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Un directivo bañado en oro

Un humanista ejemplar

Segunda edición

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Un directivo bañado en oro

Un humanista ejemplar

Ernesto Barrera Duque

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Barrera Duque, Ernesto

Un directivo bañado en oro. Un humanista ejemplar / Ernesto Barrera Duque. 2a ed. - Chía: Universidad de La Sabana, 2013.

155 p. ; 15 X 22 cm. - (Colección Cátedra ; no. 3)

incluye bibliografía

ISBN 978-958-12-0316-1

e-ISBN: 978-958-12-0393-2

1. Liderazgo 2. Éxito en los negocios 3. Aptitud de mando 4. Motivación del empleado I. Universidad de La Sabana (Colombia) II. Tít. III. Serie.

CDD 658.4092                                                  Co-ChULS

 

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RESERVADOS TODOS LOS DERECHOS

© Universidad de La Sabana - Dirección de Publicaciones

© INALDE Business School

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publicaciones@unisabana.edu.co

Abril de 2013

ISBN 978-958-12-0316-1

e-ISBN: 978-958-12-0393-2

CORRECCIÓN DE ESTILO

María José Díaz-Granados

DISEÑO DE PAUTA DE COLECCIÓN

Kilka - Diseño Gráfico

DIAGRAMACIÓN Y MONTAJE

Juan Pablo Rátiva

DESARROLLO EPUB

Lápiz Blanco S.A.S

 

 

Ernesto Barrera Duque (1971) es Ph.D. en Administración de Empresas de la Universidad EAFIT, con especialidades en Organizaciones y Marketing. Pasante de doctorado durante un año en el HEC Montreal (Canadá), con énfasis en marketing. Magíster en Dirección de Empresas, MBA del IESE Business School, Universidad de Navarra (España). GCPCL de Harvard Business School. Especialista en Economía Internacional y Derecho de la Universidad Externado (Bogotá, Colombia). Becario de Colfuturo. Egresado del Programa de Liderazgo PEP. Ha sido directivo del sector financiero privado y público. Profesor de tiempo completo de Escuela de Dirección y Negocios, de la Universidad de La Sabana, en el área de Dirección de Marketing e Innovación. Investigador y consultor en creatividad, innovación, marketing, emprendimiento, estrategia empresarial, responsabilidad social empresarial y empresas familiares. Ha escrito más de 30 casos empresariales, así como múltiples notas técnicas dirigidas a directivos, artículos publicados en revistas académicas indexadas, así como crónicas y cuentos. Ha escrito cuatro libros, fruto de investigaciones de campo y reflexiones, siempre aplicadas a la realidad empresarial y directiva. Ha colaborado en libros de comercio electrónico, sociología de las organizaciones.

Para Juliana

Introducción

En este libro me propongo rescatar la persona humana como el centro de gravedad en las organizaciones de negocios. Es una propuesta para desinstrumentalizarla e imprimirle un sentido trascendente a su existencia vital e integral. Concibo al ser humano en un contexto de solidaridad y de amor, que se construye a partir de su vida interior, el sentido sobrenatural y la riqueza espiritual. Es una reacción contra el valor absoluto del dinero y contra la codicia depredadora de la rentabilidad de corto plazo.

Presento una crítica a la lógica imperante en las empresas, y construyo un enfoque humanístico para mitigar el egoísmo imperante en nuestra sociedad. Mi intención es desvelar el cálculo frío, indiferente, deshumanizado y excesivamente racional y técnico de algunas de las organizaciones y empresas contemporáneas. Sin embargo, es una crítica constructiva y no destructiva: propone un camino para desplegar con propósito nuestros pasos terrenales.

Es una llamada para incorporar la formación y la práctica humanística en el oficio directivo, a fin de orientarlo según el modelo antropológico de la dirección de empresas basado en una interpretación optimista de la naturaleza humana, que defiende y promociona la dignidad del hombre.

Es un modelo que considera a las organizaciones como comunidades de personas, cuyo objetivo último es el desarrollo humano integral, concibiendo la acción directiva por su impacto en los demás y en el entorno, es decir, haciendo énfasis en lo contributivo y en lo trascendente; pero también en los valores y en las virtudes morales y humanas que deberían orientar la acción directiva.

Aquí construyo un marco de referencia para entender la condición humana dentro de las entrañas del mundo de las organizaciones. Esto implica comprender su naturaleza y su propósito esencial, conduciéndome a defender un proceso de toma de decisiones organizacionales basadas en la ética personal y en el impacto en los demás, pero, además, a construir un sentido, un propósito para el oficio del directivo contemporáneo.

En este libro el oro no es el metal en sí mismo o el dinero, sino una sabiduría humanizada que aporta a la solidaridad y a la colaboración contributiva. Una sabiduría para «saber ser» y «saber comportarse» en el mundo. El oro tiene aquí una dimensión trascendente que usted mismo descubrirá poco a poco, evolutivamente, en la medida que vaya discurriendo en la lectura. El oro ya está en su interior y usted mismo podrá extraerlo de su mina, con la ayuda de la magia de las palabras y de la reflexión imbuida en la aventura que aquí se narra. Usted recordará enseñanzas tomadas desde su infancia que, trayéndolas a la memoria, le ayudarán a continuar su sendero hacia el desarrollo equilibrado de las diferentes dimensiones de su vida personal, espiritual, familiar y laboral; pero también como ciudadano de su país y del mundo.

La historia que aquí se plasma trata acerca de la lucha interior de un personaje que un día se despierta con la necesidad de desarrollar la capacidad humana de destilar sin esfuerzo los comportamientos éticos, solidarios, empáticos y trascendentes en el mundo de las organizaciones. Es una narración que da cuenta de la evolución espiritual del protagonista quien, al mismo tiempo, es su propio antagonista. Es el relato de una transformación interior. Se describe una urdimbre de fuerzas internas que luchan, se transforman, se entrecruzan entre sí en su búsqueda por hacer parte fundamental de la identidad y del sentido vital del protagonista.

En el texto se representan las ambivalencias que imperan en nuestros modelos mentales como directivos, pero haciendo prevalecer al final la fuerza de la propuesta solidaria operada desde la empatía humana. El relato se alternará espontáneamente con unas cápsulas prácticas vinculadas con un estilo de vida específico, humanizado, y con un liderazgo humanístico, necesario para la prosperidad de las organizaciones del siglo XXI.

Sin embargo, el liderazgo es multicolor y está ligado al contexto, a la organización, al momento y al estilo de la persona a quien se le atribuye. Depende de su carácter, de su ser, de su talante, de su éthos, es decir, del modo de vida adquirido por el hábito, por la repetición de actos semejantes, por los actos virtuosos. La mayor parte de los conceptos que presento aquí tienen ya más de dos mil años. Busco recuperar esta sabiduría occidental milenaria para potenciar, mejorar y desarrollar integralmente las interacciones de las personas en las empresas.

Usted notará la insistencia en algunos mensajes dentro de los capítulos y a través del libro. Sin embargo, esto lo he diseñado deliberadamente y con el objetivo de esculpir poco a poco los conceptos en la memoria del lector. La repetición es fundamental para el aprendizaje y para la virtud.

Es una historia contada mediante la ficción narrativa que presenta, desde la perspectiva humanística, algunos mensajes sobre la vida y sobre el oficio directivo. Y como todos los textos, está abierto a interpretaciones. El ser humano interpreta, se identifica o disiente. Por este motivo, recibo con alegría una lectura crítica.

Los editores no tienen responsabilidad alguna en el contenido del libro. Nada de lo que se dice en él es eco de nadie ni de ninguna institución. Es fruto de mi mente (pensamientos y sentimientos) y de mis manos que se acompasaron con el teclado y con la pantalla de un computador viejo que ya no tengo al frente.

Quizá deberíamos empezar a cambiar las teorías y las lógicas de acción con que deambulamos por el mundo directivo. Quizá deberíamos cambiar nuestros modelos mentales imbuidos por el positivismo de la administración tradicional. Lo decimonónico nos continúa restringiendo las capacidades organizacionales y humanas necesarias para este nuevo siglo.

La historia que aquí se desvela, penetra en el inconsciente cognitivo prístino de Daniel. Él estaba contaminado por el egoísmo, la avaricia, la soberbia y la arrogancia. Pero al acudir a un llamado espiritual se embarca en una aventura a través de la cual, con la ayuda consciente de la virtud, se transforma y se baña en oro. ¿Cómo lo logró?

Lo invito a leer esta historia y a descubrir a María Almudena.

1. María Almudena

Nunca antes había visto un rostro tan radiante y alegre, tan desbordado de pasión por la vida. Aquella mujer misteriosa y espectral apareció en un día bastante distinto a los de mi cotidianidad. Me miró, y con un solo guiño me invitó a cambiar mi vida para siempre. Fui acogido en su sitio mágico y secreto durante una semana.

Con algunas metáforas me enseñó la sabiduría de los monjes occidentales más antiguos. Curé mi espíritu y descubrí que todo lo que necesitaba saber ya estaba en mi interior. Ese lugar me permitió dejar de lado el ruido de lo cotidiano para pensar acerca de mi misión en la vida.

Un directivo humanista construye su oficio
a partir de la vida interior.

Orientada por el presagio de una ilusión intuitiva dirigida a descubrir algún tesoro recóndito en mi interior, mi esposa, con su inconmensurable paciencia, me ayudó a empacar algunas pocas cosas para resistir lo que ella pensaba sería un viaje corto pero transformador y abductor de mi interpretación del mundo.

Sin preocuparme por el salario de esos días ni por el impacto en la productividad de la empresa, salí apresuradamente y sin rumbo fijo, dejándome llevar por los eventos y las señales emergentes del azar. Llegué a la autopista principal de una de las grandes urbes latinoamericanas (en la que residía) y tomé el primer autobús, el cual, por casualidad, tenía una apariencia rústica rural.

Sentado en una de las sillas más desteñidas y carcomidas del vehículo, y después de un rato de estar mirando el verde intenso del paisaje dibujado con magnificencia y monumentalidad en la ventana, al estilo de una pintura de Botero, llegué sin darme cuenta —casi bajo un estado catártico y, por qué no decirlo, quizá, por la intervención de algún hechicero arcaico o por la conspiración del cosmos divino— a una laguna mágica y misteriosa llamada Cuatavita, ubicada cerca de la inmensidad de esa gran urbe latinoamericana, ya cansada de la indiferencia de los suspiros de sus habitantes.

Ese lugar había sido conocido por albergar una de las leyendas más creíbles sobre Eldorado. La tradición oral expresaba que allí el oro había sido abundante y que un pueblo perdido se ocultaba bajo sus aguas. Se decía que unos colibríes mágicos adornaban el entorno y que los hombres se transformaban cuando entraban en contacto con el paisaje y con el agua mágica.

Algunos descendientes de los indígenas de la región aseguraban que sus ancestros se bañaban con el oro de la laguna y así enriquecían los frutos de sus vidas... Se trataba de un regalo divino contenido en una circunferencia cuasi perfecta, resiliente a la codicia de unos cuantos extranjeros que en el pasado habían intentado infructuosamente expoliarla con sus máquinas depredadoras.

Algunos visitantes iniciados en los misterios de la vida decían que la laguna aún emitía una energía especial, inefable, incomprensible, que se materializaba en chorros esporádicos de oro. Afirmaban que cuando esas emanaciones inesperadas tocaban el cuerpo humano, se producían efectos transformadores en el espíritu.

Un elemento esencial de la vida interior
es la misión vital.

Yo tenía un trabajo como director de operaciones en una empresa de construcción de vivienda urbana. A pesar de tener una esposa alegre, cariñosa y comprensiva, así como una hija y dos hijos sanos, consideraba mi vida bastante rutinaria y común. Nunca tuve trabajos estables, iba de un lado para otro, permaneciendo en cada cargo máximo unos tres años. Yo era una especie del directivo mercenario que busca con ansiedad la mejor remuneración; como si el dinero fuera el tesoro humano más importante, incluso considerándolo más valioso que mi propia familia.

Había vinculado el sentido de mi vida con la necesidad de aumentar aún más mi riqueza material, incrementar el dinero en mis cuentas bancarias, exhibir mi estatus social, mi poder, mi prestigio y la ostentación del éxito a través de los bienes materiales con marcas de lujo. Me estaba pareciendo a un animal bípedo, a un pavo real en cortejo permanente, aun en mi mundo onírico: centraba mi vida en la exhibición hiperbólica, como buscando codiciosamente que las rodillas de los demás se postraran ante mis pies... y no descansaba en este objetivo. Pero los pavos se relajan. Yo no lo hacía.

Solía afirmar lo siguiente: «Para ser feliz y para entregar felicidad a mis seres queridos, lo más importante es el dinero y el bienestar material». Esto era lo que justificaba ante mí y ante los demás mis largas jornadas de trabajo. Y lo que es peor aún: mi familia se creía esta falacia y me apoyaba para que me ausentara del hogar.

Así había sido educado durante mis estudios de ingeniería en una prestigiosa universidad donde predominaba un pensamiento educativo penetrado por el conocimiento técnico y la racionalización técnico-económica del ser humano. En parte, estaba replicando en mi vida lo que mis profesores habían insertado en mis maleables modelos mentales de estudiante universitario.

Cuando me gradué, terminé creyéndome una especie de mecenas de la mitología griega o, quizá, el reflejo de un Minotauro en su versión contemporánea, quien debía salvarse a sí mismo en lo material, aun a costa de la carne humana. Me encantaba, casi más que los deportes extremos, aceptar trabajos en empresas al borde de la quiebra para reconstruirlas y renunciar una vez saneadas con el objetivo de exacerbar mi fama y brincar a otro proyecto de mayores dimensiones, obviamente, con mayores remuneraciones económicas.

Reflexionaba de la siguiente manera: «Eso es lo bonito de la dirección de empresas, tomar las riendas de alguna organización en estado de quiebra, y uno mismo arreglar todo, obtener beneficios económicos personales y salir rápidamente con un gran reconocimiento. ¡El gran salvador!». El mundo se alzaba pequeño ante mis pies y la Tierra aparecía comprimida ante mi orgullo... Retumbaban con frecuencia en mí las palabras de Hamlet: «Yo podría estar encerrado en la cáscara de una nuez, y sentirme sin embargo rey del espacio infinito».

Mi sueño, desde pequeño, había sido erigirme en un mago de la gerencia, en una especie de redentor milagroso para las empresas con problemas en sus flujos de caja.

Sin embargo, después de mi experiencia mística en Guatavita, me percaté de que ese modelo mental edificado por mis convicciones materialistas tenía su causa en el temor de ver los efectos de mis acciones en el largo plazo. Quizá, el valor creado por mi gestión era aparente, solo visible en el corto plazo. Pero esto convenía a mi interés propio.

Los efectos adversos de mis acciones sobre las personas solo se verían con el tiempo, y sus consecuencias destructoras se materializarían bajo la gestión de otro directivo a quien, para fortuna mía, se le atribuirían mis malas decisiones. La memoria humana y nuestro cerebro nos han condicionado para identificar las causas con los hechos más cercanos. Siempre he considerado que este ha sido uno de los privilegios de los directivos: tomar decisiones e implementarlas sin consecuencias para sí mismos, especialmente en el corto plazo, atribuyendo luego los errores a los demás, a sus subordinados, a sus sucesores, a la ejecución de otros.

Algunos directivos egoístas, para cobrar sus bonos y aumentar la ostentación de su reputación vanidosa, tienden a atribuirse los logros de su equipo, e incluso se arrogan los resultados positivos de la empresa cuando se han derivado de hechos exógenos: el mayor crecimiento económico, la disminución de las tasas de interés, la fluctuación de la tasa de cambio, la subida —o bajada— del precio internacional de las materias primas.

La fortaleza de una empresa empieza
por la fortaleza y la calidad de las relaciones
entre el líder y los miembros de su equipo.

Aun si claramente son los únicos responsables de los fracasos del equipo, y de la empresa, desplazan sus responsabilidades, sus malas decisiones y sus culpas hacia las acciones de los demás, hacia la ejecución de los otros, que «no entienden» y «no saben hacer», y cómo no, hacia los hechos externos. No asumen sus responsabilidades ni las consecuencias de sus actos.

La misión en la vida es un proyecto de largo plazo
que incluye necesariamente, y de manera optimista,
los proyectos de los demás.

Pero bueno... Yo vivía en la opulencia de los bienes tangibles en un país latinoamericano sumergido en la pobreza material; con la desigualdad económica como hilo conductor de las cosas ordinarias. La incertidumbre sobre el futuro abrumaba con cada aurora y con cada crepúsculo. Sin embargo, solía redimirme pensando que esos problemas no habían sido el resultado de mi voluntad y su ocurrencia se debía al contexto, al azar y al destino divino. Se trataba de una situación en la cual yo no debía intervenir: «Cada uno debe buscarse su rumbo en este mundo». Así se vive en este país perturbado por el sufrimiento emergente de la escasez de unos pedazos de papel simbólicos, que confluyen en transacciones electrónicas hacia pocas cuentas bancarias.

Fue este destello impredecible de las cuentas bancarias, en uno de esos días anteriores de mi viaje a Guatavita, lo que intempestivamente me obligó a pensar en los Otros y en el servicio a los demás. Intuí que, a pesar del anclaje del egoísmo en mis modelos mentales, de mi arrogancia y de mi soberbia, era posible cambiar mi estructura personal para hacer algo positivo en el mundo y dejar de centrarme en el despliegue exuberante de mi prurito materialista, consumista e individualista.

Para construir la misión en la vida se debe tener
una perspectiva que incluya el servicio a los demás.

Debía propulsar la reconstrucción de mi identidad y mi comunicación con Dios para luego desplegar mi reinserción renovada en la Naturaleza y en la sociedad. Emanó de mí un deseo por encontrar el sentido a mi vida y para eso necesitaba estar lejos de los lugares donde residían mis intereses materiales.

Como ya lo he mencionado, mi último trabajo había sido el de directivo de operaciones de una empresa del sector de la construcción. Esto, aunque parezca raro, me ayudó durante mi retiro espiritual para encontrar nuevas perspectivas sobre mi vida y creo que impulsó, en parte, los efluvios que he plasmado en estas líneas. Yo continúo valorando mucho mi oficio, es más, después de mi aventura espiritual en Guatavita lo valoro con mayor fuerza, pues ya conozco su sentido humano trascendente y contributivo.

Me encantaba el trabajo de campo: «pisar el barro». Aun cuando disfrutaba permanecer en mi oficina realizando los cálculos para las estructuras de las edificaciones, solía acudir todos los días a las obras para hablar e interactuar con los albañiles. Les hacía preguntas para que ellos mismos encontraran las soluciones a los problemas, pero, paradójicamente, al final, les daba instrucciones imperativas. Yo era del estilo «ordeno, mando, y controlo», disfrazado de una sutil bondad participativa. Era una especie de hipócrita que solía decirle a sus subordinados lo siguiente: «Los escucho cuando tomo decisiones».

Una mañana, en compañía de los albañiles, cuando estaba en el séptimo piso de un edificio casi terminado, observé con asombro la panorámica de la ciudad. Reflexioné y descubrí que todas las obras de arte, incluso la más artística de todas, la vida, eran el resultado de las interpretaciones personales, de la inspiración intempestiva, de las acciones pasadas y presentes.

La actividad de la construcción realizada al aire libre me recordaba que la vida solo podía construirse día a día, ladrillo a ladrillo, suspiro a suspiro. Pero además, durante esa reflexión, comprendí que las perspectivas, los enfoques y las teorías son importantes para entender la vida humana.

Transporté mi mente hasta el polo norte del planeta Marte y desde allí, parado en lo que había sido un témpano de hielo, miré hacia la Tierra y me di cuenta de que la gravedad, la inercia y los sentidos no nos muestran las cosas tal y como ellas son. Con sorpresa observé que las personas de la gran urbe en la que vivía —fundada por los españoles en la zona tórrida— estaban suspendidas en el aire de manera horizontal, ladeadas, apuntando con sus cabezas directamente hacia el Sol. Y luego, ya con mi mente de nuevo en el edificio terrenal, regresé a mi sensación de verticalidad, empujado por la gravedad hacia el centro del planeta.

Encontré un leve destello de explicación a mis dudas sobre la existencia y quizá la base inicial para empezar a buscar un «para qué» de mi vida, un sentido y un propósito para mi trabajo como directivo.

Ese momento fue quizá mi primer paso hacia aquella aventura mística en Guatavita, cuyo contenido se ha plasmado en estas memorias de carácter espiritual.

Mi nueva travesía empezó con un pequeño esfuerzo: una mirada a la ciudad y luego a mi interior, bajo la conciencia de que las características de las interpretaciones personales son las cadenas subrepticias que configuran nuestra relación personal con la Naturaleza, con los demás, con nosotros mismos y con Dios.

Surgió en mí así la necesidad de propiciar un tiempo a solas para meditar; una especie de retiro espiritual para descubrir lo que debía conducirme hacia la misión de mis pasos terrenales. Nunca me había preguntado por el sentido de la vida, ni mucho menos por la incertidumbre sobre el futuro. Yo vivía temiendo a los infortunios y a la muerte en un mundo prisionero del economicismo, del cientificismo, del productivismo y del consumismo materialista.

Ya en la laguna, y después de que el autobús desgajara mi cuerpo y mi espíritu cerca de ese sitio mágico, me dejé impresionar por su belleza natural y por SU simetría. Di las gracias a Dios por llevarme a ese lugar. La paz brotaba del agua y se disipaba imperceptiblemente por el bosque circundante. El lugar cautivó mi corazón y abrigué una experiencia de eternidad. Caminé lentamente alrededor de la laguna sintiendo con cada paso una mayor alegría y una mayor paz interior.

Pensé en lo agradable que sería mi vida si pudiera vivir en una ciudad con tanta energía mágica a su alrededor. ¿Por qué no podía ser la urbe que me albergaba una laguna simétrica? ¿Por qué las asimetrías? En un contexto como ese, la pobreza material tendría una interpretación distinta, quizá trascendente, pues la vida se mediría por su riqueza espiritual y no por las posesiones materiales o los éxitos profesionales.

La excelencia no es una virtud profesional o laboral,
es un concepto más amplio e integral.
Se refiere a la manera como interpretamos la vida
y nuestra misión terrenal.

De repente estaba perdido en el bosque que rodeaba la laguna. La fuerza del lugar se intensificó hasta el punto de sentir en mi pecho su mística celestial y su protección maternal. Una luz intensa abrazó mi alma, y no me importó el futuro. Me sentía seguro. Soporté la incertidumbre extrema y seguí caminando. Luego de unos minutos entré en una especie de éxtasis espiritual. Mis pensamientos se detuvieron, mi mente quedó en blanco y mi corazón empezó a palpitar lentamente.

Sentí que el tiempo no discurría. La sinfonía del aire puro penetró y atravesó mi cuerpo y mi espíritu. Levanté los ojos lentamente y observé a una mujer que fumigando una luz blanca intensa, caminaba hacia mí, expresando una sonrisa angelical como queriendo decir que mi presencia le era grata. Ella resplandecía a borbotones y, como plegada a su cuerpo, yo veía la efervescencia de su aura dorada. Llegó a mi lado, me miró con dulzura, sonrió y dijo: «Te invito a ser mejor. Te entregaré algunos de los secretos más sabios sobre la vida. Sígueme».

Así fue como conocí a María Álmudena.

La seguí en silencio y no tuve conciencia del tiempo transcurrido. Llegamos a un lugar tupido por los pinos y surtido de flores blancas. Un río cristalino lo partía en dos. Se respiraba un olor especial, el aire me refrescaba el alma. La frescura de la vida tocó a mis puertas. Todo lo que estaba allí irradiaba amor y pureza. Estaba en un sitio mágico, lleno de perfección. En ese momento celestial escuché el efluvio de una voz suave hablando con susurros a mi conciencia. Era María Almudena. Me señaló un camino de piedras azules y dijo:

—Daniel, has llegado a un lugar donde empieza el final de tu búsqueda. Ya lo comprobarás. De aquí saldrás con un rostro distinto, más humano. Te centrarás en la exaltación de la vida humana y su dignidad, y además, encontrarás el sentido de tus días.

Con sus palabras sentí unas caricias espirituales extáticas y empecé a palpar la exuberancia de su poder mágico y transformador. Mi espíritu absorbía sus palabras con docilidad. María Almudena continuó:

—No importa la hora, cuando te sientas cansado toma el camino de las piedras azules y vete a descansar. No te preocupes, yo sabré esperar. Estaré comprometida con tu búsqueda del sentido del mundo y de tu vida. Seré tu mentora en esta aventura espiritual. Al final del sendero encontrarás una cueva en la cual, cuando estés preparado, se te revelarán secretos en los sueños. Allí también podrás descansar y tomar notas de las enseñanzas que te entregaré.

Hizo una pausa y continuó:

—Durante las noches, sin que lo adviertas, una fuente de agua quitará tu sed y te limpiará física y espiritualmente. Estarás aquí durante cinco o siete días. Ese plazo dependerá de tu fuerza y de tu aprendizaje. Tú sabrás cuándo terminar esta experiencia. A partir de ese día actuarás de una manera distinta en el mundo. Ya lo verás. Lo que descubrirás aquí cambiará tu vida.

María Álmudena respiró hondo y el aura dorada que la adornaba intensificó su fuerza.