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Página de título

A mis abuelos. Aquí y allá, siempre estarán en casa.

UNO

Retrocedo. El paño que ella me tiende está limpio, pero huele a sangre. No debería importarme. Toda mi ropa está manchada. La roja es mía, por supuesto; la plateada pertenece a muchos otros: Evangeline, Ptolemus, el lord ninfo, todos los que quisieron matarme en el ruedo. Supongo que un poco de ella es de Cal. Sangró profusamente en la arena, debido a las cortadas y lesiones que nuestros presuntos verdugos le infligieron. Ahora está sentado delante de mí, y mira sus pies mientras permite que sus heridas inicien su lento proceso de curación natural. Yo miro una de las numerosas cortadas que recibí en los brazos, causadas tal vez por Evangeline. Es reciente, y lo bastante profunda para dejar una cicatriz. A una parte de mí le complace la idea: esta cuchillada caprichosa no desaparecerá como por arte de magia entre las frías manos de un sanador. Cal y yo no estamos más en el mundo Plateado, con alguien que borre sin rechistar nuestras cicatrices arduamente ganadas. Hemos huido. O cuando menos yo lo hice. Sus cadenas son un firme recordatorio de su cautiverio.

Farley mueve mi mano con un roce sorpresivamente suave.

—Cubre tu rostro, Niña Relámpago. Es justo lo que ellos buscan.

Por una vez, obedezco. Los demás me siguen, y se cubren también la boca y la nariz con una tela roja. El rostro de Cal es el único que permanece a la vista, pero no dura mucho. Él no impide que Farley le amarre una pañoleta, lo que lo hace parecer uno de nosotros.

¡Si en verdad lo fuera!

Un zumbido eléctrico bulle en mi sangre, y me recuerda el tren subterráneo. Nos lleva inexorablemente adelante, a una ciudad que fue un refugio en otro tiempo. Avanza a toda prisa, y chilla sobre unos rieles antiguos como si fuera un raudo Plateado que corriese a cielo abierto. Escucho el metal chirriante, lo siento en la médula de mis huesos, donde un dolor frío se asienta. Mi cólera, mi fuerza en el ruedo parecen recuerdos lejanos, que dejaron sólo sufrimiento y temor. Apenas puedo imaginar lo que Cal piensa en este instante. Lo ha perdido todo, todo lo que en algún momento tuvo un significado especial para él. Un padre, un hermano, un reino. Cómo logra mantener la compostura pese a las sacudidas de la locomotora, no lo sé.

Nadie tiene que indicarme la razón de nuestra urgencia. Farley y sus compañeros de la Guardia Escarlata, tensos como un resorte, son explicación suficiente para mí. Aún estamos huyendo.

Maven ya recorrió este camino, y volverá a hacerlo. Esta vez con la furia de sus soldados, su madre y su nueva corona. Ayer era un príncipe; hoy es el rey. Pensé que era mi amigo, mi prometido; ahora sé que no lo es.

Un día confié en él. Hoy sé que lo odio, que le temo. Cooperó en la muerte de su padre a cambio de una corona, e incriminó a su hermano en el crimen. Sabe que la radiación de la Ciudad de las Ruinas es una mentira, un truco, y adónde lleva este tren. El santuario que Farley construyó ya no está a salvo para nosotros. Ni para ti.

Bien podría ser que corramos ahora en dirección a una trampa.

Un brazo me rodea con fuerza cuando nota mi desasosiego. Es Shade. No puedo creer todavía que mi hermano esté vivo a mi lado ni —lo más raro de todo— que sea igual que yo: Rojo y Plateado, y más fuerte que ambos.

—No dejaré que vuelvan a llevarte —susurra con voz tan baja que apenas lo oigo. Supongo que la lealtad a quienquiera que no sea la Guardia Escarlata, incluso a la familia, está prohibida—. Lo prometo.

Su presencia es tranquilizadora, y me hace viajar en el tiempo. A su conscripción, a una primavera lluviosa en la que podíamos fingir que éramos niños todavía. Lo único que existía en esos años era el lodo, la aldea y nuestra insensata costumbre de ignorar el futuro. Hoy sólo pienso en el futuro, y me pregunto a qué siniestro camino nos han arrojado mis acciones.

—¿Qué haremos ahora?

Dirijo la pregunta a Farley, pero mis ojos tropiezan con Kilorn. Está detrás de ella como un guardián consciente de sus deberes, con la mandíbula apretada y vendajes sanguinolentos. ¡Y pensar que hace muy poco era sólo un aprendiz de pescador! Lo mismo que Shade, parece fuera de lugar, un fantasma de una época previa a todo esto.

—Siempre hay un sitio adonde huir —responde Farley, más atenta a Cal que a otra cosa. Espera que se muestre belicoso, que se resista, pero no hace lo uno ni lo otro—. No le quites las manos de encima —añade en dirección a Shade, a quien se vuelve después de un largo momento. Mi hermano inclina afirmativamente la cabeza y su palma se siente pesada en mi hombro—. No la podemos perder.

No soy un general ni un estratega, pero el razonamiento de Farley resulta claro. Soy la Niña Relámpago, electricidad viviente, un rayo en forma humana. La gente conoce mi nombre, mi rostro y mis habilidades. Soy valiosa, poderosa, y Maven hará lo imposible por impedir que yo ataque una vez más. No sé cómo podría mi hermano protegerme del nuevo y retorcido monarca, aunque Shade sea igual que yo, aunque sea la criatura más veloz que he visto en mi vida. Pero debo confiar, incluso si se requiere de un milagro. Después de todo, he sido testigo de muchas cosas imposibles. Una escapada más será la menor de ellas.

El chasquido y movimiento de unos cañones de rifle retumba en el tren conforme la Guardia se prepara. Kilorn cambia de posición para vigilarme; se balancea un poco y empuña con fuerza el arma que le atraviesa el pecho. Baja la mirada con una expresión indulgente. Intenta esbozar una sonrisa, hacerme reír, pero sus brillantes ojos verdes tienen un aspecto grave y asustadizo.

En contraste, Cal permanece tranquilo, casi en paz. Aunque es quien más tiene que temer —encadenado como está, rodeado de enemigos, perseguido por su propio hermano—, luce sereno. No me sorprende. Es un soldado nato. La guerra es algo que entiende, y es un hecho que ahora estamos en guerra.

—Espero que no piensen pelear —habla por vez primera luego de largos minutos. Aunque no me quita los ojos de encima, sus mordaces palabras se dirigen a Farley—. Confío en que planeen huir.

—No gastes saliva, Plateado —ella se incorpora—. Sé lo que tenemos que hacer.

No consigo contener estas palabras:

—Él también lo sabe —Farley posa en mí una mirada que quema, pero he soportado peores, y no me acobardo—. Cal conoce la forma en que ellos combaten, lo que harán para detenernos. Úsalo.

¿Qué se siente cuando te utilizan? Él me escupió estas palabras en la cárcel oculta bajo el Cuenco de los Huesos, y quise morir. Ahora apenas duelen.

Farley no dice nada, y eso es suficiente para Cal.

—Tendrán Dragoncillos —afirma muy serio.

Kilorn suelta una carcajada.

—¿Te refieres a las flores?

—Me refiero a los aviones —replica, con ojos que chispean disgusto—. De alas anaranjadas, fuselaje plateado, un solo piloto, fáciles de maniobrar, perfectos para el ataque urbano. Cada uno de ellos transporta cuatro misiles. Multipliquen esto por el número de aeroplanos en un escuadrón y tendrán un total de cuarenta y ocho misiles que eludir, aparte de las municiones ligeras. ¿Pueden sobrellevar esto?

Lo único que recibe en respuesta es silencio. No, no podemos.

—Y los Dragoncillos son la menor de nuestras preocupaciones. Sobrevolarán simplemente en círculo, defenderán un perímetro y nos mantendrán en nuestro sitio hasta que lleguen las tropas de tierra —Cal baja los ojos para pensar rápido. Se pregunta qué haría si estuviera en el otro bando. Si fuera el rey en lugar de Maven—. Nos rodearán y fijarán sus condiciones. Mare y yo a cambio de la libertad de todos ustedes.

Otro sacrificio. Tomo un poco de aire lentamente. Esta mañana, ayer, antes de toda esta locura, me habría entregado con gusto sólo para salvar a Kilorn y a mi hermano. Pero ahora… ahora sé que soy especial. También tengo que proteger a otros. Ahora no me pueden perder.

—Eso es inaceptable —digo.

Una verdad amarga. Siento el peso de la mirada de Kilorn, pero no alzo la vista. No podría soportar su condena.

Cal no es tan severo. Asiente, está de acuerdo conmigo.

—El rey no espera que nos demos por vencidos —protesta—. Los jets nos echarán las ruinas encima, y el resto reducirá a los supervivientes. Será poco menos que una masacre.

Farley es de naturaleza orgullosa, aun ahora que está terriblemente acorralada.

—¿Qué sugieres? —pregunta, y se inclina sobre el cautivo. Sus palabras rezuman desdén—. ¿La rendición incondicional?

Algo parecido a la indignación atraviesa la cara del príncipe.

—Maven acabará con ustedes de todas formas. En una celda o en el campo de batalla, no dejará vivo a ninguno de nosotros.

—Entonces moriremos en la lucha.

La voz de Kilorn suena más fuerte de lo que debería, pero los dedos le tiemblan. Su deseo de hacer lo que sea por la causa lo asemeja al resto de los rebeldes, pero, de cualquier modo, mi amigo tiene miedo. Es un muchacho todavía, de no más de dieciocho años, con toda la vida por delante y muy pocas razones para morir.

Cal se ríe de la forzada aunque atrevida declaración de Kilorn, pero no añade nada. Sabe que una descripción más vívida de nuestra muerte inminente no sería de utilidad.

Farley no comparte su sentir y agita una mano en señal de rechazo. Detrás de mí, mi hermano reproduce esa determinación.

Ellos saben algo que nosotros ignoramos, algo que no dirán aún. Maven nos ha enseñado a todos el precio de depositar la confianza en quien no lo merece.

—No seremos nosotros los que caigamos hoy —es todo lo que dice Farley antes de dirigirse con determinación a la parte delantera del convoy.

Sus botas restallan como un martillo que cayera sobre el suelo de metal, como si cada una de ellas rebosara una intrepidez testaruda.

Noto que el tren aminora su marcha antes de que pueda sentirlo. La electricidad disminuye y se debilita mientras arribamos a la estación subterránea. No sé qué hallaremos en el cielo allá arriba, la blanca niebla o unos aviones de alas color naranja. Esto no parece importarles a los demás, quienes descienden del tren subterráneo con firmeza absoluta. En su silencio, los miembros armados y embozados de la Guardia tienen el aspecto de soldados de verdad, pero sé que no lo son. No son dignos rivales de lo que está por venir.

—Prepárate —sisea Cal en mi oído, y me hace estremecer; evoca días remotos, cuando bailamos a la luz de la luna—. Recuerda que eres fuerte.

Kilorn se abre paso hasta mí y nos separa antes de que yo pueda decirle al príncipe que mi fuerza y mi habilidad son ya lo único de lo que estoy segura. La electricidad que corre por mis venas podría ser lo único en lo que confío en el mundo.

Quiero creer en la Guardia Escarlata, y también en Shade y Kilorn, pero no me lo permitiré; no después del lío en que mi confianza, mi ceguera hacia Maven, nos ha metido. Y Cal es un caso irreparable. Es un prisionero, un Plateado, el enemigo que nos traicionaría si pudiera, si tuviese otro sitio adonde huir.

De todas formas, no sé por qué siento una fuerza que me atrae hacia él. Recuerdo al chico apesadumbrado que me obsequió una moneda de plata cuando yo no era nadie. Con ese solo gesto cambió mi futuro y destruyó el suyo.

Compartimos además una alianza incómoda, forjada en la sangre y la traición. Estamos entrelazados, unidos: contra Maven, contra todos los que nos engañaron, contra el mundo a punto de caerse a pedazos.

El silencio nos espera. Una neblina húmeda y gris flota sobre las ruinas de Naercey, y causa que el cielo baje tanto que podría tocarlo. Hace frío, con el frescor del otoño, la estación del cambio y la muerte. Nada aparece en el cielo todavía, ningún jet que colme de devastación una ciudad de suyo destruida. Farley fija un paso rápido y enérgico para conducirnos desde las vías hasta el paso amplio y abandonado. Los despojos se abren ante nuestra vista como un cañón, y tienen una apariencia más grisácea y decrépita de la que yo recordaba.

Marchamos al este calle abajo, hacia la velada zona ribereña. Las altas estructuras semiderruidas se inclinan sobre nosotros con ventanas que parecen ojos que nos miran pasar. Algunos Plateados podrían estar alerta en los huecos irregulares y los arcos ocultos bajo las sombras, listos para acabar con la Guardia Escarlata. Maven podría ordenar que se me vigilase mientras él siega a los rebeldes uno por uno. No me concedería el lujo de una muerte rápida e incruenta. Peor todavía, pienso. Ni siquiera me permitiría morir.

Esta idea me hiela la sangre como lo haría el tacto de un escalofrío Plateado. Pese a sus muchas mentiras, conozco una pequeña parte del corazón de Maven. Recuerdo que me sujetó con dedos trémulos a través de las rejas de una celda. Y recuerdo el nombre que carga sobre sus espaldas, y que trae a mi memoria que un corazón palpita aún dentro de él. Se llamaba Thomas y lo vi morir. Maven no pudo salvar a ese muchacho. Pero puede salvarme a mí, a su muy peculiar y retorcida manera.

No. No le daré nunca esa satisfacción. Antes preferiría morir.

Pero por más que lo intento, no puedo olvidar la sombra que me forjé de él, el príncipe perdido y olvidado. ¡Cómo querría que esa persona fuera real! ¡Cómo quisiera que existiese en otra parte además de mis recuerdos!

Las ruinas de Naercey devuelven un eco extraño, porque son más silenciosas de lo que debieran. Con un sobresalto, comprendo el motivo. Los refugiados ya no están aquí. La mujer que barría montones de cenizas, los niños que se ocultaban en el drenaje, la sombra de mis hermanos y hermanas Rojos: todos huyeron. Nosotros somos los únicos que quedamos.

—Piensa lo que quieras de Farley, pero tienes que admitir que no es ninguna tonta —responde Shade mi pregunta antes de que pueda formularla siquiera—. Ella dio anoche la orden de evacuar, después de que escapó de Arcón. Pensó que Maven o tú hablarían bajo tortura.

Estaba equivocada. No fue necesario torturar a Maven. Él cedió con completa libertad su información y su mente. Abrió su cabeza para que su madre entrara en ella, y le permitió manosear todo lo que encontró ahí. El tren subterráneo, la ciudad secreta, la lista. Todo esto es suyo ahora, como él siempre lo fue.

La fila de soldados de la Guardia Escarlata se prolonga a nuestras espaldas como una caótica muchedumbre de hombres y mujeres armados. Kilorn camina justo detrás de mí, con ojos como flechas, mientras Farley dirige. Cal le pisa los talones, fuertemente prendido de los brazos por dos soldados musculosos. Con sus pañoletas rojas, parecen estar hechos del material de las pesadillas. Pero ya somos pocos los que quedamos, quizá treinta, todos heridos, pese a lo cual continuamos nuestra marcha. Apenas unos cuantos de nosotros hemos sobrevivido.

—No somos suficientes para sostener esta rebelión, aunque escapáramos una vez más —le susurro a mi hermano.

La neblina flota tan abajo que apaga mi voz, pero él me oye de todas formas. Frunce las comisuras de los labios como si quisiera sonreír.

—Eso no es asunto tuyo.

Antes de que yo pueda volver a la carga, el soldado que desfila frente a nosotros se detiene. No es el único. A la cabeza de la línea, Farley levanta un puño, que relumbra bajo el cielo gris pizarra. Los demás la imitan, en pos de algo que nosotros no podemos ver. Cal es el único que no eleva la cabeza. Ya sabe lo que nos tiene deparada la suerte.

Un alarido distante e inhumano se extiende por la niebla. Es un ruido mecánico y constante, que da vueltas en lo alto. Y no está solo. Doce sombras a manera de flechas cruzan el cielo a toda velocidad, con alas anaranjadas que entran y salen de las nubes. Nunca he visto bien un avión, no de cerca o sin el manto de la noche, así que no puedo evitar quedarme boquiabierta cuando miro éstos. Farley da órdenes a la Guardia, pero no la oigo. Estoy demasiado atareada con la vista fija en el cielo, donde la muerte alada forma un arco. Igual que la motocicleta de Cal, estas máquinas voladoras son hermosas, de acero y cristal increíblemente curvados. Supongo que un magnetrón tuvo algo que ver con su hechura; ¿de qué otro modo el metal podría volar? Motores teñidos de azul chisporrotean bajo sus alas, el indicio que revela la electricidad. Siento apenas su punzada, como un suspiro contra la piel, pero están demasiado lejos para afectarme. Lo único que puedo hacer es mirar horrorizada.

Ellos chillan y giran en torno a la isla de Naercey, sin alterar jamás su formación en círculo. Casi puedo pretender que son inofensivos, meras aves curiosas que han venido a mirar los desdibujados vestigios de una rebelión. En este momento, un dardo de metal gris que arrastra una estela de humo surca el cielo, y se mueve casi demasiado rápido para que pueda verse. Choca con un edificio y desaparece en una ventana rota. Una florescencia roja y naranja hace explosión menos de un segundo después, y destruye el piso entero de un edificio ya derruido. Cae hecho pedazos por sí solo, hasta desplomarse sobre soportes de mil años de antigüedad que se parten como mondadientes. Toda la estructura se vuelca al suelo, donde se desparrama tan despacio que el espectáculo no puede ser real. Cuando va a dar a la calle, y bloquea el camino delante de nosotros, siento la estridencia en lo más profundo de mi ser. Una nube de humo y polvo nos pega de frente, pero no me asusta. Hace falta más que eso para atemorizarme ahora.

En medio de la bruma gris y parda, Cal permanece a mi lado, pese a que sus captores se encogen. Nuestros ojos se encuentran un instante, y él baja los hombros. Éste es el único signo de derrota que me permitirá ver.

Farley se apoya en el guardia más cercano y se pone en pie.

—¡Dispérsense! —grita, y señala los callejones que se abren a nuestros costados—. ¡Al norte, a los túneles! —les dice a sus lugartenientes, hacia quienes apunta—. ¡Shade, al área del parque!

Mi hermano asiente, sabe a qué se refiere. Otro misil se abate sobre un edificio próximo, y ahoga la voz de Farley. Pero es fácil saber qué exclama.

¡Corran!

Una parte de mí quisiera mantenerse firme, resistir, luchar. Sin duda mi rayo violáceo haría de mí un blanco tentador y apartaría los jets de la Guardia en fuga. Incluso, podría tomar para mí uno o dos aviones. Pero eso no puede ser. Valgo más que el resto, más que las pañoletas y vendas rojas. Shade y yo debemos sobrevivir, si no es por la causa, al menos por los demás. Por la lista de los cientos de individuos como nosotros, híbridos, anomalías, fenómenos, imposibilidades Rojas y Plateadas, que seguro morirán si fracasamos.

Shade sabe esto tan bien como yo. Enreda su brazo en el mío, con tanta fuerza que me lastima. Es casi demasiado fácil que corra a su paso, y que permita que él me saque del camino para meterme en una maraña verde-gris de árboles enmalezados cuyas ramas se desbordan sobre la calle. Cuanto más nos internamos entre ellos, más densos se vuelven, retorcidos unos junto a otros como dedos deformes. Un millar de años de negligencia convirtió este pequeño solar en una selva muerta. Nos resguarda del cielo, hasta que sólo oímos los jets que giran cada vez más cerca. Kilorn nunca se rezaga demasiado. Por un momento puedo simular que estamos nuevamente en casa, que vagamos por Los Pilotes en busca de diversión y dificultades. Al parecer, dificultades es lo único que hallamos.

Cuando por fin Shade se detiene de golpe y sus talones dejan una marca en la tierra, arriesgo una mirada a mi alrededor. Kilorn hace alto junto a nosotros, con su rifle inútilmente apuntado al cielo, aunque nadie lo sigue. Ya ni siquiera puedo ver la calle, ni los paños rojos que huyen hacia las ruinas.

Mi hermano otea entre las ramas, a la espera de que los jets se alejen.

—¿Adónde vamos? —le pregunto sin aliento.

Kilorn responde por él:

—Al río. Y después al mar. ¿Tú puedes llevarnos?

Mira las manos de Shade como si pudiera ver su habilidad directamente en su piel. Pero la fortaleza de Shade está tan escondida como la mía, y permanecerá invisible hasta que él decida revelarla.

Mi hermano sacude la cabeza.

—No de un salto, el río está demasiado lejos. Además, preferiría correr, guardar mi fuerza —sus ojos se ensombrecen—, hasta que en verdad la necesitemos.

Hago una señal de comprensión. Sé por experiencia qué se siente cuando tu habilidad se desgasta, estás agotado y apenas puedes moverte, y menos todavía combatir.

—¿Adónde llevan a Cal?

Mi pregunta da origen a una mueca en el rostro de Kilorn.

—Me importa un bledo.

—Pues debería importarte —lo reconvengo, aunque mi voz tiembla de vacilación. No, no debería importarle. Y tampoco a ti. Si el príncipe se aparta, debes dejar que se vaya—. Él puede ayudarnos a salir de ésta. Puede luchar con nosotros.

—Escapará o nos matará tan pronto como le demos la oportunidad de hacerlo —espeta Kilorn, y se retira la pañoleta para mostrar una cara de pocos amigos.

Veo el fuego de Cal en mi mente. Quema todo a su paso, desde metal hasta carne.

—Podría haberte matado ya —digo. No es una exageración, y Kilorn lo sabe.

—Pensé que habían dejado atrás sus peleas —dice Shade y se interpone entre nosotros—. ¡Qué ingenuo fui!

Kilorn suelta una disculpa entre dientes, pero yo no. Toda mi atención está puesta en los aeroplanos, cuyos corazones eléctricos dejo que palpiten con el mío. Se debilitan un segundo tras otro, cada vez más distantes.

—Los aviones se alejan ya. Si vamos a marcharnos, debemos hacerlo ahora.

Tanto mi hermano como Kilorn me miran con extrañeza, pero ninguno de los dos discute.

—Por aquí —dice Shade y señala hacia los árboles.

Un reducido y casi invisible sendero serpentea entre ellos, donde la ausente tierra deja ver piedra y asfalto. Mientras Shade vuelve a enredar su brazo en el mío, Kilorn emprende la retirada a paso veloz.

Las ramas nos rozan todo el cuerpo, dobladas como están sobre la cada vez más estrecha vereda, hasta que nos resulta imposible correr uno al lado del otro. Pero en lugar de soltarme, Shade me aprieta más fuerte todavía. Me doy cuenta entonces de que no me ciñe en absoluto. Es el aire, el mundo. Todo se tensa en un segundo aciago y vertiginoso. Y de repente, en un abrir y cerrar de ojos, ya estamos al otro lado de los árboles, desde donde vemos que Kilorn emerge del bosque gris.

—Pero si él iba adelante de nosotros… —murmuro ruidosamente, y miro por turnos a Shade y la vereda. Cruzamos a mitad de la calle, con el cielo y el humo a la deriva en las alturas—. Tú…

Shade sonríe. Su acción parece fuera de lugar contra el lejano alarido de los aviones.

—Digamos que… salté. Mientras no te sueltes, podrás venir conmigo —dice antes de que nos precipitemos en la callejuela siguiente.

Mi corazón se acelera cuando reparo en que acabo de ser teletransportada, al punto casi de olvidar nuestro aprieto.

Los jets me lo recuerdan en el acto. Otro misil estalla al norte, donde derriba un edificio con el estrépito de un terremoto. El callejón es devorado por una ola de polvo que nos cubre con otra capa de gris. El fuego y el humo ya me son tan familiares que apenas los huelo, aunque ha empezado a caer ceniza como si fuera nieve. Dejamos impresas nuestras huellas ahí. Quizá sean las últimas marcas que hagamos.

Shade sabe adónde ir y cómo correr. Kilorn le sigue el paso sin problemas, pese al rifle que carga. Para este momento, ya hemos dado una vuelta completa y regresado al camino. Al este, un remolino de luz rasga el polvo y la tierra, acompañado por una ráfaga salada de aire de mar. Al oeste, el primer edificio derrumbado se tiende como un gigante herido e impide todo repliegue al tren. Vidrios rotos, los esqueletos de hierro de los edificio y paneles extraños de desvaídas mamparas blancas nos rodean, un palacio en ruinas.

¿Qué era esto?, me pregunto vagamente. Julian lo sabría. El solo hecho de pensar en su nombre me duele, y aparto esta sensación.

Otros paños rojos vuelan por el aire ceniciento, y busco una silueta conocida. Pero Cal no aparece por ningún lado, lo que me hace temer lo peor.

—No me iré sin él.

Shade no se molesta en preguntar de quién hablo. Ya lo sabe.

—El príncipe vendrá con nosotros. Te doy mi palabra.

Mi respuesta me desgarra las entrañas:

—No confío en tu palabra.

Shade es un soldado. Su vida ha sido todo menos fácil, y él no es ajeno al dolor. De todas formas, mi declaración lo hiere en lo profundo. Lo veo en su rostro.

Ofreceré disculpas después, me digo.

Si acaso hay un después.

Otro misil atraviesa el cielo y cae unas calles adelante. El remoto estruendo de un fogonazo no apaga un redoble más fuerte y terrorífico a nuestro alrededor.

El ritmo de un millar de soldados en movimiento.