Primera edición, 2017
Primera edición electrónica, 2017

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contraportada

PRÓLOGO
Teatro escogido
de Luis de Tavira

JOSÉ RAMÓN ENRÍQUEZ

Hace algunas décadas en los círculos teatrales mexicanos se acuñó un neologismo que ha obtenido un gran éxito: teatrero. La idea era original era la de mostrar a quien se dedicaba a la escena como un profesional en los diversos ámbitos del fenómeno estético, lo mismo como dramaturgo que como director, como actor o escenógrafo, tramoyista, dramaturgo, promotor, performancero o productor. Se trataba de introducir el teatro en un espacio que no fuera sólo el de la literatura, en la cual lo confina la mayor parte de los tratados y las historias, sino de ampliarlo y demostrar que en él coexisten las artes plásticas con el mismo derecho que el arte del actor y la literatura. La aparición de Stanislavski, que nombró a su compañía precisamente Teatro de Arte y que, en primer término, teorizaba sobre la actuación, dio al actor una calidad ya no de puro intérprete sino de auténtico creador, al mismo tiempo que elevó la dirección escénica a un lugar tan creativo como preponderante, sin abandonar el diálogo constante con el texto o con el dramaturgo (en el caso de Stanislavski era nada menos que el diálogo, no siempre terso, con Anton Chéjov en muchos de sus trabajos), pero sin supeditarlo todo a la dictadura de lo ya escrito.

Cuando comenzamos a utilizar tal neologismo, eran tiempos en que, en México, se discutía con uno de nuestros más importantes dramaturgos, Emilio Carballido, sobre creación e interpretación como dos niveles distintos de la actividad teatral: la primera con mayor rango y la segunda con rango puramente artesanal. La postura del maestro Carballido dominó en las burocracias culturales y ha llegado hasta nuestros días en el Sistema Nacional de Creadores de Arte que, en su primera convocatoria, no contempló más que a los dramaturgos. A partir de la segunda, y tras arduas discusiones, se abrió a los directores y escenógrafos, pero, hasta hoy, ignora a los actores, definiéndolos como simples intérpretes sin capacidad creativa.

Ya existían los conceptos de hombre de teatro o diva para referirse a la mujer de teatro. Confieso que para mí (fuera de que lo de diva me parece una tontería sólo explicable por la historia), los conceptos hombre y mujer de teatro me parecían claros y válidos, como siguen pareciéndomelo. Sin embargo, a una buena parte de mis compañeros de profesión resultaban demasiado elitistas. Recuerdo, por ejemplo, haber conversado sobre ello con el maestro Ignacio Retes, a quien entusiasmaba el neologismo teatrero por cuanto denotaba al trabajador de la cultura sin connotaciones clasistas: fuera quedaba el intelectual sin conciencia de clase. Sindicalista de la primera etapa, Retes quedó fascinado por ser un teatrero, un proletario, como pudiese ser carpintero o minero, pizcador de algodón o temporero de viñas de ira.

Acepté sus razones y he llegado, incluso, a utilizar la palabra aunque sin el entusiasmo que provocara en el maestro Retes. En realidad, sin ningún entusiasmo. Yo luchaba en mi partido, el comunista, por superar el vetusto obrerismo antiintelectualista y ver al artista, al científico, al maestro, al creador como elementos fundamentales para la hegemonía de un partido de las clases trabajadoras que debía enfrentarse con las clases explotadoras en todos los campos que la palabra democracia exige y supone. Proletarizar al intelectual o al artista me parecía renunciar a la lucha en el campo de los trabajadores de la cultura.

Sin embargo, más allá de los términos y para lo que aquí importa, siempre he creído que el teatro es conformado, con igual importancia, lo mismo por el dramaturgo que por el actor y el director, y que no debe imponerse una jerarquía metafísica sino una aceptación lógica de las labores de cada creador en el hecho escénico. Y eso queda claro en ambos conceptos, teatrero y hombre de teatro, teatrera y mujer de teatro. Y si bien tanto el neologismo como aquello que denota han obtenido éxito, no así el hecho de que el actor es un creador. Tuvo que llegar precisamente Luis de Tavira a la Compañía Nacional de Teatro para que los actores fueran considerados dentro del FONCA una especie de creadores, aunque por fuera del Sistema Nacional de Creadores de Arte.

Pero, ya en un segundo momento, aceptado por los “teatreros” que no existe una superioridad metafísica entre las diversas labores sobre el escenario y vistos todos como camaradas en diversos ámbitos (proletarios, gustaría decir a mi maestro Retes), nos encontramos con que existen quienes trabajan para el teatro y quienes viven el teatro. Resumiendo los términos marxistas del capítulo V de El Capital, hay quien realiza un trabajo que “ya existía en la imaginación del obrero” y que él objetiva, mientras que hay quien sólo entrega su fuerza de trabajo cuyo objetivo le es enajenado. O sea, hay hombres y mujeres que viven del teatro y hombres y mujeres que viven para el teatro.

Esta diferencia resulta esencial para entender a Luis de Tavira: un ser de teatro, desde el teatro, para el teatro y que sólo en el teatro se comprende. Él mismo lo dice por boca de uno de sus personajes, Frank, en su obra El director de teatro: “¿Qué puedo hacer? Yo no vivo del arte, yo vivo para el arte”.

Por otra parte, desde su infancia, Luis de Tavira fue formado para formar. A quien no le entusiasma, el destino de pedagogo puede volverse un espacio infernal del cual habrá de huir en cuanto pueda a riesgo de amargarse y de perder la propia voz por la falta de eco en una relación fallida con sus pupilos. Existen muchos ejemplos de filósofos o artistas que se vieron obligados, para sobrevivir, a ser preceptores y lo llevaron como una cruz hasta dejar de serlo o morir crucificados. Para quien tiene el llamado, la vocación, al magisterio, el haber sido formado desde la infancia para formar no sólo le da las armas de la retórica sino el entusiasmo insuperable de reconocerse y aun de comprenderse en las miradas de quienes lo escuchan y en las intuiciones que provoca. Es la diferencia entre el preceptor que traslada reglas y el pedagogo que se interna con sus discípulos por esas selvas intrincadas del auténtico conocimiento o de la pasión artística. Luis de Tavira es un pedagogo y le interesa tanto provocar la reflexión sobre la pedagogía del arte cuanto profesionalizarla en sus especificidades, que no son las mismas que las de otros ámbitos del conocimiento.

Entre las obras que aquí se recogen, muchas han sido escritas para alumnos de actuación que con ellas se han titulado. En algunas ocasiones lo explicita Luis de Tavira pero no en todas. Sin embargo, es imposible separar al hombre de teatro que vive para el arte del pedagogo que vive para formar artistas. Como él mismo lo dice en la presentación de su obra Citerea: “Este delirio es una obra escrita desde los actores para los actores”.

Fue el caso de la obra con que se abre este volumen, La pasión de Pentesilea, de 1988, cuyo montaje supuso incluso un conflicto dentro de la Coordinación de Difusión Cultural de la UNAM que sólo pudo resolverse hasta separar al CUT de la Dirección de Teatro y Danza y hacerlo un centro de extensión autónomo, dependiente de la Coordinación de Difusión Cultural sin supeditación alguna a Teatro y Danza.

Fue, pues, una explosión incluso institucional La pasión de Pentesilea y demostró el carácter de hombre de teatro de Luis de Tavira. Como lo señalaría explícitamente más adelante en El director de teatro, su angustia ante la banalización del hecho escénico es consecuencia de una entrega total de quien “vive para el arte”, de quien participa hasta las últimas consecuencias de su pasión. Para entender a Tavira habría que rescatar la etimología de esta palabra, pasión, que se remonta al griego pathosάθος) no sólo como “acción de padecer”, en su acepción latina, sino, a la manera de la Retórica de Aristóteles, “como el uso de los sentimientos humanos para afectar el juicio de un jurado o la búsqueda de transmitir a la audiencia un sentimiento que la conmueva”. Y, en esta misma línea, para Hegel, en su Estética, “el pathos que impulsa la acción puede ser provocado en cada cual por fuerzas morales o espirituales, interpelaciones divinas, la pasión de la justicia, etc.”. Así, la diferencia entre un teatro banal y el teatro de verdad que requiere la acción tras la interpelación está precisamente en la pasión. Invirtiendo la sentencia de Søren Kierkegaard en Temor y temblor (“la fe es una pasión”) podríamos plantear que la pasión es una fe y a esa fe se ha entregado Luis de Tavira. Y que, siguiendo a Kierkegaard, “la fe es la más alta pasión en el hombre” y, por extensión, en el teatro que es precisamente el espacio vital de la tragedia que sólo puede cimentarse en la pasión como la entiende y la lleva a efecto quien vive desde y para el teatro.

Sin embargo, para muchos, en la modernidad se ha terminado la interpelación divina y el teatro ha dejado de ser tragedia para convertirse en melodrama. ¿Acaso, en la definición con la cual creó la palabra melodrama, el filósofo Jean-Jacques Rousseau en su comentario sobre el Alceste de Gluck, no está presente la necesidad de ayudar con algún efecto externo a lo carente de pathos? “Un tipo de drama —dice Rousseau— donde las palabras y la música, en vez de caminar juntas, se presentan sucesivamente, y donde la frase hablada es de cierta manera anunciada y preparada por la frase musical.” Es decir ayudada para que se llene musicalmente del pathos del cual carece por sí misma ya que la interpelación de los dioses ha concluido. Creo que hay mucho de esto en la tendencia melodramática, en la comercialización y en la banalización de la escena, y también creo que por eso, y desde la modernidad, Tavira se lanzó, en sentido contrario al de la aparente linealidad histórica, a la búsqueda de la pasión en el mundo griego y acudió a una idea de Von Kleist para su desgarradora obra La pasión de Pentesilea, en la que se come la carne y se bebe la sangre de Aquiles (un amado eternamente agónico, imposible por ser esencialmente el enemigo) como en una eucaristía cristiana.

Pero al retornar a las fuentes de la épica griega a partir de la idea forjada por Von Kleist “en los años de apoteosis militarista de Napoleón”, Luis de Tavira trajo a nuestros días la tragedia para demostrar que aún es posible. Así, Antíloco es Pizarro de la misma manera en que Diomedes se desdobla en Eisenhower para que el desembarco de Normandía sea el espacio de la batalla trágica final y el teatro haya superado al melodrama. Se efectúa lo que buscaba Heinrich Wilhelm von Kleist y que Luis de Tavira resume en la nota introductoria a su propia y personal La pasión de Pentesilea: “Von Kleist intenta la construcción de un poema trágico nuevo y fundador de una visión capaz de brotar de una síntesis superior; aquella que surge de la intuición romántica llevada hasta las últimas consecuencias del escepticismo kantiano para anunciar un orden que se inicia más allá del abismo epistemológico y que paradójicamente proviene del retorno a las mitologías”.

Y si reinventa la tragedia en la conquista del Perú por Pizarro o en la victoria del Día D por Eisenhower, ¿por qué no llegar al primer albor del siglo XX mexicano, y a sus consecuencias, cuando diez días constituyeron en nuestro inconsciente colectivo precisamente una Decena Trágica?

Luis de Tavira, acompañado por el historiador Alfonso de Maria y Campos, vio en el general Bernardo Reyes a un héroe trágico y comprendió su ingreso a caballo a la Plaza Mayor de la Ciudad de México como un gesto violento que partía desde sus raíces en una antigüedad ya olvidada pero aún viva en nuestro ser nacional. Y entendió cómo Bernardo Reyes heredó en su descendencia a uno de los mayores eruditos y poetas de nuestra literatura, su hijo Alfonso. Así, Luis de Tavira y Alfonso de Maria y Campos construyeron La conspiración de la Cucaña, de 1990, con el objetivo de indagar tanto en la intimidad del gran polígrafo, como en el gesto final del general trágico y, también, en un México que es capaz de existir sobre una laguna ensangrentada, con un pie alegremente danzando en la zarzuela, durante una gran comilona en honor de Stéphane Mallarmé, mientras el otro pie guarda dolorosamente el equilibrio entre el sentido más elevado del ágape y la ausencia del cuerpo del padre masacrado en la Gran Plaza.

La decisión del general Bernardo Reyes de irrumpir en el Zócalo de la Ciudad de México, la inmensa plaza, precisamente al amanecer y montando un caballo de nombre Lucero, sería puramente suicida si no estuviera a la altura de los héroes trágicos. Su hijo Alfonso Reyes, quien no llegó a tiempo para recibir el último estertor de su padre acribillado, hubo de salir al exilio no a recordar sino a soñar ese momento. Luis de Tavira, en La conspiración de la Cucaña, lo enfrentó al espejo para ver ahí reflejadas tanto la irrupción de un Lucero desbocado por el general Reyes como la despedida en España del recientemente fallecido Mallarmé, cumbre del simbolismo. Ahí, a la vista de Imperio Argentina, se reconstruyen mundos: esos dos momentos de la segunda década del siglo, a los que une el dolor de otro exilio: el de los republicanos españoles del 39, algunas de cuyas vidas logran salvarse gracias a Reyes para provecho de México, crear El Colegio de México. En La conspiración de la Cucaña se llega, nada menos, que a la transustanciación del mole en paralelo a la sangre que llena la Plaza Mayor de la otrora Gran Tenochtitlán.

A la pregunta expresa de su Diva, cuya identidad aún no conoce el espectador, el propio Alfonso Reyes explica qué significa la palabra y cuáles son sus alcances especulares:

Del italiano; palo largo, untado de jabón o de grasa, por el cual se ha de trepar si se hinca verticalmente en el suelo, o andar si se coloca horizontalmente a cierta distancia de la superficie del agua, para coger como premio un objeto atado a su extremidad. Esto es diversión de ver trepar o avanzar por dicho palo. Pero es también el medio de alcanzar algo rápida y cómodamente. Se dice también de lo que se consigue con poco trabajo, o a costa ajena. Pero para que me entienda mejor, el sentido último que nos explica el término, significa jauja, imposible lugar de prosperidad y regalo... Utopía... La república de Platón... La Arcadia... Un sueño.

Y, perdido con nosotros en las vueltas y revueltas de este laberinto, Luis de Tavira viajó por los géneros en un ejercicio de estilo que le exigiera la erudición, la ironía y la sinestesia de Huysmans para lograr, finalmente, la anagnórisis.

Pero si la anagnórisis es el reconocimiento, la epifanía es la revelación y tiene su lugar fundamental en la mística cristiana, sobre todo tras del encuentro en la península ibérica del cristianismo con las místicas semíticas. Tras entrar al espacio de la tragedia clásica Luis de Tavira no puede negarse a entrar al espacio (privilegiado porque es el de su lengua) del teatro del Siglo de Oro con todos los peligros que representa viajar por lo inefable donde un paso en falso puede resultar fatal.

La gran maestra de la mística de los Siglos de Oro es Teresa de Ávila quien en sus Moradas traza el viaje al que debe lanzarse el alma sin otra certeza que la fe y sin otro apoyo que el amor. Y, en 1991, Luis de Tavira escribe La séptima morada, un espectáculo “parcialmente construido con el cruzamiento intertextual de ideas, imágenes y textos de: Santa Teresa de Ávila, Bernini, Calderón de la Barca, Velázquez, María Alcanforado, Goethe, Strindberg, Kazantzakis, Tennessee Williams, Ingmar Bergman, Peter Weiss, Pier Paolo Pasolini, Harold Pinter, Botho Strauss y Hans Urs von Balthasar”.

Ese entrecruzamiento permite dar a luz a uno de los textos más importantes no sólo de Luis de Tavira sino del teatro mexicano de la segunda mitad de siglo XX. El lector va a encontrar la nota explicativa que cité en el párrafo anterior, al inicio de La séptima morada, en este volumen, pero he querido repetirla para dar cuenta de algunos autores fundamentales que conforman el laberinto mental y emotivo de Luis de Tavira y, también, para ayudar a trazar el mapa de su método de trabajo, su ascética exigencia como lector y su explosión apasionada como dramaturgo.

Antes de los autores especificados en su nota, ya hemos encontrado y dado cuenta de Platón y Aristóteles, de Kant y de Von Kleist. Habrá más porque la erudición es consustancial a un hombre de teatro que lee el escenario con una sabiduría que pocos han alcanzado en nuestro país. Y, como en Las Moradas de Teresa de Ávila, son siete las estancias, las puertas, que habrán de cruzar sus personajes para acceder a “la contemplación para alcanzar amor”, estancia de la última semana de los Ejercicios espirituales de otro autor fundamental de los Siglos de Oro, Ignacio de Loyola.

También La séptima morada está escrita para sus discípulos y también se trata de un sueño o de un juego de espejos (el sueño es siempre juego de espejos) que ocurre en donde “desembocan múltiples caminos... muchas puertas dispuestas en espiral. Es el centro del laberinto. O la cúspide de La Torre”.

Tavira explica cuidadosamente cómo es esa Torre porque la está contemplando. La puntualidad en las exigencias escenográficas es indispensable para el hombre de teatro como dramaturgo. A diferencia del literato que escribe en la soledad de su escritorio, él ve el escenario y es capaz de entrar en ese otro sueño para interactuar, oír las voces y recorrer cada centímetro. Por ello tiene que trabajar cercano a sus escenógrafos cuando él mismo es director de sus obras o dotar de un entorno bien especificado al director y escenógrafo, cuando no lo es. Esta puntualidad exige un equilibrio peligroso, desde la posibilidad del pleonasmo hasta la parálisis de la creatividad del realizador. Y también de este peligro ha logrado salir indemne Luis de Tavira, gracias a su inteligencia y luego de la agotadora lucha con el Ángel.

Así, en Ventajas de la epiqueya, de 1994, pide construir un laberinto, de modernidad barroca, para una comedia que exige colocar al espectador en una arquitectura parecida a las construcciones imposibles de Cornelis Escher o, enviarlo hacia el pasado por el tic tac del reloj que marca la comedia, a las máquinas e invenciones tan indiscutiblemente teatrales del jesuita Athanasius Kircher, maestro de nuestro Sigüenza y Góngora e inspirador de sor Juana.

Desde siempre Luis de Tavira ha sentido ese gusanillo de la comedia de intriga barroca del tiempo de los Austrias como la otra cara de la mística. Así, en el rebote contra las paredes o dentro de las columnas de esos laberintos, Ventajas de la epiqueya va del cine negro al gran guiñol, con resonancias bíblicas y homenajes poéticos a Pedro Salinas. Todo en medio de la burla ácida a un clero que utiliza la objeción de conciencia y las ventajas de la epiqueya para llevar a buen puerto (o a buen camposanto) sus intrigas.

Una comedia en la cual “Un muerto, un fraude al Estado, la ruina del negocio y una hermana loca son muchas cosas juntas para esconderlas de un solo golpe”. La familia de Lázaro, el resucitado por el Señor, Marta y María, Magdalena, un cura, un sacristán y los imprescindibles dueños de la banca en una danza de la muerte perfectamente contemporánea pero que recuerda las medievales, escuchan la orden perentoria “¡Epheta!”, ¡Ábrete!, aunque no la obedecen porque ¿cómo dormir “cuando la vida está a punto de convertirse en sueño”?

Y llega así Ventajas de la epiqueya hasta los últimos diálogos de una comedia que irónicamente cierra en lugar de abrir como exigiría el “¡Epheta!”:

LÁZARO: La química hace milagros.

SANTIAGO: Y el teatro, hay que reconocerlo.

[…]

MARÍA: ¡No! Sin anestesia. Este dolor es lo único que tengo.

Dócilmente, María se deja llevar por Marta.

Diez años después, ya en 2004, Luis de Tavira volverá a la comedia de intrigas con Otra dama boba, y desarmará para reconstruir a una de las figuras que más lo apasiona del teatro en nuestra lengua, Lope de Vega. Para ello, va de Quevedo a Calderón o a un enigma de sor Juana, hasta llegar a Pedro Salinas y, sobre todos al propio Lope de El castigo sin venganza y A un privado al Soneto 61 y hasta el Marramaquiz de La gatomaquia.

Creo que es preciso detenernos en la relación de Luis de Tavira con el teatro de Lope porque no sólo le resulta entrañable sino fundamental en el sentido más exacto de la palabra. Es la relación de un alumno con su maestro al cual encuentra en los mismos cimientos de la escena de los Siglos de Oro. Luis de Tavira considera a Lope no sólo el inventor de una manera de hacer teatro, el autor inmejorable de El arte nuevo de hacer comedias, sino al creador de España desde la escena. Para Tavira, el teatro de Lope construye la nación imperial que llegó a ser España mucho más que sus propias convulsiones históricas, o, por lo menos, acompaña tales convulsiones, las explica y las profetiza.

Además, Lope es un ser a un tiempo místico y profundamente carnal. Es el sacerdote que llora en la misa matutina los pecados que ha cometido en el nocturno lecho. Ése que, escuchando los llamados del Amado incorporal a su puerta, se dice con el más auténtico de los remordimientos: “mañana le abriremos, respondía, / para lo mismo responder mañana”. A mayor profundidad que Tirso y Calderón, Lope descifra a la mujer y se enamora constante, ardientemente. Recuerdo una conferencia de mi padre, “Lope de Vega es el amor”, y estoy convencido de que Tavira coincidiría en muchos de sus puntos. Eso explica su voluntad por reconstruir un tema de Lope en Otra dama boba.

Las damas y sus enigmas son de Luis de Tavira precisamente porque son de Lope. Recordemos que la utilización de personajes, temas y argumentos heredados son no sólo válidos sino constantes en la historia del teatro y del arte en general. Tiene que llegar la Revolución Industrial para construir el concepto patentes y trasladarlo de alguna manera a las artes. Pero Goethe, por poner un solo ejemplo, nunca se sintió incómodo por tratar y llevar a alturas insospechadas a un Fausto que ya había sido tratado y llevado a sus propias alturas por Christopher Marlowe. Caso distinto es el de Cervantes quien escribe una segunda parte de El Quijote, aún mejor que la primera, para demostrar que ese personaje le es consustancial, pero apela a su talento, no al dígito y la fecha de ningún derecho notarial de autor: en combate caballeresco es vencido Avellaneda, no en pleitos de tribunales. Y Cervantes puede hacer que “el prudentísimo Cide Hamete” explique a su pluma que si llegaran presuntuosos y malandrines a descolgarla, ella les diga: “¡Tate, tate, folloncicos! / De ninguno sea tocada; / porque esta impresa, buen rey, / para mí estaba guardada”.

Pero Cervantes era un caso extremo de los que no han conocido los siglos. Lo normal en aquellos tiempos preindustriales era que el ingenio (que hoy llamamos genio) y la originalidad se demostraran en los diversos tratamientos de mitos o relatos compartidos por los mayores, ya fuera en torno del hogar o en torno de la fogata al aire libre de la juglaría. Así, Luis de Tavira siente que Lope le relata las aventuras de Nise y Finea, y nos las cuenta otra vez, a su manera, en homenaje a ese “su mayor” Lope de Vega quien lo puso a soñar y se hizo teatro como el Verbo se hizo carne. Se cuida, sin embargo, y Otra dama boba es subtitulada “versión libérrima” cuando es nieta legítima de la lopesca.

Y aprovecha su versión para meter al lector por las tripas del teatro, entre cajas y piernas que se dice, para que los enredos y la magia nos envuelvan, al fin público contemporáneo. Y el ingenio de la dama recreada por Tavira nos ofrece, por boca de Laurenio, la respuesta a un famoso Enigma de sor Juana que Nise plantea a un “atónito” Liseo:

NISE: (lo enfrenta y le acaricia el rostro).

Encuentra la respuesta

en este enigma:

¿Cuál es aquella homicida

que, piadosamente ingrata,

siempre en cuanto vive mata

y muere cuando da vida?

Lo besa apenas y sale corriendo… Por una columna aparece Laurencio.

LAURENCIO: La esperanza.

LISEO: ¡Me dio esperanzas, Laurencio!

¡Vuelvo a vivir!

Para cerrar la obra, hay que cerrar literalmente “la trampilla, mientras suena la música con la que termina esta comedia”, nos indica Luis de Tavira después de hacernos saber que:

TURÍN: Nise y Liseo se casaron,

vivieron en Michoacán

y hasta tres nietos tuvieron.

Se asoman Pedrojos y Clara por la trampilla.

PEDROJOS: A vigilar a los gatos.

CLARA: Y a perseguir los ratones.

Con el final tradicional del teatro de los Siglos de Oro, cuando el autor se dirige a su público, termina Otra dama boba:

TURÍN: Y esto que apenas empieza,

¡Aquí acaba!

Dos años después de haber metido a sus lectores y a sus espectadores por las tripas del teatro, Luis de Tavira se decide a reflexionar profundamente sobre el aquí y el ahora en que enfrenta su quehacer en El director de teatro, de 2006.

En esta línea resulta muy interesante atender a cómo Luis de Tavira transforma lo que fuera una idea para juguete lírico de Mozart y de su libretista Johann Gottlieb Stephanie en un debate especialmente profundo sobre el hecho teatral y sobre el dolor que le causa, como mexicano contemporáneo, que vivamos tiempos en que, como dice su personaje: “¡ya sólo importan los festivales! A nadie le importa la vida del arte y del espíritu. Los políticos sólo se acuerdan de la cultura cuando tienen que adornarse y lo único que se les ocurre hacer para que no los llamen ignorantes, ¡es tirar el dinero en festivales…!” Además, insiste el personaje: “Hacer una obra no es hacer teatro. Por eso hemos llegado a esta situación imposible; hacemos muchas obras, una tras otra, como sea, cada vez en peores condiciones y en realidad no hacemos teatro”.

Y ese personaje, Frank, El director de teatro, concluye ya no con un juguete lírico sino con una obra maestra que subvirtió la ópera y fortaleció el arte del teatro, Las bodas de Fígaro. Exige: “Señores, vamos a escuchar cómo suena la comedia que comenzaremos a ensayar apenas estos artistas que nos visitan brevemente, puedan retirarse antes de que aquellos que los persiguen los descubran. Maestro, démonos prisa, que por lo que me han advertido, la policía acecha cerca…” Y, nada menos que Mozart, “el enigmático compositor hace una seña a sus actores y sube con ellos al escenario y los dispone. Luego extrae de su traje una partitura que va a entregar a Frank. Todos se sientan mientras en la escena comienzan Las bodas de Fígaro”.

La más reciente de sus obras, con la que cierra su teatro escogido, Citerea, de 2014, la entrega Luis de Tavira a sus actores, no sólo como el pedagogo sino como el acompañante en un viaje hacia ese espacio que existe y, a un tiempo, no existe. La ofrece para ellos en un altar aparentemente contradictorio, una isla, Citerea, que es el topos de la utopía. No hay tal lugar pero en tal lugar se vive: estamos ante un oxímoron, figura predilecta de lo barroco. Y en esa isla acompaña a sus actores en la búsqueda de lo que más importante les resulta, el amor. “Una sola palabra es la que nos libera de todo el peso de vivir y por toda la vida. Esa palabra es amor”, nos dice Sófocles. Y, sin embargo, al referirse a la utopía que construye Luis de Tavira, uno de sus personajes la define como “un presidio”: otra vez la contradicción, libertad y presidio hechos carne, en la incuestionable verdad de la ficción.

Los juegos de tiempos y de espacios, de voces y de nombres, de reflejos y también de anacronismo convierten Citerea, es decir, el teatro, en el lugar de la agonía, de ese rito de agón que puede o no preceder a la anagnórisis. Por lo pronto, sabemos que estamos en el teatro, y que el teatro es “ese extraño edificio que nunca he visto y que tampoco habría podido imaginar y sin embargo me invade la sensación de conocerlo, de saber por ejemplo, que detrás de ese umbral comienza un laberinto de pasillos poblados de puertas; que detrás de esas puertas hay muchos mundos, pero todos están en esta isla”.

Y Tavira confiesa que, con sus actores, conversó con Platón, con Aristófanes, con Ovidio. Que “del extravío de aquellas metamorfosis nos rescató Ramón Llull, que nos condujo al Ficino, a Teresa de Jesús y más allá, a Goethe, a Stendhal, hasta llegar a Bataille, al deslumbramiento despiadado de Barthes y a la voz debida a Pedro Salinas… Hallado el hilo del discurso, faltaba la rueca para tramarlo. Comencé a escribir esta obra inspirado en una idea encontrada en La dispute de Marivaux”.

La presentación de la obra es la más larga en este volumen y lo suficientemente clara como para volver inútil cualquier comentario. Sólo resta al lector leerla.

Y, a propósito de “leerla”, me permito unas últimas palabras que, de alguna manera, me llevan al inicio de estas notas. El teatro es mucho más que literatura, como el hombre de teatro toma muchas tareas en la escena, pero también es literatura. Por lo tanto, el teatro también existe para ser leído y para gozar con su lectura, aunque su objetivo final sea la puesta en escena. Se goza con su lectura porque crea un mundo personal y hace del lector un director, un actor y un escenógrafo en ese espacio privilegiado de la imaginación, de la que hablaba Pirandello en el prefacio a sus Seis personajes en busca de autor. Pero no toda la literatura teatral resiste la lectura ni es capaz de convocar a la imaginación.

En el caso de Luis de Tavira, no tengo empacho en asegurar que la dramaturgia de este hombre de teatro es gran literatura, en el más exigente sentido del término, y que no sólo es capaz de mover y conmover la imaginación de sus lectores sino también de propiciar un nuevo viaje hacia la escena para ser completada en ella, como teatro, por creadores diversos. Me atrevo a decir del teatro escrito de Luis de Tavira lo que Lezama Lima decía del mito, que “es una imagen participada”, así como también decía de la imagen que era un “mito que comienza su aventura, que se particulariza para irradiar de nuevo”.

Mérida, Yucatán, junio de 2017

La pasión de Pentesilea

INSPIRADA EN UNA IDEA DE HEINRICH VON KLEIST

(1988)