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Música de Todas las malditas decisiones



Disponibles en Spotify todas las canciones que aparecen en Todas las malditas decisiones (Everlasting Wound I).

¡Sigue la historia de Gary y Rebeka! 


Playlist: ELW1 - Todas las malditas decisiones



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Primera edición: febrero de 2018



Copyright © 2018 Maitane Vierbücher García


© de esta edición: 2018, ediciones Pàmies, S. L.

C/ Mesena, 18

28033 Madrid

phoebe@phoebe.es



ISBN: 978-84-16970-61-2

BIC: FRD



Diseño e ilustración de cubierta: CalderónSTUDIO

Fotografía: Africa Studio/Shutterstock



Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.







A Lucía, la guardiana de las buenas maneras y el decoro en la redacción,
con todo mi cariño.

Y a todos los que les dije que no estaba escribiendo una historia de amor.
¡Tachán!





«If we treat people as they are, we make them worse. If we treat people as they ought to be, we help them become what they are capable of becoming».

Johann Wolfgang von Goethe



1


Los gallos que nadan en los estanques



Aquel pub apestaba, casi tanto como la despedida de soltera a la que me había obligado a asistir, aunque algo menos que el resto de tugurios por los que ya habíamos pasado.

Como si no fuera suficiente castigo soportar el vuelo de Bilbao al lado de un roncador profesional, que no me dejó pegar ojo ni cinco minutos, ahora tenía que aguantar la euforia etílica de mis amigas, además de sus ansias por hacer el ridículo. Las dejé moviendo el esqueleto en algo parecido a una pista de baile y me acerqué a la barra. Encontré un taburete libre y, tambaleándome un poco, me encaramé a él. El alcohol, los tacones y el cansancio no eran buenos compañeros de viaje.

—¡Eh, amigo! —grité al camarero—. Cuando puedas, ponme una cerveza.

Se acercó paseando por la barra con parsimonia, mientras saludaba a todos los parroquianos que se encontraba por el camino.

—¿Kilkenny, Guinness, Murphy’s, Smithwick’s, Beck’s…? —me preguntó con tono cansino.

—Que sea una Beck’s.

No tenía ni puñetera idea de cervezas, solo quería quitarme el sabor rancio a hierbas silvestres de los últimos chupitos que habíamos tomado.

Mientras esperaba a que me sirviera, los estridentes grititos de júbilo y diversión de mis amigas llamaron mi atención. Me giré y observé con los dientes apretados cómo interpretaban su famoso «bailecito de la seducción implacable», que consistía en contonearse sobre una mesa creyéndose Shakira, ajenas al hecho de que para el resto de los mortales parecían una manada de hipopótamos en celo protagonizando una lamentable danza del vientre.

—¡No estoy lo suficientemente borracha para ver esto! —dije en alto mientras me daba una palmada en la frente.

—El alcohol no es la respuesta, pero si bebes lo suficiente quizás olvides la pregunta —contestó una voz cálida y profunda a mi izquierda.

Apoyé el codo en la barra y miré extrañada en esa dirección.

Me encontré con un tío alto, atlético y ancho de espaldas, bastante prometedor a primera vista.

Llevaba unas botas negras, unos vaqueros ajados de color gris oscuro, rotos en ambas rodillas, y una camiseta blanca ajustada. En el pecho tenía la imagen vintage de un trasatlántico similar al Titanic, rodeada por la frase en inglés «Darling, this holiday will solve all our problems». Se me escapó una risita.

Intentando no parecer una babosa pervertida, alcé la mirada y le puse cara a aquel imponente cuerpo. Los ojos azules más profundos y expresivos que había visto en toda mi puñetera vida estaban clavados en mí. Había algo latente en su mirada, una peligrosa combinación de ternura y picardía, de las que te abrasan, te desnudan y te tientan hasta cometer un disparate.

Tal vez había subestimado el pedo que llevaba encima.

Por suerte para mí, él también me estaba estudiando con interés. Tenía una ceja levantada y la boca ligeramente abierta. El gesto sugerente de sus labios carnosos pedía a gritos un buen mordisco.

Pese a ser consciente de que parecía boba y que era evidente que se me estaba cayendo la baba, no pude evitar seguir examinándolo con descaro. Tenía el pelo negro y algo largo, por encima de los hombros, lleno de rizos sedosos y rebeldes. Me sorprendí a mí misma deseando acariciarlo como si fuera un cachorrito.

No era el guapo malote de turno que conquistaba a todas las féminas de un pub nada más asomar la nariz por la puerta. No. Era mucho peor que eso. Cada uno de sus rasgos poseía una belleza propia y demoledora. Y el conjunto era… atractivo, atractivo de narices. Fascinante.

Se acercó un poco, haciéndome sentir un hormigueo inapropiado por toda la piel, y deseé que me hablara otra vez, que hiciera cualquier cosa, porque yo no iba a conseguir articular ni una mísera palabra.

Cogí la Beck’s que el camarero me acababa de poner delante y le di un buen trago tratando de volver a conectar con la realidad.

Él exhaló el aire con intensidad, concentró su mirada en mis labios húmedos por la bebida mientras me dedicaba una sonrisa traviesa. Volvió a moverse con lentitud, y se sentó en un taburete a mi lado. Carraspeó con suavidad.

—Si vuelves a mirarme así voy a tener que escribirte una canción.

Las palabras salieron de su boca disfrazadas de cachondeo, pero eso no evitó que yo reaccionara llenándome de expectación. Y la noche no había hecho más que empezar.

—¡Eh, Joe! ¡Me estoy secando! —gritó al camarero. En menos de lo que canta un gallo, una Guinness, oscura y densa, se deslizó por la barra hasta sus manos. Dio un trago y alargó la mano hacia mí—. Me llamo Gary, y soy estrella del rock.

Salí de golpe del trance en el que me había tenido acorralada escupiendo la cerveza que tenía en la boca de una manera bastante poco femenina.

Había oído presentaciones extrañas y ridículas, pero, sin duda, la suya era la más memorable.

—¿Estrella del rock? —pregunté llorando de la risa—. ¿Es tu mejor táctica, colega? ¿El resto de las tías también acaban haciendo el aspersor o directamente se desmayan?

—Búscame en Google.

—Lo haré —prometí sin dejar de reír mientras le estrechaba la mano—. Soy Rebeka, actriz porno.

Se quedó paralizado, con el vaso pegado a sus labios y una expresión a medio camino entre la sorpresa y la diversión.

—Nunca había conocido una actriz porno; escribiré una canción sobre eso también.

La mezcla entre su acento y su voz resultaba dulce y melosa. No era una experta, ni siquiera era capaz de distinguir de qué zona del Reino Unido era, pero, afortunadamente, su pronunciación era clara.

—Si tú puedes fingir que eres un rockero famoso, yo soy una actriz porno de alto nivel. ¿De acuerdo?

Mucho tiempo después seguí preguntándome por qué no había elegido ser una astronauta.

—De acuerdo. ¿Y qué te trae por Londres, Rebeka? ¿Alguna grabación? —preguntó guiñándome un ojo.

Me encantó la manera en la que sus labios dibujaron mi nombre.

—¡Ojalá! Es mucho peor que eso. Una despedida de soltera. —Señalé a mi espalda y resoplé asqueada: organizar una despedida en Londres no había sido una gran idea, aunque me librara de tener que asistir a la boda.

Él se giró en su taburete para estudiar a mis amigas con atención y una sonrisa descarada.

Vi de reojo que, cambiando de estrategia, las chicas habían acorralado a un tío contra la pared y hacían bailecitos sexys a su alrededor. Aunque, en realidad, parecía un ritual satánico en el que iban a sacrificar al pobre hombre a algún dios a cambio de que lloviera y la cosecha fuera buena.

Ni siquiera el alcohol era capaz de hacerme la situación más tolerable.

—Vaya espectáculo… —comentó satisfecho.

—¡Sois todos iguales! —Le di un golpe en el hombro.

—Yo solo me limito a observar con inocencia y comentar lo evidente. —Volvió a girarse hacia la barra para mirarme con curiosidad—. ¿Qué tiene de malo una despedida?

—Las odio. Una de las razones son esas exhibiciones gratuitas de bailes eróticos mientras llevas un pene de plástico en la frente. Es denigrante.

El mío se había caído de manera accidental a la taza del baño en el hotel. Un hecho fortuito que necesitó ocho vaciados de cisterna consecutivos y un montón de palabrotas.

—¿Dónde están tus modales? ¿No llevamos ni cinco minutos hablando y acabas de decir «pene»? —Se hizo el indignado con una sonrisa de medio lado, que provocó que unos suaves hoyuelos aparecieran en sus mejillas.

Joder. Hoyuelos. Justamente lo que me faltaba para subirme al taburete y cantar bingo a todo pulmón.

En ese mismo instante me declaré muy fan de sus expresivos ojos azules, amante de su pelo rizado revuelto y fetichista de los hoyuelos que acompañaban a su sonrisa rompedora.

Menos mal que no era una mujer enamoradiza.

—Deberías ser más comprensiva. Algunas tías se comportan así porque creen que, a partir de mañana, pasado, o cuando cojones se vayan a casar, su vida solo consistirá en dedicarse a sus maridos con devoción. El día de la boda llegarán vestidas de princesas, rodeadas de castidad, virginidad…, todo ese rollo…, y con la ilusión de que será para siempre, como una condena a muerte. Por eso se llaman «despedidas» y por eso las tías llevan un pene en la cabeza.

—Has dicho «cojones» y un montón de tópicos uno detrás de otro.

—Y tú, «pene». Como te iba diciendo, esas tías se piensan que en las despedidas está todo permitido, y dan por hecho que es la última oportunidad que tienen para comportarse así. Como si cruzar la línea imaginaria del matrimonio fuera a cambiar hasta el sentido de la rotación de la Tierra… Apuesto a que tu amiga va a celebrar una boda a lo grande, con doscientos invitados, un querubín tallado en hielo, un cuarteto de cuerda, carroza…

—¡Y gallos nadando en un estanque! —exclamé irritada.

—¿Gallos? —Se rio a carcajadas mostrándome los hoyuelos en todo su esplendor—. Tal vez la palabra que buscas es «cisne»…

Lo miré extrañada, pero sin poder ocultar una sonrisa: ¿tan gracioso era confundir «gallo» con «cisne»?

—Me fascina cómo perviertes el inglés. —Sonaba un poco ronco de tanto reír.

Nunca me había sentido tan agradecida y orgullosa de mis diez años en una academia de inglés como aquella noche, aunque las estrictas clases «tipo Oxford» no te preparan para una conversación hilarante con un tío en un pub. Cosa que me llevó a pensar en que deberían inventar cuanto antes el Second English Certificate in real life y valorar la pronunciación después de unas cuantas cervezas. Yo estaba a punto de rozar el sobresaliente.

—Odio las bodas para princesas, con cisnes o con gallos. No importa —continué.

—Tal vez es que tu príncipe nunca te ha hecho sentir como una princesa —se burló mientras se mordía la lengua.

Contuve el aliento y me puse seria. ¿Tan transparente me había vuelto con el alcohol?

—Ahí has acertado: nunca me he sentido como la princesa de nadie. Y menos ahora que el castillo y sus aledaños están vacíos, sin nadie de la realeza o de la plebe esperándome. Y, aunque lo hubiera, tampoco me casaría pretendiendo ser «Su Alteza Real la inmaculada» por un día, mientras llevo un vestido que me hace parecer un exuberante merengue. No es mi estilo. De hecho, no entiendo a las mujeres que dicen que el mejor día de su vida ha sido el de su boda. ¿Nunca les han salido por error dos chocolatinas de una máquina expendedora en pleno síndrome premenstrual?

—Brindo por ti. No hay muchas tías que opinen como tú.

Alzó su cerveza con solemnidad y brindamos.

—¿Y qué me cuentas de tu princesa?

—Yo siempre he sido el pueblerino oportunista que acecha la torre en la que se esconde, dispuesto a apartarla del príncipe para llevarla por el mal camino.

Se echó a reír, a la vez que yo me preguntaba qué demonios había querido insinuar.

—¿De dónde eres, Beck’s? Supongo que no te importa que te llame como a la cerveza que te estás tomando, en lugar de Rebeka; así mañana recordaré tu nombre con facilidad.

—Soy de Bilbao. ¿Mañana? —pregunté desconcertada.

—Sí, cuando te despiertes con el sonido de mi guitarra, tirada en mi cama. Sé por experiencia que no recordar el nombre de una chica a la mañana siguiente, o confundirla con otra, es una situación incómoda. Soléis cabrearos bastante.

Ambos nos echamos a reír, sin dejar de mirarnos.

—Supongo que te sucede a menudo, ¿verdad, querida estrella del rock? ¿O prefieres «leyenda»? Llevas una vida llena de desenfreno, dinero y fama tan complicada… —dije con sarcasmo.

—Claro, ya sabes, sexo, drogas y rock and roll. Es mi lema, y lo sigo a rajatabla. —Sonrió—. En cuanto a lo de mañana, no te asustes; me refería a que nunca sabes cómo va a terminar una noche como esta. Si amanecemos tirados en el patio central de la Torre de Londres, desnudos en mi cama con los pies en la almohada, o incluso en la ducha de uno de los setenta y ocho baños de Buckingham Palace, me gustaría poder llamarte por tu nombre y no cagarla.

Se mordió el labio, trataba de recular; tal vez pensó que me había asustado, pero mi rubor no tenía nada que ver con el miedo.

—No estoy preocupada —balbuceé.

Le di un trago al botellín; necesitaba valentía y descaro en estado líquido para seguirle el juego.

—Tu inglés está empezando a volverme loco. Nunca hubiera imaginado que un idioma podría hacer a una tía más atractiva. Voy a apuntar en mi cuaderno de ideas —hizo un gesto de comillas, mientras sacaba una libreta vieja del bolsillo trasero de su pantalón— escribir una canción sobre tu manera de hablar inglés. ¡Ah! Y sobre los gallos que nadan en los estanques de Bilbao —dijo a la vez que garabateaba.

Alguien me tocó el hombro; me giré y me encontré con Ana, mi mejor amiga. Tenía la cara empapada en sudor y parecía que una vaca le había chupado el pelo, dejándoselo pegajoso y revuelto. ¿Tendría yo la misma pinta? ¡Joder! Ella no era de las que bebían hasta no saber ni cómo se llamaba —esa solía ser yo—, pero aquella noche estaba desatada. Sin duda, era el instinto de protección mental por llevar un pene en la cabeza y no querer tener secuelas graves.

—Rebeka, ronda de chupitos. Pide.

Llevaba semejante melocotón que me resultó de lo más gracioso.

—Mira, Ana, este es Gary, una estrella del rock —dije alzando una ceja.

—¿Qué hay, Gary? —Lo miró como si fuera un vagabundo y volvió a girarse hacia mí con la mirada desenfocada—. Chupitos.

—Hey, Joe, saca nueve chupitos de tequila para estas chicas —gritó Gary por encima de la música, mientras dejaba un billete de cincuenta libras sobre la barra.

—Que sean diez, y mejor de Jägermeister, gracias —lo corregí sonriendo, porque a esas alturas ya no era capaz de hacer otra cosa.

El camarero sirvió diez chupitos de color marrón. Las chicas se acercaron a la barra, gritaron algo todas juntas, se los bebieron de trago y volvieron a la pista a bailar. Estaban muy perjudicadas.

O me agarraba una buena cogorza yo también o acabaría cargando con alguna de ellas hasta el hotel. Y no pensaba ser la niñera de nadie. No estaba dispuesta a aguantar sus ataques de amor etílico y comentarios irracionales.

Cogí un chupito para mí y le di otro a Gary.

—Salud —dije chocando mi Jäger con el suyo. Cerré los ojos y me lo bebí de trago.

Cuando volví a abrirlos, su mirada estaba clavada en mí.

—¿Sabes, Beck’s? En Alemania o Dinamarca, no lo recuerdo, me lo dijo una chica en una gira…, dicen que al brindar hay que mirar a los ojos; si no, te esperan diez años de mal sexo.

Resoplé y me eché a reír. Todo a la vez.

—¡Hostia! Haberlo dicho antes. Necesitamos otro par de chupitos con urgencia. Lo único que me falta es tener mal sexo, además de escaso.

No acababa de decir eso. Claro que no. Aunque la manera en la que él me observó, incapaz de contener la risa, me indicara lo contrario.

Ni siquiera recordaba la última vez que había intercambiado algo más que besos con un tío, y desde luego que hacía una eternidad que no sucumbía los encantos de un «aquí te pillo, aquí te mato» con un desconocido en un bar. Gracias a mis últimas experiencias con el bando contrario, intentaba tomarme las cosas con calma, convencerme de que lo importante eran los sentimientos, la belleza interior, que el tamaño no importa y blablablá, pero Gary estaba lleno de argumentos para hacer una excepción y yo estaba deseando olvidar mis principios.

—Perfecto, hagamos un brindis preventivo. ¡Joe! Dos chupitos más. Mi amiga la actriz porno no quiere una vida de mal sexo. Tenemos que brindar por ello.

El camarero sonrió desde el otro lado de la barra y yo me encendí como un maldito semáforo.

—Creo que a estas alturas me conformaría con una noche sin escasez, aunque fuera sexo de rebajas o de segunda mano —dije como si tal cosa.

Estaba bien jodida: Jägermeister había empezado a hablar por mí, mandando a la mierda mi intención de fingir delante del chico de los rizos suaves que no estaba desesperada. Cogí mi cerveza y me la bebí de trago intentando matar al espíritu germano que había poseído mi lengua.

Gary acercó los vasitos llenos de Jäger hasta el borde, movió un poco el taburete para sentarse más cerca. Poco a poco, la escasa distancia que separaba por cortesía a dos desconocidos iba desapareciendo.

Me miró a los ojos alzando su chupito solemnemente.

—Beck’s, brindo por una noche de buen sexo. Slainte!

—Amén —afirmé, chocando mi chupito contra el suyo, sin estar muy segura de lo que había dicho.

Nos los bebimos de un trago mientras nos mirábamos fijamente. Crucé los dedos por si con el brindis no era suficiente.

Volví a fijarme en sus ojos. Eran preciosos, de un color azul espectacular, y muy elocuentes, tal vez más de lo que a él le gustaría. Vi un fuego candente, un claro indicio de atracción, y lo sentí en todos los rincones de mi ser. Empezaba a ser imposible contener las ganas de toquetearlo; estaba a punto de sufrir la crisis cariñosa del borracho sobón. Así que decidí rendirme. Calculé la distancia perfecta para hacerle entender que estaba interesada, pero no desesperada, y reduje el espacio entre nosotros prácticamente a cero.

—Pareces un buen tío, Gary —comenté mientras acariciaba su cara con la palma de la mano de una manera bastante torpe y a punto de caerme del taburete.

Tal vez había sobrepasado con creces mi objetivo etílico.

Dejé mi mano apoyada en su brazo, mientras él empezaba a juguetear con un mechón de mi pelo.

—Gracias, Beck’s, me alegra escuchar eso. No todas mis conquistas conservan una opinión demasiado buena sobre mí, pero yo hablo de todas ellas bien en mis canciones.

—¿Sobre qué tratan tus canciones?

—Amor en un noventa y nueve por ciento. Es el único terreno que se me da bien. Tiene tantos ingredientes… Venganza, miedo, cariño, sensatez, insensatez, sexo, locura… Da para mucho. Y lo mejor viene después: oír a la gente corearlo sin saber cuánto significa para ti lo que están diciendo. ¿Puedes imaginarlo? Quince o veinte mil personas cantando que aman a tu chica. Es espectacular.

—Guau, debe de ser increíble. Háblame de alguna canción que haya marcado un antes y un después para ti.

—Mi mayor éxito se lo escribí a mi exnovia. Lo que viene a ser la típica mezcla entre una lírica sensiblera y autocompasiva y una melodía empalagosa que solo se te ocurre escribir estando borracho cuando te deja una tía. Aunque, para sorpresa de todos, resultó ser un punto de inflexión para el grupo.

—¿De verdad? —Lo miré cautivada; sabía interpretar su papel de estrella del rock a la perfección. Y si yo quería acabar aquella noche triunfando, tenía que ponerme las pilas y meterme en mi papel de actriz porno, con todas las consecuencias y cuanto antes.

—Sí, a partir de esa canción las ofertas nos llovieron. El mundo se volvió loco.

—¿Y qué pasó para que te inspiraras tanto?

—No puedo darte una explicación sin quedar como un cabrón.

Lo dijo como si ser un cabronazo no fuera irresistible. Como si ese pequeño inconveniente me fuera a frenar para lanzarme de cabeza ante cualquier propuesta indecente que me hiciera.

—Venga…, no te cortes —insistí, haciéndolo resoplar.

—La música es una manera de contar cosas; puedes ser poético y poco conciso, o directo y fiel a los hechos. Pero, de una manera u otra, acabas contando la verdad, y la gente conecta con tus palabras. —Hizo una pausa para mirar al techo, como si le costara hablar del tema—. La engañé varias veces. No encontraba la manera de disculparme, así que agarré mi acústica y escribí la canción. Se convirtió en un éxito rotundo que sonaba a todas horas por la radio. Un puñetero suplicio.

—¿Y qué dice la canción?

Me observó en silencio durante un par de segundos. Exhaló aire con fuerza.

—Que por mucho que sienta haberle puesto los cuernos, disfruté haciéndolo —confesó avergonzado.

Abrí los ojos como platos.

—No me mires así. Siento haberme portado como un cerdo, me odio por haberle hecho daño, pero eso no quita que fuesen unos polvos… increíbles. Parece como si el arrepentimiento tuviera que empañar lo sucedido, y no estoy de acuerdo. —Resopló haciendo que los rizos de su flequillo bailaran—. Y aunque juré que nunca más cantaría sobre el amor, no lo puedo evitar. Soy un tío apasionado y sentimental; las relaciones son mi droga principal y las letras de mis canciones, la única manera de soltar todo lo que llevo dentro.

Continué mirándolo flipada. No estaba acostumbrada a tanta sinceridad viniendo de un tío.

—No pongas esa cara. Si buscas «capullo romántico» en la Wikipedia, sale mi foto.

—Me vas a conquistar con tanta franqueza.

—Eso intento, Beck’s, eso intento. —Su sonrisa se ensanchó—. Ya sabes lo que dicen: la cacería es más excitante que el banquete; el morbo, la química y la ausencia de tapujos…

Ambos nos reímos de su comentario, pero por motivos diferentes. La mía era una risita nerviosa.

—¿Has dicho alguna vez «te quiero»? —preguntó pensativo.

—Sí, a mi último novio trataba de decírselo a menudo, aunque él tenía otras prioridades y un comportamiento bastante miserable.

—No se debe prostituir un «te quiero» con tanta facilidad. —Sonrió con dulzura y me acarició la mejilla—. Nunca he pronunciado esas palabras; creo que han perdido su valor de tanto usarlas, y que están sobrevaloradas. Dos cuerpos pueden detallar esos sentimientos con una claridad en la que las palabras se quedan cortas. Soy consciente de que no puedo ir por ahí repartiendo amor físico, pero cuando miro la realidad que me rodea pienso: qué cojones, repartamos amor de cualquier manera. El mundo sería un lugar mejor si dijéramos esas palabras más a menudo y más alto, y así evitaríamos que la gente saliera de casa para liarse a tiros con el mundo.

Se apoyó en el altillo de la barra y buscó con la mirada al camarero. Yo estaba alucinada.

—¡Te quiero, Joe! ¡Adoro cómo me sirves las cervezas! —gritó para todo el bar, a la vez que le lanzaba besos al camarero con la mano y se daba con el puño en el pecho junto al corazón.

Joe sonreía y negaba con la cabeza mientras Gary volvía a sentarse junto a mí.

—Tal vez las cosas con mi ex habrían ido de otra manera si le hubiera dicho «te quiero», pero hay que encontrar el momento y sentirlo. Yo no lo encontré —confesó taciturno.

—Guau. Es una visión interesante. Nunca me había parado a pensar lo que significa para los demás recibir un «te quiero». Puede marcar la diferencia en la vida de alguien. Deberías escribir una canción sobre eso también.

—Sí, pero antes tengo que vivirlo. Me gusta conocer los temas sobre los que escribo; cuando lo tengo que cantar es más fácil darle sentimiento si creo en ello. Tal vez debería escribir sobre mi madre… —Se carcajeó con sorna.

—Al final me voy a creer que eres un rockero famoso, aunque me cuesta imaginarte con algún instrumento.

Lo observé ensimismada y traté de crear en mi mente su imagen con una guitarra.

—Te he dicho que me busques en Google, pero mejor que lo hagas en YouTube: te resultará más entretenido. Mi voz gana mucho si mi cuerpo anda cerca.

No me cabía la menor duda de que su cuerpo era el mejor ingrediente que podía aportar a una canción.

—Busca «Gary Connolly» cuando llegues al hotel. Puedes ponerme entre las manos el instrumento que más te guste —dijo de manera sugerente—, aunque lo normal será verme con una guitarra, acústica o eléctrica, y alguna que otra vez con un piano.

—¿Eres como el hombre orquesta? —Le saqué la lengua.

—Me manejo bien con mis instrumentos, tengo buenas manos y dedos ágiles —añadió, de nuevo con un tono provocativo—. Joe, saca otras dos Beck’s cuando puedas.

Puse mi mano sobre su pierna y a ambos nos pilló desprevenidos la electricidad que nos atravesó.

—¿Intentas emborracharme? Porque llegas tarde.

—Seguro que sobria eres todavía más divertida y bonita. Esos pegotes negros en la cara no te sientan nada bien.

—Joder, ¿parezco un oso panda? —pregunté horrorizada tratando de limpiarme los párpados inferiores.

—Solo pareces una chica con unos ojos verdes preciosos que acaba de beberse medio Támesis. Aunque debo admitir que estás bastante más centrada que la media de este pub.

No me consideraba una belleza, más bien una chica del montón. No era especialmente alta, medía un metro setenta escaso, pero, eso sí, con tacones conseguía una altura considerable. Era delgada, pero gracias a unas caderas anchas y una cintura estrecha, mi cuerpo tenía curvas, y eso era lo que más llamaba la atención. Mi pelo castaño caía en capas desordenadas hasta la mitad de mi espalda.

—Sí, tengo buen fondo para la bebida, años de práctica y muchas noches de travesura. Lo que viene a ser una adolescencia movidita. —Hice una reverencia digna de una princesa.

—Cuéntamelo, déjame ver qué hay tras esa cara bonita. ¿Qué hizo que fuera movidita?

—¿Vas a escribir una canción? —pregunté intrigada.

—Es posible, si hubo mucho sexo… —se pitorreó.

—Bueno, lo hubo, al menos hasta que senté la cabeza con mi primer novio. Pero, antes de eso, fueron unos años jodidos, inundados en alcohol, muchas fiestas y malas compañías… Ya sabes, lo de siempre —dije encogiéndome de hombros—, todo lo que puedes esperar del desbarajuste hormonal de una adolescente. Pero mi mayor problema siempre ha sido la facilidad con la que pierdo el «filtro cerebro-boca», y hoy hace más o menos cuatro cervezas que está ausente. Si estuviera activo, no te habría hablado de la escasez de sexo en mi vida. Puedes estar seguro.

—¿No era una petición?

Me mordí el labio nerviosa sin saber qué contestar.

—Por mí puedes quitarte los filtros y todo lo que quieras; me gusta la sinceridad, me pone. Prométeme que serás abierta conmigo en todos los sentidos.

Volvió a pillarme desprevenida. Menudo don de palabra que tenía.

—Contigo no es difícil abrirse; de hecho, puedo sufrir un ataque de sinceridad en cualquier momento. Por ejemplo, ahora mismo podría decirte sin ningún filtro… —Hice una pausa tratando de buscar la expresión correcta—. ¿Cómo se dice en inglés «hacer el amor sin condón»?

Se quedó bloqueado durante unos segundos. Después de todo, era posible descolocarlo. Me apunté un tanto. Íbamos cincuenta a dos.

Carraspeó suavemente y se concentró en mi boca.

—¿Te refieres a barebacking? —dijo con un hilo de voz—. Sin una primera cita y sin habernos besado… es una proposición un poco precipitada. Dicen que del primer saludo al primer jadeo conviene que pase un tiempo…, pero estoy abierto a todo. —Sonrió orgulloso—. Anota esa expresión; no creo que la vayas a aprender en una academia: viene de la época en la que la gente montaba a caballo sin silla. ¿En español también utilizáis una palabra similar?

—Se dice «a pelo»; si lo traduces literalmente suena un poco raro. Pero lo que quería decir «a pelo» es que me gustan tus ojos, su color es… imponente e infinito, y su expresión…, penetrante e intensa. Me hipnotizan, me hacen estar a tu merced.

¿Por qué demonios estaba diciendo esas cosas? Obviamente porque eran verdad y por la atmósfera en la que nos hallábamos los dos. Un mundo aparte que él estaba trazando para mí, en el que no había lugar para medias tintas.

—Me alegro de que te apasione tanto la mutación genética que sufrieron mis antepasados en la Edad del Bronce, razón por la cual tengo los ojos azules. —Sonrió orgulloso—. Sigue, me gusta esta versión de ti «a pelo». —Volvió a dibujar unas comillas en el aire.

—¿Sabes que una vez me corrí en alemán? —Otro ataque indiscriminado de sinceridad.

—Tienes toda mi atención, jovencita.

Se quedó en silencio durante unos segundos que aprovechó para recorrer mi cuerpo con la mirada. Por lo visto, habíamos alcanzado la fase de las miradas descaradas. Me quedé con las ganas de chocarle los cinco. No me corté un pelo y yo también lo devoré, como solo una tía hambrienta sabe hacer con semejante regalo delante.

—Y yo que pensaba que el alemán era el idioma de los poetas… Es genial que te hayas corrido en alemán —prosiguió—, pero deberías probar el inglés… ¡Estoy dispuesto a ayudarte a correrte en cada dialecto de toda la jodida Europa!

Respiré hondo tratando de centrarme. Porque aquello tenía una explicación muy lógica.

—He estudiado alemán desde pequeña; tal como dijo Mark Twain, la eternidad fue hecha para que algunos tuviéramos la oportunidad de aprender el idioma germano. He hecho varios cursos intensivos en Berlín para perfeccionarlo. En una de esas ocasiones, mi compañero de habitación era un chico alemán, y utilicé la expresión «ich komme» cuando no debía. Esa frase dicha así, sin más, significa «me corro». Nunca había visto a una persona quedarse petrificada.

—¿Petrificado? —dijo rascándose la cabeza, contrariado—. Si me lo dijeras a mí, no llegaríamos ni a movernos de la barra. Me importaría una mierda toda la gente que nos rodea, tu ropa y la mía; nada se interpondría entre el objetivo de hacerte disfrutar y yo.

Su comentario me dejó demasiado traspuesta como para decir algo que no sonara obsceno.

Aquel tío era un conquistador de bragas.

Podía ser tan romántico como sucio, a dos pasos de una declaración de amor y a tres de un arrebato sexual con cien rombos. Sus comentarios insinuaban sin tapujos lo que ambos pensábamos y generaban tanta tensión sexual en nuestros cuerpos que casi podía empaquetarla, venderla y forrarme, porque era de calidad suprema. Y lo más sorprendente era que no lo conocía de nada, pero parecía saber cuál era la fórmula exacta para provocarme. Por primera vez estaba experimentando lo que era practicar sexo con las palabras, recibir una embestida tras otra, abriendo la mente y permitiendo que se metiera hasta el fondo.

Mi yo sensata y formal, que tanto me había trabajado durante los últimos años, había hecho la maleta deprisa y corriendo, y me saludaba a través de la ventanilla de un avión con destino a las Islas Vírgenes. La muy pécora se había dado por vencida, dejándome sola con el espíritu maligno del Jägermeister.

Y estaba claro que a esas alturas hablábamos el mismo idioma.

—¿Qué más te gusta de mí, Beck’s? No te cortes, inspírame —dijo fijándose en mi escote con bastante poco disimulo.

—Me gustan tus labios —afirmé mirándolos con adoración y deseo.

Y es que su boca era sin duda el punto de partida del pecado y el final de este mismo, rodeada por esos labios carnosos que podían ser la delicia de cualquier mujer y completada por una sonrisa auténtica de las que paran corazones a mitad de un latido. Además, de ahí salían sus palabras, dardos que impactaban en mí sin piedad, haciendo que me replanteara si mi vida había sido plena antes de conocerlo.

—Eso sin probarlos. ¿Qué más? Me gusta mucho lo que dices sin filtros.

Me hubiera fijado en sus ojos y labios incluso sin haber hablado con él. Probablemente lo tercero hubiera sido su cuerpo, pero temía su reacción. Podíamos emprender un camino de no retorno, en el que, como él había dicho muy sabiamente, no llegaríamos ni al baño.

Ni falta que hacía.

—La elección es complicada, pero creo que me quedo con tu cuerpo.

—Mis ojos lanzan promesas implícitas, mis labios las materializan en palabras y mi cuerpo remata la jugada. Me gusta la hoja de ruta que has marcado —dijo acariciando mi mejilla con ternura.

¿Era yo o en aquel bar hacía un calor insoportable?

—Tus labios hacen más que eso; hacen que imagine cosas que no soy capaz de decir en voz alta sin sufrir una combustión espontánea.

Esperaba ver su sonrisa, pero no apareció.

En su lugar me dedicó una mirada abrasadora, una clara señal de que estaba a punto de abalanzarse sobre mí. Sus manos se posaron en mi cintura y no se movieron. Yo estaba desesperada por que diera el paso, porque era demasiado cobarde para cruzar la línea.

—Vamos a tener un problema si sigues por ahí —afirmé excitada.

—¿Quién ha dicho que sea un problema? Y, si lo es, tiene una solución bien fácil.

Recorrió la distancia entre mi cintura y mis caderas con calma. El calor que emanaban sus manos me calentó de pies a cabeza. En ese instante supe que, si me besaba, el asunto no acabaría ahí.

—Haciendo gala de mis filtros también ausentes —hizo una reverencia con la mano—, quiero decirte que algún día escribiré una canción sobre lo borracha que estabas cuando te besé por primera vez, y cómo fuiste incapaz de detenerme.

Memoricé la expresión lujuriosa de su cara para recrearme a solas en otro momento.

—Describiré el brillo de tu mirada mientras me voy acercando a tu boca. —Posó sus labios en los míos suavemente como probándome. Yo cerré los ojos para disfrutar aquel instante—. Será acústica y empezará con un solo de guitarra…

No terminó la frase.

Su boca fría y con sabor a cerveza se apoderó de la mía en un beso que comenzó lentamente, mientras nuestras lenguas se tanteaban, exploraban y finalmente se enredaban a cámara lenta. Entre giro y giro, nos descoordinamos, sonreímos con los ojos entreabiertos y nos dimos mordisquitos juguetones.

Su olor era delicioso, dulce y natural, con un ligero toque a loción de afeitar.

Pasados varios minutos, se bajó del taburete sin dejar de besarme y presionó entre mis piernas, dejando en evidencia su tensión. Agarró mi trasero haciendo que el beso cambiara de manera radical: se convirtió en algo exigente y apocalíptico; tórrido y provocador, como si el abismo fuera a abrirse bajo nuestros pies en cualquier momento; abrasador y salvaje, como si la meta de su vida fuera satisfacer cada célula de mi cuerpo; sin complejos y devastador, como si solo tuviera una oportunidad para demostrarme que nadie era capaz de hacerlo mejor que él.

Joder. Nadie lo sería después de aquello.

Apreté las piernas a su alrededor, incapaz de contenerme, y tiré de sus rizos con ambas manos tratando de dejarle bien claro que quería todavía más.

—Aquí tenéis las Beck’s.

No quería que parase, pero lo hizo. Maldito fuera Joe.

Fue un beso memorable y explícito, de los que te entran ganas de arañarle la espalda con saña.

La gente iba al infierno por ese tipo de morreos.

«Que alguien busque mi autocontrol por el suelo», pensé completamente desarmada.

Nos miramos en silencio durante unos minutos tratando de recuperar el aliento y decidiendo sin palabras si debíamos continuar en otro sitio más discreto. Aunque en realidad a mí me importaba una mierda la intimidad: estaba deseando arrancarle la camiseta con los dientes.

—Creo que unos violines en el estribillo irán geniales, mientras grito desesperado que no voy a ser capaz de olvidar lo que acaba de pasar entre nosotros.

Nuestros cuerpos continuaban pegados. Él mantuvo sus manos en mis caderas y yo en su pecho. El corazón le latía rápido. Yo apenas podía respirar. Él era todo que veía y sentía, ajena al ruidoso pub que me rodeaba y a los ridículos bailecitos de mis amigas.

De pronto una sirena se encendió en mi interior. Sonaba por encima de la que me avisaba de que estaba muy cachonda, era la alarma de «hombre que trae problemas», con sus banderitas rojas y sus lucecitas intermitentes y todo. La ignoré. Estaba convencida de que estar con él me haría más bien que mal. Además, lo único que me estaba planteando era una noche loca con un tío tremendamente sexy que me acababa de demostrar que sabía besar como un dios. Nada que ver con el habitual morreo del desconocido borracho que a la primera de cambio te explora las amígdalas, te magrea el culo como si amasara pan y te retuerce los pezones como si buscara una emisora de radio.

—¿Por qué no cantas algo para mí? —lo reté.

—Porque a capela, en un bar y medio borracho, podría parecer un vendedor de helados. —Me guiñó un ojo con picardía—. ¿Quieres que tomemos algo en mi casa? Estaremos más tranquilos y puedo tocar algo sin joder mi reputación.

—No debería…, no puedo —afirmé rotunda—. No tengo ni puta idea de dónde está mi hotel.

Se carcajeó ante mis tristes excusas.

De buenas a primeras, me dio la espalda, y vi cómo se encaminaba con decisión hacia mis amigas.

Sentí frío en cuanto se separó de mí. ¿Me podía permitir echarlo ya de menos?

Para cuando me quise dar cuenta, llevaba dos horas con él, y su acento no era lo único que se me había pegado.

Gary habló con Ana, y ella le dio algo. En menos de un minuto, volvía a estar entre mis piernas.

—Solucionado. Best Western en Queensway. Yo te llevaré después. —Me mostró la tarjeta de mi hotel con una sonrisa traviesa e insolente—. Di que sí, Beck’s.

—¿A qué viene tanta prisa? —pregunté con indignación fingida.

—Mi madre no me deja quedarme hasta tan tarde.

—No bromees, podrías ser un asesino… En plan Norman Bates.

—No digas chorradas —afirmó con fastidio—. ¿Cuál es el problema?

—Tengo por costumbre evitar ir a casa de desconocidos.

—Me parece perfecto, corren unos tiempos muy peligrosos y no te puedes fiar del primer tío que te lo ofrece. Pero puedes confiar en mí. Te prometo que solo seremos un par de amigos tomando unas cervezas tranquilamente, escuchando música relajados…, arrancándonos la ropa desesperados y haciéndolo en la encimera de la cocina. Nada más.

Lo miré flipada, negué con la cabeza y pensé que nadie toma decisiones acertadas en un bar a las tantas de la madrugada. Pero antes de que pudiera protestar me puso una mano en la boca.

—No digas que no tan rápido, querida. A lo mejor te gusta más mi plan B, que consiste en echarte sobre mi hombro y arrastrarte al callejón ahora mismo. Tú eliges.

Me retiró la mano de la boca y me estudió impaciente.

«Oh, Señor. La pervertida que llevo dentro está deseando apuntarse a la bacanal».

—No me pongas esa carita. Es inútil que disimules, sé que quieres venir conmigo adonde sea, tanto como yo deseo que lo hagas. Una cerveza en mi casa para romper el hielo, un par de canciones y te llevo a tu hotel cuando quieras. Di que sí, por favor, dime que no me dejarás solo esta noche.

Asentí queriendo creer que había tomado una decisión, cuando en el fondo sabía que no había tenido elección. Hubiera hecho cualquier cosa con tal de estar cinco minutos más con él.

—¿Y si terminamos esta ronda antes de irnos? —sugerí con una sonrisa de oreja a oreja.

—De acuerdo. El comodín del plan B estará a tu disposición si decides que lo necesitas con urgencia.

Durante la siguiente hora continuamos charlando sobre bodas, canciones, conciertos, gallos… Y Gary consiguió que me doliera la cara de tanto reír, convirtiendo aquella noche en la más divertida e inolvidable de mi vida.

De vez en cuando me besaba y me acariciaba la cara, las manos, los brazos, el trasero, las piernas… Y yo hice lo propio con él; era incapaz de parar de tocarlo, como si lo conociera de toda la vida. Eran los prolegómenos más elaborados y largos de la historia. La anticipación me estaba matando, la cuerda estaba tan tensa que en cualquier momento se iba a romper y nos íbamos a dar de morros.

—Sospecho que no eres una actriz porno —dijo de repente, y sonrió de manera que se le marcaron los hoyuelos en la cara. A esas alturas de la noche había desarrollado una teoría acerca de sus hoyuelos: no estaba segura de si él era consciente de cuánto tenía que sonreír para que aparecieran, pero sí tenía muy claro que iban a acabar conmigo.

—No, soy estudiante, estoy en el último año de carrera.

—Eres más joven de lo que pensaba. ¿Veintitrés? —Entornó los ojos con curiosidad.

—No, veinticinco. Empecé la carrera y no me fue demasiado bien. Así que me largué a Alemania un par de años para continuar mejorando el idioma, volví a Bilbao y encaré segundo con otras fuerzas… ¿Y tú?

—Treinta y tres, con el síndrome de Peter Pan desde los ocho años. Pero, tranquila, no me meo en la cama desde los dieciocho.

—Hablando de hacer pis, tengo que ir al baño.

—¿Quieres que te acompañe? —Malinterpretó mi frase, y aunque su propuesta hizo que se me contrajeran todos los músculos, necesitaba un momento.

—Uhm, no, puedo hacerlo sola. Pero ¿me dejas bajar del taburete? —dije dándole unas palmaditas en el pecho.

—Claro, disculpa. —La decepción inundó su mirada, pero se apartó.

Me dirigí hacia los servicios. Mis amigas seguían bailando como posesas y tenían acorralados a unos cuantos tíos. Ana me miró con gesto serio y se acercó.

—¿No te ibas con Ricitos Sexys? Ha venido a pedirme la llave hace un rato. —Hizo un gesto juguetón con las cejas.

—Se ha ofrecido a acompañarme después, nada más.

—¡Qué ricura de indirecta! Pensábamos brindar por tu polvo de esta noche. Lástima. Creo que él lo está deseando.

Ambas nos giramos hacia Gary y ahí estaba él, tan tranquilo, con los codos apoyados en la barra y repasándome el trasero con esmero. Su sonrisa podría deshacer el Ártico en dos segundos.

—Míralo qué discreto, ¡se le van a salir los ojos! Ese tío es una tentación irresistible…

—Cállate, Ana —siseé con los dientes apretados, sabiendo que estaba perdida—. No es una tentación, ¡es un maldito atajo hacia el pecado!

Mi amiga se echó a reír y asintió.

—¿Eres consciente de quién es? Me he dado cuenta cuando ha venido a pedirme la llave…

—No empieces tú también con el rollo de la estrella de rock. No necesito un empujón. Me iré con él, nos vemos en el hotel.

Tiró de mi escote hacia abajo, yo me lo volví a subir y le di un manotazo.

—¡Haznos un favor a todas y date un buen homenaje! Y si finalmente decides tirártelo en nuestra habitación, utiliza la contraseña.

—¿Pretendes que me ponga a cantar La barbacoa en pelotas?

—Deberíamos pensar en una contraseña mejor. Desde que dejaste al chorizo de tu ex, ya no tiene gracia. —Me dio una palmadita en el culo y se alejó moviendo las caderas de una manera bastante cómica.

Era mi mejor amiga, la quería, y, por suerte para ella, eso la mantenía a salvo todas las veces que me hacía desear matarla. Por mucho que fuera la voz de la razón y el ancla que en muchas ocasiones había evitado que mi vida fuera a la deriva, a veces también se convertía en el peso que me arrastraba hasta el fondo.

Cuando volví de los servicios, Gary estaba hablando con una tía y se reían; él mostraba un comportamiento cercano mientras ella lo miraba con expectación. El interés que podía generar en dos minutos era arrollador, yo lo sabía mejor que nadie. Me acerqué despacio y él enseguida se centró en mí dejando a la extraña con la palabra en la boca.

—¿Lista para tomar la última ronda en mi casa?

—Sí, vámonos.

De camino hacia la puerta me despedí de mis amigas con un escueto saludo.

—¡A por ella, tigre! —gritó Ana a mi espalda.

Todo el bar se rio, incluso algunos nos jalearon con comentarios subidos de tono.

—Oh, vámonos… —dije abochornada mientras tiraba de él hacia la puerta.

—¡El romance me llama! —gritó alzando el puño en señal de victoria.

Me precipité fuera sin mirar atrás. Planeé en dos segundos novecientas maneras de matar a mi querida mejor amiga sin dejar pruebas o arrastrar remordimientos.

Él salió poco después, todavía riéndose, tras haberse despedido de algunos amigos.

—Menuda artista está hecha tu amiga. Vivo aquí al lado. —Estrechó mi mano y nos adentramos en las frías calles de Londres.

—¿Quién era esa chica? —pregunté tratando de sonar desinteresada.

—Una fan.

Me reí de su comentario; me pareció de lo más gracioso que se hubiera encontrado en un pub con una supuesta seguidora de su también supuesto grupo.

Continuamos nuestro camino bromeando sobre sus fans, que, según él, se contaban por miles.

Me sentía algo mareada, así que el aire fresco de Londres me sentó de maravilla.