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Siglo XXI / Serie Historia

Alejandro Lillo

Miedo y deseo

Historia cultural de Drácula (1897)

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Miedo y deseo. Esas son las principales emociones que provoca en nosotros el vampiro. Un terror paralizante, que se combina con una atracción difícil de resistir. Poderosas impresiones, tan antiguas como la especie humana misma.

Pero reducir una obra cumbre de la literatura universal como Drácula a una novela de terror supone pasar por alto el intenso impacto cultural que ha tenido en nuestras sociedades. En el interior de esa ficción palpitan los terrores y anhelos de una época pasada; unas pasiones, sin embargo, que extienden sus tentáculos hasta nuestros días.

Miedo y deseo. Historia cultural de Drácula (1897) es un viaje al corazón de los Cárpatos en busca de lo que somos. Es la lucha heroica de una joven por sobrevivir, por encontrar un espacio al margen de las imposiciones de los varones. Es también una indagación sobre el fanatismo, la maldad y la locura, sobre la percepción que las clases dominantes tienen de sí mismas, sobre el trato que debemos dispensar al diferente, sobre la capacidad que posee el miedo para movilizar voluntades, sobre la implacable fuerza del deseo…

La presente investigación es una pesquisa de historia cultural sobre el modo en que distintas ideologías pugnan por modelar a los sujetos históricos, por determinar sus actos, su forma de ser y de comportarse. ¿Podría Drácula ayudarnos a entender mejor el mundo del que venimos? ¿Podría contribuir a conocernos mejor a nosotros mismos? ¿Seremos capaces de soportar la mirada del monstruo para descubrir aquello que tiene que mostrarnos?

Alejandro Lillo es licenciado en Historia y doctor en Historia Contemporánea por la Universidad de Valencia, en la que trabaja como profesor asociado. Especialista en historia cultural, ha realizado distintos trabajos sobre la cultura norteamericana del siglo xx y sobre el mundo liberal del xix. Ha sido comisario, con Justo Serna, de la exposición Covers, sobre los orígenes de la rebeldía juvenil, y es autor, con él, de dos libros: Young Americans. La cultura del rock (1951-1965) y Más acá hay monstruos. Ha sido colaborador en revistas culturales como Ojos de Papel, Mercurio o Anatomía de la Historia, y ha publicado artículos en periódicos como El País o Infolibre.

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© Alejandro Lillo, 2017

© Siglo XXI de España Editores, S. A., 2017

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www.sigloxxieditores.com

ISBN: 978-84-323-1878-8

I. Introducción. DRÁCULA ANTE LA HISTORIA

LA HISTORIA Y LA FICCIÓN

Poco más de 120 años. Ese es el tiempo transcurrido desde que, a finales de mayo de 1897, en la populosa ciudad de Londres, la editorial Archibald Constable and Co. publicara Drácula. A partir de entonces, la novela de Bram Stoker ha sido adquirida por millones de personas; reeditada en multitud de formatos y lenguas; adaptada de mil maneras distintas al teatro, al cine, al cómic y a la televisión. Si bien la trayectoria de la obra durante sus primeros tiempos fue irregular, podemos afirmar sin temor a equivocarnos que su influencia en la cultura popular a lo largo de las últimas ocho décadas ha resultado incuestionable. Drácula ha contribuido de manera importante, trascendental incluso, a que la figura del vampiro se haya convertido en uno de los mitos más sugerentes de la modernidad, en uno de los grandes iconos del siglo XX y lo que llevamos del XXI.

Desde que el noble transilvano decidiera abandonar una remota región de los Cárpatos e instalarse en el corazón del Imperio británico, su sombra no nos da tregua. Nos acosa sin cesar. Aunque el mito del chupador de sangre se remonta a la Antigüedad, aunque durante siglos se han contado historias de muertos que vuelven a la vida y absorben la sangre de sus víctimas, y aunque durante el siglo XIX esta figura adquiere fama y resonancia literarias, la publicación de la novela de Bram Stoker en 1897 representa un antes y un después en la literatura de terror. También en nuestra relación con los vampiros.

A partir de entonces, estos seres nos han fascinado y horrorizado a partes iguales, y lo han hecho con mucha más intensidad que en las centurias precedentes. Miedo y deseo. Historia cultural de Drácula (1897) tiene por objeto interrogarse sobre dicho interés. Conviene subrayar, sin embargo, que el presente ensayo está fundamentalmente orientado hacia el análisis interno de la novela. Aquí vamos a atender a las visiones del mundo que permanecen encerradas en esa ficción llamada Drácula, al universo creado en el interior de sus páginas. No estamos, pues, ante la historia de un libro, sino ante el análisis interno de una serie de documentos aparecidos en forma de libro entre finales de mayo y principios de junio de 1897[1].

Como espero que se comprenda, no deseo agotar una obra tan inabarcable como Drácula, ni abordar todos los temas que surgen a lo largo del texto. La finalidad de este ensayo es la de estudiar las tres voces más importantes que se dejan oír en la narración: la de Jonathan Harker, un pasante de abogado que anota en un cuaderno su extraño viaje de negocios a Transilvania; la de Mina Murray, una joven que comienza un diario durante sus vacaciones de verano; y la de John Seward, un médico psiquiatra que graba en un fonógrafo sus impresiones sobre un paciente.

Lo que el lector va a encontrar en las páginas que siguen, junto a ciertas contextualizaciones históricas para entender mejor la trama, es una investigación sobre esos tres diarios, tres de los testimonios más importantes que dan forma a la novela. El propósito de la pesquisa es doble: por un lado, conocer mejor la sociedad que produce un texto como Drácula, la Inglaterra de las últimas décadas del siglo XIX. Por otro lado, explicar las razones por las que dicha obra aún nos fascina.

Puede sorprender que un historiador, que debería ocuparse de examinar los acontecimientos del pasado que han sucedido «realmente», se interese por el contenido de una ficción como Drácula. Puede chocar, incluso, que esté dispuesto a utilizar la novela como un documento igual de válido para acceder al pasado que un yacimiento arqueológico o las actas de un juicio llevado a cabo por la Inquisición. Pero eso es exactamente lo que voy a hacer.

Aunque cada vez más historiadores tienen en cuenta en sus investigaciones la literatura de la época que estudian, también es cierto que las obras de ficción han sido un elemento ante el que la historia, tradicionalmente, poco ha tenido que decir. Al considerar la novela como una mentira, como un producto inventado surgido exclusivamente de la imaginación de su autor, numerosos estudiosos la desechan como fuente histórica, considerándola un documento muy poco fiable para comprender mejor los sucesos pretéritos. Desde cierto punto de vista tienen toda la razón. Sin embargo, el análisis de una novela, siempre que se realice con las prevenciones adecuadas, está en condiciones de enriquecer de manera significativa nuestra comprensión del pasado[2]. En este sentido, Miedo y deseo aspira a demostrar de manera implícita que la literatura de ficción es una fuente histórica tan válida como cualquier otra.

Para ello atenderé a las palabras de los personajes, a sus temores y deseos, con el mismo rigor y seriedad que si se tratase de personas de carne y hueso. Quizás así, profundizando en el interior de ese artefacto llamado Drácula, descubramos algo novedoso sobre la Inglaterra de finales del siglo XIX y, por qué no, tal vez acabemos comprendiendo un poco mejor el mundo que nos ha tocado vivir.

LA RECEPCIÓN DE DRÁCULA

Antes de la publicación de Drácula muchos autores emplearon la figura del vampiro con suerte dispar. El primer texto moderno de ficción en que aparece este ser data de 1748. Es un breve poema de Heinrich August Ossenfelder titulado Der Vampir. El primer relato en prosa del que se tiene constancia es Wake not the Dead (No despertéis a los muertos), atribuido indistintamente a Johann Ludwig Tieck o a Ernst Raupach y surgido en torno al año 1800. Aunque no se conserva el original en lengua germana, ha llegado hasta nosotros una traducción inglesa de 1823.

De todos modos, el primer referente importante de la literatura vampírica fue obra de John Polidori, médico personal de Lord Byron durante algún tiempo y autor de El vampiro, publicado en abril de 1819 en The New Monthly Magazine. Desde entonces, autores de la talla de E. T. A. Hoffmann, Edgar Allan Poe, Théophile Gautier, Charles Baudelaire, Alexandre Dumas padre o Rubén Darío realizaron incursiones en el género. En 1871 el relato Carmilla, de Joseph Sheridan Le Fanu, significó una vuelta de tuerca al tema que nos ocupa, incidiendo en aspectos que enriquecieron al monstruo. Tras él, otros muchos escritores abordaron el asunto del vampiro o del vampirismo[3].

Uno de ellos fue Bram Stoker, escritor irlandés nacido a mediados del siglo XIX y cuya más famosa obra se publicó en la primavera de 1897. La tirada de la primera edición de Drácula, de 3.000 ejemplares, no fue especialmente elevada para la época. Tampoco disfrutó de un éxito inmediato, teniendo, en el momento de su publicación, una recepción diversa.

Quizá una de las mejores críticas apareció en el Daily Mail, el primer gran diario popular británico. Orientado hacia las clases medias y medias-bajas en ascenso, y teniendo muy presente al público femenino, el periódico comparaba la obra de Stoker con novelas como Los misterios de Udolfo, Frankenstein o Cumbres borrascosas. E incidía en que Drácula resultaba más horripilante que cualquiera de ellas. La reseña acababa afirmando que «los inquietantes capítulos» estaban «escritos y engarzados con considerable arte y astucia, y también con inconfundible poder literario». El Pall Mall Gazzette, un periódico para caballeros, también elogió la novela, remarcando la masculinidad de la obra y la de sus destinatarios. «Es horrible y escalofriante en grado sumo. También es excelente y uno de los mejores relatos sobrenaturales que he tenido la suerte de leer», concluía el articulista.

Sin embargo, en otros periódicos y en distintas revistas especializadas no tuvo tan buena acogida. The Spectator definió la novela como «algo decididamente absurdo», mientras que el crítico de The Bookman afirmó que el sumario del libro podía sorprender y desagradar, y que si bien había partes decididamente repulsivas, «había leído casi todo el texto con entusiasta interés». The Wave, un periódico de San Francisco, definió la obra como un «fracaso literario», sin apenas contención artística. Hubo, pues, opiniones para todos los gustos. En el San Francisco Chronicle la calificaron como «una de las novelas más poderosas del momento […], un soberbio tour de force que se graba en la memoria». Por su parte, al crítico de la St. James Gazzette le pareció una narración «notablemente excitante […], el mejor libro que el señor Stoker ha escrito hasta ahora». Pero también había quienes la consideraban, como el Manchester Guardian, más grotesca que terrible. Algunos incluso afirmaron que, aunque sensacional, sufría «carencias en el arte constructivo a la vez que en el sentido literario», añadiendo que «la falta de habilidad y de imaginación se hace cada vez más evidente».

A Arthur Conan Doyle, buen amigo del autor, le gustó mucho, e incluso le envió una nota felicitándole por el resultado: «Te escribo para contarte lo mucho que he disfrutado leyendo Drácula. Creo que es la mejor historia de “diablerie” que he leído en muchos años». Aunque fue Charlotte, la madre de Bram Stoker, quien mejor captó la trascendencia de la obra:

Es espléndida, está mil millas por delante de todo lo que habías escrito antes, y tengo la impresión de que situará tu nombre a la altura de los de los mejores escritores contemporáneos […]. Ningún otro libro desde el Frankenstein de la señora Shelley o, en realidad, ningún otro, se asemeja al tuyo en originalidad o terror. Poe ni se acerca. A pesar de lo mucho que he leído, nunca me había encontrado con un libro semejante. En su terrible emoción debería labrarte una enorme reputación y hacerte ganar mucho dinero[4].

Si bien Drácula nunca dejó de reeditarse, las ganancias que le reportó a Stoker en vida fueron más bien modestas. No se cumplieron, pues, sus expectativas. Considerando el tiempo que había invertido en su planificación y redacción, sin duda esperaría una acogida más calurosa, un mayor éxito de ventas[5].

La novela, por entonces, ya era un género popular, y las reseñas –como aquellas de las que hemos hablado– aparecieron en una serie de diarios que cubrían un amplio espectro social. Aunque la masa trabajadora aún no podía permitirse adquirir libros de manera habitual, a partir de 1880 el público lector había aumentado considerablemente. La clase media crecía, los salarios se incrementaban y el coste de los libros disminuía. Los jóvenes permanecían más tiempo en la escuela y la esperanza de vida poco a poco se iba alargando. Consecuencia de todo esto, junto con las reivindicaciones sindicales que reclamaban la reducción de la jornada de trabajo, fue una mayor disponibilidad de tiempo libre y de ocio, especialmente entre las mujeres de clase media. Y aunque la asistencia al teatro y otros espectáculos era todavía un lujo al alcance de unos pocos, la compra y lectura de libros experimentaron un incremento notable.

Aun así, al igual que ocurrió en el caso de Stoker, pocos eran los escritores que hacían fortuna vendiendo libros. Como sucede hoy en día con las adaptaciones cinematográficas, en el siglo XIX el teatro era el medio más rentable de la época. El propio Émile Zola explicaba que representar cien veces una novela adaptada al teatro equivalía, en cuanto a ganancias, a vender ochenta mil ejemplares de un libro, algo que resultaba extremadamente difícil de conseguir[6].

Bram Stoker sabía que la clave del éxito de su texto pasaba por las tablas. No es de extrañar, por tanto, que la mañana del 18 de mayo de 1897, unos días antes de la publicación del libro, organizara con escaso éxito una lectura dramática de Drácula en cierto teatro con la esperanza de que su novela pudiese adaptarse. Pero, además, el triunfo de la narración dependía de su aceptación entre las mujeres. Eran ellas las que más ocio consumían, como Stoker tan bien sabía. En el teatro, en los pases de matineé –los de primera hora de la tarde–, el público femenino superaba al masculino en una proporción de doce a uno. «De hecho, las obras más controvertidas se “probaban” en la función de tarde antes de permitir que se representaran en la de noche»[7].

A pesar de todos sus esfuerzos, Stoker no vivió lo suficiente para conocer la versión teatral de su obra. Abraham falleció en 1912 y hubo que esperar hasta 1924 para que el dramaturgo Hamilton Deane realizara la primera versión autorizada por Florence Balcombe, la viuda del escritor[8]. La adaptación teatral de 1924 simplificaba bastante el texto original, eliminaba personajes y las partes más espectaculares de la novela, como el descenso boca abajo de Drácula por los muros de su castillo. Escrita para ser interpretada en tres actos, la trama se desarrollaba sólo en Inglaterra, leyéndose los sucesos que ocurrían en el extranjero. El personaje de Mina era tremendamente convencional y el Conde fue caracterizado, por primera vez, con traje de noche.

La obra se estrenó en el Grand Theatre de Derby el 5 de agosto de 1924, permaneciendo dos años de gira. El 14 de febrero de 1927 se llevó a Londres, al Little Theatre, donde se realizaron 391 funciones a pesar de la pésima opinión de los especialistas. Una semana después de su estreno, el 23 de febrero, el crítico teatral de Punch, una conocida revista satírica, lanzaba con tristeza una maliciosa pregunta al aire: «A nosotros sólo nos queda alejarnos silenciosamente […] preguntándonos con tristeza por qué esta cosa se supone que es un entretenimiento adecuado para adultos en este año de gracia y en una de las capitales del mundo»[9].

En cualquier caso, ese mismo año fue llevada a Broadway, donde un actor desconocido nacido cerca de Transilvania, un tal Bela Lugosi, interpretó el papel del malvado Conde. La representación se estrenó en el Fulton Theatre de Nueva York el 5 de octubre. Permaneció en cartel 33 semanas, con un total de 261 funciones. La versión americana, al contar con abundantes recursos, estaba mucho más elaborada, y con independencia de que los cambios con respecto a la novela fueran significativos, causó gran impacto entre el público asistente[10].

Lugosi transformó al maligno vampiro de la versión teatral inglesa en un personaje atractivo, elegante, cargado de sexualidad y caballeroso. En los espectáculos que tuvieron lugar en el Biltmore Theater de Los Ángeles entre el 24 de junio y el 18 de agosto de 1928 llegó a hablarse de 110 desmayos, 19 abandonos por miedo tras el primer acto y 150 tras el segundo, 20 chillidos y 10 atenciones a miembros del público por representación, así como de un aumento del 500 por 100 en el uso del taxi tras cada una de las funciones[11]. Con independencia de la veracidad o no de esta campaña de mercadotecnia, la obra estuvo de gira varios años antes de ser adaptada en 1931 a la gran pantalla, logrando un impresionante éxito.

Finalmente, el tiempo le daba la razón a Charlotte y la obra de su hijo comenzaba a tener el reconocimiento que ella pensaba que merecía, aunque fuera por medio de una adaptación teatral. A partir de entonces el triunfo de Drácula en la cultura popular resultó incontestable. Entre 1933 y 2003 la novela de Stoker ha sido adaptada 35 veces al ballet, al cabaret, a la danza o al teatro. Con respecto al cine y la televisión, y según recoge David J. Skal en Hollywood gótico, entre 1921 y 2004 se realizaron 204 producciones relacionadas directamente con el vampiro ideado por Bram Stoker. En cuanto a la literatura, resulta imposible contabilizar el número de novelas, cómics o ensayos en los que aparece Drácula o algún personaje inspirado en él.

La suerte de la obra como producto cultural, con sus versiones teatrales y cinematográficas y su arrollador éxito a partir de 1931, explican sin ningún género de duda las dimensiones del fenómeno. Pero, con independencia de su éxito en las tablas y en la pantalla, el texto de Stoker ganaba adeptos sin cesar. Si tras su publicación las ventas fueron modestas, el libro nunca dejó de imprimirse, aumentando año a año el número de compradores. Hacia finales de la década de 1920 se estaban vendiendo unas 20.000 copias al año[12].

¿Qué nos desvela el creciente número de ventas de la novela? ¿Qué nos indica sobre esta obra el impacto tan enorme que ha tenido en la cultura occidental a lo largo de los últimos setenta y cinco años? Drácula es un ejemplo excelente de un hecho que muchas veces se nos presenta de un modo impreciso: el pasado no está muerto. Muchas de las cosas que creemos terminadas siguen «provocando efectos en el presente de nuestros días»[13].

Lamento la obviedad, pero si resulta que Drácula es una obra de terror escrita en 1897 que ha sido comprada por una generación tras otra de lectores hasta llegar a nuestros días, de la que continúan vendiéndose libros, haciéndose videojuegos y cómics, series de televisión y películas cinematográficas, será porque hay algo en ella que continúa vigente[14]. La fabulación de Stoker nos sigue inquietando. Aún nos apela y nos afecta, aún nos incumbe. De qué modo o en qué medida son cuestiones que dilucidar. Forman parte de la investigación que aquí propongo emprender, aunque será el lector quien habrá de sacar sus propias conclusiones. Drácula es una puerta abierta a un pasado que aún es presente.

Dicho de otra forma: Drácula nos interesa aquí por lo que nos tiene que decir de la sociedad británica del siglo XIX, pero también por lo que nos dice sobre nosotros mismos.

UNA VISITA AL TEATRO

Para trasladarse al Londres de las últimas décadas del siglo XIX hay que atreverse a imaginar, aunque solo sea un poco. Con la intención de evitar que la terrible realidad del momento nos impacte de golpe, podríamos comenzar visitando el lujoso barrio del West End, lugar de residencia de lo más granado de la sociedad londinense. Ya habrá ocasión de conocer la zona del puerto, o la del East End, repleta de casas miserables, ennegrecidas por efecto de la polución y las basuras. Dejemos la miseria a un lado, olvidémonos de las pobres mujeres a las que Jack el Destripador va asesinando en 1888 sin que la policía logre apresarlo. Acudamos a las grandes mansiones aristocráticas, al lujo, al confort. Por allí, por el West End, avanza un hombre de mediana edad, barba cuidada y bien parecido.

Camina por el Strand, una vía amplia y ordenada, en la que abundan hombres apuestos y mujeres luciendo elegantes tocados. La actividad en la calle resulta frenética: ómnibus, carretas y cisternas pasan sin cesar, y el flujo de gente es continuo, pero el aire huele a flores y al aroma de suculentos manjares. En los comercios de las aceras puede encontrarse casi cualquier producto, incluso algunos nunca vistos por los paseantes. El Strand es una calle de lujo, como toda la zona. La policía, discreta pero atenta, vigila que todo discurra con normalidad.

Nuestro misterioso personaje se dirige precisamente al Ly­ceum, uno de los teatros más prestigiosos de la ciudad. Quizá está ansioso por disfrutar de las últimas obras en cartel: El rey Lear, Hamlet, o cualquier otra tragedia de Shakespeare, un autor tremendamente representado en toda Inglaterra. Quizá tiene ganas de ver en acción a Henry Irving, considerado el mejor actor de la época; o tal vez le interese más gozar con la belleza de Ellen Terry o Sarah Bernhardt, la divina Sarah, que, convertida ya en una grandísima estrella del mundo del espectáculo, actuó allí en 1887. Pero no. Abraham acude al Lyceum simplemente porque es su lugar de trabajo.

Él es el responsable de que dicho teatro sea uno de los más reconocidos de la ciudad. Allí tiene la oportunidad de tratar con las elites artísticas, políticas y económicas de la época, algo que quizá nunca imaginó aquel hombre, nacido en una pequeña localidad irlandesa en 1847, en el seno de una trabajadora familia burguesa[15].

Sus raíces celtas, inculcadas por su madre, se combinaron con una educación selecta en el Trinity College, donde tuvo oportunidad de conocer a Oscar Wilde y compartir su pasión por el teatro. Al acabar los estudios, y tras mostrar un vivo interés por el mundo escénico, acabó marchándose a Londres como secretario personal de Henry Irving, por entonces un prometedor actor de provincias.

Cuando Irving consolidó su posición y compró la dirección del Lyceum, Abraham ocupó el puesto de gerente entre 1878 y 1898, supervisando los montajes, organizando giras por medio mundo y desempeñando un sinfín de tareas y actividades. A pesar de todo el trabajo y de la insufrible autoestima de Irving, aún tuvo tiempo de cultivar otra de sus grandes pasiones: la literatura. En torno a 1890 comenzó a trabajar en una nueva novela. Había tenido una idea, pero necesitaba tiempo para desarrollarla, por lo que no vio la luz hasta algunos años después.

Su intención era combinar la trama de las narraciones góticas, que tanto predicamento habían tenido en los últimos años, con la racionalidad y el positivismo imperantes a finales del siglo XIX. Mezclar una pesquisa de corte detectivesco con alguna amenaza sobrenatural. Se tomó su tiempo para pensar bien el argumento y atar todos los cabos, documentándose con avidez. Leyó distintos libros sobre Transilvania y las costumbres de sus habitantes. Visitó Whit­by, una localidad de veraneo, y tomó nota de los acentos de sus gentes. También presenció el naufragio de un barco tras una noche de tormenta.

Mientras daba forma a la historia seguía con su trabajo en el teatro y publicaba otras novelas, pero no aquella que tenía en mente. Era una idea demasiado brillante como para arriesgarse a que la precipitación la arruinara. Hubo que esperar hasta la primavera de 1897 para que, con cincuenta años, Bram Stoker publicara su gran obra[16].

En el prólogo de la edición islandesa de 1901 –la segunda traducción de Drácula tras la versión húngara de la novela efectuada en 1898[17]–, Stoker comenta que el texto no es suyo y que él se ha limitado a cambiar los nombres de los protagonistas y los lugares en los que se desarrolla la trama. Emplea, así, una técnica literaria tradicional con el objetivo de otorgarle mayor verosimilitud a la narración. Lo cierto es que no existe discusión alguna sobre la autoría de la obra. Bram Stoker idea, caracteriza y da forma a todos los personajes que aparecen en la narración. Sus creaciones, sin embargo, no salen de la nada, sino del ambiente extraliterario de su tiempo.

Aunque se trate de una ficción, el lenguaje que Stoker usa en Drácula es el de su época, como no puede ser de otra forma. Sus protagonistas (Jonathan Harker, Mina Murray, John Seward, Lucy Westenra o Abraham van Helsing) son producto de la imaginación del autor, sí, pero sus rasgos, sus características y su forma de pensar no son, o no tienen por qué ser, los de Stoker. Como buen creador, el irlandés imagina, pero también observa el mundo que le rodea y construye sus caracteres inspirándose en su realidad, en su entorno, en lo que conoce.

Esas creaciones las materializa Stoker por medio de la palabra, y aunque una vez dentro de la ficción los personajes son únicos y mantienen una relación particular con la trama, las expresiones que el autor emplea en la construcción de esa trama no las inventa él, sino que existen previamente en el ambiente social de su época. Las palabras, en la medida en que son la manifestación de un acto social, en la medida en que son pronunciadas por alguien con el objetivo de causar un efecto en otras personas, están cargadas de sentidos, de matices, de intenciones. Intenciones, sentidos y matices que no se pierden del todo cuando cambian de ambiente o de contexto.

El vocablo «casa», por ejemplo, no significará lo mismo para un adolescente que ha salido de marcha un sábado por la noche que para el joven que, mirando las estrellas, descansa en una trinchera durante la Primera Guerra Mundial. Sin embargo, cuando en la actualidad decimos «casa» no podemos desprendernos tan fácilmente de las intenciones que los otros han transmitido a esa expresión. Conserva en su interior el acento que le insufla el soldado, pero también la connotación que le transfiere el joven despreocupado. En ella anidan la muerte de la guerra, el dolor de todas aquellas personas que nunca pudieron regresar a su hogar, pero también ese espacio un tanto represivo en donde no hay más remedio que acatar unas normas.

La palabra «cuneta» alude a una zanja situada a un lado del camino para que el agua se desvíe por allí. Sin embargo, el término «cuneta» posee una carga ideológica y moral tan poderosa que pasados casi ochenta años del final de la Guerra Civil aún nos divide. No es que al pronunciarla el pasado retorne de golpe, no. El pasado está en la palabra: nunca se ha ido. Las palabras, por tanto, no son neutrales. Tampoco son propiedad exclusiva de quien las pronuncia. Están cargadas de sentidos e intenciones ajenas; unas intenciones de las que no nos podemos desprender tan fácilmente cuando las pronunciamos.

Conviene reiterarlo: las palabras tienen historia. Conservan en su interior el sentido que las personas, las clases sociales, las profesiones o los grupos de edad han ido transfiriéndoles con el paso del tiempo. El término «casta» no significa lo mismo ahora que hace diez años. Ha adquirido connotaciones nuevas, sentidos nuevos que ha ido incorporando a lo largo de su existencia social debido a la acción de distintas personas. Cuando alguien emplea hoy la palabra «casta» para referirse a la realidad política española, está expresando también una visión del mundo, una crítica al pasado reciente y un proyecto nuevo para el futuro. En el interior de ese significante están contenidos sus proyectos, sus ilusiones y sus desacuerdos, sus intereses, sus ambiciones y sus frustraciones.

Cuando un novelista, en 2017, escribe «casta» en una de sus ficciones, puede hacerlo con diferentes propósitos. Pero, con independencia de la intención que le dé el autor, la expresión conserva en su interior los sentidos que ha tenido a lo largo de su vida social. Desde la alusión a la sociedad de la India hasta su referencia a la política española.

Lo mismo sucede con las palabras que emplean los personajes que escriben en Drácula. Aunque las haya elegido una a una Bram Stoker, la idea que tiene Abraham van Helsing de la palabra «libertad» no coincide con la de Mina Murray. Cuando cada uno de estos personajes la emplea, lo hace con una intención, manifestando así los proyectos de determinados sectores sociales, de determinados intereses políticos o económicos de la época; unos intereses que no tienen por qué ser coincidentes. El uso que cada uno de ellos haga, entonces, de la palabra «libertad» en la novela será expresión de intereses contrapuestos, que compiten en la propia narración por imponerse sobre los restantes, por volverse hegemónicos.

De igual modo, cuando Jonathan Harker escribe sobre su viaje a Transilvania, no solo junta una frase con otra, sino que en ese proceso articula una visión de la vida y del mundo. El personaje forma parte de una ficción, sí, pero su forma de expresarse y de pensar la ha extraído Stoker de su realidad: es la manifestación concreta de unas fuerzas históricas que pueden rastrearse por medio del lenguaje[18].

Partiendo del análisis de la palabra, del uso que hacen de ella los distintos discursos que conviven en Drácula, me esforzaré por identificar las concepciones del mundo que coexisten en la novela y que no son más que la manifestación de unos miedos, de unos deseos, de unas aspiraciones que se corresponden con los de determinados agentes sociales. En ese sentido, el lenguaje es un vestigio tan valioso como los restos de una muralla.

En 1912, pocos días antes de la muerte de Bram Stoker, el Titanic se hundía en el Atlántico tras colisionar contra un iceberg. El vigía tal vez no lo vio, o quizá debió de parecerle un cascote pequeño, sin mayor importancia, pero la fría superficie del mar ocultaba una gigantesca masa de hielo que descendía hacia las profundidades. Drácula, a simple vista, no es más que una novela que habla de la eterna lucha del bien contra el mal. Un objeto liviano que puede colocarse casi en cualquier sitio, que apenas ocupa espacio. Es tan solo un libro. Sólo palabras. Y sin embargo…

[1] Se desconoce la fecha exacta de la publicación de la novela, aunque sí se sabe que el contrato firmado entre Stoker y la editorial tiene fecha del 20 de mayo de 1897. Véase R. Eighteen-Bisang, «The First Dracula», en E. Miller (ed.), Bram Stoker’s Dracula. A Documentary Journey into Vampire Country and the Dracula Phenomenon, Nueva York, Pegasus Books, 2009, p. 258. Véase también B. Stoker, Drácula, J. P. Riquelme (ed.), Boston / Nueva York, Bedford / St. Martin’s, 2002, p. xi. D. J. Skal proporciona la fecha del 26 de mayo, pero no incluye ninguna fuente en la que su afirmación pueda ser comprobada. Véase Hollywood gótico. La enmarañada historia de Drácula, Madrid, Es Pop Ediciones, 2015 [1990], p. 54.

[2] Son muchos los historiadores que llevan años reivindicando el papel de las ficciones como fuente histórica. Los estudiosos que más han influido en mi propia concepción de la historia, a este respecto, han sido Justo Serna e Isabel Burdiel. Fundamental resulta su trabajo conjunto, titulado Literatura e historia cultural o Por qué los historiadores deberíamos leer novelas, Valencia, Episteme, 1996. Tanto las investigaciones de Serna, entre las que cito Pasados ejemplares (Biblioteca Nueva, 2004), Héroes alfabéticos (PUV, 2008) y La imaginación histórica (Fundación José Manuel Lara, 2012), como el estudio crítico de Burdiel sobre Frankenstein (Cátedra, 1996) o artículos como «Lo que las novelas pueden decir a los historiadores. Notas para Manuel Pérez Ledesma» (El historiador consciente, Marcial Pons, 2015), han resultado esenciales en mi concepción de lo que la ficción puede enseñar a la historia. Quiero destacar también a Francisco Fuster, historiador cuyos trabajos sobre Pío Baroja (como, por ejemplo, Baroja y España. Un amor imposible, Fórcola, 2014) y sobre la Edad de Plata de la cultura española (1900-1936) reivindican insistentemente la necesidad de emplear la ficción como fuente histórica.

[3] Véase L. S. Klinger, Drácula anotado, Madrid, Akal, 2012 [2008], pp. xxvi-xxxii. Para profundizar en el tema de la literatura vampírica, remito al lector a los siguientes estudios y antologías literarias. Aunque hay muchos trabajos más, estos me han resultado especialmente útiles: A. Ballesteros González, Vampire Chronicle. Historia natural del vampiro en la literatura anglosajona, Zaragoza, Una Luna, 2000; J. Siruela (edición y prólogos), Vampiros, Girona, Atalanta, 2010; C. Díaz Maroto (introducción), No despierten a los muertos. Relatos de vampiros, Madrid, Jaguar, 2009; R. Ibarlucía y V. Castelló-Joubert (edición y estudio preliminar), Vampiria. Historias de revinientes en cuerpo, upires, brucolacos y otros chupadores de sangre, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2007; J. Á. Olivares Merino, Evolución del mito vampírico en la literatura inglesa: de «Drácula» a «Salem’s Lot», 2 vols., Jaén, Universidad de Jaén, 1999. Tesis doctoral; y A. J. Navarro (selección, prólogo y notas), Sanguinarius, Madrid, Valdemar, 2010.

[4] Las referencias a las reseñas pueden encontrarse en L. S. Klinger, Drácula anotado, op. cit., pp. xxii-xxvi. Tanto esta última cita como las referencias a las reseñas pueden encontrarse en el «Apéndice IV» de B. Stoker, Drácula, edición, traducción, prólogo y notas de Ó. Palmer Yáñez, Madrid, Valdemar, 2010 [2005]. La referencia a la carta de Conan Doyle puede verse en: E. Miller (ed.), op. cit., p. 267. Todas las traducciones de texto sin versión española son responsabilidad del autor de este ensayo.

[5] Sobre el proceso de escritura y los cambios sufridos por la trama hasta su redacción definitiva, véase A. Ballesteros González, op. cit., pp. 115-119. Véase también Ó. Palmer Yáñez, «Prólogo», en B. Stoker, Drácula, cit., p. 21.

[6] D. Sassoon, Cultura. El patrimonio común de los europeos, Barcelona, Crítica, 2006, p. 724.

[7] Ibid., pp. 933-934.

[8] Dos años antes, en 1922, un director de cine alemán, F. W. Murnau, adaptó la novela a una nueva técnica de proyección que comenzaba a hacer furor: el cine. Pero, al negarse a pagar los derechos de autor, fue denunciado por Florence y condenado a destruir todas las copias, aunque esta es ya otra historia.

[9] L. S. Klinger, «La vida pública de Drácula. Drácula en la escena y en la pantalla», en B. Stoker y L. S. Klinger, Drácula anotado, Madrid, Akal, 2012 [2008], p. 568. Sobre las adaptaciones teatrales de Drácula, véase R. Stuart, Stage Blood: Vampires of the 19th-century stage, Wisconsin, Bowling Green State University Popular Press, 1994, pp. 194-199.

[10] Lucy Westenra, en vez de la joven de la que está enamorado el doctor Seward, pasa a convertirse en su hija. De igual modo, la prometida de Jonathan Harker ya no es Mina (que ha fallecido en extrañas circunstancias), sino la propia Lucy. Véase H. Deane y J. L. Balderston, Dracula. The Vampire Play in Three Acts, Nueva York, Samuel French, 1960 [1927], p. 8.

[11] G. D. Rhodes, Lugosi: His Life in Films, on Stage, and in the Hearts of Horror Lovers, North Carolina, McFarland & Company, 1997, p. 171.

[12] D. J. Skal, op. cit., p. 142.

[13] J. Serna y A. Pons, La historia cultural. Autores, obras, lugares, Madrid, Akal, 2013, p. 6.

[14] La última serie televisiva de la que tengo constancia es Penny Dreadful, creada por John Logan y emitida por Showtime desde 2014 hasta 2016. La última película que conozco sobre la materia es Drácula: la leyenda jamás contada, dirigida por Gary Shore y distribuida en 2014 por Universal Pictures. Hasta la fecha ha recaudado 217 millones de dólares en todo el mundo. En el ámbito infantil destaca Hotel Transilvania (Genndy Tartakovsky, Estados Unidos, 2012), el estreno de cuya tercera parte ha sido anunciado para septiembre de 2018. Un sugerente recorrido por las distintas adaptaciones de Drácula, así como por sus descendientes literarios y cinematográficos más ilustres, puede encontrarse en L. S. Klinger, Drácula anotado, op. cit., pp. 565-596.

[15] Existen en inglés al menos cinco biografías de Bram Stoker, ninguna de ellas traducida al castellano. Para octubre de 2017, Es Pop Ediciones tiene previsto publicar una extensa biografía de Stoker escrita por David J. Skal titulada Algo en la sangre. La historia jamás contada de Bram Stoker, el hombre que escribió Drácula. En cualquier caso, una breve semblanza biográfica del autor irlandés puede encontrarse en Ó. Palmer Yáñez, «El padre del vampiro», en Drácula, un monstruo sin reflejo, Madrid, Reino de Cordelia, 2012, pp. 31-51.

[16] Un buen resumen de la trayectoria vital de Bram Stoker y la composición de Drácula puede encontrarse en L. S. Klinger, «El contexto de Drácula», en Drácula anotado, op. cit., pp. xxxii-xli. Véase igualmente el «Prólogo» de Ó. Palmer Yáñez a su edición de Drácula publicada por Valdemar.

[17] Sobre la edición húngara de Drácula, véase S. Berni, Dracula by Bram Stoker. The Mystery of the Early Editions, Macerata, Bibliohaus, 2016 [2014], pp. 31-34.

[18] Sobre la dimensión social del lenguaje y el tipo de análisis empleado en este ensayo, véase M. Bajtín, «La palabra en la novela», en Teoría y estética de la novela, Madrid, Taurus, 1989 [1975], pp. 77-236.

PRIMERA PARTE

EL EXTRAÑO VIAJE DE UN PASANTE DE ABOGADO