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Andrés Blanco

 

NADYA

 

 

© Andrés Blanco

© Nadya

 

ISBN formato epub: 978-84-685-3348-3

 

Impreso en España

Editado por Bubok Publishing S.L.

 

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A mis queridos padres,
que me enseñaron a amar los libros…

 

 

 

 

«Sed fugit interea, fugit irreparabile tempus»

 

(Pero huye entre tanto, huye irreparablemente el tiempo)

 

Virgilio (Georgicae, III, 284,)

 

 

 

 

1

 

 

Verano 2014 (Lago Baikal, Siberia)

 

 

 

Nadya observaba atentamente el ataúd que poco a poco se iba introduciendo en el oscuro agujero, sujetado tan solo por dos gruesas cuerdas, mientras las lágrimas le resbalaban por su suave mejilla cayendo al frio suelo. La temperatura era demasiado fresca para estar a finales del verano y Nadya, cubierta por una larga chaqueta de lana gris y protegida por finos guantes de pelo de marta, abrazaba con ternura a su abuela, quien mantenía una sobria mirada sobre la caja de madera en su lento descender hacia el interior de la tierra.

 

Prácticamente todos los vecinos del pueblo se habían reunido aquella fría mañana en el entierro de Sergei. Los rostros de la gente estaban tristes y apesadumbrados; incluso en algunos de ellos se apreciaba el miedo, disimulado tan solo por el vaho emitido en sus frágiles y temerosas conversaciones. Sergei había aparecido degollado por el filo de una hoz, detrás de unos matorrales, cuando regresaba de visitar a su amigo Marcelo desde la isla de Oljón. Aunque todo parecía indicar que había sido un intento de robo, ninguna pertenencia suya había sido substraída y la policía local barajaba la posibilidad de un cruel asesinato. Además, la última persona que podía haberle visto con vida ese día, su amigo Marcelo, había desaparecido misteriosamente. La policía le había puesto en busca y captura como presunto autor de la muerte ya que sus huellas habían sido encontradas en el objeto agresor que habían dejado tirado en el escenario del crimen y en las propias ropas del anciano.

 

En los últimos años Nadya no había fallado nunca a la hora de visitar a sus abuelos en verano, pero este último no se había sentido con ganas de hacerlo. Su relación con Nikolay había terminado, después de largos años de noviazgo, y no quería encontrarse con él, así que dedicó sus días de vacaciones en recorrer el Mediterráneo procurando olvidarle. Justo ese verano se acababa de licenciar en Oceanografía y Biología Marina; y a su abuelo le hubiera gustado celebrarlo con ella. Este pensamiento la hizo llorar amargamente.

 

Durante unos instantes, mientras recibía los pésames, Nadya recorrió con la mirada a la multitud deseando no encontrarse con Nikolay, aunque su corazón aún le echaba de menos. Respiró aliviada al ver que no se encontraba entre los presentes; como tampoco pudo ver a su hermano gemelo Yuri, a quien si echó de menos.

 

Seguramente Yuri no habría podido acercarse al entierro desde la isla. Desde que ocurrió el fatal accidente que le postró en una silla de ruedas, Yuri apenas salía de la isla, y la relación con el fallecido, sin lugar a dudas, no era tan intensa como para que se molestara en aparecer. Además Yuri, quien siempre había estado enamorado de ella, dejó de mantener una relación tan amistosa con la familia desde el momento en que Nadya eligió a su hermano como novio. La depresión sufrida por su rechazo, sumado al hecho de tener que permanecer en silla de ruedas el resto de su vida, hizo que acabará mostrándose mucho más huidizo y más misántropo de lo que ya era. A todo esto unió a su carácter un amargo sentimiento de rencor hacia el mundo que le convirtió en una persona amargada y hostil. Nadya sentía mucha pena por el hermano gemelo de su ex novio.

 

***

 

La tarde estaba fría, grisácea y plomiza. El cielo estaba totalmente cubierto de nubes y Nadya tenía un horrible dolor de cabeza, por lo que se puso su abrigo de invierno y sus guantes, se tomó dos aspirinas, y salió a dar un paseo hasta el lago para poner en orden sus pensamientos e intentar sosegar sus sentimientos, no sin antes haber cogido de la cocina, de manera automática, un mendrugo de pan duro y habérselo metido en el bolsillo del gabán.

 

Durante más de una hora esperó pacientemente la llegada de los patos sentada en el viejo banco en el que su abuelo Sergei había grabado su nombre con una navaja cuando era pequeña, pero estos no acudieron. El frío empezaba a ser cada vez más intenso y una repentina corriente de aire helado hizo que se arropara con las solapas del abrigo hasta taparse la boca. Las migas de pan descansaban sobre su regazo esperando la aparición de los ánades, pero estos seguían sin llegar. Tan solo el chillido estridente de las gaviotas rompía el maravilloso silencio.

 

El lago ofrecía un extraordinario color plateado, como si un orfebre lo hubiera pulido toda la noche dejándolo limpio y lustroso. Frío, limpio y lustroso. La quietud de las aguas hacía que la superficie se asemejara a una brillante bandeja de plata. Al final del lago, donde la vista se perdía, la plata se fundía en una deslumbrante luz blanca.

 

Los recuerdos de las numerosas tardes junto a Sergei en ese mismo asiento y las innumerables conversaciones mantenidas con él durante años comenzaron a aflorar en su mente desordenadamente. Nadya recordó el día en que su abuelo le dijo que los patos eran animales muy inteligentes, y sonrió al pensar que debían de serlo al estar a resguardo del intenso frío que hacía, mientras que ella no debía de serlo tanto al estar allí sentada congelándose.

 

Sergei, además de su abuelo, había sido su mejor amigo. Él fue quien le aconsejó que estudiara lo que verdaderamente le gustara. Que aprendiera lo que en el futuro se convirtiera en su modo de vida. A Nadya siempre le venía a la mente las palabras de su abuelo cuando ella le hizo saber que quería estudiar la vida en los océanos. “Querida niña –le dijo pausadamente--, un valiente marinero cuyo nombre se recordará de por vida por su grandioso descubrimiento, Cristóbal Colón, dijo en cierta ocasión: --< Encuentra la felicidad en tu trabajo o nunca serás feliz >--. Y a esto yo le añado: ama tus ilusiones y ama tu trabajo Nadya, porque si respetas la importancia de tu trabajo, este te devolverá, probablemente, algún día el favor.

 

Nadya recordaba como Sergei la bendijo cuando encontró el amor con Nikolay, al que él siempre llamaba el ‘loco rubio pillastre’; y recordaba como le apoyó cuando su relación terminó con él. Ella todavía se maldecía por haberle presentado a su amiga Natasha en Moscú. Natasha; su fiel amiga del colegio y la universidad; su fiel amiga que sabía todo acerca de ella; su fiel amiga para quien no tenía secretos; su fiel amiga que acabó liándose con su novio. El bueno de Nikolay se dejó seducir por los encantos de una hermosa joven que siempre conseguía lo que quería, y que cambiaba de amantes como alguien se cambia de ropa interior. Nadya no estaba segura si algún día podría perdonar a Nikolay, pero lo que si tenía claro es que nunca perdonaría a Natasha.

 

De repente la conexión entre Sergei y su ex novio le vino a la mente. Y si su abuelo se hubiera encontrado con Nikolay, o si hubiera ido a buscarle para reparar el dolor que el joven había causado en ella, enfrentándose con él, y este le hubiera matado. ¿Nikolay un asesino? No, no podía ser. Eso era del todo inimaginable. Nikolay no era un asesino. Un gilipollas sí, pero no un asesino. Nadya lanzó con furia todas las migas de pan al interior del lago y estas quedaron flotando en las plateadas aguas del lago Baikal.

 

***

 

El impresionante UAZ Patriott Class se detuvo a escasos metros de Nadya, quien continuó su paseo sin recalar en él. La puerta del coche se abrió y una densa humareda escapó de su interior. Una figura bajita y rechoncha bajó del coche envuelto en la espesa nube de humo y se dirigió despacio hacia ella.

 

--¡Buenas tardes! ¿La señorita Lébedeva?

 

--Si –contestó Nadya mirando extrañada aquel descuidado individuo--. ¿Quién es usted?

 

--¡Perdone la manera de presentarme, señorita! Me llamo Vladimir Volkov. Soy inspector de policía y estoy investigando el asesinato de su abuelo –dijo secamente aspirando una enorme calada a su puro habano con la mirada fija en ella.

 

Vladimir Volkov no era precisamente un tipo simpático. La reputación que había adquirido en las diferentes comisarías por las que había pasado era la de una persona altamente cualificada para ejercer su profesión, un verdadero perro de presa que había resuelto decenas de homicidios considerados casi imposibles, aunque su arisca manera de ser, su manifiesta inconexión hacia sus compañeros y sobretodo su habitual abandono en el terreno personal conseguía que nunca cayera bien, lo cual a él poco o nada le importaba. Aun con esto, cada vez que aparecía un caso difícil de resolver, los comisarios no dudaban en poner el asunto en sus manos confiando en su constatada reputación.

 

Vladimir vestía con ropa desgastada, pasada de moda y poco elegante. Siempre lucía un sombrero de ala corta que se compró en los Estados Unidos cuando tuvo que trasladarse un año entero siguiendo la pista de un narco ruso a quien por fin detuvo en Pensilvania. El sombrero estaba tan sucio que incluso su color negro apenas disimulaba sus grandes manchas de sudor. Vladimir sufría hiperhidrosis. Sus manos y su cabeza sudaban constantemente. Además fumaba como un carretero unos puros habanos que, alardeando, decía que le traía expresamente de Cuba un amigo de Fidel Castro, y que dejaban en él un olor a tabaco insoportable. No era extraño que nadie quisiera trabajar con él y que cambiara constantemente de comisarías y de compañeros. Quizás por eso en los últimos años siempre trabajaba solo, dejándose acompañar únicamente por un precioso husky siberiano que había comprado, Yako, a quien no parecía importarle su forma de ser ni de vestir, y con quien no tenía que hablar.

 

--¿Reconoce esto? –indicó el inspector sacando dos pequeñas piezas de ajedrez del bolsillo de su chaqueta.

 

Nadya examinó las piezas de ajedrez. Un vistoso caballo montado por un caballero templario y una torre románica Lombarda que rápidamente reconoció por la singular característica de estar ambos tallados a mano. Unas piezas únicas que ella había tenido en sus manos mil veces en las incontables partidas que su abuelo y Marcelo habían jugado en su presencia.

 

--Creo que si –dijo Nadya--. Aunque…

 

--Aunque… --repitió Vladimir

 

--Aunque no podría decirle. Las piezas creo que pertenecen al ajedrez que usaba mi abuelo en sus partidas con su amigo Marcelo. Pero las piezas que yo recuerdo eran de alabastro; y estas son de oro ¿verdad?

 

--Sí, cierto. No es oro de gran calidad, pero es oro –argumentó el inspector.

 

--Entonces puedo asegurarle que no las conozco. ¿De dónde las ha sacado? –preguntó Nadya.

 

--Estas piezas aparecieron en uno de los bolsillos del pantalón de su abuelo cuando encontramos su cadáver –respondió Vladimir--. También encontramos unas monedas antiguas, igualmente de oro, las cuales hemos mandado examinar para obtener los quilates exactos de su aleación. ¿Sabría decirme porqué su abuelo disponía de estos objetos?

 

--No tengo ni idea –dijo Nadya asombrada--. Que yo sepa mi abuelo no tenía objetos ni monedas de oro, y mucho menos un ajedrez. Es muy extraño.

 

El inspector frunció el ceño arrancándole a Nadya las piezas de su mano. Yako ladró dos veces y comenzó a husmear las piernas de la joven. Vladimir agarró a Yako por el collar tirando de él hacia sí.

 

--Si no le importa, señorita Lébedeva, le agradecería que me permitiera presentarme mañana en su casa para hablar con la mujer del fallecido y con usted.

 

--No hay inconveniente inspector. ¿Pero, sabe ya algo de sus investigaciones? –preguntó Nadya intrigada.

 

--De acuerdo, señorita. Mañana, después de comer, me pasaré por su casa –dijo dando media vuelta en dirección al coche, que había dejado de expulsar humo, sin responder a su pregunta--. Por cierto –preguntó dando media vuelta hacia ella otra vez--. ¿Por casualidad no conocerá a alguien que use unas grandes botas militares? Digamos que un 46 de pie.

 

--No –respondió Nadya tímidamente.

 

--Bien, entonces hasta mañana señorita.

 

--¡Adiós! –dijo Nadya viendo como Vladimir encaminaba sus pasos hacia el Patriott seguido por Yako, quien correteaba en círculos con la mirada puesta en ella.

 

Nadya tiritaba de frio mientras se encaminaba hacia la casa de su abuela y un sudor frío comenzó a impregnar sus blancas sienes. No podía dejar de pensar en la última pregunta del inspector. Por supuesto que conocía a alguien que usara botas militares con un pie tan grande. Su ex novio era un fanático de la ropa militar desde pequeño; pantalones de faena, camisetas, gorras, y botas militares. Y Nikolay tenía un pie enorme. Pero, ¿por qué habría preguntado el inspector por ese detalle? , ¿Tendría algo que ver con la investigación? Nadya comenzó a barajar la posibilidad de que su abuelo y Nikolay efectivamente se hubieran encontrado. Comenzó a dar vida a un encuentro molesto y un fatal desenlace; y comenzó a temblar de preocupación.

 

***

 

A Nadya la casa de Marcelo, que servía de faro de la isla, le seguía pareciendo igual de enorme que la primera vez que la vio con seis años. De pie, junto a la valla del jardín, apreció como la parcela presentaba ahora un estado lamentable, sucio y abandonado. Las esculturas del jardín ya no brillaban como antaño, los árboles estaban descuidados, y en el césped se distinguían muchas calvas. Nadya atravesó el jardín y se encontró la puerta de la vivienda precintada por la policía con una gran cinta negra y amarilla de extremo a extremo; aún así, llamó al timbre a sabiendas de que allí no habría nadie. Como era de esperar no obtuvo respuesta a su llamada. De repente recordó una noche en la que salió a pasear, muchos años atrás, junto a su abuelo y a Marcelo; y recordó cómo a la vuelta este se dirigió a la escultura de los delfines antes de entrar en la casa. Instintivamente se dirigió hacia dicha escultura y comenzó a palparla y a rebuscar por la zona. Antes de que se diera cuenta se vio sorprendida al encontrar una llave en el interior de una de las cuencas de los ojos de uno de los cetáceos. --< Puedo entrar en la casa >-- pensó. Nadya se dirigió de nuevo hacia la puerta con la extraña sensación de sentirse observada. Comenzó a caminar despacio hacia la puerta y al momento giró sobre sí misma bruscamente. Junto a la portezuela del jardín distinguió a Nikolay observándola en silencio.

 

 

 

 

2

 

 

1 de Noviembre de 1549
(Monasterio de Montecasino, al sur del Lacio, Italia)

 

 

 

El padre Paolo regresó a su celda, tras las oraciones de Laúdes y su paso por el refectorio, pensando que ese día cumplía cincuenta años y que no había nada en el mundo más gratificante para él que poder servir a Dios y ayudar a los niños pobres. Rápidamente se encaminó hacia la cocina, como todos los viernes, para hacer acopio de las sobras del desayuno antes de que los monjes novicios las recogieran y así poder guardarlas en la talega que usaba para transportar las hierbas que necesitaba comprar para la botica del Monasterio. Al padre prior no le hacía mucha gracia que se sacara comida del Monasterio para distribuirla entre los pobres; de hecho lo tenía prohibido. Era más partidario de que se almacenara, ya que los artistas y artesanos que el Monasterio protegía necesitaban estar bien alimentados. Pero Paolo pensaba que también los niños pobres del pueblo de Cassino eran hijos de Dios y necesitaban comer, aunque no hubieran sido bendecidos por el Señor con la gracia y el don de los artistas.

 

Mahmoud ben al-Hassan o Paolo, como todos le llamaban tras haber abrazado de joven el cristianismo en el Líbano, su tierra natal, salió deprisa por la puerta oeste del Monasterio con la talega llena de panes, manzanas, y trozos de queso blando, descendiendo la inclinada colina que le separaba de la población de Cassino. La nieve le llegaba casi hasta la rodilla dificultando su marcha. Cuando llegó al llano se detuvo, como de costumbre, y dirigió su mirada hacía la cima de la colina en la que se encontraba su hogar desde hacía tres décadas, dando gracias al Señor por seguir en pie después de incontables vicisitudes a lo largo de algo más de un siglo. Sin duda alguna aquel lugar era mágico para él y poseía una naturaleza divina. Lo era por ser el lugar elegido por el fundador de la regla de San Benito, Benito de Nursia, para edificar su primer Monasterio; y lo era mucho antes por ser el lugar elegido por los primeros romanos como culto de adoración al Dios Apolo. Paolo se inclinó, hizo la señal de la cruz en su frente, rezó una plegaria y continuó su camino.

 

El Padre Jacobus pertenecía a la Orden de los Franciscanos Descalzos y regentaba el hospicio de San Miguel, dedicado a los niños huérfanos en el pueblo de Cassino, junto con otros cuatro hermanos más de su misma Orden. Prácticamente ellos solos se encargaban de la manutención y el desarrollo espiritual y humano de los pequeños que eran abandonados por sus padres, habían quedado huérfanos, o eran vástagos repudiados. En el hospicio no había nunca menos de una veintena de pequeñas bocas que alimentar y el huerto aledaño que los monjes disponían y los pocos animales que poseían apenas daban lo suficiente para su manutención. Al no depender del Monasterio de Montecasino los monjes siempre aceptaban de buen grado cualquier tipo de donación viniera de donde viniera, incluso las sobras provenientes del propio Monasterio traídas a escondidas por su buen amigo Paolo.

 

--¡Dios te salve, Paolo! , eres un buen cristiano –dijo Jacobus descargando la talega llena de comida sobre la mesa de la cocina--. El invierno va a ser muy duro. Esta noche ha muerto de madrugada la pequeña Acalia. Tendrías que haberla visto llena de llagas y pústulas por todo su pequeño cuerpecito. Solo tenía seis años. ¡Que Dios la acoja en su seno!

 

--¡Amén! –asintió Paolo.

 

--Estoy muy preocupado. Dos niños más han empezado, como ella, con calenturas y vómitos. Las sangrías no han servido de nada. ¿Qué puedo hacer Paolo? –preguntó el franciscano.

 

--Sepáralos del resto Jacobus. Debes habilitar una estancia separada de los demás niños para evitar los contagios. Aún no sabes que es lo que lo provoca –dijo Paolo sin dudar--. Corren tiempos muy malos y temo que esto pueda ser una epidemia. Incluso en el Monasterio se habla de que el Santo Padre está a punto de morir.

 

--Lo siento por sus amados aristas. ¿Qué será ahora de ese Miguel Ángel amigo suyo? –comentó Jacobus sarcásticamente.

 

--No alimentes tu odio ni tu malestar Jacobus –replicó Paolo.

 

--¡No alimento nada! , ni tan siquiera puedo alimentar a estos pobres desgraciados que se han quedado solos –gritó Jacobus enojado--. Yo soy franciscano Paolo. El Señor no predicó salvar tesoros ni riquezas, acuérdate de los mercaderes del templo. El Señor predicó salvar almas. Y la salvación de las almas pasa por alimentar y salvar a estos pobres niños de su desgracia. Yo soy un buen cristiano Paolo. No lo olvides. –argumentó el monje mirando duramente a su amigo.

 

--¡Lo sé! –Afirmó el libanés--. Sé que has dedicado toda tu vida a la salvación y a la protección de los más indefensos. Y sé que lo has hecho amando tu trabajo y amando a Dios sin pedir nada a cambio. Yo no soy como tu Jacobus. Yo siento que estoy predestinado a hacer algo grande que glorifique a Nuestro Señor. Hoy he cumplido cincuenta años, de los que treinta he estado encerrado en la botica del Monasterio. Otros monjes pueden hacer mi trabajo y seguramente lo harán mejor que yo. Yo necesito investigar Jacobus. Quiero acabar con las enfermedades, el hambre y los males del cuerpo.

 

--Bonito pensamiento amigo mío –rió el franciscano--. Y qué piensas hacer, ¿hacerte físico? ¿Vas a investigar a los artistas que acogéis? --volvió a reír jactándose.

 

--Me voy a marchar amigo –dijo Paolo con seriedad--. En los últimos años me escribo con un buen amigo médico. Bueno –dijo mirando hacia el suelo--. Él murió hace ya ocho años, pero he seguido en contacto con un hermano monje benedictino que trabajó muchos años con él y ha seguido desarrollando su trabajo.

 

--¡Un monje benedictino! --dijo el franciscano desinteresadamente. ¡Por el amor de Dios!

 

--Sí Jacobus. Se llama Ricardus y se encuentra en la Abadía de San Pedro, en Salzburgo. Es un hombre muy inteligente que aprendió todo de su maestro, un médico alquimista cuyo nombre era Theophrastus Paracelso.

 

--No he oído hablar de él. ¿Cuándo piensas marchar?

 

--Antes de Natividad, querido amigo. Antes de Natividad.

 

--¿Tan pronto? –preguntó el franciscano apoyando su mano sobre el hombro de su amigo.

 

--Esa es mi idea. El tiempo se escapa demasiado deprisa, tempus fugit, hermano. Incluso para un árabe como yo –bromeó.

 

El hermano Salvattore entró sudoroso y preocupado en la cocina anunciando que otros tres muchachos habían comenzado a vomitar y tenían terribles dolores de espalda. Paolo y Jacobus acudieron enseguida a ver a los niños.

 

Los vómitos eran del color de la bilis y unas ronchas moradas habían aparecido en la cara y en los brazos de los muchachos. Jacobus dijo a Salvattore que se los llevara a una sala separada de los otros muchachos y se llevó a Paolo a una esquina para hablar a solas con él.

 

--Paolo, Dios me está poniendo a prueba –dijo con seriedad--. Seguramente por mis pecados –continuó hablando--. Paolo, tengo que pedirte un favor.

 

--Lo que sea hermano. Sabes que haría cualquier cosa por ti.

 

--En tu viaje... –balbuceó--. En tu viaje... –repitió--. Quiero que te lleves contigo al pequeño Marcelo –dijo al fin.

 

--¿Marcelo? El niño que dicen que es familia de los Farnese, como nuestro Santo Padre.

 

--Ni se te ocurra mentar ese apellido en mi presencia –bramó el franciscano con gran irritación--. Marcelo no pertenece a esa escoria nauseabunda. Marcelo es un ángel Paolo, un pequeño ángel indefenso y sin protección de tan solo cuatro años. No quiero que muera Paolo. No podría soportarlo. A veces sueño que me llama por la noche con su débil voz y cuando voy a su jergón su pequeño cuerpo está lleno de pústulas y llagas por las que corren cientos de gusanos rojos como la sangre.

 

--Pero aquí hay muchos niños Jacobus. Llevas décadas acogiendo a niños pobres. Debes estar acostumbrado a ver morir a muchos de ellos. Tú debes haber visto de todo. ¿Qué tiene este muchacho de especial para ti?

 

--Marcelo es mi hijo –dijo, tras una larga pausa, llorando a mares.

 

 

 

 

3

 

 

 

El desorden no era indicativo de nada extraño. La casa de Marcelo siempre estaba desordenada, pero el polvo acumulado en los muebles y algunas pequeñas telarañas que colgaban de los dos telescopios y del quicio de la puerta indicaban que aquello estaba deshabitado desde hacía, al menos, varias semanas atrás.

 

Nadya se acercó a la mesa donde su abuelo jugaba al ajedrez con Marcelo. Una partida estaba empezada sobre el tablero y las figuras negras estaban mucho mejor posicionadas que las blancas. Sin duda en pocos movimientos se harían con el control de la partida y con el triunfo final. Nadya reconoció las piezas y comenzó a contarlas. Alfiles, peones, torres, caballos, reyes, reinas. Uno de los caballos y una torre, del equipo blanco, faltaban del juego; pero tampoco estaban fuera del tablero, donde residían sobre la mesa el resto de trebejos que habían sido eliminados de la partida. Nadya estaba convencida que los dos trebejos que le había enseñado el inspector pertenecían a ese ajedrez. No había ninguno igual en el mundo entero.

 

Las figuras estaban hechas a mano y la temática de las tallas hacía referencia a la Tercera Cruzada en Tierra Santa. El equipo blanco correspondía a los cruzados cristianos, mientras que el equipo negro correspondía a los guerreros de Saladino, defensores del Islam. Aunque los trebejos que le había enseñado el inspector eran de oro, ella estaba segura que pertenecían a ese mismo ajedrez.

 

--¿Ocurre algo? –Preguntó Nikolay acercándose cautelosamente hacia Nadya--. Este lugar parece estar abandonado desde hace tiempo. Es extraño que el viejo --< como llamaba Nikolay a Marcelo >-- haya desaparecido sin decir nada.

 

Nadya no contestó. Todavía le costaba mantener una conversación amable y cordial con Nikolay. Para ella ya era bastante incómodo el haber coincidido con él en la isla, tener que saludarle y compartir su imprevisto allanamiento de morada; aunque Nadya sabía que le necesitaba, ya que ella no se hubiera atrevido de ningún modo a entrar sola en el faro.

 

Durante varios minutos permanecieron en silencio. La tensión acumulada entre ambos se podía cortar con un cuchillo. Ambos evitaban cruzar sus miradas. Hacía ya tres meses que la pareja había cortado su relación y a Nadya le hubiera gustado descargar su desazón enfrentándose a Nikolay abiertamente, cara a cara, diciéndole todo lo que pensaba de él y de su querida amiga Natasha. Sin embargo, algo extraño se percibía en la habitación que mantenía concentrada su atención; al igual que le ocurría a Nikolay.

 

Aparentemente todo estaba desordenado y abandonado, pero curiosamente dentro del desorden había cierta organización. Los ventanales que daban al lago no estaban tan sucios como los demás. Era como si alguien se encargara de limpiarlos. Nadya repasó la habitación palmo a palmo y descubrió otro detalle que le hizo pensar. Mientras los sillones acumulaban polvo, una de las sillas estaba limpia. Nadya comenzó a dudar si el propio Marcelo no se estaría escondiendo, aparentando estar desaparecido, y sin embargo volviera al faro de vez en cuando.

 

--¿Hace cuánto tiempo que no ves a Marcelo? –preguntó Nadya de improviso.

 

--Desde que murió tu abuelo –respondió Nikolay sin dudar.

 

--Y ¿a mi abuelo? ¿Cuándo le viste por última vez?

 

--A tu abuelo le vi por la mañana el mismo día en que apareció muerto. El viejo me llamó para que viniera a verle y tu abuelo se estaba despidiendo de él en el jardín. Apenas me saludó con un gesto; parecía tener prisa. Al día siguiente me enteré de la trágica noticia.

 

--¿Notaste algo extraño? –preguntó Nadya

 

--No, salvo que Marcelo me despidió precipitadamente hasta el día siguiente sin decirme por qué me había llamado. Me dijo que tenía cosas importantes que hacer –respondió Nikolay.

 

--¿Te enfrentaste a mi abuelo, Nikolay? –preguntó Nadya ansiosa por obtener una respuesta sobre las dudas que asomaban en su mente.

 

--No me enfrenté a tu abuelo Nadya. ¿Qué quieres insinuar? ¿Por quién me tomas? –objetó Nikolay agraviado--. La última vez que vi a Sergei fue despidiéndose de Marcelo aquella mañana; y además, nos saludamos cordialmente, aunque él parecía preocupado. Después ocurrieron las cosas tal y como te las he contado. Marcelo me despidió hasta el día siguiente. Creo que, ahora que lo pienso, él también parecía preocupado.

 

--¿Preocupado?

 

--Bueno, sí. Lo cierto es que también pudiera ser que estuviera más cansado de lo habitual. No sabría decirlo con exactitud.

 

--¿No llevas hoy tus botas militares? –siguió preguntando Nadya como si de un interrogatorio se tratara.

 

--¡Por el amor de Dios! –Respondió Nikolay extrañado-- ¿A qué viene esa pregunta tan estúpida?

 

--Tú respóndeme –insistió Nadya

 

--Creo que las he perdido, hace días que no las veo. No sé si estarán en casa de…

 

--Natasha –dijo Nadya adelantándose a Nikolay

 

--Si –respondió Nikolay en voz baja dirigiendo su mirada hacia el suelo.

 

***

 

Las siguientes semanas Nadya permaneció junto a su abuela. Los esfuerzos de Anastasia, la madre de Nadya, para que su propia madre abandonara el pueblo y se marchara a Moscú con la familia fueron infructuosos.

 

Aleksandra no era una mujer de ciudad. Su vida pertenecía a su pueblo y no quiso abandonar su hogar ni tampoco separarse del recuerdo de su recién fallecido esposo. Esto no supuso más que un pequeño disgusto para su hija Anastasia que se pasó enseguida, ya que a la vista de todos estaba que Aleksandra era una mujer muy fuerte pese a su avanzada edad. Su cabeza funcionaba extraordinariamente bien y no necesitaba ningún tipo de ayuda en los quehaceres diarios. Ella podía desenvolverse sola perfectamente. Aún con eso, Nadya se quedó con ella para que sobrellevara lo único que le podría vencer; la tristeza y la soledad.

 

Las diversas visitas del inspector Vladimir no arrojaron ninguna luz sobre la investigación que se estaba llevando a cabo. Al menos esa fue la sensación que ambas mujeres sacaron después de sus entrevistas con él. Todas las pruebas eran demasiado evidentes para la inculpación de Marcelo. La hoz que había seccionado la yugular de Sergei tenía las huellas de su amigo, y este había desaparecido de la isla al día siguiente del asesinato. Pero Vladimir no estaba convencido de que todo fuera tan fácil y además, algunas piezas no encajaban en el rompecabezas del crimen.

 

Para empezar no había signos de que hubiera habido ninguna disputa o pelea, y esto favorecía la idea de que ambos se conocían, pero según los médicos forenses el presunto asesino debía ser más alto y más fuerte que Sergei, ya que la trayectoria de la herida era descendente y muy profunda; y Marcelo no cumplía estos requisitos. Las enormes huellas de unas botas militares en torno al cadáver daban a entender la presencia de alguien que si parecía ser lo bastante alto. El hecho de que no hubiera habido sustracción alguna de ninguna pertenencia de la victima inducía a pensar que el robo no era el móvil, y que el asesinato había sido cometido a sangre fría. Vladimir descartaba el ataque por sorpresa, y se inclinaba a pensar que la victima conocía al asesino.