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Epílogo



Alabado sea Thot…, el visir que juzga,
que derrota al delito,
que se acuerda de todo lo olvidado,
el que recuerda el tiempo y la eternidad…,
cuya palabra permanece por siempre.



Volvió la cabeza con dificultad, buscando agua. Su cuarto estaba muy oscuro a excepción del resplandor leve que arrojaba la lámpara de noche, pero alguien respiraba con aspereza, de un modo irregular, con un ruido primitivo y atemorizador. Tardó un rato en caer en la cuenta de que el ruido procedía de él mismo. «Por supuesto —pensó apaciblemente—. Al fin me estoy muriendo. Los pulmones se me han podrido de tanto inhalar aire viejo. Demasiadas tumbas abiertas en el entusiasmo de mis días juveniles, demasiados sarcófagos polvorientos abiertos. Pero hace veinte años que no violo el descanso de los muertos. Desde que… desde lo de aquella tumba de Saqqara».

Sintió que se le oprimía el pecho y luchó por respirar un momento, abriendo la boca y aferrándose el cuello con las manos. Luego la tensión se aflojó y su aliento volvió a estabilizarse. «¿Dónde están? —pensó, malhumorado—. Kasa, Nubnofret… Deberían estar aquí, con los sacerdotes, con agua y medicinas para calmarme. Pero el cuarto está oscuro, el cuarto está desierto. Me encuentro solo. A Nubnofret no le importo, desde luego, pero Kasa… Es deber suyo ocuparse de mí».

—¡Kasa! —graznó—. ¡Necesito agua!

Nadie respondió. Solo las sombras se movían, profunda y lentamente, como destellos del fondo de un río bajo el frío esplendor de la luna. «La luna —se dijo—. La luna, la luna… La luna pertenece a Thot, pero yo no. Desde hace mucho tiempo pertenezco a Set. ¿Y dónde está él ahora que le necesito?».

Se concentró por un momento en el sonido de su respiración, que resonaba contra los muros invisibles y el techo estrellado, amortajado por la noche, pero pronto se interpusieron otros sonidos. Entonces, se olvidó de sus pulmones y contempló la oscuridad frunciendo el ceño. Fuera había formas, siluetas de animales, difusas y peludas, curvados lomos de animal.

De pronto la luz captó un ojo, redondo y estúpido, y cayó en la cuenta de que había unos mandriles en el cuarto, parloteando con suavidad. Por fin los vio: se rascaban como hacen los mandriles, estúpidamente y con seriedad, llevándose las manos a los genitales. Mientras se manoseaban, le miraban fijamente sin curiosidad. «¿Qué hacen estos mandriles en mis habitaciones? —se preguntó con furia—. ¿Por qué Kasa no los echa de aquí?». Luego vio que tenían unas cadenas doradas en el cuello y que todas esas cadenas, pardas y opacas bajo la luz escasa, conducían al mismo sitio.

De pronto Khaemuast sintió miedo. Perdió la respiración con un agudo silbido y manoteó en el aire buscando oxigeno.

—Son míos, Khaemuast —dijo una voz en la oscuridad—. Ellos ayudan al sol a elevarse, anuncian la aurora. Pero para ti no habrá aurora. Esta noche morirás.

De pronto, logró respirar otra vez. Bebió a grandes tragos aquel aire bendito y vivificante y se incorporó.

—¿Quién eres? —inquirió ásperamente—. Muéstrate.

Pero una parte de sí mismo no quería ver al dueño de aquella voz sibilante y de algún modo inhumana. Esperó en tensión, mientras la oscuridad se movía y se hacía densa, hasta convertirse en la silueta de un hombre que surgió de las sombras y se acercó al diván. Khaemuast se echó hacia atrás con un grito, pues el hombre tenía el largo pico curvo y los diminutos ojos del ibis.

—Es hora de recordar, Khaemuast —dijo la silueta, el hombre, el dios, inclinándose hacia él—. Eso no significa que hayas olvidado, aunque lo intentaste. Set y yo hemos conversado mucho sobre ti. Hace bastante tiempo que eres su obediente siervo, y ahora me toca a mí el turno de reclamar tu lealtad.

—O sea, que no he sido perdonado —pronunció Khaemuast con voz sorda—. Hace más de veinte años que me entregué a las manos de Set, aquel día horrible. Veinte años… y Sheritra camina aún por la casa como un fantasma silencioso y tímido. Nubnofret se mueve en la maraña de sus funciones reales, tan rígidas y complejas que no puedo llegar a ella. Ha perdonado, pero no puede olvidar. Todos los veranos, en el Bello Festín del Valle, los tres hacemos ofrendas ante la tumba de Hori y recitamos las plegarias por los muertos, pero ni siquiera ese triste rito nos reúne.

Una oleada de vértigo le hizo cerrar los ojos. Cuando volvió a abrirlos. Thot no se había movido, parecía estar esperando.

—En cuanto a mí —prosiguió el príncipe, con un ronco susurro—, soy desde hace años el mayor seguidor de Set. He vertido oro en sus cofres. Me he inclinado ante él todos los días, en señal de adoración. Le he ofrendado los oscuros sacrificios que más desea. Su presencia ha estado en mi comida, en mi nariz, en los pliegues de mis lienzos, como el sabor y el olor de una bestia podrida que yaciera entre los muros de mi casa, sin ser descubierta. No obstante, no me he quejado nunca. Mi adoración ha sido perfecta. Todos los días me preguntaba: «¿Estará saldada la deuda?». Y todos los días sabía, en el fondo de mi corazón, que no era así. —Miró el sereno rostro del dios—. ¿Se salda alguna vez una deuda semejante?

Una expresión de leve desencanto cruzó la cara de ibis Thot.

—¿Me estás preguntando si se te ha perdonado por convocar a Set, por robar el pergamino o por tomar tan terrible venganza sobre el príncipe mago y su familia?

—¡Por todo eso! —respondió Khaemuast casi gritando. El esfuerzo disparó unos espasmos de fiero dolor a sus pulmones—. Convoqué a Set porque tú me habías traicionado. ¡Robé el pergamino por un poco de codicia y una monstruosa ignorancia de la que, sin duda, no soy responsable! Y mi venganza… mi venganza… —Se incorporó con esfuerzo—. ¿De qué sirvió esa venganza, si la lujuria que sentía por ella jamás murió? ¿Si todas las noches, aun sabiendo que había sido borrada de este mundo y del siguiente, como si nunca hubiera nacido, sudo y gimo y no puedo dormir, porque deseo el contacto de su piel en mis dedos, el roce de su pelo contra mi cara, el sonido de su risa al volverse hacia mí? Esa es tu venganza, ¡oh, dios de la Sabiduría! ¡Te odio! —Tenía miedo, pero sentía también una extraordinaria furia—. Te he adorado y te he servido toda mi vida, y me recompensaste haciendo pedazos mi existencia y la de quienes me eran queridos. Hice lo que se debía hacer y no me avergüenzo de nada.

—Hablas de saldar deudas —replicó Thot, aparentemente impertérrito—. Lo que yo te debo por tus servicios, lo que tú debes a Set por liberarte de la maldición que yo había echado sobre ti. Pero veo que todavía eres orgulloso, príncipe Khaemuast: no te arrepientes. Bajo todas esas cosas yace un pecado mayor, un pecado tuyo, y en todos estos años de sufrimiento aún no logras verlo ni te humillas por él. Hori fue sacrificado por él. Ahura, su esposo y su hijo fueron piezas sin importancia en él. —Se inclinó hacia Khaemuast y, a su pesar, el príncipe experimentó un escalofrío de terror—. Si puedes identificarlo siquiera ahora, mago, podrías ser perdonado.

El dios se apartó hacia atrás y Khaemuast se concentró en su respiración. Aspirar, retener el aire, dejarlo escapar. Mientras tanto, los mandriles resoplaban y se movían con nerviosismo en la penumbra. El príncipe buscaba frenéticamente la respuesta que Thot esperaba. «¿Qué pecado? ¿Qué pecado? He prestado servicio —pensó con resentimiento—, he sufrido, ¿qué más se puede pedir de mí?».

—No puedo identificarlo —reconoció al fin—, pues no creo que exista. Cumplí con lo que los dioses exigían y traté de hacer el bien ante sus ojos. ¿Qué más se puede pedir?

Thot asintió, moviendo pensativamente su largo pico por encima del rostro de Khaemuast. Tras él, los mandriles parlotearon en un súbito arrebato de descontento, antes de sosegarse otra vez.

—Deudas y propiedades, servicios prestados y hechizos para obligar a los dioses —dijo el dios suavemente—. Nada de eso toca el vasto y oscuro lago de orgullo espiritual que permanece inalterado en la esencia de tu ser. El deber no lo ha alcanzado. Tus sufrimientos no han provocado siquiera una ondulación en su superficie. Crees aún que, mientras cumplas con tus obligaciones espirituales, deberías ser recompensado, o con la cancelación de una deuda o con el fin de un sufrimiento que aún consideras injusto. Los años no te han dejado nada más que resentimiento, príncipe.

Hubo un silencio. Khaemuast, todavía enfadado, mantenía la vista perdida en la oscuridad.

Luego el dios se movió.

—Dime, Khaemuast —dijo con voz ligera—: si te ofreciera la oportunidad de deshacer todo el caos que causaste, de cambiar tus recuerdos, de borrar los hechos que ocurrieron en tu pasado, ¿la aceptarías? Piénsalo bien. ¿Aprenderás la lección o vas a despreciarla?

Khaemuast le miró. El dios esperaba con paciencia. Sus plumas blancas se estremecían con el aire de la noche y sus diminutos ojos negros, aunque alerta, estaban llenos de un humor extraño. El ofrecimiento no podía ser tan ingenuo como parecía. Había algo más en la serena mirada de Thot, algo sin misericordia. «Se ríe de mí —pensó Khaemuast, desesperado—. Aquí hay algo que yo debería adivinar, algo que me salvaría, pero no sé lo que es».

—Esto es otro tormento —replicó al cabo de un rato—. Me estás tendiendo otra trampa.

Pero se recostó y cerró los ojos. Ir hacia atrás…, anular aquel momento en que sostuvo el cuchillo sobre el manuscrito cosido a aquella mano muerta y anónima…, borrar sus recuerdos y darles una nueva forma, para que Hori fuera ahora un príncipe poderoso, casado y satisfecho, ocupando el lugar que le correspondía por derecho junto a un Ramsés que envejecía sin morir; para que Sheritra hubiera hallado a un hombre que la amara y supiera apreciar sus cualidades inigualables; para que Nubnofret y él pudieran envejecer juntos con mutuo respeto… El pecho se le oprimió otra vez.

—Escucharé —dijo, con un gesto afirmativo.

Abrió los ojos. Thot le tendía ahora el pergamino, la maldición, aquel objeto maligno que permanecía desde hacía largos años en su arcón, sin tocar.

—Te daré fuerzas durante una hora —dijo el dios—. Lleva el pergamino, Khaemuast, hasta el momento en que tu yo más joven estaba en Pi-Ramsés, cenando en el gran salón del faraón, conversando con tu amigo Wennufer. Recuerdas todo eso, ¿verdad? Llévalo hacia atrás y veremos lo que ocurre. Yo te esperaré. No hay tiempo en la Sala del Juicio.

Khaemuast cogió el pergamino. Era la primera vez que lo tocaba desde hacía más de veinte años, pero lo sintió familiar, familiar y terrible. Los recuerdos acudieron a raudales a su mente: Tbubui, su lujuria, su ceguera, la desintegración de su integridad.

—No soy lo bastante fuerte —susurró—. Mi cuerpo…

Pero de inmediato oyó los gritos de los borrachos, los cantos, el estruendo de la música dominando el pandemonio del gran banquete en el salón de Pi-Ramsés. Su nariz se llenó con el olor del vino, de los cuerpos acalorados, de los gigantescos ramos de flores. Todo era muy lejano y muy débil, pero a medida que se concentraba, agarrándose a su vitalidad en aquellos últimos instantes, fue cobrando volumen, tornándose más cercano. De repente se encontró a sí mismo de pie ante una de las puertas del salón, con el pergamino sujeto en el cinturón del faldellín. Una hora, había dicho el dios.

Paseó ansiosamente la mirada por entre los bailarines desnudos, los comensales que reían, los criados que se abrían paso entre la multitud, llevando en lo alto bandejas con la comida humeante. «¿Dónde estoy? —pensó—. ¿Dónde estaba yo, haciendo qué?». En ese momento vio a Wennufer junto a la entrada opuesta, con una solemne expresión en la cara, algo pomposa. Conversaba seriamente con un hombre alto y apuesto, de buen físico y arrogante cara morena, muy pintado y centelleante de joyas. «¿Ese soy yo? —pensó con asombro—. ¿Tuve alguna vez esa imponente presencia, ese porte?».

Empezó a cruzar el salón. Nadie parecía reparar en él, aunque solo vestía el faldellín y el cinturón. Enseguida llegó junto a aquel desconocido moreno y perfumado. Y en ese momento, cuando el hombre alargaba su copa con negligencia a un esclavo para que la llenara otra vez y Khaemuast le tocaba el brazo, comprendió cuál era la trampa que el dios le había tendido. Lo comprendió, horrorizado, pero su yo más joven se volvía ya hacia él y era demasiado tarde.

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Título original: Scroll of Saqqara




Primera edición en Pàmies: marzo de 2018



Copyright © 1990 by Pauline Gedge


© de la traducción: Edith Zilli


© de esta edición: 2018, ediciones Pàmies

C/ Mesena,18

28033 Madrid

editor@edicionespamies.com



ISBN: 978-84-16331-75-9


Ilustración de cubierta y rótulos: CalderónSTUDIO



Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.






A Bella, con cariño y profundo aprecio.






Los versos con que comienza cada capítulo han sido tomados de Egyptian Religious Poetry, de Margaret Murray, y de Life Under the Pharaohs, de Leonard Cottrell.



Personajes



Khaemuast: Príncipe. Cuarto hijo varón (tercero de los sobrevivientes) del faraón Ramsés II, gran sacerdote de Ptah, sacerdote de On, mago y médico. Treinta y siete años de edad.


Familiares más cercanos de Khaemuast

Nubnofret: Princesa. Esposa de Khaemuast. Treinta y cinco años.

Hori: Príncipe. Segundo hijo varón de Khaemuast. Sacerdote de Ptah. Diecinueve años.

Sheritra: Princesa. Hija de Khaemuast. Quince años. Su nombre significa «Pequeño Sol».


Otros familiares de Khaemuast

Ramsés II: Faraón del Egipto Superior e Inferior. Padre de Khaemuast. Sesenta y cuatro años.

Astnofert: Esposa real de Ramsés y reina. Khaemuast es su segundo hijo varón. Cincuenta y nueve años.

Ramsés: Príncipe de la Corona y heredero. Primer hijo varón de Astnofert y hermano mayor de Khaemuast. Cuarenta y tres años.

Si-Montu: Príncipe. Hermano mayor de Khaemuast. Cuarenta y dos años. Descalificado como posible heredero del trono por estar casado con Ben-Anath, hija de un capitán de la marina Siria. Dirige en Menfis un viñedo de su padre.

Merenptah: Otro de los hijos de Astnofert, hermano menor de Khaemuast. Treinta y un años.

Bint-Anath: Reina, junto con su madre Astnofert. Hermana menor de Khaemuast. Treinta y seis años.

Meritamón: Hija de Nefertari, primera esposa de Ramsés II. Reina de menor importancia. Veinticinco años.


Amigos

Sisenet: Noble de Coptos, radicado en Menfis. Cuarenta y cinco años.

Tbubui: Mujer noble de Coptos. Treinta y cinco años.

Harmin: Hijo de Tbubui. Dieciocho años.


Sirvientes

Amek: Capitán de la guardia de Khaemuast.

Ib: Mayordomo de Khaemuast.

Kasa: Sirviente personal de Khaemuast.

Penbuy: Escriba de Khaemuast.

Sunero: Agente de Khaemuast en Ninsu, en el Fayum.

Wennufer: Gran sacerdote de Abidos y amigo de Khaemuast.

Antef: Servidor y confidente de Hori.

Wernuro: Servidora de Nubnofret.

Bakmut: Servidora y compañera de Sheritra.

Ashahebsed: Escanciador y viejo amigo de Ramsés II.

Amunmose: Jefe de guardianes de la Puerta del Harén de Ramsés II en Menfis.


Glosario de dioses egipcios

Amón o Amón-Ré: Centro de adoración en Tebas, Alto Egipto. Apodado «Rey de los dioses». Se creía que todos los faraones de la decimoctava dinastía descendían de él.

Apis: Toro sagrado, adorado a la vez como símbolo del sol y esencia de Ptah.

Atón: Dios solar predinástico de On.

Bast: Diosa gata que representaba el aspecto benéfico y alimentador del sol.

Horus: Dios halcón. Hijo de Osiris. Cada faraón incorporaba su nombre a su título.

Hu: Lengua de Ptah, que todo lo creó hablando. Era la fuerza motivadora de la creación.

Isis: Esposa de Osiris. Cuando Osiris fue asesinado por Set, ella reunió los fragmentos de su cuerpo y lo reconstituyó por arte de magia.

Ma’at: El concepto de la estricta justicia, la verdad y el orden. Se simbolizaba por medio de una diosa ataviada con una pluma.

Mut: Esposa de Amón. Diosa buitre a la que se asociaba con las mujeres de la realeza.

Nut: Diosa del cielo.

Osiris: Antiguo dios de la fertilidad, adorado universalmente en Egipto, en especial entre el vulgo. Rey del país de los muertos.

Ptah: Creador del mundo.

Ré: Dios del sol en su fuerza.

Set: Dios de las tormentas y la turbulencia. Asesino de Osiris. En ciertos períodos de la historia egipcia se convirtió en la personificación del mal. Durante el reinado de Ramsés II, Set alcanzó gran prominencia.

Shu: Dios del aire, que separa la tierra del cielo.

Thot: Dios de la medicina, la magia y las matemáticas. Patrono de los escribas e inventor de la escritura. Medidor del tiempo.



1



Salve, ¡oh, dioses del Templo del alma!,
que pesan cielo y tierra en las balanzas,
que brindan ofrendas fúnebres.



Khaemuast recibió el aire frío de la tumba con una agradable sensación. Entró tímidamente en el sepulcro, consciente de que su pie era, como siempre, el primero que hollaba la arena gris del suelo desde que los deudos, fallecidos también mucho tiempo atrás, habían retrocedido por los peldaños hacia la salida, seguidos por los barrenderos, para volverse con alivio hacia el sol ardiente y el caliente viento desértico, muchos siglos antes. «En este caso —musitó Khaemuast, mientras andaba con cautela por el estrecho pasillo—, la tumba se selló hace más de quince hentis. Mil años. Soy la primera persona viva que respira este aire en un milenio».

—¡Ib! —llamó con aspereza—. Trae las antorchas. ¿En qué estás soñando ahí arriba?

El mayordomo, con una respetuosa disculpa, se apresuró a acercarse, resbalando y levantando una lluvia de afilados pedruscos que golpeó a Khaemuast en los tobillos, desnudos y polvorientos. Detrás, los esclavos se adelantaron, con obvia renuncia, portando las humeantes antorchas.

—¿Estás bien, padre? —La leve voz de tenor de Hori levantó ecos entre los muros opacos—. ¿Hará falta que apuntalemos algo?

Khaemuast echó un rápido vistazo a su alrededor y gritó que no. Su entusiasmo inicial se estaba convirtiendo rápidamente en un desencanto que le era familiar. Después de todo, sus pies no eran los primeros que hollaban el suelo sagrado del lugar de descanso de aquel antiguo príncipe. Al salir del breve corredor, irguió la espalda y vio, a la vacilante luz de las antorchas, las claras y penosas evidencias del expolio. Las cajas que habían contenido las posesiones terrenas del muerto estaban desparramadas desordenadamente y vacías. Faltaban los frascos llenos de aceites preciosos y vinos de la mejor cosecha de su tiempo; sus únicos vestigios eran algunos trozos de lacre quebradizo y un tapón roto. Los muebles yacían caídos casi a los pies de Khaemuast: un banquillo de diseño simple; una silla de madera tallada cuyas patas representaban unos patos estrangulados, de ojos ciegos y cuellos flácidos, que sostenían un asiento curvado y un respaldo en donde se arrodillaba sonriente Hu, la Lengua de Ptah; dos mesas bajas, a las que se les habían arrancado las delicadas incrustaciones, y una cama cuyas dos mitades melladas habían sido empujadas contra una pared. Solo los seis shawabtis, inmóviles y siniestros, permanecían intactos en sus nichos, en las paredes. Eran tan altos como un hombre, tallados en madera y pintados de negro; aún aguardaban el encantamiento que los devolvería a la vida para servir a sus amos en el mundo siguiente. La obra entera era sencilla, de líneas límpidas y agradables, elegante sin dejar de ser fuerte. Khaemuast pensó en su propia casa, atestada de aquellos ornamentos refulgentes y toscos que él tanto despreciaba, pero que su esposa admiraba por ser la última moda en cuestión de mobiliario; suspiró.

—Penbuy —dijo a su escriba, que ahora se mantenía discretamente a su lado, con la paleta y la caja de plumas en la mano—, puedes comenzar a registrar lo que haya en los muros. Por favor, sé tan exacto como sea posible y cuida de no completar cualquier jeroglífico que falte con lo que tú imaginas. ¿Dónde está el esclavo de los espejos?

«Esto es siempre como arrear un ganado terco —pensó, en tanto se volvía para estudiar el gran sarcófago de granito, con su cubierta torcida—. Los esclavos temen a las tumbas; incluso mis sirvientes, aunque no se atrevan a protestar, se cargan de amuletos y murmuran plegarias desde que se rompen los sellos hasta que dejamos las ofrendas aplacadoras de comida. Bueno, hoy no tienen por qué preocuparse». Sus pensamientos volaban mientras leía inclinado las inscripciones del ataúd, a la luz de una antorcha sostenida por un esclavo. «Cada tercio de este día es favorable, para ellos al menos. Un día favorable para mí sería aquel en que encontrara una tumba intacta y atestada de pergaminos». Sonriendo para sus adentros, se incorporó.

—Ib, trae a los carpinteros y haz que reparen los muebles y los coloquen en el lugar correcto. Haz traer también frascos de aceite fresco y perfume. Aquí no hay nada de interés; deberíamos estar camino de casa hacia el anochecer.

Su mayordomo le hizo una reverencia y esperó a que el príncipe le precediera por el sofocante pasillo y el breve tramo de escaleras. Khaemuast salió, parpadeando, junto al montón de escombros que sus excavadores habían arrojado en sus esfuerzos por descubrir la puerta de la sepultura. Aguardó a que sus ojos se acostumbraran a la cegadora blancura solar del mediodía. El cielo era de un deslumbrante azul, sobre el amarillo puro de un desierto impertérrito e infinito que se encontraba a su izquierda y reverberaba a sus ojos.

A su derecha, la llanura de Saqqara mostraba las columnas desnudas, los muros derruidos y la mampostería caída de una ciudad de los muertos que había quedado en ruinas mucho antes, en las honduras del tiempo, y ahora poseía una solitaria y solemne belleza; todas las piedras, bien trabajadas, eran de un pálido color amarillento, y sus bordes afilados y sus largas y prolongadas líneas hicieron pensar a Khaemuast en alguna extraña vegetación inorgánica del desierto, tan severa y poco reconfortante como la arena misma. La pirámide roma y escalonada del faraón Unas dominaba la desolación. Khaemuast la había inspeccionado algunos años antes. Le habría gustado restaurarla, alisar sus empinados flancos armónicamente y revestir con blanca piedra caliza la cara simétrica. Pero el proyecto exigía mucho dinero, demasiados esclavos y campesinos reclutados, y mucho oro para proporcionar pan, cerveza y hortalizas a los trabajadores. Mas, aun así, erosionada como estaba, imponía con su presencia. En su minuciosa investigación del monumento al Gran Faraón, Khaemuast no había podido hallar ningún nombre tallado en la superficie; por eso proporcionó a Unas poder y vida renovados gracias a las manos de sus propios maestros artesanos. Naturalmente, había añadido la inscripción: «Su Majestad ha ordenado que se proclame que el jefe de los maestros artistas, el setem-sacerdote Khaemuast, ha inscrito el nombre de Unas, Rey del Egipto Superior e Inferior, pues no se lo halló en la faz de la pirámide, ya que el setem-sacerdote príncipe Khaemuast amaba mucho restaurar los monumentos de los reyes del Alto y Bajo Egipto». Su Majestad, reflexionó Khaemuast mientras empezaba a sudar por el calor y su portador de dosel corría a protegerle, no se había opuesto a la extraña obsesión de su cuarto hijo varón, siempre que se brindara el debido crédito a él, Ramsés II, User-Ma’at-Ré, en cuestiones de autorización y debido reconocimiento a sí mismo, El Que Hizo que Todo Existiera. Khaemuast sintió, agradecido, que la sombra del dosel se extendiera a su alrededor. Se dirigió con su sirviente hacia las carpas rojas y las alfombras, donde sus guardaespaldas se incorporaron para hacerle una reverencia, e instalaron su silla a la sombra. Le esperaba allí cerveza y ensalada fresca. Se dejó caer bajo los aleros de su tienda y bebió un largo sorbo de aquella cerveza oscura y agradable, mientras observaba a su hijo Hori desaparecer en el mismo oscuro agujero del cual él acababa de salir. Por fin Hori reapareció para supervisar a la fila de sirvientes que ya llevaban herramientas en los brazos y jarras de arcilla en los hombros.

Khaemuast sabía, sin necesidad de mirar, que su nutrido cortejo fijaba también los ojos en Hori. Era, sin lugar a dudas, el miembro más hermoso de su familia: alto y muy erguido, tenía un andar desenvuelto y gracioso, y su porte altivo conseguía no caer en lo arrogante ni en lo altanero. Sus ojos grandes, de pestañas negras, reflejaban una cualidad traslúcida, de modo que el entusiasmo, o cualquier otra emoción fuerte, los hacía centellear. Sobre los pómulos altos se tensaba una delicada piel parda, que solía presentar bajo los ojos imponentes unos huecos violáceos de aparente vulnerabilidad. En reposo, el rostro de Hori era juvenil, contemplativo, pero al sonreír se partía en unos profundos surcos de placer intenso que le apartaban de sus diecinueve años y súbitamente tornaban indefinible su edad. Tenía unas manos grandes y hábiles, pero también ingenuamente atractivas. Le agradaba todo lo mecánico. De pequeño, había enloquecido a sus niñeras y preceptores con sus preguntas y su malhadada costumbre de desarmar cuanto aparato tuviera a mano. Khaemuast consideraba una gran suerte que Hori se hubiera aficionado también al estudio de las tumbas y monumentos antiguos, y asimismo, aunque en menor grado, al desciframiento de las inscripciones en piedra o de los preciosos pergaminos que su padre coleccionaba. Era el asistente perfecto: ansioso de aprender, capaz de organizar y siempre dispuesto a asumir muchas de las tareas pesadas que hubieran correspondido a su padre en sus exploraciones.

Pero no era por eso que el joven atraía los ojos de todos los presentes. Hori permanecía felizmente ignorante del fuerte magnetismo sexual que desprendía, al que nadie era inmune. Khaemuast había observado sus efectos una y otra vez, con silenciosa e irónica apreciación teñida de pena. «Pobre Sheritra —pensó por milésima vez, apurando la cerveza y aspirando el embriagador y húmedo frescor de la ensalada—. Oh, mi pobre y poco agraciada hijita, siempre tras la sombra de tu hermano, siempre pasada por alto. ¿Cómo puedes amarle tanto, tan sin reservas, sin celos ni dolor?». La respuesta, también familiar, surgió inmediatamente: «Porque los dioses han puesto en ti un corazón puro y generoso, así como han concedido a Hori la falta de egocentrismo que le salva de la excesiva vanidad de los hombres inferiores, tal vez igualmente hermosos».

Los sirvientes salían en ese momento de la tumba en busca de otra carga. Hori volvió a hundirse en la oscuridad. En lo alto, dos halcones pendían inmóviles en el aire feroz y sin aromas. Khaemuast se adormeció.

Varias horas después, despertó en su jergón, dentro de su tienda. Kasa, su sirviente personal, vertió agua sobre él y le secó con pequeños toques. Después, salió a ver el resultado de los trabajos de sus servidores. El montículo de tierra, arena y escombros que habían hecho junto a la tumba había mermado y los hombres devolvían con palas los restos a su sitio. Hori, en cuclillas a la sombra de una roca, conversaba despreocupadamente con Antef, su servidor y amigo; sus voces eran claras, pero ininteligibles. Ib y Kasa se consultaban con respecto al pergamino que enumeraba los presentes que colocar alrededor del príncipe difunto. Penbuy, al ver que su amo apartaba la solapa de la tienda, acudió rápidamente con un fajo de papiro bajo el brazo. Le ofrecieron más cerveza y un plato de pasteles de miel, pero Khaemuast las desechó con un gesto.

—Decid a Ib que estaré listo para hacer la ofrenda de alimentos para el ka de este príncipe en cuanto haya echado una última mirada al interior —indicó.

Seguido por Penbuy, que caminaba respetuosamente tras sus sandalias, caminó hacia la entrada ya pequeña, bajo un cielo que se bronceaba suavemente. La luz roja empezaba a desplegar estandartes en la arena, y el desierto tomaba un color rosa tras él, albergando sombras cada vez más densas. Los trabajadores se inclinaron a su llegada, pero Khaemuast no les prestó atención.

—Ven tú también —indicó a su escriba, por encima del hombro—, por si deseo hacer algún comentario en el último momento.

Pasó a duras penas por la puerta medio cerrada y avanzó a lo largo del corredor. Le seguía la última luz del sol, arrojando unas largas y llameantes lenguas coloreadas, de una cualidad tan densa que Khaemuast sintió deseos de recogerlas y acariciarlas. Sin embargo, no penetraban hasta el ataúd en sí, en la parte de dentro del pequeño cuarto atestado. Penbuy se detuvo en un sitio donde había aún luz para su paleta. Khaemuast cruzó la línea casi palpable que dividía los dedos del crepúsculo de la tiniebla eterna del silencio y miró a su alrededor. Los esclavos habían hecho un buen trabajo. La banqueta, la silla, las mesas y la cama estaban nuevamente en la posición que habían ocupado durante generaciones, y había unas jarras nuevas contra los muros. Los shawabtis habían sido lavados y el suelo, barrido de los desechos abandonados por los ladrones desconocidos.

Khaemuast, con un gesto aprobador, avanzó hacia el ataúd e insertó un dedo en la abertura que dejaba la tapa torcida. Tuvo la impresión de que el aire era más frío dentro que en el resto de la tumba, y apartó el dedo deprisa, raspando con los anillos el duro granito.

«¿Me observas? —pensó—. ¿Acaso tus antiguos ojos tratan vanamente de atravesar la densa oscuridad que hay sobre ti para buscarme?». Deslizó lentamente la mano sobre la fina capa de polvo que se había acumulado a lo largo de los siglos, cayendo invisible y suavemente desde el cielo raso para quedar así, intacta hasta aquel momento. Ninguno de sus sirvientes se atrevía a lavar un sarcófago, y en esta ocasión él había olvidado hacerlo personalmente. «¿Cómo será —continuaron sus pensamientos— verse reducido a piel seca y marchita, a huesos vendados que yacen inmóviles en la oscuridad, observado por los ojos ciegos de mis propios shawabtis, sin escuchar nada, sin ver nada?».

Khaemuast permaneció concentrado en sus pensamientos, tratando de absorber la atmósfera de pathos y otredad mezclados, lo inasible de un pasado que siempre le atraía susurrándole cosas de épocas más simples y grandiosas, mientras los últimos rayos del sol pasaban del rojo a un escarlata mohíno y empezaban a ralear. En realidad, no sabía qué buscaba en sus vagabundeos por los mudos escombros del pasado. Tal vez fuera el significado del aliento en su propio cuerpo, del latir de su corazón: un significado que podía trascender las revelaciones de los dioses, aunque los amaba y los reverenciaba. Era la necesidad de saciar la sed sin nombre que le poseía desde la niñez y que, en su juventud, había conjurado en él lágrimas de alguna fuente misteriosa que hablaba de soledad y destierro. «Pero no me siento solitario ni infeliz, desde luego —se dijo, mientras Penbuy tosía cortésmente como advertencia. Las sombras de la tumba empezaban a serpentear hacia él con un mensaje: salir—. Amo a mi familia, a mi faraón a mi bello y bendito Egipto. Soy rico, he triunfado y tengo una vida plena. No es eso…, nunca ha sido eso…». Se volvió bruscamente, antes de que una oleada de depresión le abrumase.

—Muy bien, Penbuy. Que sellen la tumba —ordenó ásperamente—. No me gusta el olor de este aire. ¿Y a ti?

Penbuy negó con la cabeza y corrió por el pasillo, mientras el príncipe le seguía con más lentitud. Toda la empresa le había dejado un gusto agrio en la boca, una sensación de futilidad. «Es solo conocimiento muerto el que adquiero de los pergaminos y las pinturas de las tumbas —se dijo al salir al exterior. Pasó junto a los esclavos arrodillados y oyó a sus espaldas otra vez el crujido de las palas en la tierra—. Viejas plegarias, antiguos hechizos, detalles olvidados para redondear mi historia de la nobleza egipcia; pero nada que pueda darme el secreto de la vida, el poder sobre todo. ¿Dónde está el pergamino de Thot? ¿Qué oscuro nicho polvoriento oculta ese tesoro?».

El sol ya había desaparecido. En el cielo suave y aterciopelado comenzaban a cosquillear algunas estrellas. La cháchara y las risas de su cortejo se aceleraron bajo el súbito florecer de unas nuevas antorchas. De pronto, Khaemuast sintió deseos de partir; hizo una seña a Ib y marchó hacia el interior de su tienda. Una lámpara de aceite parpadeaba ya junto al catre, arrojando un cordial fulgor amarillo. Olía a perfume fresco. Ib se adelantó para hacerle una reverencia.

—Di a Hori que se vista —indicó Khaemuast— y tráeme mi atuendo de gran sacerdote. Los acólitos pueden llenar los incensarios y prepararse. ¿Han bendecido ya las ofrendas de comida?

—Sí —asintió Ib—. El príncipe Hori se ha encargado de las plegarias. ¿Quieres, alteza, lavarte otra vez antes de vestirte?

Khaemuast sacudió la cabeza, súbitamente cansado.

—No, envíame un acólito y haré la purificación ritual. Con eso basta.

Aguardó en silencio hasta que apareció Kasa portando con reverencia el voluminoso atuendo de gran sacerdote, a rayas negras y amarillas, sobre los brazos extendidos; mantuvo la vista baja mientras un acólito ofrecía al príncipe un aguamanil lleno de agua perfumada y le ayudaba a desvestirse. Khaemuast inició con solemnidad el ritual del lavado, murmurando las plegarias adecuadas a las que el muchacho respondía. Las volutas del agridulce humo de incienso empezaron a rizarse entre las solapas de la tienda.

Por fin Khaemuast estuvo preparado. El acólito le hizo una reverencia y, después de recoger el aguamanil, se retiró. El príncipe alargó los brazos para que Kasa le deslizara la larga túnica por la cabeza y ambos salieron. Fuera los esperaba Hori, en su papel de sacerdote de Ptah, sujetando el largo incensario del que brotaban unas volutas grises. En unos platos de oro se veían las ofrendas de comida aplacadoras para el ka del príncipe cuya tumba habían perturbado cortésmente.

Se formó la pequeña procesión que avanzó con majestuosa gracia hasta la entrada de la tumba, ya invisible. Los esclavos permanecían postrados, de bruces. Khaemuast se adelantó y, tomando el incienso de manos de su hijo, inició los ruegos por la preservación del muerto, implorando al ka que no castigara a quienes se habían atrevido a contemplar un sagrado sitio de descanso. La oscuridad era ya completa. Khaemuast observaba sus propios dedos, largos y enjoyados, centelleando a la luz de las antorchas, dignificando las antiguas palabras con ademanes de respeto y apaciguamiento. Había celebrado cien veces la misma ceremonia, sin que los muertos se mostraran ofendidos por su entrometimiento ni siquiera una vez. Por el contrario, estaba convencido de que sus cuidadosas restauraciones y sus ofrendas acarreaban bendiciones para él y sus seres queridos, otorgadas por los kas de los príncipes muertos mucho tiempo antes y bastante olvidados.

La ceremonia acabó pronto, y las palabras finales cayeron inexpresivamente en la cálida oscuridad. Khaemuast se arrodilló junto a Hori para que le quitaran la túnica y luego se levantó. Kasa le ciñó el faldellín blanco a la cintura, todavía musculosa, y le puso sobre el pecho su pectoral favorito, de lapislázuli y jaspe. Sentía los ojos irritados por la fatiga.

—¿Vienes a casa? —preguntó a Hori, cuando Kasa hubo salido para llamar a los portadores de la litera.

El muchacho meneó la cabeza.

—No, a menos que me necesites para que ayude a Penbuy a archivar nuestros hallazgos de hoy, padre —replicó—. La noche es tan agradable que Antef y yo vamos a salir de pesca.

—Lleva un guardaespaldas —aconsejó Khaemuast, automáticamente. Y Hori se volvió con una sonrisa.

El trayecto hasta la ciudad de Menfis era largo: desde la alta meseta de Saqqara, se descendía por los majestuosos palmerales y se cruzaba el canal de drenado, ahora poco más que una lisa cinta de oscuridad más intensa, donde se reflejaron momentáneamente las luces de la escolta principesca. Khaemuast, que se mecía en su litera acolchada, tras las cortinas adornadas con borlas, se volvió a contemplar la suave noche, reflexionando, como hacía con frecuencia, sobre las peculiares características de aquella gran ciudad, su favorita. Menfis era, en Egipto, una de las poblaciones habitadas ininterrumpidamente desde más antiguo y también la más sagrada. Allí se adoraba desde hacía dos mil años al dios Ptah, creador del universo. Allí habían pasado sus sagradas vidas innumerables reyes y por eso un aura de gracia y dignidad impregnaba todas las calles.

Aún se podía ver el centro antiguo de la ciudad, el Blanco Muro de Menes, que en otros tiempos había cercado toda la población y que ahora era solo un diminuto oasis de calma que ricos y pobres de todo el país acudían a contemplar. Observar el paisaje era un pasatiempo nacional, lo hacía todo el que pudiera costeárselo. Khaemuast sonrió para sus adentros con cierta soma, en tanto sus cargadores entraban en las plantaciones de palmeras y el cielo se borraba tras una selva de rígidas frondas plumosas que susurraban agradablemente en la penumbra. La historia se había puesto de moda; no la historia que él estudiaba con tan dedicada decisión, sino los relatos de conquistas y personalidades, milagros y tragedias de los reyes de antaño. Los guías pululaban por los mercados de Menfis, ansiosos de esquilmar a nobles rurales y mercaderes ricos a cambio de emocionantes narraciones de un pasado espurio amenizadas con jugosos escándalos palaciegos de cien, de mil años atrás, de realidad muy dudosa. Había quienes recogían trozos de piedra para grabar sus nombres, y a veces también sus comentarios, en el Muro Blanco, el patio exterior del templo de Ptah y hasta los portones de los templos de reyes en el antiguo distrito de Ankhtawy.

Khaemuast había comenzado a emplear a corpulentos hurrianos para patrullar los monumentos de la ciudad, con órdenes de castigar levemente a los infractores que atraparan y su padre, el augusto Ramsés, no había puesto objeciones. «Probablemente porque no le importa mucho —supuso Khaemuast. Las palmeras empezaban a escasear y el negro cielo nocturno volvía a alzarse sobre él—. Está demasiado ocupado construyendo sus monolitos para la posteridad y expropiando las obras de sus antepasados para atribuirlas a su propia gloria, donde es más conveniente».

«Querido padre —pensó Khaemuast riendo para sus adentros—. Implacable, arrogante y falso, pero también lleno de señorial generosidad cuando así te conviene. Has sido más que generoso conmigo. Me gustaría saber cuántas quejas has recibido de los nobles extranjeros que desfiguran nuestras maravillas. Tres cuartos de la población de Menfis son extranjeros enamorados de nuestra fuerte economía y nuestra jerarquía suprema. Desearía que no los amaras tanto».

Sintió que los pies descalzos de sus portadores se movían sobre una superficie dura, y la noche empezó a aclararse con el resplandor anaranjado de la ciudad. Estaban detrás del silencioso distrito de Ankhtawy, donde los templos se agazapaban amortajados en una penumbra que solo aliviaba, ocasionalmente, la diminuta mota de una antorcha, sostenida para alumbrar a algún sacerdote que se encaminaba a sus tareas nocturnas o volvía de ellas. Más allá de los altos y oscuros pilares estaba el distrito de Ptah, dominado por la imponente Casa del Dios; más allá todavía, el Noble Distrito del Faraón, con dos canales que corrían hacia el Nilo y con su palacio, en algunas épocas descuidado y en otras épocas reconstruido por sucesivos faraones desde tiempos inmemoriales; en el presente, resplandecía, restaurado y ampliado por Ramsés. Sus tumultuosos muelles y depósitos se entremezclaban con las casuchas de los más pobres.

Vislumbró fugazmente la alta y ahora gris ciudadela del Muro Blanco, a la derecha de Khaemuast, antes de que los portadores emergieran de sus sombras y salieran al distrito Norte-de-las-Murallas, donde él y otros muchos nobles tenían sus fincas. Componía una ciudad en sí misma, alejada del ruido y el hedor del distrito sur, donde los extranjeros (canaanitas, hurrianos, keftius, khatti y otros bárbaros) practicaban sus cultos en los altares de Baal y Astarté, y trabajaban en sus ruidosos y toscos negocios con Egipto.

Khaemuast visitaba con frecuencia a los nobles extranjeros en sus propias fincas, que imitaban las propiedades elegantes y apacibles de Norte-de-las-Murallas. Su padre le confiaba muchos de los asuntos de gobierno, sobre todo allí, en Menfis, donde había decidido vivir. Como era el médico más reverenciado del país, los semitas le consultaban a menudo, pero él no les tenía simpatía. Los consideraba arroyos contaminados que invadían las corrientes claras y límpidas de su sociedad, llevando consigo la corrupción de dioses extraños para menguar la reverencia debida a las fieles y poderosas deidades egipcias, aportando el veneno de las culturas exóticas, la moral degradada y los tratos comerciales baratos. Baal y Astarté estaban de moda en la Corte, y los nombres semíticos abundaban incluso en los hogares egipcios puros de todos los estratos sociales. Los casamientos entre razas distintas eran corrientes, y el faraón tenía como mejor y más querido amigo a un semita silencioso y delgado de nombre Ashahebsed. Khaemuast, cortesano nato, estaba habituado a disimular sus sentimientos, y lo hacía con facilidad. Había tratado muchas veces a aquel hombre, que ahora prefería hacerse llamar Ramsés-Ashahebsed, y se limitaba a insultarle sutilmente negándose a llamarle con el nombre de «Ramsés» salvo en los documentos escritos.

El templo de Neith iba quedando lentamente atrás. Sus portadores aminoraron el paso, obviamente cansados. La luz de las antorchas se había vuelto más intensa, pues los habitantes del Norte-de-las-Murallas podían permitirse el gasto de emplear a portadores de luces para patrullar las calles. Khaemuast reacomodó sus almohadones, atento a las voces de la guardia y la respuesta de sus soldados. De vez en cuando, Ramose, su heraldo, lanzaba una advertencia, y Khaemuast veía entonces a los transeúntes arrodillándose en las calles polvorientas y tocando el suelo con la frente hasta que la litera pasaba. Pero había poca gente. Casi todos estaban en su casa, comiendo o preparándose para visitar a los amigos, pues la vida nocturna de la ciudad aún no había comenzado. Por fin Khaemuast oyó la voz del portero de su casa y el chirrido del portón al abrirse. Los guardaespaldas saludaron desde sus puestos, delante de la alta muralla de ladrillos, y el portón se cerró tras él.

—Dejadme aquí —ordenó—. Quiero caminar.