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SOBRE CRISTALES ROTOS

Álvaro Iranzo

SOBRE CRISTALES

ROTOS

{Colección ETCÉTERA}

Primera edición, noviembre 2017

© Álvaro Iranzo, 2017

© Esdrújula Ediciones, 2017

ESDRÚJULA EDICIONES

Calle Martín Bohórquez 23. Local 5, 18005 Granada

www.esdrujula.es

info@esdrujula.es

Edición a cargo de

Víctor Miguel Gallardo Barragán y Mariana Lozano Ortiz

Foto de solapa: José Luis López Recio

Impresión: Ulzama

«Reservados todos los derechos. De conformidad con lo dispuesto en el Código Penal vigente del Estado Español, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes reprodujeren o plagiaren, en todo o en parte, una obra literaria, artística, o científica, fijada en cualquier tipo de soporte sin la preceptiva autorización.»

Depósito legal : GR 1485-2017

ISBN : 978-84-17042-51-6

Impreso en España· Printed in Spain

Escribiré largas historias tristes de gentes

que poblaron la leyenda de mi vida.

Jack Kerouac

Entre Álvaro e Iranzo:
euforia y nostalgia
en una Granada aburridora

por Daniel Barredo

Este es, al fin, el primer libro de Álvaro Iranzo. Toda una generación de poetas, de cantautores, de pintores, de granadinos y andaluces, nos felicitamos por ello: este ha sido un parto doloroso, como sacar la espada Excálibur de las entrañas de la roca. Y eso se explica, en primer lugar, porque Álvaro es un escritor oral: su literatura emerge en la palabra hablada y cantada. Eso quiere decir que, a estas alturas, Álvaro ha escrito las mil y una noches granadinas, pero las ha dejado anotadas con sudor en las sábanas de alguna heroína de la Zubia; las ha olvidado impresas en la servilleta de algún bar de la Chana; o bien las ha lanzado al aire, como una flor que se deshace de sus esporas. Y este es su primer libro porque, en segundo lugar, hay en Álvaro una reverencia muy española por el papel: dejar sus pensamientos escritos, empaquetados en este volumen, ha debido de ser algo tan jodido como firmar la venta del alma ante notario. El lector internacional se asombrará, sin lugar a dudas, de la mala calidad de la literatura española actual, entre seudohistoriadores que a veces escriben una novela; presentadoras de televisión que narran en las pausas publicitarias; fortunatos y jacintos que redactan como para el siglo XIX; profesores de universidad con verba seriota y académica a quienes leen solo sus becarias: lo cierto es que hay pocos países en que se edite tanta mierda como en España. Pero es que, a diferencia de otros lugares, en España se impide la selección natural y se asesina a los escritores distintos, porque hay que ser un tipo valiente como Álvaro Iranzo para sobrevivir en la ciudad de uno, en tanto que lo habitual es tener que huir a buscarse la vida por ahí, a tomar por culo, a donde sea. Y, lo que es peor, el país concede recursos, espacio y plataforma a la vieja escuela de escritores domesticados, quienes lamen los pies del sistema, muy agradecidos y tiernos y europeos y cada vez más cansados y como empachados de su propio caramelo. Detrás de este inmenso decorado académico y editorial, está la España oral y salvaje, rabiosa y callejera, en donde escritores como Álvaro Iranzo nos recuerdan que, después de todo, escribir significa triturarse el corazón, como si fuera carne de hamburguesa, en cada página. Y por eso es tan importante este libro: Álvaro ha roto, finalmente, el silencio escrito. Esto significa que la vieja España franquista se está resquebrajando, no solo por los nuevos medios de comunicación, sino por las jóvenes editoriales que -como la que sustenta estas líneas- pasan el micrófono a los que cantan en las calles, a quienes habitan las periferias. La España de los reyes y las banderolas, la Semana Santa con su olor a sangre vieja y podrida, las Universidades repletas de farsantes, los ayuntamientos gobernados por los caciques de siempre, aquel universo lírico de la censura y la exclusión, coño, parece que al fin se está viniendo abajo. Y aunque muchos seguimos viviendo en el exilio para vergüenza de España y de sus autoridades, al menos nos queda la esperanza de que la literatura se está democratizando, los medios se están volviendo cada vez más colectivos, el poder está llegando a la gente. Digámoslo así: este es uno de los libros del cambio. 

Álvaro Iranzo emplea la estructura del blog y la del cuaderno del bon vivant: el libro está partido en pedazos de prosa poética —de ahí los cristales rotos—, como cuando llegan a una playa las maderas, los baúles y las camisas mojadas de un naufragio. Sus páginas se han escrito en la llamada pausa del guerrero: entre polvo y cerveza, entre canuto y melodía, el autor se ha sentado a contarnos algunas de las historias que ha ido mariscando en su experiencia. Muchos de los fragmentos que componen este libro están perfumados de tristeza, quizá a causa de la bipolaridad, como si fueran dos los gemelos que se reparten el libro y el día y la noche: por un lado, está Iranzo, acostumbrado a cerrar bares, a manosear la vida hasta caer redondo de orgasmos y literatura; y, por el otro, se encuentra Álvaro, quien narra con la nostalgia que sigue a la exaltación, es decir, en la resaca. De esta manera, los cristales del libro han sido rotos con cuatro puños: los de Iranzo, se configuran como una conversación con el lector —a ser posible de taburete a taburete—, y nos regala unos espejos de oralidad íntima, en los que desliza algunas bocanadas de lirismo, perversidad e ironía. En esos casos, la prosa lleva como una guitarra incorporada: la música narrativa suena en las evocaciones de una Granada aburridora, con todos esos coños pequeñoburgueses y gélidos como la punta del Mulhacén: «Hay noches, como esta, en las que el frío se mete en los huesos y duele. Aunque no sé si esta noche es el frío o la soledad lo que se me ha clavado en los huesos. La cuestión es que es de noche y duele». Pero Iranzo, en vez de prender fuego a los contenedores de basura, se entretiene dialogando con esas tías que se topa en sus rutinas: la camarera, cuyos cafés bebe ávidamente, aunque saben a agua sucia; la latinoamericana, que arrastra al viejo racista en silla de ruedas. Estas historias suelen terminar con el punto y seguido de un folleteo: Iranzo, como buen marinero, intuye que ningún barco puede navegar eternamente. Pero es que ante una sociedad tan rancia como la granadina, echar un palo resulta liberador, como una alternativa a la exclusión laboral y un corte de mangas a esos sueldos de mierda y la falta generalizada de oportunidades. El sexo, que recorre transversalmente el libro, es un dedo medio erecto hacia la ciudad conservadora, indiferente y semanasantera. Y aquí es donde Iranzo, eufórico, entronca con Álvaro, enguayabado: cuando las historias no describen algún episodio íntimo, la mirada suele posarse en la pobreza, porque el contexto del libro alude a la Gran Crisis desde la óptica de quien se quedó en la misma ciudad, sorprendido ante la degradación paulatina: «La cara de una mujer normal y corriente, española, de cincuenta años, con unos ojos en los que no cabe más tristeza y más vergüenza, con su cajita con tres cochinos euros, con su cartel en el que pone «una ayuda, por favor», con sus rodillas hincadas en el suelo». Aparece, entonces, la podredumbre de las calles granadinas, la incertidumbre como un regusto ácido, y la despedida de quienes se tuvieron que largar a currar a otros lugares. Álvaro, en esos casos, es consciente de su debilidad, al quedarse varado en un puerto que solo le arroja un mendrugo de felicidad de vez en cuando.

Y ahí, en la tensión entre las noches de Iranzo y los días de Álvaro, emergen las contradicciones de una generación truncada en lo laboral y en lo vivencial: muchos nos fuimos, expulsados por el desempleo de Granada, quizá para no volver nunca; pero quienes se quedaron —como Álvaro—, tuvieron que aceptar la imposibilidad y la precariedad como valores predominantes en los empleos; en las relaciones amorosas; en el entorno social; y todo ello se refleja en una sensación de frustración y fracaso: «No puedes competir con su marido porque él es un tipo con futuro y tú vives del pasado y la nostalgia. Estás demasiado torturado por tus propios fantasmas, compadre».

Debo confesar que me lo he pasado de puta madre leyendo este libro, el cual me ha acercado un caleidoscopio granadino hasta mi refugio colombiano. Me he paseado, junto a Álvaro Iranzo, por el Paseo de los Tristes; nos hemos pegado unas cervezas en los bares del Zaidín; hemos jalado unos Havana 7 (a mí me gusta más Zacapa 23, ¡los milagros de la emigración!), en los decadentes pubs de Pedro Antonio de Alarcón; y hasta hemos compartido a alguna camarera para huir de esa Granada avejentada y algo coñazo y que, sin embargo, sigue siendo una de las mejores ciudades del mundo.

La virgen, Álvaro, lo has conseguido.

Bogotá, 28 de octubre de 2017

Sobre cristales rotos

Al final de la barra

De dioses injustos

¡Cómo les echan las culpas los mortales a los dioses! ¡Pues dicen que de nosotros proceden las desgracias cuando ellos mismos por sus propias locuras tienen desastres más allá de su destino!

Zeus en La Odisea

Podría mentir y decirte que todo va a salir bien, pero ambos sabemos que no será así. Tú y yo somos de esa clase de personas a las que la suerte nunca mira. Somos de los que cuentan sus sueños por derrotas. Pero fíjate que aun así, sonreímos. Tal vez por eso los dioses se ceban en nosotros: no soportan vernos reír, felices en el fracaso. Se encabronan, se encelan, y desde el Olimpo o desde el cielo, o desde donde cojones vivan los dioses, nos lanzan sus rayos iracundos, nos ponen zancadillas, nos prueban para ver hasta dónde somos capaces de resistir. Pero nosotros no somos ni Job ni Abraham. Es por ello que blasfemamos y negamos sacrificios. Y claro, los dioses se enfadan. No asimilan que ni yo soy barro ni tú costilla. Que no somos ni imagen ni semejanza más que de nosotros mismos, que llevamos el pecado por bandera y que, en nuestro paraíso, las serpientes bailan al ritmo de nuestro canto herético y libertario.

Los dioses se enfadan con nosotros porque no los adoramos. Porque no les tememos. Como aquel poeta, descendimos los nueve círculos del infierno y vimos la cara de Lucifer. Sentimos el sulfuro de su aliento en nuestros rostros y regresamos sin demasiadas cicatrices. ¿Recuerdas? En el camino de vuelta, le pedimos a Caronte que parase la barca y nos sentamos a la vera de la orilla del Estigia para ver con morboso placer la lluvia de almas de los condenados. Y volvimos más fuertes. Después de aquel viaje ya no temíamos a nada ni a nadie.

Y en esas estamos, huyendo de dioses coléricos y vengativos. Esperando la llegada de las Erinias. Despojados de la gracia y el favor divino. Pero vivos. Por eso, aunque sabemos de antemano que estamos condenados al fracaso, sonreímos. Porque nos tenemos el uno al otro, porque caminamos juntos, porque desde que el alba despunta y abrimos los ojos vivimos el milagro cotidiano y sencillo de estar juntos. Ese prodigio no se lo debemos a ningún dios trino y cruel ni a ninguna de esas deidades endogámicas del Olimpo porque, a pesar de su soberbia omnipotencia, nunca podrán saber en su puta y eterna vida, lo que es el amor entre dos mortales condenados. Si no saben de qué coño va esto del amor, de la pasión, si no saben que son tus ojos zarzas ardientes, tu boca manantial de vida y tu pubis el oráculo que nunca falla. Si no saben que tu cuerpo es el único templo donde me ofrezco en sacrificio cada noche; que solamente te arrodillas a tu voluntad ante mí para comer de mi carne, en un ritual eucarístico, caníbal y perverso; que yo únicamente comulgo con el sagrado vino que se derrama por tus muslos. Si no saben nada de eso, sólo me queda pensar que nos castigan por joder. Por envidia. Por eso te digo que, aunque esto no salga bien, aunque nos toque perder por enésima vez, nadie nunca nos va a arrebatar el gustazo de haberlo intentado, de haber puesto contra la pared a todos esos dioses injustos.

Vino tinto y recuerdos

He descubierto una taberna pequeña, con sólo una barra y tres mesas, luz tenue y jazz del bueno que me ha recordado a ti. Está en un callejón del centro. Tiene pinta de ser antigua y se parece bastante a aquel restaurante donde cenamos una noche cerca del puerto de Faro. Supongo que no te habrás olvidado: ese restaurante que tenía en las paredes fotos de Pessoa, de Eusebio, de Saramago y de soldados con claveles que tapaban las bocas de los fusiles, un mostrador de madera y el camarero más gilipollas y estúpido que habíamos visto en nuestra vida. La encontré por casualidad. Me acerqué a última hora de la tarde a una librería a comprar el último libro de Juan Marsé y, cuando salí, cambié mi ruta habitual de regreso a casa. Está en un callejón solitario muy cerca de la discoteca en la que acabamos después del concierto en el que te encontré por última vez. La puerta estaba abierta. Pude ver las tres mesas vacías y me llegó el rumor de un piano. Me pareció reconocer el sonido de Duke Ellington. Así que entré, me senté y me dispuse a echarle un vistazo al libro que había comprado. Pero no pude leer una sola página.

Te habría encantado, estoy seguro. Fue como volver a aquel viaje: cuando fuimos al fin del mundo y te besé al borde de un acantilado mientras el viento te desordenaba el pelo y las olas rugían y golpeaban las rocas con furia milenaria y mirábamos horrorizados una pequeña barquilla donde un hombre pescaba ajeno al temporal y estabas tan hermosa como ese mismo mar azul infinito.

La camarera se acercó y le pedí un tinto. El que ella quisiera. Me recitó una retahíla de nombres y fechas. Ya me conoces: no tengo ni puta idea de vinos, pero por hacerme el interesante repetí con voz segura el nombre y el año de uno de los que me había sugerido. Como si entendiera. Algo parecido nos pasó en el viaje que te contaba. Creo que fue en Ilha do Faro, cuando vi a un grupo de gente sentada en una terraza, bebiendo de un coco con un agujero del que salía una pajita y yo quise un coco para mí y aquello no había dios que se lo bebiera de lo malo que estaba y tú te reías viendo las caras que ponía. ¿Sabes?, lo que más echo de menos de ti es tu risa. Te reías por todo y por nada. Y yo contigo también me reía por todo y por nada. Hoy me doy cuenta de que hacía tiempo que ya no sonreías así.

La camarera llegó con la botella de vino. Me la enseñó y echó un ridículo chorrito en la copa. Yo cogí el vaso, lo moví un poco y le di un sorbito —como había visto hacer en las películas—. Tragué el vino y asentí con la cabeza. La camarera me miró y sonrió. Vertió el vino con la mano derecha y puso detrás de su cintura la izquierda con una profesionalidad exquisita. Se retiró y observé el bamboleo de su culo. Hipnótico y hermoso. Una pareja se sentó en la mesa de al lado. Jóvenes con pinta de querer comerse la vida de un bocado. Vestían bien y eran guapos. Él, quizás, más que ella. Pidieron dos vinos y hablaron bajito. Se inclinaron sobre la mesa, se cogieron de las manos y se besaron. Parecían felices. Ya no sonaba el viejo Duke sino el buen drogadicto que fue Parker —o tal vez fuera Chet Baker el que sonaba, no le prestaba demasiada atención—. Ellos reían mientras bebían y desafiaban al porvenir. Yo dejé definitivamente el libro y pedí a la camarera otra copa de vino. Mientras ella fue a la barra, yo aproveché para salir a la calle a fumar.

Los comercios estaban cerrando y el ruido del tráfico lo inundaba todo. Hacía frío y sentía las manos heladas. La gente regresaba a su casa con la prisa del que quiere dejar atrás el día. Fumaba y vi pasar una pareja de abuelos agarrados por el brazo. Ella enhebrando el suyo en el de él. Sonreí por la envidia que les tuve. Me recordaron a nosotros paseando por Lagos, por Tavira y por La Albufeira. Pueblos blancos asomados al mar, con plazas pequeñas y empinadas calles estrechas donde el tiempo pasa despacio. Estoy convencido de que esta taberna te habría encantado. Seguí fumando y noté que alguien aparecía a mi lado. Era la camarera. Sacó un cigarrillo y me pidió fuego mirándome a los ojos. Observé que chupaba fuerte el cigarro y, sonriéndome y sin dejar de mirarme a los ojos, me dio las gracias. No era muy guapa pero joder, era una camarera. Estábamos cada uno apoyado a un lado de la puerta de entrada. Fumamos en silencio mirando el atasco hasta que me giré y le pregunté si alguna vez había estado en Faro, en El Algarve, en Portugal.

Dos asientos juntos

Ella tiene menos años de los que aparenta y la vida la ha puteado un pelín. Empezó a trabajar siendo una niña y nunca fue a la escuela. Creció en un pueblo perdido donde solamente había hambre y el mar y los sueños quedaban demasiado lejos. Tuvo un marido que le dio cinco hijos y que se marchó apenas nació el pequeño. Pero antes de marcharse le enseñó lo que duelen los correazos y las palizas porque sí. Ella aprendió que el miedo huele igual que el aliento de un borracho y que resignarse y dejarse profanar era el sino de una buena esposa. También aprendió a mirar hacia otro lado cuando él decidía hacer una visita a cualquier casa de putas de la calle Jazmín o de San Juan de los Reyes. Aprendió, sin más remedio; a hostias, por sus hijos.

Él se acaba de jubilar. Toda su vida la ha pasado entre trenes y despedidas ajenas. Era maquinista de Renfe. Es viudo y tiene dos hijos. Su mujer, su bendita, no resistió la enfermedad que la retuvo en el hospital durante más de dos años. Se fue una mañana de primavera y él, que durante toda su vida no supo más que ir a remolque de lo que ella dijera, se encontró perdido. De vez en cuando entraba en el bar de Vicente, último reducto de otros tiempos que aún sobrevive en el barrio, se pedía un vermut y lo compartía con sus recuerdos: el Domingo de Ramos, esperando ver salir la Borriquita en San Andrés, con ella de su brazo. El miércoles de Corpus, con clavel en la solapa y dos entradas del tendido 3 para ver a Curro Montenegro. Los días de Navidad, cuando había guardias con casco blanco dirigiendo el tráfico, a los que todo el barrio conocía y llamaba por su nombre, y pavos en Bib-Rambla y caballos de cartón y trenes de hojalata y braseros de picón y niños de la OJE.