ZAMBUCH

 

 

 

 

Amadeo Laborda

 

 

 

 

 

 

 

ZAMBUCH

 

© 2018 Amadeo Laborda

 

Foto de portada: Ortega y Sanmiguel-Ibáñez

Foto de contraportada: archivo del autor

 

Edita: Olelibros.com

Grupo editorial Olé Libros

equipo@olelibros.com

www.olelibros.com

 

ISBN: 978-84-17003-51-7

 

 

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A Cristina, por estar en aquella parada de metro
cuando todas las luces se encontraban apagadas.

 

 

A la memoria amable de mi padre.
A su acogedor recuerdo

 

 

 

“Yo no sabía que
no tenerte podía ser dulce como
nombrarte para que vengas aunque
no vengas y no haya sino
tu ausencia tan
dura como el golpe que
me di en la cara pensando en vos”

 

POCO SE SABE – Juan Gelman

 

 

 

“Y nada tenía de malo, y nada tenía de raro
que se me hubiera roto el corazón de tanto usarlo”

 

Eduardo Galeano

 

 

“Basta que alguien me piense para ser un recuerdo”

 

Oliverio Girondo

 

 

EL TIEMPO TARDÍO DE LAS CEREZAS

Una vez te lo dije. Te dije que lo que hay entre un tejado y otro tejado es la distancia. O una planicie de azoteas destartaladas y minúsculas personas con pozales de agua. Lo otro no es la distancia. Eso otro no tiene nada que ver con la lejanía. Es algo distinto. No sabría decirte qué. Acaso el tiempo, y esa jodienda de mirada legañosa que acompaña a menudo al tiempo, o a la conjuntivitis. Esto no es aquello. Ni lo sueñes. Tampoco es que se le parezca, porque todo cambia y lo que no cambia se termina llenando de telarañas. Yo era pálido y desgalichado y tenía un monopatín con ruedas de goma. Por entonces, pensaba que el verano no iba a terminar nunca. De aquello solo quedan las fotos y una marca que me dejó la vacuna contra la tuberculosis. Luego comenzaron los cursos de contabilidad, luego las clases de repaso y luego de eso la oportunidad de olvidar la mayor parte de cuanto aprendí, y luego es ahora. Este no es un tiempo dócil, ni la casa huele a berenjena asada igual que lo hacía antes. No sé por qué te cuento esto. Lo de los tejados ruinosos y eso otro, lo de la antigüedad que se cobija por las habitaciones o aquello más prehistórico de los lagrimales arenosos. No lo sé. Quizás porque aún queda alguna huella, o una cicatriz habitada por riñas de gatos y por una montonera de sandías robadas. Claro que me acuerdo. Cómo iba a olvidarme. Me gustaba pasar por la puerta de tu casa y mirarte de reojo. Tengo presentes los recodos de tu cara y ese vértice huesudo que desbarataba tu sonrisa. Y tu extraña manera de llamar al gato. Pensé que sería más sensato escribirlo que cargar con el mochuelo de recordarte eternamente. Por eso cuento de esas tardes en las que confeccionábamos cortinas metiendo un alambre por dentro de los cilindros de plástico, o acerca de algunos objetos que todavía relucen por dentro cuando cierro los ojos.

Sucedieron las cosas, primero unas y luego otras aún más holgadas que esas primeras. Acontecieron estos pescozones de lo vivido y el estropicio infame de la edad. Eso pasó, lo del manga por hombro de los años vencidos sobre las trincheras y en el cuerpo a tierra de los cogotazos. La edad, ya lo dije. Han transcurrido los inviernos, y el palpamiento manifacero de la lluvia. También la desbandada de los muertos, de todos los muertos, de los unos y los otros muertos. A la gente le dio por morirse y a las palabras por juntarse. Las personas murieron como buenamente pudieron y cuando el tiempo les ofreció la oportunidad, pero las palabras se hacinaron de malas maneras. Sin darnos cuenta, se fugó el momento, incluso aquel olor de las casas viejas, el que te decía de la berenjena churruscada y ese otro de la cera de depilar. Y, sin embargo, cuanto sucedió durante aquel verano se conserva en el putiferio lioso de la memoria. Incorrupto, igual que los jabones de la cómoda, y perpetuo, como las nieves del Kilimanjaro o como aquellas flores amoratadas que acicalaban la lápida del notario cada final de mes. Los repechos de tu nombre son los mismos. Los que conservan el sonido escacharrado de un timbre de bicicleta y ese toqueteo indecente de los afectos. Esos que dieron pie a un no te olvidaré nunca que luego se fue llenando de peces putrefactos y de moscas impertinentes. Los repechos de tu nombre, para mear y no echar gota. Si no lo digo, reviento. En esas andamos aún, en tus enredos. Siempre mentías en francés. Usabas trolas con sílabas extrañas. Unas que vibraban como un cascabel y otras con cierto tono inusual y fonemas acaramelados. Cómo quieres que me lo quite de la cabeza, tendrían que arrancarme la piel para ser un cartílago en cueros, algo semejante a la cara despellejada del conejo. Solo así podrían salir de ahí estos sonidos enquistados o los olores persistentes de las cosas. Por aquellos meses, tú buscabas piedras y yo el camino pedregoso hasta tus besos. Luego me entregaba sumiso a la intemperie de tus labios. O al color imposible de tu penúltima piel. O al destemplado de la antepenúltima. Qué importará a estas alturas esa precisión pijotera del orden. Me entregaba, lo sabes mejor que la madre que parió a Paneque.

Lo que escribo lo arranqué de la boca de un perro. El muy cabrito evitaba soltarlo y no me quedó otra que arrearle un par de sopapos bien dados. Hostias como panes. Te mondabas de la risa cuando me escuchabas decir esa chuminada. Hostias como panes y entonces te caías de culo sobre la desmesura de los esparajismos, o se te inflaban las venas del escote con tanta carcajada. Aquello fue antes de que todos los veranos se amontonaran en uno solo. Uno tan inmenso que no pasaba por las puertas ni podía girar por las escaleras. Mucho antes de que a ese chucho le diera por quedarse a vivir en la curva de la fuente como un jipilondio sin oficio ni beneficio. Los perros saben más que Lepe, aunque no lo aparenten. Este fue testigo de no pocos encontronazos por los montes, donde el veneno hostil de las arañas y donde la embestida impaciente de tu saliva. A veces se colaba en la iglesia y olisqueaba la reliquia amojamada de santa Quiteria y entonces babeaba sobre los mármoles. Qué cosas. La hambruna de los días largos y de aquellas tardes interminables. En los tiestos había bichos bola. En las huertas había bichos bola. En todas partes abundaban los bichos bola ejerciendo su redondez. Algunos pormenores, ahora recostados sobre la lignina del papel, los robé de las puertas de las casas, o los pedí prestados a los vejestorios que se sentaban en el chaflán caldeado de la plaza y a ese borrachín que pasaba largos ratos por la bodega del ensanche. Cualquier día de estos iré para devolverles sus pertenencias y una parte de las historias. El resto me lo invento, como de niño me inventaba la nieve y aquellos muñecotes de hielo que lucían una nariz de zanahoria. No sé si alguna vez te conté que nunca me llevaron a verla.

Por algún párrafo encontrarás parte de lo que colgué frente al espejo del aparador, en la parte más oscura de esa exposición de fotos antediluvianas y caras antiguas. Puede que también cierto tembleque con el que se maneja el amor cuando a la sangre le falta una miaja de potasio. A ti te sucedía eso mismo, andabas a rastras cuando la anemia te masticaba las carnes. Te volvías tarumba intentando sostenerte sobre tu par de piernas convertidas no sé en qué, en caramelo blando o en chicle de plátano tal vez. Junto a la numeración de las páginas verás el croquis que marca la salida, por si de nuevo te entra el apretón inoportuno, o si por un casual te cansas de ir bambando y te seduce el apaga y vámonos de tus prisas. Chas, chas, chas, magia potagia y desapareciste. Magia de la buena decías siempre y en ese plis plas ya estabas embarcada para no volver ni por asomo. Siempre tenías cosas que hacer y la urgencia cicatera de empezarlas. Trajines inquietos, como cuando te dio por crear el poema más largo del mundo. Una composición sustentada en la nada. Qué idiotez. El poema más largo del mundo, si no quieres arroz, toma dos tazas. Tres mil y pico versos y te seguía pareciendo corto. Aquello no era un poema, en realidad resultaba un transatlántico con sus chimeneas y sus anclas gigantes. Hay que ser tonto de capirote para andar enfrascado en eso. O un iluso. Para qué carajo querías un soneto tan largo si no era para atarlo con una correa y tirar de él por los parques de la periferia. Cuento lo que habrías contado tú de no haberte ido. Los asuntos que hubieras ventilado de no pirarte a las primeras de cambio. Qué faena. Siempre me endilgabas lo farragoso. Comprender el motivo de tus enfados, o ponerme el despertador a las cinco con tal de darte aquel jarabe que dejaba la cuchara pegajosa. Eras tú la que tenía cierta gracia para contar las cosas, sin embargo, aquí me tienes haciendo de tripas corazón para sacarte las castañas del fuego. Si no relato otras lindezas es porque no pasó mucho más. No sé qué se te habría perdido a ti en Tailandia. Quizás te hubiera gustado quedarte para disertar sobre los sentimientos. Sentimientos, qué sentimientos ni que niño muerto, estaría bueno que dieras tú una charla sobre eso.

Si no fuera por estos ratos, no sería, o solamente resultaría un pelagatos. Apunto las pequeñeces que hubieras despachado tú de no haber recurrido al truco del almendruco, ese que te sacaste de la chistera para caminar sobre los zapatos de la desaparición. Luego vendrás con que no sabes a qué me refiero. Soltarás algo así, o soltarás lo que te salga de las entretelas de lo falsario, que eres nada de lumbreras y que por eso no tienes ni pajolera idea. Dirás misa o disimularás con tu habitual tararí que te vi, o con esas vocales afrancesadas con las que mostrabas tus morros como brioches. Largarás lo que sea y te quedarás tan ancha. Siempre fue así. Dijiste Correcaminos mec mec y aún te estoy esperando. Rencor, el justo. Después de esa marcha solo quedó este regusto a Pictolín de tu lengua vivaracha y aquella toalla de los delfines. Los sigo viendo dándole con la nariz a la pelota inflada. Tenían sonrisa de rizo suave y una mancha de helado de vainilla sobre el espiráculo. Aunque tú no lo sepas, así se llama ese orificio grandote por el que respiran. No es chufla. De eso escribo, de lo poco que pude salvar de las mascadas feroces del lebrel, de lo que no se jaló cuando la penuria le abocó a estos manuscritos y a los cubos de basura. Ese chucho que se hacía el longuis cuando tirabas una piedra y le pedías que fuera a por ella. Que te la traiga quien yo te diga. Chúpate esa, parecía pensar cuando observaba desde el malaje y con las orejas pitas. Menudas malas pulgas se gastaba el mangurrián. Si quieres te lo digo con otras palabras. No sé ahora cuáles. Otras. Unas más elevadas y más señoritingas, como las que se usan en los cuentos de toda la vida.

Pintaba la nieve y pintaba los trineos. Hacía eso y me tiraba horas poniéndoles los colores que no tenían, porque la única vez que estuve cerca ya se había fundido y todo el mundo andaba cargando sus trastos en los coches. Ahora, lo que son las cosas, cuento de aquello, de ese tiempo medido con el compás pendular de un matamoscas colgado del respaldo durante las horas interminables de la siesta, cuando no parabas de hacer la calandracas o de engatusar a tu Tamagotchi. Ocupo folios con lo de un verano de gallinitas ciegas y amantes tuertos. No será que no te avisé, que no te dije una y mil tardes que no jugaras con palos. Otras veces relato las correrías de una rata hasta que un varapalo la puso en su sitio, esa que todas las santas noches orinaba en el altillo del ropero, donde las sábanas de tergal y la calceta inacabada de tu madre. De esas tontadas escribo, o de tus formas de repizcar la masa cocida sobre el papel quemado de las magdalenas. Con lo uno y lo otro voy trapicheando sobre lo que sucedió o dejó de suceder, como aquel quincallero que andaba a grito pelado entre los cachivaches, el borrachuzo de la cuesta de los acebuches. Vaya desparpajo. Se compra hierro viejo, se remiendan colchones. Los alaridos matinales ahogados por la almohada. La escandalera de siempre. Las calles de entonces. La sombra punchosa de unos recuerdos indisolubles y una cantimplora que te presté y nunca tuviste la vergüenza de devolverme. Tururú, eso dijiste la última vez que insinué que la debías tener tú porque te vi meterla en tu bolsa de rayas. Qué calamidad trapisondista la de tus olvidos. Administro aquellos chanchullos con esta escritura de contratiempos, la redactada sobre los asientos de un tren de segunda, frente a esta tormenta arcaica y una pera limonera que me traje de casa para que no acabase tan pocha como nuestros corazones, esos que pintamos en el rellano último de cartas primerizas. El trayecto para saber qué fue de ti. El viaje por verte el careto y buscarle un final a esto, y el otro viaje, el de los andenes de la nada.

No me da la gana. Por qué he morderme la lengua. Escribo también de esos años en los que nunca estuve solo. Me acompañaron siempre las primas pilinguis de la soledad y no faltó quien me invitara a una copichuela del amargo licor del abandono. La noche era negra como el costillar de la mula de Eliseo, por eso no fui demasiado lejos en el cuesta arriba de los años. Nunca me distancié de esa calcomanía que ocupaba tu clavícula, o de las muecas estreñidas de tu cara cuando el picapica se colaba entre los arcos metálicos que apretujaban tus premolares. Relato lo sucedido tras aquel fracaso morrocotudo, cuando me tomaste por el pito del sereno y me mandaste a escaparrar. De aquello cuento, de la malasombra de tu patada en mi culamen y de la horripilante rigidez de ese tiempo alambrado a la memoria como los cepos añosos del tío Damián, de las muertes sucesivas y de esta foto de agosto del setenta y nueve en la que unos y otros disfrutan de la merendola y de la bicoca del veraneo. No me vengas ahora con que alguna vez existió un primer sueño capaz de poner fin a todos los demás sueños. No digas majaderías ni hables de asuntos que no entiendes. Ni un primer sueño ni pollas en vinagre. Si no sucedió casi nada es porque te largaste y en las plazas no quedó nadie para dar más explicaciones que las justas. No tuviste ni el recato de devolverme una cantimplora que me había costado un ojo de la cara. Qué vergüenza. Se hace un papel como que te la debo, eso dijiste. Un papel, lastima de buenos propósitos y adiós mi dinero. Vaya solución la de hacer un papel.

 

 

EL TACTO DEL ROJO

Dónde estabas ese día. Quién resultas a las tantas de ese tiempo escarbado. Qué lugar ocupas en esa francachela de compadreos intensos y de sangrías tibias. Sé lo que me contaron. No sé mucho más. En realidad, no sé nada más. Poca cosa y mal traída. En la fotografía miras de lejos. Reculas para no suponer más que un punto discreto en esa ringlera de bancales limítrofes y árboles desmochados. Asomas sobre las prisas como la que llega con demora a una cita con el desquicio. Siempre tu reputación de tardona. Te manejas entre los trasquilones del paisaje y la calvicie rasurada del horizonte igual que un espantajo perseguido por su propia sombra. No quieres ser otra cosa. Eres eso y estás bien donde estás. O no. Tal vez preferirías no encontrarte en ese dilema manoseado por la duda. Siempre tu inseguridad. La incerteza siempre. Esa sensación de no saber qué es lo que necesitas y qué lo que te sobra. Tus incertidumbres y esa jeta avinagrada, la de no hallarte nunca convencida de nada. Por eso intentas escabullirte en una diáspora de correteos chungos y guisotes recién escullados. Para protegerte de las preguntas y para que nadie sin permiso te coma el corazón entre los bastidores del banquete. Observas a partir del arrabal malparado de la historia, desde esas mojoneras de la intemperie, como si no resultaras tú la que se ve junto al árbol, o como si se cumplieran ya semanas de tu marcha.

En esa fotografía todo es rojo. Todo cuenta con el tacto rasposo de la calentura. Rojo lo uno y lo otro, como la cara pasmada del pájaro que nos mira. Unas cosas y las otras tienen el color de la Mercromina, ese que cauteriza las laceraciones del recuerdo setentero, igual que aquellas llagas que te salían por la rozadura de las chancletas sobre tus tobillos. Hablo de las magulladuras. Te digo de la herida antigua, de aquella cirugía torpe de los descosidos y de una edad tan fuera de plazo como la fecha caducada de los yogures. De aquellos meses en los que tenías el potasio por los suelos y te daban mareos nada más salir de la cama. Las plaquetas y los glóbulos blancos bien, pero el potasio no te llegaba al betún de los zapatos. A ratos te entretenías cincelando rostros en una manzana verde. Caras comestibles, decías eso y concentrabas la mirada en el fruto nuevamente. Hundías el cuchillo en su pulpa mullida, hasta que se tronchaba la nariz y no te quedaba otra que comenzar de nuevo. Se te daba bien la escultura sobre la materia vegetal y esa hondura espontánea de las punzadas. Otras veces modelabas monigotes de harina sin levadura. Esqueletos de sarmiento los llamabas. De entonces digo, de los días en los que tú buscabas fragmentos de alabastro y yo el sendero empedrado hasta tus besos, o el más empinado para llegar a tus lametones. De las tardes alimentadas en el regusto a mortadela con aceitunas durante la merienda-cena. Eso fue mucho antes de que los retortijones se adueñaran del estómago de los afectos, antes incluso de que la hambruna de la soledad se nos zampara por los garrones.

La foto de entonces. Ese terruño con esa música, la que no se oye. El punto de apoyo de la sonrisa entre los objetos del piscolabis. De qué sonrisa. La de quién. La distancia quemada por el contraluz, como los churrascos en ese asador del fondo, donde el cocinero piripi sostiene la parrilla, o este descarado alejamiento que alguien buscó a partir del trampeo del encuadre. El escapismo al otro lado de la lente en el preciso momento en el que los amigos gritan patata. Tal vez es eso lo que berrea el más mindundi de ellos. Se aprecian las torceduras dolorosas de las posturas, los enganchones del ceño y ese tacto calenturiento del rojo. El papel sin brillo, carente de una hebra de luz, sin el lustre aquel de los días primeros, los que tenían el fulgor de las tapas de las libretas. Sobre esa encuadernación yo escribía tu nombre y detrás de ese apunte venía de carrerilla lo que vivía sin iluminación en la trastienda de ese nombre. Puede que alguna vez el retrato contara con un matiz que ahora no conserva, que se diluyó como el rastro satinado de baba que dejan los caracoles. Las pausas de óxido de la fotografía. En la imagen todo es encarnado y lo que no es colorado resulta ser de arcilla o de pan rallado. Tú y los pedruscos. El cotarro durante la jalandria desproporcionada. La mirada del otro y aquello que las piedras callan. Lo que sucedió o dejó de suceder en ese sarao. El galimatías. El encuentro con los amigos para pasarlo en grande. Escribo de ello, no me interesa detenerme en otras cosas ni saber con quién habías quedado. Cuento lo que hubieras contado tú de no haberte calzado los mocasines planos de la desaparición. Chas, chas, chas, magia de la buena y que vayan a buscarte. Eso que las piedras no dicen. Las carreras después de que el que fuera tirara una bomba fétida. Nunca supimos quién lo hizo. El que fuera. No es hora de cantar la gallina a nadie, ni de cargar el mal gusto y culpa al primero que pase. Vocean algo, lo que sea. Si es patata como si es otra cosa.

No estás. No eres la misma, ni un atisbo de lo que fuiste. Hay alguien parecido, pero no resultas necesariamente tú, ni cuenta con tu desparpajo. Es una silueta a contrapié en el ombligo de un fotograma a destiempo. Un bulto insurrecto. Gritan. No puedo desde aquí saber qué vociferaban en ese instante de zapatiesta. Patata, quizás, o cualquier otra cosa de poca enjundia. Lo que no recuerdo me lo invento, como de niño me inventaba la nieve y los trineos. No tengo claro si alguna vez te hablé de que mis padres nunca me llevaron a verla. Se distinguen los nudos enrevesados del membrillo, las grecas azulonas de una camiseta muy semejante a la que usabas a diario y un careto que no es el tuyo, no puede serlo. Resultas distinta, aunque esa cara pronuncie también tu dialecto huesudo de la delgadez. Intento reconocer tu piel entre las paredes inocuas de la fiesta, pero solo distingo a ese personaje que anda en fuga mientras se desgañita como los demás. A la de una, a la de dos y a la de tres, patata. El alboroto granate cuando la oscuridad lo descabalga del rojo. Ese énfasis vocinglero de los gestos. A lo mejor no gritaban nada y sencillamente hablaban todos a la vez. Quizás en la foto no hacen más que contarse en voz alta sus cosas, las de un tiempo atiborrado de canciones italianas y cagadas de rata. Dicen algo a grito pelado. Gritan alguna cosa, lo que narices sea. A lo mejor en esa memoria estreñida solo hay espacio para los tábanos y para los gritos. No lo sé. No sé qué chillan. No puedo saberlo, aunque ahora escriba de ello y ande preparando una fe de erratas de lo acontecido.

Están los globos de helio anudados a la mansedumbre de una silla. Un trapo de rizo descolgando hilachos de penumbra sobre el mantel de hule. La escarola troceada junto al plato con mojicones. La formalidad de Luis, la mesura de Luis, ese gesto serio que siempre mantuvo Luis. El calentar y listo de las latas. El corre que te pillo de quien escapa del fiestorro. Los amigos. La cuadrilla de los de siempre y esa cháchara de voces aquietadas en el sombraje de la parranda. El tablero mantecoso del parchís. Los cubiletes. El respaldo de aquella silla antes de que una persona te dijera que te sentaras como Dios manda y que hicieras el favor de no moverte tanto. No sabría decirte dónde queda ese campo en el que alguien celebra su cumpleaños. Quién puede ser nadie bajo esta alzada feroz de las ausencias. Qué panoli puede andar con la ocurrencia de resultar nada frente a la descomunal altura del vacío.

Tal vez pasamos ese día en Sote y de allí trajiste una piedra cuneiforme. Yo no tenía ni puñetera idea de lo que significa cuneiforme, hasta que tú lo buscaste en aquel glosario de mineralogía que pesaba un quintal. Cuneiforme, qué palabra más rara. La foto, en eso andamos. Intento encontrar a palpas el salidero por el que te piraste antes de las cinco. Avisarme a menos diez, eso dijiste. Tú y tus prisas trompicadas. Los disfraces bajo el calor atosigante del mediodía. Los charquitos de los polos de hielo. El humo empalagoso de las sardinas. Una fumarada estática junto al hielo detenido. La foto. La imagen trabada contra la zarzaparrilla. Las sombras austeras a mitad de la jornada y las dentelladas del paraje durante la hora de comer. Eso y los gritos atascados, los del tubérculo pronunciado a la de tres. Patata. Tu desazón, mientras continuas sin saber a ciencia cierta qué te apetece. O sí.

 

 

LA CARNE PICADA DE LA MEMORIA

La curvatura sangrante del rabo. Eso nunca lo olvidé. Aquel espesor indócil de cola opulenta. La rata muerta tenía el semblante esmirriado de una gamuza usada. Como si la gravedad del crimen lastrase su carne vieja, como si el hocico ya no le sirviera para respirar y resultase un colgajo deshuesado. No diría que fuese morruda, simplemente que se manejaba con un labio así, un poco prominente, así, sobrada de resalte, así, más bien generosa de boca. No sé si lo entiendes. El más alto la sostenía de su cola baqueteada, con los garrones abiertos de par en par como dos sarmientos entre los que corría la brisa de la tarde. Desde su despatarre, la rata husmeaba el aire y rosigaba despacio sus contracturas. No prestaba atención a la brecha que profundizaba su sien. Los más canijos hacían sonar una fanfarria de latas vacías. El barullo pendenciero. La turba. La procesión hostil del apaleo, tumultuosa como la procesión del santo. Aquella escandalera de las cachiporras acompasando la comitiva de los trompicones. Ese zipizape de las voces altas. El trajín de los críos, después de que el cuello se le pasara de rosca y poco antes del prorrateo de sus chichas. La muchedumbre festejando ese ritual de sacrificio del bicho tendido a la funerala. Aún pude contarle cuantos dedos tenía. No todo el mundo conoce el número de dedos sobre los que camina una rata. La gente habla, pero no siempre sabe.

Su sangre negra tiznaba el adoquinado de la plaza. Claro que era negra. Dentro de mi cabeza todavía resulta bien oscura, como si alguien hubiera apagado todas las luces y no se distinguiera más que un grumo de tierra al que acuden insistentes las moscardas. Tú te sostenías con las pupilas desbarrancadas por el atolladero del miedo, metidas hacia adentro igual que quien las protege de lo que acontece fuera. Únicamente te asomaba una mueca asilvestrada por los desfiladeros del pánico y la purpurina deslumbrante de tu diadema. Frente a ti se mostraba el pelo encrespado del roedor y ese penúltimo grito poco antes de que la somanta de palos desgreñara su vientre. No gastabas la voz, exhibías apenas las facciones escuetas del recelo, la cara de susto frente a la imagen quebrada del animal y su séquito del alboroto. El padecimiento de la rata. El ruido. Aquel color terroso de la sangre volantinera. El descuelgue grávido de sus labios y el estremecimiento de las encías encogidas de la rata. La gingivitis crónica de la rata, su dentadura vieja. Sobre el tumulto sonaba un tam-tam de hojalata con etiqueta de tomate tamizado y corazón pringoso de lentejas. El tejemaneje de la chusma. Aquellos tambores precarios y en el centro de la gresca los estertores de la rata y los ardores de tu quietud urgente. El desmayo flojucho de la rata. La malagana inmóvil de la rata. Su gaznate enclenque. No entendías nada. Te estremeciste con los chillidos del bicho cuando trató de alcanzar la rejilla del desagüe. Fue un intento baldío y desafortunado. En ese momento, uno de los críos le arreó con la puntera de su bota y la lanzó contra la fachada de la carnicería. Solo el miedo cobijado en la mirada, en la tuya, y esa mirada era la del silencio achicado frente al vocerío.

Los gritos. Qué berreaba tu miedo. De qué conversaba con la sombra de tu mudez. La barrabasada de los mequetrefes mientras el animal saltaba desde el canal para caer ya lastimado sobre la Lambretta de Cavalomas. La algarada de los pequeños zurrando al costillar magro mientras el animal se mordía los ribetes de la lengua. Observabas aquel juego macabro aupada a dos pies sobre el espanto, perdida por las zorreras del desconcierto y con los pelos como escarpias. La batida sanguinolenta de los aprendices de matarife. El miedo es poco hablador. Dice prácticamente nada cuando le da por decir algo. Tú andabas en eso, en un horror afónico y en el lenguaje audaz de tu piel. Eras primordialmente cutánea, por eso sabías de sobra de qué modo comunicarte a través de tus forúnculos más superficiales. Te sentías tan acorralada como la propia rata. Buscabas por dentro de ti y en esa profundidad únicamente encontrabas tu conciencia apaleada y ese sobeteo del asco. El desvaído de la rata y el tuyo propio. Tu mareo. Por delante de los pasos, el suelo se te convertía en un terraplén sobre arenas movedizas. Las manos trampeaban tus ojos para no perder detalle por una rendija, esa que queda siempre entre el índice y el pulgar. La curiosidad. La contemplación fugitiva del repelús. Una intriga huidiza frente a la repugnancia de las vísceras callejeadas y el mondongo ventilado. Se podría hacer una película o un documental largo con la de cosas que se pueden medio ver entre el índice y el pulgar.

La fisonomía de la rata era un pellejo vuelto al revés, igual que un pantalón desgastado. Así, con sus cueros girados hacia lo más íntimo de sí misma, así, enrollada sobre el olor riguroso de la carne. Te detuviste junto al pelaje blandengue, cercana a la envoltura frágil de aquel sudario de papel de estraza para ver la ostentación mortuoria del cadáver sobre las arrugas del papel. Ese que alguien cogió del mostrador de la carnicería y desdobló cuidadosamente sobre la acera. Los menudillos de la rata, sus venas consistentes, una vez desollada la carnaza de la memoria. No conocías a nadie, ni comprendías. Te acercabas con intención de que anotara los paréntesis y las tildes sobre tu mudez concurrida. Habías llegado unos días antes para instalarte con tus padres en una casa de alquiler. Eso contabas luego, cuando todo acabó y una escoba sacada de la trastienda arrinconó al bicho contra el recogedor. Que la casa era antigua y disfrutaba de vistas sobre las revueltas del río. También tenía goteras, eso señalaste con las manos simulando una lluvia contundente y los codos aparentando el viento. Hacía un par de semanas de vuestra llegada. Veníais sin fecha de vuelta ni equipaje de retorno. Más tarde, me enseñaste a pronunciar tu nombre francés. La uve bilabial y lo particular del territorio de girasoles del que procedías. También me dijiste que habías estudiado un par de años de teatro y por eso hacías así de bien lo de la lluvia, y lo del viento.

Te mostré la manera de indicar tu edad sin emplear los dedos y a pronunciar mis diecinueve de forma aceptable. No era para tirar cohetes, pero podía pasar. Tú solo me enseñaste a decir no en francés. No y poco después otra vez no. No, así, con ese tono desafiante y cierta dosis de seducción. Aquella tarde fuimos hasta el pantano. Montabas una bicicleta a la que se le salía la cadena en las cuestas empinadas. Una bicicleta con canasta de mimbre. Acabé con las manos embadurnadas de grasa y los bolsillos atiborrados de piedras. Te gustaba recoger minerales. Buscabas esquirlas de sílex y yo el atajo abrupto hasta la hipótesis de tus besos. Luego sucedió lo de la impuntualidad de aquellas estrellas fugaces y las picaduras en nuestros tobillos sin calcetines, las de esos mosquitos que volaban dando tumbos y luego caminaban su impertinencia sobre patas largas y delgaduchas, igual que las tuyas.

 

 

EL EXTRAÑO VIAJE A TU MIRADA

Solo los dioses y los gatos saben si lloverá mañana. Si sucederá la lluvia cuando tu mirada escarbe entre los andenes y la parada última de este tren. Los felinos lo barruntan y los dioses lo suelen presentir desde su escalón de ventaja, como el ciego cuando asomaba la nariz y olisqueaba encarado a la veleta con tal de adivinar la tormenta. Tú, que habitabas entre los unos y los otros, quizás andes con esa conjetura enroscada a la migraña. El cántico de la Virgen de la Cueva o aquel sonsonete del verás como llueve. Siempre era así, igual que un disco rayado. Así siempre, con esa monserga de la lluvia. Las nubes te buscaban y preguntaban por ti. Ya lo sé. Ya sé que el pronóstico de la prensa acierta pocas veces. Estoy al tanto de los desatinos de las páginas interiores de los periódicos. Escasos seres cuentan con la seguridad de que llueva mañana. Los gatos y los dioses solo, y aquel ciego, de no haberse muerto. Se quitó de en medio sin ni siquiera tener el miramiento de avisar a nadie.

Puede que acudas cobijada por las rayas holgadas de un paraguas rojo. Quizás te acabes presentando al rasero de esa ventolera que desgreña a los inviernos, o de una llovizna presagiada a tientas por tu intuición volantinera. Será mañana. Espérame en la estación nueva de Saint-Étienne a las diez y media de la noche para entrar alrededor de esa hora por la gatera que atraviesa el portón del recuerdo. Los trenes de Francia. Todos los ferrocarriles tardíos y perezosos de nuestras vidas. Acude por ese atajo que va desde las solanas del hipotálamo hasta las azoteas amplias de la juventud. Seguro que sabes cuál te digo. Aquel que tantas veces recorriste con un matojo de esparto atado al manillar de la bici. Aún me resta una plegaria para mendigar tu amor adeudado, pero no pienso malgastarla en el primer intento, ni en la segunda contienda. Antes de encontrarte, todavía he de pasar la mopa por el vestidor espacioso de mis instintos.