Referencias bibliográficas

La Méduse

Demasiado, demasiados

De multimillonarios, cazadores de alces y otros maltusianos

Hombre y basura

Precario, el precario, el precariado

Otros datos sobre bienestar y pobreza:

Un salto al vacío

Reservistas de un euro

Los oligarcas están entre nosotros

Estigmatización, autooptimización

Adiós al trabajo asalariado

La bendición de las máquinas

Salidas

Podemos prescindir de usted

Sin gente no hay problema.

STALIN

¿Es usted superfluo? Por supuesto que no. ¿Y sus hijos? De ningún modo. ¿Y sus parientes, sus amigos? Lo sé, la pregunta es casi impertinente. Y, para ser sincero, yo tampoco me siento superfluo. ¿Quién puede sentirse así? A lo sumo, en días muy malos. Sin embargo, es mucha la gente en este planeta considerada superflua desde la perspectiva de economistas, organizaciones internacionales y élites globales. Quien no produce ni –lo que es peor– consume nada no existe según los balances que predominan en las economías nacionales. Quien no tenga posesiones a las que pueda llamar «propiedades» no es un ciudadano de plena valía. «Aquí soy persona, aquí compro»,1 reza la omnipresente publicidad de dm, la principal cadena de droguerías alemana. El acto de ser ha sido sustituido por el de consumir. O, dicho en otras palabras, en los términos del capitalismo tardío: las leyes del mercado marcan los límites de la libertad.

Al campesino que solo cultiva con fines de subsistencia se lo considera un anacronismo, un freno al despliegue del desarrollo, razón por la cual se lo expropia y expulsa. Al que lleva mucho tiempo desempleado se lo considera una carga para la sociedad, motivo para fastidiarlo y humillarlo. El pequeño productor agrícola y el jornalero sin tierras propias no solo figuran entre las personas más pobres del planeta, sino que dejan de tener valor como recurso a medida que la agricultura industrializada se expande por todo el globo. ¿Dónde encontrarán alojamiento?, ¿de qué van a vivir en el futuro? Mientras que en las ciudades crecen los suburbios marginales, la cifra de puestos de trabajo asegurados en la producción, por el contrario, se reduce, en un proceso que, a la vista del galopante avance de la automatización en los procesos productivos, resulta irrefrenable en un sistema de agresiva competencia. El sector de los servicios –un eufemismo para designar trabajos mal pagados y monótonos, cuando no humillantes– ha conseguido acoger en parte a ese número creciente de personas que adquieren la condición de superfluas (solo McDonald’s tiene 1,7 millones de empleados en todo el mundo), pero esto solo puede ser una tendencia temporal.

Se nos advierte constantemente de que el planeta está lleno, demasiado lleno incluso, y esto viene ocurriendo desde hace bastante tiempo. Cuál es el número de tripulantes que, en el mejor de los casos, puede transportar la nave espacial llamada Tierra es una cuestión especulativa y polémica que no desempeña papel alguno en este contexto. Será difícil encontrar acuerdos entre un optimista empedernido que no prevé la posibilidad de un colapso ecológico aun habiendo doce mil millones de habitantes en el planeta, y un misántropo convencido que considera al hombre un «virus del que el planeta ha de curarse» (James Lovelock). Lo decisivo es el modo de plantear el problema. Cuando son supuestamente demasiadas las personas apiñadas en una balsa, no se las considera sobrantes a todas por igual, sino solo a algunas de ellas, como nos han mostrado algunos dramáticos naufragios en siglos pasados.

La Méduse

Cuando, en 1816, el buque francés La Méduse, comandado por un capitán inepto, naufragó en un banco de arena en la costa occidental de África, la escasez de botes salvavidas obligó a meter a 147 pasajeros en una balsa tan poco apta para navegar, que incluso los mismos que a duras penas la habían armado se negaron a buscar refugio en ella. El capitán prometió ante la tripulación reunida que los cinco botes salvavidas arrastrarían la balsa hasta la costa en un convoy de botes atados unos a otros. La élite de mando de la nave se había asignado puestos seguros en el primero de los botes. A Julien-Désiré Schmaltz, previsto para ocupar el cargo de gobernador de Senegal, lo bajaron en un butacón hasta una barcaza bien provista en la que solo se permitió ocupar asiento a tres docenas de sus parientes y allegados. A los marinos que nadaban para ponerse a salvo se les impidió a golpe de sable refugiarse en la embarcación. El mar estaba inquieto, las olas eran altas y la balsa se hundía en el agua hasta la mitad. Pronto el gobernador Schmaltz se vio tentado a disminuir también la propia carga, así que dio la orden de cortar la cuerda de salvamento: un acto de pura cobardía y egoísmo. Ese grupo, unido por el destino en aquella balsa –veinte marineros, algunos sirvientes, un carnicero, un panadero, un forjador de armas, un barrilero, un capitán, un sargento y algunos soldados rasos, así como miembros de la Société Philanthropique–, quedó, a partir de entonces, a merced de sí mismo. Para beber no tenían más que dos barriles de vino y dos de agua, y para comer, solo una reserva modesta de galletas mojadas. Al cabo de pocos días, cuando esas reservas casi se habían agotado, tuvieron que tomar decisiones poco gratas, pues a pesar de que entretanto no pocos náufragos habían muerto –algunos se habían arrojado al mar y otros habían sido apuñalados en las escaramuzas entre grupos rivales–, en la balsa aún había demasiada gente. En un entarimado algo más alto, situado en medio de la balsa, el núcleo duro de los jefes (que reclamaban para sí, también en aquel páramo, el poder que les conferían las jerarquías de la civilización) deliberó sobre la necesidad de poner a media ración a los más debilitados, pero se decidió al final por una solución más radical: los más débiles serían arrojados al mar, a fin de que los escasos suministros quedaran para los más fuertes. Conocemos con exactitud lo que allí se deliberó, ya que varios de los supervivientes –de un total de quince– escribieron, tras ser rescatados, relatos de lo ocurrido; relatos que crearon gran revuelo, sobre todo por el canibalismo allí descrito con visos de mala conciencia. Como en la balsa había ya algunos cadáveres frescos, no fue preciso sacrificar a nadie con fines alimenticios, como sí ocurrió, por el contrario, en otras catástrofes que tuvieron lugar en altamar. En 1766, la tripulación del averiado The Tiger mató a uno de los esclavos que transportaba y ahumó su carne. Tras el naufragio del Peggy, un sloop americano, también se sacrificó a un africano en beneficio de la tripulación blanca: le pegaron un tiro en la cabeza y metieron su carne en salmuera, lo que les aseguró a los supervivientes alimento para otros nueve días. Por brutales y bestiales que puedan parecernos tales acontecimientos, lo cierto es que no se diferencian esencialmente de las interdependencias sociales y económicas que predominan hoy en todo el mundo ni de sus catastróficas consecuencias.

La cuestión decisiva en torno a una superpoblación real o supuesta es: ¿de quién podemos prescindir? Sobre esta pregunta nunca se reflexiona en el sentido de la comunidad, sino que recibe respuesta a partir de las evidencias de las relaciones de poder: los más débiles serán lanzados por la borda o devorados. La élite jamás pone en duda su condición de irremplazable, los ricos no dudan de sus privilegios, otorgados por derecho divino, y la clase alta se cree per se más valiosa que la clase baja. En ese sentido, la frase «Hay demasiada gente», dicha muchas veces a la ligera, encierra un enorme potencial explosivo de índole ética.