejo Privado de la reina y llevado a cabo por el Servicio de Inteligencia Británico, más conocido como MI6. Su jefe, Graham Seymour, fue presionado para que desmintiera tajantemente tales hipótesis, pero se negó en redondo.

—No son «hipótesis» —le dijo al Secretario de Exteriores durante una tensa reunión celebrada en la amplia sede del servicio a orillas del Támesis—. Son cuentos inventados por trastornados mentales, y no pienso dignificarlos con un comunicado oficial.

En privado, sin embargo, Seymour ya había llegado a la conclusión de que la explosión a bordo del Aurora no era un accidente. De la misma opinión era su homólogo en el DGSE, el muy capaz servicio de inteligencia francés. Al analizar la grabación de los restos, los franceses concluyeron que el Aurora había saltado por los aires a causa de una bomba colocada bajo la cubierta. Pero ¿quién había introducido el artefacto en la embarcación? ¿Y quién había activado el detonador? El principal sospechoso del DGSE era el hombre contratado para sustituir al cocinero jefe del Aurora, también desaparecido, la víspera de la partida del yate. Los franceses enviaron al MI6 un vídeo borroso de su llegada al aeropuerto de Gustavia junto con varias fotografías de escasa calidad captadas por las cámaras de seguridad de varias tiendas. Mostraban a un hombre al que no le importaba que le fotografiaran.

—No me parece que sea de los que se hunden con el barco —comentó Seymour en una reunión con sus colaboradores más cercanos—. Está por ahí, en alguna parte. Averiguad quién es y dónde se esconde, a ser posible antes que los franchutes.

Era un susurro en una capilla en penumbra, un hilo suelto en el borde de una prenda desechada. Pasaron las fotografías por sus sistemas informáticos. Y, al no obtener resultados, lo buscaron a la manera tradicional, gastando suela y repartiendo sobres llenos de dinero: dinero americano, naturalmente, dado que en el submundo del espionaje el dólar sigue siendo la divisa dominante. El hombre del MI6 en Caracas no halló ni rastro de él. Tampoco encontró indicio alguno de una madre angloirlandesa con aspiraciones poéticas, ni de un padre español dedicado a los negocios. La dirección que figuraba en su pasaporte resultó ser la de un cochambroso solar de un suburbio de Caracas. Su último número de teléfono conocido llevaba largo tiempo en desuso. Un topo perteneciente a la policía secreta venezolana dijo haber oído un rumor acerca de un posible vínculo con Castro, pero una fuente próxima a la inteligencia cubana masculló algo acerca de los carteles colombianos.

—Puede que una vez —declaró un incorruptible policía de Bogotá—, pero se desvinculó de los señores de la droga hace mucho tiempo. Según mis últimos informes estaba viviendo en Panamá con una examante de Noriega. Tenía varios millones guardados en un banco panameño con fama de turbio y un piso en Playa Farallón.

La examante negó conocerlo, y el director del banco en cuestión, tras aceptar un soborno de diez mil dólares, no encontró rastro de ninguna cuenta a su nombre. En cuanto al piso en Playa Farallón, un vecino no recordaba gran cosa de su apariencia física, pero sí su voz.

—Tenía un acento singular —dijo—. Como australiano. ¿O era sudafricano?

Graham Seymour supervisó la búsqueda del esquivo sospechoso desde su cómodo despacho, el mejor despacho del espionaje mundial, con su jardín inglés en la terraza, su enorme escritorio de caoba (que habían utilizado todos sus predecesores), sus altas ventanas con vistas al Támesis y su majestuoso reloj de pared, una pieza de anticuario diseñada nada menos que por Sir Mansfield Smith Cumming, el primer chief del Servicio Secreto británico. El esplendor de aquel escenario inquietaba a Seymour que, en un pasado ya lejano, había sido un agente en activo de cierto renombre. En aquel entonces no trabajaba para el MI6, sino para el MI5, el menos glamuroso servicio de seguridad interior británico, donde había servido con distinciones antes de recorrer el breve trayecto que separaba Thames House de Vauxhall Cross. Dentro del MI6, el nombramiento de un hombre ajeno al servicio levantó algunas ampollas, pero la mayoría vieron dicha «travesía», como se la llamó en el oficio, como una especie de regreso a casa. El padre de Seymour había sido un oficial legendario del MI6, un embaucador de los nazis, un hacedor de acontecimientos en Oriente Medio. Y ahora su hijo, en la flor de la vida, se sentaba tras el escritorio ante el cual se había erguido Seymour el Viejo, firme y con la gorra en la mano.

El poder, sin embargo, viene a menudo acompañado de un sentimiento de impotencia, y Seymour el burócrata, el espía de sala de juntas, cayó muy pronto presa de esa sensación. Mientras la búsqueda proseguía inútilmente y aumentaba la presión de Downing Street y el palacio de Buckingham, su humor se fue deteriorando. Tenía una foto del sospechoso sobre la mesa, junto al tintero victoriano y la pluma Parker que utilizaba para glosar sus documentos con su código cifrado personal. Aquella cara le sonaba de algo. Sospechaba que sus caminos se habían cruzado en alguna otra parte: en otro campo de batalla y en otro país. Daba igual que las bases de datos del servicio afirmaran lo contrario. Seymour se fiaba de su propia memoria más que de la de cualquier ordenador gubernamental.

Y así, mientras los agentes en activo seguían pistas falsas y sondeaban pozos secos, Seymour llevó a cabo una búsqueda por su cuenta desde su jaula dorada en la cúspide de Vauxhall Cross. Comenzó por hurgar en su prodigiosa memoria y, al fallarle esta, pidió que le dejaran ver los expedientes de sus antiguos casos en el MI5 y también los sometió a escrutinio. Tampoco allí encontró indicio alguno de su presa. Finalmente, la mañana del décimo día, el teléfono de su escritorio ronroneó suavemente. El tono de llamada distintivo le avisó de que al otro lado de la línea se encontraba Uzi Navot, el jefe del afamado servicio de inteligencia israelí. Seymour dudó. Después, levantó con cautela el aparato y se lo acercó al oído. Como de costumbre, el jefe del espionaje israelí no se molestó en intercambiar muestras de cortesía.

—Creo que tal vez hayamos encontrado al hombre al que estáis buscando —dijo.

—¿Quién es?

—Un viejo amigo.

—¿Vuestro o nuestro?

—Vuestro —contestó el israelí—. Nosotros no tenemos amigos.

—¿Puedes decirme su nombre?

—Por teléfono no.

—¿Cuándo puedes estar en Londres?

El pitido de la línea puso fin a la conversación.

 

 

4

 

VAUXHALL CROSS, LONDRES

 

Uzi Navot llegó a Vauxhall Cross poco antes de las once de esa noche y sin perder un instante fue conducido a la planta de dirección en un ascensor semejante a un tubo neumático. Vestía un traje gris que se le tensaba en los fornidos hombros, una camisa blanca que se abría a la altura de su grueso cuello y unas gafas montadas al aire que pellizcaban el puente de su nariz de boxeador. A simple vista, muy pocas personas deducían que Navot fuera israelí o incluso judío, lo cual le había sido de enorme utilidad a lo largo de su carrera. En tiempos había sido un katsa, término que, en el servicio de espionaje al que pertenecía, designaba a los agentes encubiertos. Pertrechado con un amplio surtido de idiomas y un montón de pasaportes falsos, Navot se había infiltrado en redes terroristas y había reclutado a una larga cadena de espías e informantes dispersos alrededor del mundo. En Londres, se le había conocido por el nombre de Clyde Bridges, el director de marketing para Europa de una oscura empresa de software, y en suelo británico había dirigido con éxito varias operaciones en una época en la que era responsabilidad de Seymour impedir tales actividades. Seymour no le guardaba rencor por ello, pues tal era la naturaleza de la relación entre espías: adversarios un día, aliados al siguiente.

Navot, que visitaba con frecuencia Vauxhall Cross, no hizo comentario alguno acerca de la belleza del majestuoso despacho de Seymour. Tampoco se enzarzó en el habitual intercambio de cotilleos profesionales que solía preceder a las reuniones entre habitantes del mundo del espionaje. Seymour sabía a qué obedecía el humor taciturno de su colega: el primer mandato de Navot como jefe del espionaje israelí estaba tocando a su fin, y su primer ministro le había pedido que se apartara para dejar paso a otro hombre, a un agente legendario con el que Seymour había trabajado en numerosas ocasiones. Corría el rumor de que dicho agente había llegado a un acuerdo para mantener a Navot dentro del servicio. Era una medida poco ortodoxa, permitir que un exjefe siguiera en activo, pero aquella leyenda del espionaje israelí rara vez se preocupaba por el respeto a la ortodoxia. Su disposición a asumir riesgos era su mejor baza… y a veces, pensó Seymour, también su perdición.

Colgando de la robusta mano derecha de Navot había un maletín de acero inoxidable con cerradura de seguridad. Sacó de él una delgada carpeta de papel que depositó sobre el escritorio de caoba. Dentro había un documento de una sola página: los israelíes se preciaban de la brevedad de sus informes. Seymour leyó el encabezamiento. Luego echó una ojeada a la fotografía que descansaba junto al tintero y masculló una exabrupto. Al otro lado del imponente escritorio, Uzi Navot se permitió una sonrisa breve. Pocas veces lograba uno decirle al director general del MI6 algo que no supiera ya.

—¿De quién procede la información? —preguntó Seymour.

—Es posible que sea una fuente iraní —contestó Navot vagamente.

—¿El MI6 tiene acceso regular al género que ofrece?

—No —contestó Navot—. Es nuestro, exclusivamente.

El MI6, la CIA y la inteligencia israelí llevaban más de una década trabajando codo con codo para retrasar los avances iraníes hacia la fabricación de armas nucleares. Los tres cuerpos de espionaje habían llevado a cabo operaciones conjuntas contra la cadena de suministros nucleares iraní y compartido ingentes cantidades de datos técnicos e información clasificada. Todos ellos estaban de acuerdo en que los israelíes eran los que mejores fuentes tenían en Teherán y, para exasperación de estadounidenses y británicos, ponían gran celo en protegerlas. Basándose en el enunciado del informe, Seymour dedujo que el espía de Navot trabajaba para el VEVAK, el servicio de inteligencia iraní. Se sabía, sin embargo, que los informantes pertenecientes al VEVAK eran difíciles de manejar. Unas veces la información que vendían a cambio de dinero occidental era auténtica, y otras obedecía a la taqiyya, la práctica persa de mostrar una intención y abrigar otra.

—¿Crees que es fidedigno? —preguntó Seymour.

—Si no lo creyera no estaría aquí. —Navot hizo una pausa y luego añadió—: Y algo me dice que tú también lo crees.