Traducción de Dagoberto de Cervantes

© Prólogo: Pedro Víllora

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Texto revisado por Gabriel García Santos

Diseño de cubierta: Marie-Christine del Castillo

Fotografía de Sander Kalverda del actor Alberto Wolf en la obra Robar el día

de Alfredo Félix-Díaz, representada en el antiguo cine mudo Delphi, Berlín


isbn ebook: 978-84-17146-76-4

Un actor se prepara,
de Platón a Walt Disney

La publicación en Estados Unidos de Un actor se prepara (An Actor Prepares, 1936) fue un acontecimiento mundial que revolucionó la concepción de los estudios de interpretación al proponer un sistema que en ocasiones se ha entendido como un recetario, pese a las numerosas advertencias de Konstantín Stanislavski[1] (1863-1938) en contra de esta visión reductora de su trabajo. Fue el primer libro del maestro ruso dedicado a la exposición de su metodología, dado que el anterior Mi vida en el arte (My Life in Art, 1924), aparecido asimismo en Estados Unidos por vez primera y ampliado para la versión rusa de 1926, era una autobiografía en la que nos permite acompañarlo no solo en su devenir vital, sino especialmente en la evolución artística por la que va preguntándose acerca de su incapacidad para ser un buen actor y cómo lo va solucionando en función de pruebas y errores, hasta ir depurando las bases de su argumentación teórica y práctica.

La cuestión acerca del lugar que ocupa la técnica en el trabajo del actor no era nueva sino que arranca en la cultura occidental hace veinticinco siglos con Platón. En su diálogo Ion, este rapsoda que da título al diálogo pregunta a Sócrates por qué es un artista excepcional cuando recita y diserta sobre Homero pero no cuando se trata de otro poeta, a lo que Sócrates responde: «A todos es patente que tú no estás capacitado para hablar de Homero gracias a una técnica y ciencia», sino que está movido por «una fuerza divina». Según escribe Platón, «la Musa misma crea inspirados, y por medio de ellos empiezan a encadenarse otros en este entusiasmo. De ahí que todos los poetas épicos, los buenos, no es en virtud de una técnica por lo que dicen todos esos bellos poemas, sino porque están endiosados y posesos. Esto mismo le ocurre a los buenos líricos, e igual que los que caen en el delirio de los Coribantes no están en sus cabales al bailar, así también los poetas líricos hacen sus bellas composiciones no cuando están serenos, sino cuando penetran en las regiones de la armonía y el ritmo poseídos por Baco, y, lo mismo que las bacantes sacan de los ríos, en su arrobamiento, miel y leche, cosa que no les ocurre serenas, de la misma manera trabaja el ánimo de los poetas, según lo que ellos mismos dicen». Entre las ideas que se articulan en este texto inicial están la necesidad de estar entusiasmado para entusiasmar, así como la convicción de que conocemos las raíces del arte por lo que nos dicen los artistas.

Si Aristóteles discrepa de esto último, por cuanto desarrolla el primer estudio científico del arte al margen de las revelaciones de los creadores, no llega a plantear claramente un lugar de la técnica diferenciado del talento, aunque se intuye. Apenas habla de la interpretación en su Poética, pero sí hace referencia al conocimiento de la elocución que deben tener los actores, y cree que la exageración es una característica de los malos intérpretes. Con todo, a lo largo de su texto subyace la sospecha de que aún considere necesario emocionarse para emocionar: «Partiendo de la misma naturaleza, son muy persuasivos los que están dentro de las pasiones, y muy de veras agita el que está agitado y encoleriza el que está irritado. Por eso el arte de la poesía es de hombres de talento o de exaltados; pues los primeros se amoldan bien a las situaciones, y los segundos salen de sí fácilmente».

No está muy lejos Cicerón cuando se refiere a la emoción del intérprete que cada tarde se llenaba de ira y locura por la muerte del hijo de su personaje: «Parecía decirlo entre lágrimas y sollozos. Y si aquel actor, a pesar de actuar todos los días, sin embargo no podía representar la escena sin dolor, ¿por qué creéis que Pacuvio al escribirlo mantuvo un estado de ánimo apacible y tranquilo? (…) No puede darse ningún buen poeta sin que haya fuego interior y sin un cierto soplo de locura». Y no obstante reclama el exacto conocimiento de la expresión de las cosas como parte de la técnica: «Porque toda emoción tiene naturalmente su propio rostro, gesto y voz; y todas las partes del cuerpo humano y todas sus expresiones y todos sus tonos de voz, como las cuerdas de una lira, suenan tal y como las han pulsado las emociones del alma. Pues los tonos de voz, como las cuerdas de un instrumento, están dispuestos para responder a cualquier toque, grave o agudo, rápido o lento, fuerte o débil (…); y de estos tipos de voz, ninguno hay que no se pueda trabajar mediante el control de la técnica. Y estos son los colores que, como en el caso del pintor, están a disposición del actor para conseguir distintos matices».

Esa relación que parecen tener los clásicos entre emoción del poeta, del actor, del personaje y del espectador, sin llegar a precisar el vínculo exacto con la técnica, continúa con Horacio, en cuya Epístola a los Pisones se lee: «El rostro del hombre sonríe con los que ríen y llora con los que lloran. Si quieres, pues, hacerme llorar tú debes sollozar primero». Pero sí deja claro que de nada vale el genio si no es pulido por el esfuerzo, como es propio de la célebre dicotomía ars/ingenium: «Me han preguntado si la poesía laudable es obra de naturaleza o de arte. Yo no veo de qué serviría el estudio sin una rica vena ni el ingenio sin cultura. Ambas cosas se ayudan mutuamente y, amigas, conspiran juntas. El que aspira a llegar en la carrera a la ansiada meta, muchas fatigas soportó desde niño, soportó el calor y el frío, se abstuvo del sexo y del vino; el flautista que concursa en los Juegos Píticos, primero fue a la escuela y temió el rigor del maestro».

Ninguno de los grandes pensadores antiguos aborda en profundidad el arte del actor. Como mucho se lo vincula con las cuestiones de dicción y gesto de las enseñanzas de Retórica. Aun así, se pueden seguir rastreando apreciaciones que con el tiempo irán aquilatando la necesidad de pensar la interpretación como uno más de los oficios artísticos. Por ejemplo, cuando Luciano de Samosata explique los valores morales, intelectuales y físicos de un buen pantomimo: «Debe tener buena memoria, estar bien dotado por la naturaleza, ser inteligente, rápido de inventiva, capaz ante todo de obrar oportunamente, con aptitud crítica para distinguir los mejores poemas, cantos y melodías, así como para rechazar los que están mal compuestos (…). En una palabra, el pantomimo debe ser perfecto en todo, con un sentido completo del ritmo, bien parecido, proporcionado, coherente, irreprochable, incorruptible, íntegro, provisto de las más altas cualidades, agudo de ideas, con una formación profunda y sobre todo con sentimientos humanos».

El Renacimiento traerá mayores reflexiones sobre el arte y abundarán los acercamientos a los intérpretes. Es el caso del Pedro de Urdemalas de Cervantes: «Ha de hacer que aquel semblante / que él mostrare, todo oyente / le muestre, y será excelente / si hace aquesto, el recitante». En general se plantea la observación e imitación, haciendo hincapié en cómo el gesto y el movimiento acompañan la intención. Así lo expresa López Pinciano en su Philosophía Antigua Poética: «El actor esté desvelado en mirar los movimientos que con las partes del cuerpo hacen los hombres en sus conversaciones, dares y tomares, y passiones del alma; así seguirá a la naturaleza, a la cual sigue toda arte y ésta, más que ninguna, digo la poética, de la cual los actores son ejecutores». Pero no sería solo cosa de reproducir sino también de sentir, como señala Lope de Vega en Lo fingido verdadero: «Así el representante, si no siente / las pasiones de amor, es imposible / que pueda, gran señor, representarlas». En definitiva, es un tiempo en que se especula acerca del lugar de la técnica y el de la emoción, sin llegar a una conclusión satisfactoria: «Tú deja que te guíe la prudencia. Amolda el gesto a la palabra y la palabra al gesto, cuidando sobre todo de no exceder la naturalidad, pues lo que se exagera se opone al fin de la actuación, cuyo objeto ha sido y sigue siendo poner un espejo ante la vida: mostrar la faz de la virtud, el semblante del vicio y la forma y carácter de toda época y momento», según consejo de Hamlet a los actores.

Posiblemente sea Denis Diderot quien, en La paradoja del comediante, de manera más contundente cuestione el trabajo interpretativo basado en las emociones y reclame el desarrollo de una técnica de actuación: «Lo que me confirma en mi opinión es la desigualdad de los actores que interpretan con alma sus papeles. No espere de ellos la menor unidad. Su estilo es alternativamente fuerte y endeble, cálido y frío, chato y sublime. Fracasarán mañana en el pasaje en que hoy sobresalieron, o se distinguirán donde la víspera se deslucieron. Pero el comediante reflexivo, estudioso de la naturaleza humana, que imita de manera constante cualquier modelo ideal, por imaginación y por memoria, será siempre el mismo en todas las representaciones, y siempre perfecto. En su mente todo ha sido ordenado, calculado, combinado, aprendido; no hay en su declamación ni monotonía ni disonancias. El fuego de su expresión tiene su progresión, sus impulsos, sus remisiones, su comienzo, su medio, su extremo. En las mismas escenas, siempre los mismos acentos, las mismas actitudes, los mismos gestos; si hay diferencia de una a otra representación, será generalmente con ventaja de la última. No se dirá de él que «tiene sus días», será un espejo siempre dispuesto a reflejar los objetos y a mostrarlos con la misma precisión, la misma fuerza, la misma verdad». En el mismo siglo XVIII, Gotthold Ephraim Lessing llegará a afirmar en la Dramaturgia de Hamburgo que «tenemos actores, pero no tenemos un arte de la interpretación. Si en otras épocas existió, ahora no lo tenemos ya; se ha perdido; hay que recrearlo totalmente. Son bastantes las disquisiciones generales sobre el tema y en diversas lenguas; pero reglas especiales, reconocidas por todo el mundo, formuladas con claridad y precisión y de acuerdo con las cuales se pueda definir en cada caso individual lo que cada actor tiene de censurable o encomiable, podría citar apenas dos o tres».

Las escuelas de interpretación del siglo XVIII son la respuesta a la demanda expresada por artistas e intelectuales. Se extiende un impulso común bajo el espíritu ilustrado que, por ejemplo, llevará a Jovellanos a afirmar que «la declamación es un arte, y tiene como todas las artes imitativas sus principios y reglas tomados de la naturaleza, donde están repartidos todos los modelos de lo sublime, lo bello y lo gracioso. La teoría de esta arte no ha llegado todavía en nación alguna a la perfección de que es capaz. ¡Qué objeto más digno de las tareas de nuestra Academia Española!». Por eso Mariano José de Larra elogiará de manera tan entusiasta la creación de una Escuela de Declamación (la actual Real Escuela Superior de Arte Dramático) que, según él, contribuiría a mejorar el nivel de los artistas y, consecuentemente, de la sociedad: «Hasta ahora se ha creído que bastaba con tener memoria o apuntador para ser cómico, y aun cómicos hemos conocido que por no saber leer se hacían leer por otros sus papeles para aprenderlos. ¿Dígannos si gentes de esta especie son las que pueden verter en la escena las bellezas que no saben ni leer, ni apreciar, y tomar, nuevos Proteos, la forma de todos los caracteres y genios posibles, y enseñar los buenos modales y las buenas costumbres? Nadie necesita hacer estudios más prolijos de la historia del hombre y del corazón humano, si ha de ponerse la máscara de todas las pasiones, la apariencia de todas las épocas; nadie necesita tener mejor educación que un actor, si ha de ser en las tablas modelo de ella».

Con una marcada concepción convencional de la representación, Goethe redactaría a comienzos del siglo XIX unas encorsetadas Reglas para actores, continuadoras de las Cartas sobre la danza de Noverre, que concluyen recordando la diferencia entre la representación imitada y la realidad vulgar: «Los actores no deben actuar, en beneficio de una naturalidad mal entendida, como si en el teatro no hubiera espectadores».

El siglo XIX es la época en que se impondrá una concepción de la técnica como impostación encaminada a la representación, que no a la vivencia, lo que a su vez dará lugar a la reacción opuesta en manera de diferentes vanguardias. El rechazo de Stanislavski hacia este tipo de interpretación no es ajeno a que en 1885 decidiese abandonar la Escuela de Teatro de Moscú apenas dos semanas después de haber comenzado las clases. Inicia ahí un periodo de búsqueda que lo lleva a participar en 1888 de la fundación de la Sociedad de Artes y Letras, donde desarrolla un trabajo todavía no por completo profesional que evolucionaría con la creación del Teatro de Arte de Moscú en 1898 junto a Vladimir Nemirovich-Danchenko. Es aquí donde se produce su triunfo como director y también como actor, aunque justamente una crisis acerca de su labor interpretativa es la que lo llevará, a partir de 1906, a desarrollar el intento de sistematizar una metodología de formación del actor y encarnación del personaje mediante la experimentación de emociones.

Un actor se prepara no recoge todo el material elaborado por Stanislavski entre 1906 y 1936, sino una selección realizada por la traductora y editora, Elizabeth Reynolds Hapgood (1894-1974), cuyo esposo, el escritor y también editor Norman Hapgood (1868-1937) era desde 1914 uno de los principales valedores estadounidenses del Teatro de Arte de Moscú. Antes de fallecer en 1938, Stanislavski tendría aún tiempo de fijar una nueva versión de este libro, que aparecería en ruso tras su muerte y que se conoce en español como El trabajo del actor sobre sí mismo en el proceso creador de las vivencias. No obstante, la repercusión internacional correspondió a la versión de Hapgood, que sirvió de base para los acercamientos al sistema en el mundo anglosajón (no será hasta 2008 que Jean Benedetti publique su traducción al inglés del texto definitivo, mientras que en español se cuenta con las traducciones de Salomón Merener y Jorge Saura) y además sería retraducida a numerosos idiomas, con Jean Vilar prologando la primera edición francesa de 1958.

La traducción de Mi vida en el arte la había realizado Jacob John Robbins, estudiante de Alexander Levsky y Richard Boleslavsky, conforme Stanislavski iba escribiendo (dictando, mejor dicho) urgido por los editores americanos (el Teatro de Arte estaba a la sazón realizando una gira por Estados Unidos) y por una repentina necesidad económica. De ahí que ese primer libro no fuese completamente de su gusto y, de regreso a Rusia, continuase trabajando en él un par de años más hasta quedar a su satisfacción.

An Actor Prepares fue fruto de un acuerdo del autor con los Hapgood por el que Elizabeth Reynolds adquiría los derechos de edición y traducción en cualquier lengua. Los Hapgood se reservaban la opción de adaptar el texto al gusto americano, mientras que Stanislavski podía hacer lo propio con la edición rusa. El trabajo entre Stanislavski y los Hapgood se planteó en 1929 y se realizó en su mayor parte en 1930. La intención de Stanislavski era presentar un volumen donde se viese en su conjunto el trabajo de los actores para prepararse psicofísicamente y para encarnar los personajes. Sin embargo el resultado final separa estos dos aspectos tanto en la edición en inglés como en la rusa. Así, mientras que los Hapgood trabajaban en la edición de An Actor Prepares, el propio Stanislavski dejaba listo lo que sería El trabajo del actor sobre sí mismo en el proceso creador de las vivencias y trabajaba en los capítulos de lo que habría de llamarse El trabajo del actor sobre sí mismo en el proceso creador de la encarnación, que no es una continuación sino un complemento del anterior, dado que ambos trabajos pueden y aún deben simultanearse por parte del actor.

Reynolds y Stanislavski se vieron en 1937 para trabajar en este último volumen, tan solo un año después de la publicación en Estados Unidos de An Actor Prepares, pero a la muerte del maestro en 1938 no estaba listo todavía y solo se publicó la edición rusa del correspondiente a las vivencias. En 1948 aparecería una primera versión en ruso del libro de la encarnación y en 1949 lo publicaría Elizabeth Reynolds Hapgood en Estados Unidos como Building a Character (de ahí que la traducción al español de la versión inglesa se conozca como La construcción del personaje). Finalmente habría un cuarto libro (el tercero del sistema), donde están los acercamientos de Stanislavski al lugar del actor respecto del conjunto del hecho escénico; se publicó en Rusia en 1957, y en 1961 lo traduciría Reynolds Hapgood como Creating a Role; se trata del conocido en español como El trabajo del actor sobre su papel.

Aunque es obvio que el trabajo de Stanislavski fue conocido en Europa y América gracias a las giras del Teatro de Arte de Moscú, y posteriormente mediante las enseñanzas de sus antiguos alumnos desplazados a otros países, la popularización de su pensamiento durante más de medio siglo entre miles de teatreros desconocedores del ruso debe mucho a este trabajo de su editora, al margen de lo discutida que haya podido ser su labor. Invitado por Hapgood, John Gielgud publicó en enero de 1937 un artículo en la revista Theatre Arts que después ampliaría para ser utilizado como prólogo en muchas ediciones inglesas o americanas. «Seguramente todo actor joven desea, cuando es muy joven, que se le expliquen las cosas que Stanislavski explica en su libro –dirá Gielgud–. Y también será inmensamente valiosa para el director y para el actor más experimentado la habilidad de Stanislavski para distinguir entre un efecto barato sobre el público y el verdadero efecto del artista». Y añade: «No veo ninguna razón por la que el sistema de Stanislavski deba aplicarse sólo a Rusia. Todos los proyectos de entrenamiento se basan en la importancia que tiene el descubrimiento de jóvenes de verdadero talento, que no sean perezosos ni meros entusiastas del teatro, sino que estén dispuestos a pasar por un curso» en el que estudien «cómo aflojar los músculos, cómo controlar el cuerpo; cómo estudiar un papel, trabajar con imaginación, cómo actuar desde el corazón; cómo trabajar con otros actores con mutua comprensión y respeto para el papel del otro, cómo considerar al público a fin de que pueda uno dominar sus reacciones en ciertas coyunturas y dejar que lo dominen en otra; el estilo de la representación en la obra clásica y realista, el arte de la concentración».

Es curioso comparar su texto con el de Joshua Logan que prologa Building a Character. Logan habla de sus encuentros con Stanislavski en Moscú mientras estudiaba como becario en el Teatro de Arte, y cómo el director advirtió a los estudiantes extranjeros en contra de querer reproducir su método o la propia estructura del Teatro del Arte: «Ustedes están aquí para estudiar, para observar, no para copiar. Los artistas tienen que aprender a pensar y sentir por sí mismos y descubrir nuevas formas. No deben contentarse nunca con lo que haya hecho otro. Ustedes son americanos, tienen un sistema económico diferente. Tienen un horario diferente de trabajo. Comen una comida diferente y a sus oídos les complace una música distinta. Tienen un ritmo diferente en su lengua y en sus bailes. Y si quieren crear un gran teatro tienen que tener en cuenta todas esas cosas. Tienen que utilizarlas para crear su propio método, y puede ser tan verdadero y tan grande como cualquier otro método que se haya descubierto hasta ahora». Al despedirse meses después, Stanislavski le dio a Logan una foto suya en la que escribió: «Ama el arte en ti mismo, más que a ti mismo en el arte». Para quien con el tiempo sería un referente en la dirección de Broadway y también de Hollywood, el maestro «se había mostrado siempre inmerso en su arte; su trabajo era lo más importante de su vida y constantemente trabajaba, buscaba, escarbaba, cambiaba, siempre en busca de nuevas formas. Es este aspecto de Stanislavski el que más deberíamos estudiar, su mente, la forma en que funcionaba, su búsqueda, su forma de probar, analizar, ponerle trampas al subconsciente». Tal vez por eso, Jean Vilar, en su introducción a La formation de l’acteur, pese a reconocer que «este libro, este Gran Libro, es una reconsideración completa del actor», teme que pueda llegar a ser espeso para el lector poco informado que quizá «se pierda a lo largo de este laberinto sin fin del sistema. Pero eso es porque la odisea del actor es un camino incesante a través de sí mismo, mundo cerrado, enmascarado, oscuro, lleno de locuras y dudas, de aventuras mortales que quizá precedan, de vez en cuando, a la desaparición física».

Estos tres prologuistas, cada uno de ellos señero representante de su respectiva cultura teatral, nos presentan aspectos a considerar: Un actor se prepara es un libro que refuerza la importancia del trabajo previo del intérprete en los aspectos físicos pero sobre todo en los psíquicos y emocionales; no es en absoluto un manual donde encontrar respuestas a preguntas frecuentes sino una advertencia contra las soluciones fáciles y descontextualizadas; y no deja de ser una invitación a cuestionarnos como individuos, a reconocer nuestros deseos, sentimientos y pensamientos en lo que tengan de revelador pero también de contradictorio. Para Stanislavski, el sistema como tal no existe, o, más bien, no es sino la capacitación que nos da la naturaleza para ser creativos, y que coartamos cuando nos vemos obligados a crear ante otros: tendemos entonces a la falsedad, al exhibicionismo o a la convención. Hay que mostrarse, claro, porque el trabajo interpretativo no tiene sentido sin el espectador, pero procurando que reciba una impresión emocional y duradera antes que otra agitada y perecedera. Y por supuesto que hay quienes tienen un don especial, un talento que los conduce a grandes logros, pero Stanislavski avisa de que incluso esos se entrenan, y con mayor motivo deben hacerlo quienes, por tener menos genio, necesitan de mayor esfuerzo.

El mexicano Celestino Gorostiza, al prologar la traducción de Dagoberto de Cervantes que ahora se recupera (fechada en 1953 y anterior, por tanto, a la que prepararía un año después Ricardo Debenedetti en Buenos Aires), hacía referencia a cómo «quizá nadie ha analizado en el mundo con tanta minuciosidad como Stanislavski, con tan amorosa delectación, con tan certera y experimentada visión, así como con tanta autoridad intelectual, el proceso psíquico-físico de la creación artística del actor», pese a lo cual le resultaba difícil organizar en su país cursos completos de interpretación dado que «los alumnos no pondrían empeño en seguirlos, alentados como se encuentran por la idea todavía tan generalizada, de que el actor nace y no requiere más preparación que la de gastar un par de zapatos sobre los escenarios». Gorostiza nombra a algunos de los maestros que intentaban cambiar la situación de la enseñanza mexicana de los años cincuenta; entre ellos cita al japonés Seki Sano, capaz de trabajar directamente con Stanislavski y Meyerhold y de ser maestro de interpretación de Sarita Montiel; también al español Cipriano Rivas Cherif, a los miembros del grupo de los Contemporáneos Xavier Villaurrutia y Salvador Novo (compañeros, por tanto, de José Gorostiza, hermano de Celestino), y a los actores e investigadores Clementina Otero, Fernando Wagner y André Moreau. Y, por supuesto, a Cervantes.

Dagoberto de Cervantes (1914-1967), traductor de este volumen, es una personalidad muy apreciable. Así lo describe Adrián Gundislav: «Físicamente era un hombre delgado, bajo de estatura, de piel seca, áspera; una incipiente calva y un pequeño bigote de manillar a lo Dalí. Sin embargo, su porte, voz y elegancia lo transformaban cuando actuaba sobre el escenario. Abiertamente homosexual, siempre fue un devoto católico, monógamo y respetuoso con todos aquellos que lo tratasen». Profesional de la escena desde los veinte años, Cervantes dirigió títulos célebres en su época como Un espíritu travieso, de Noël Coward (Blithe Spirit, que en España es Un espíritu burlón); El hombre, la bestia y la virtud, de Pirandello; El cielo prometido, de Jorge Villaseñor, y La dama no es para la hoguera, de Christopher Fry; y fue asimismo responsable de adaptar Juana de Lorena, de Maxwell Anderson, y Cristal en tu recuerdo, que es como se tituló en México la obra de Tennessee Williams habitualmente conocida como El zoo de cristal. Esa dedicación a la literatura dramática tuvo su reflejo en obras propias, como Orestes, el hombre (versión modernizada del mito de Orestes y Clitemnestra), Lorenzo. Corrido del vengador, Adiós, mamá Carlota (donde la emperatriz se obsesiona hasta la locura por dar un hijo a Maximiliano) o Chopiniana, por la que obtuvo el Premio Nacional de Teatro del diario Novedades en 1949.

Formó parte del grupo de actores de doblaje de la Metro Goldwyn Mayer en Nueva York y más tarde se encargó de doblar en español a célebres personajes disneyanos como el Gran Duque de La cenicienta, el Sombrerero Loco de Alicia en el País de las Maravillas o el Capitán Garfio de Peter Pan. También dirigió el doblaje de series exitosas: La familia Monster, Las aventuras de Rin-Tin-Tin… Pero, además, desde 1954 fue el encargado de doblar al mismísimo Walt Disney en la serie de televisión Disneylandia. El maravilloso mundo de Disney, a veces llamada El mágico mundo de color. Suya era la voz con la que Disney nos acompañaba desde su biblioteca hasta las fabulosas aventuras de sus parques de atracciones o sus cortometrajes, y suyo es el «doblaje» de Stanislavski que viene a continuación.

Pedro Víllora


[1]. Constantin o Konstantín, ambas son aceptadas. En cuanto a su apellido, en Estados Unidos y demás países de habla inglesa lo han adaptado a su grafía al escribirlo con i griega mientras que en España se tiende a transcribir con i latina.

CAPÍTULO I. La Prueba Inicial

1

Estábamos hoy emocionados esperando nuestra primera lección con el director Tortsov. Pero entró a nuestra clase solo para hacernos el inesperado anuncio de que, para conocernos mejor, quería que le diésemos una demostración en la cual interpretaríamos para él fragmentos de obras escogidas por nosotros mismos. Se propone vernos en las tablas, teniendo el decorado al fondo, maquillados, en carácter, tras las candilejas, y con todos los trastos de la escena. Solo entonces –dijo– le sería posible juzgar de nuestras aptitudes dramáticas.

Al principio, pocos estuvieron de acuerdo con la prueba propuesta. Entre estos estaba un chico rechoncho, Grisha Govorkov, quien ya había actuado en pequeños grupos; una rubia alta y bonita, Sonya Veliaminova, y un mozo vivaz y ruidoso llamado Vanya Vystsov.

Gradualmente, todos nos hicimos a la idea del intento; las brillantes candilejas se hicieron más tentadoras, y pronto nos pareció la función propuesta útil, interesante, y hasta necesaria. En la elección, yo y dos amigos míos, Paul Shustov y Leo Pushchin, nos mostrábamos modestos pensando en el vodevil o en la comedia ligera. Pero a nuestro alrededor sonaban grandes nombres: Gogol, Ostrovski, Chejov, y, sin proponérnoslo, llevamos adelante nuestra ambición llegando a pensar en algo romántico, en carácter, y escrito en verso.

Me tentaba la figura de Mozart; a Leo, la de Salieri, en tanto que Paul pensaba en Don Carlos[1]. Comenzamos luego a discutir a Shakespeare, y yo escogí a Otelo. Paul, entonces, estuvo de acuerdo en hacer Yago, y todo quedó decidido. Cuando dejamos el teatro, se nos dijo que el primer ensayo estaba fijado para el día siguiente.

Llegué a casa, tomé mi ejemplar de Otelo, y acomodándome en el sofá abrí el libro y empecé a leer. Escasamente había leído dos páginas cuando me asaltó el deseo de actuar: a pesar de mí mismo, mis manos, brazos, piernas, la cara, los músculos, y algo dentro de mí, me llevaba a moverme. Comencé a recitar el texto. De repente, descubrí una plegadera de marfil, y la ajusté al cinturón como una daga. Mi afelpada toalla de baño hacía un buen turbante. De mis sábanas y ropa de cama improvisé una especie de camisa y una túnica, y mi sombrilla hacía las veces de una cimitarra. Pero no tenía escudo. Entonces recordé que en el comedor, contiguo a mi cuarto, había una gran bandeja. Ya con un escudo en la mano, me sentí todo un guerrero. No obstante, mi aspecto general era todavía de persona civilizada, moderna, en tanto que Otelo, siendo africano de origen, debía tener en él algo que indicara la vida primitiva, algo como de fiera, un tigre quizás. Y a fin de recordar, de sugerir el modo de conducirse de un animal, comencé toda una serie de ejercicios.

En muchos momentos me sentí verdaderamente satisfecho. Casi cinco horas había trabajado sin que me diera cuenta de cómo había pasado el tiempo. Para mí, esto hacía evidente que mi inspiración era real.

2

Me levanté más tarde que de costumbre. Me vestí deprisa, y me lancé a la calle camino al teatro. Apenas hube llegado al salón de ensayos, donde todos esperaban por mí, me sentí tan confundido que en lugar de disculparme debidamente dije, como sin dar importancia al asunto:

—Parece que me retrasé un poco.

Rakhmanov, el asistente del director, me miró un rato con elocuente reproche, y finalmente dijo:

—Hemos estado sentados esperándole, disgustados, con los nervios de punta, y a usted solo le “parece” que se retrasó “un poco”. Todos llegamos aquí llenos de entusiasmo para hacer el trabajo que nos esperaba. Ahora, gracias a usted, nuestro humor y buena disposición se han disipado. Despertar el deseo de crear es difícil, matarlo es extremadamente fácil. Si yo interfiero mi propio trabajo, es cosa mía. Pero ¿qué derecho tengo a detener el de todo un grupo? El actor, no menos que el soldado, debe sujetarse a una disciplina férrea.

Por esta primera falta, Rakhmanov se limitaba a reprenderme sin reportar nada –dijo– al récord que, por escrito, se llevaba de los estudiantes; pero –añadió– yo debía disculparme de inmediato con todos, y hacerme el propósito, en lo futuro, de llegar a los ensayos un cuarto de hora antes de que empezaran. Aun después de haberme disculpado, Rakhmanov se resistió a continuar el frustrado ensayo porque, dijo, ese primer ensayo es siempre un suceso en la vida de un artista, y debe guardarse de él la mejor impresión posible.

El ensayo de hoy se echó a perder por mi descuido. Esperemos que el de mañana sea algo digno de recordarse.

* * *

Esta noche me había propuesto acostarme temprano, porque temía trabajar mi papel. Pero mis miradas recayeron en un pastel de chocolate, y... lo mezclé con un poco de mantequilla, obteniendo una pasta de color café. Era fácil de untarse en la cara: eso me convertiría en un moro. Sentado frente al espejo admiré, largamente, el brillo de mis dientes, ensayando cómo mostrarlos, y también cómo poner los ojos en blanco. Para completar mi caracterización me arreglé el traje y tan pronto como me lo puse me asaltaron los deseos de actuar. Mas no logré sino repetir lo hecho ayer, pareciéndome que, ahora, había perdido ya su bondad. No obstante, creí haber ganado algo en cuanto a mi idea de cuál debía ser la apariencia de Otelo.

3

Hoy fue nuestro primer ensayo. Llegué con mucha anticipación. El asistente del director sugirió que nosotros mismos planeásemos nuestras escenas y arregláramos la utilería. Afortunadamente, Paul estuvo de acuerdo en todo lo que yo propuse, ya que solo le interesaban los rasgos psicológicos de Yago. Para mí los rasgos exteriores tenían la mayor importancia: deberían recordarme el ambiente de mi propio cuarto. Sin ello no podría volver a nacer la inspiración en mí. Y aunque luché no importa cuánto, por hacerme a la creencia de que estaba en mi cuarto, todos mis esfuerzos fueron inútiles. Solamente estorbaban mi actuación.

Paul sabía ya completamente su papel de memoria, pero yo tenía que seguir las líneas de mi texto, aunque fuese solo aproximadamente. Para mi sorpresa, las palabras no me ayudaban; de hecho, me confundían. Así que hubiera preferido prescindir del texto por completo, o tendría que detenerme a la mitad. No solo las palabras, sino también los pensamientos del poeta me parecían ahora extraños. Hasta los lineamientos de la acción contribuían a quitarme aquella libertad que había sentido cuando ensayaba en mi cuarto.

Peor aún: no reconocía mi propia voz. Además, ni el plan ni la manera de realizarlo, previamente establecidos durante mi labor en casa, armonizaban con la actuación de Paul. Por ejemplo, ¿cómo podría tener ocasión, en una escena relativamente tranquila entre Otelo y Yago, de hacer visible el brillo de mis dientes, el movimiento de los ojos que pensaba introducir en mi parte? Ni aun podía deshacerme de mis ideas fijas de cómo interpretar, según había concebido, la naturaleza de un salvaje, ni del ambiente que para ello había preparado. Quizás la razón de esto era que no encontraba con qué reemplazar aquello. Había leído el texto del rol en cuanto a sí mismo, y había animado al personaje en sí mismo, sin haber relacionado uno con otro. Así, las palabras interferían la actuación, y esta a las palabras.

* * *

Cuando trabajé hoy en casa, persistí en volver sobre mis pasos, sin encontrar nada nuevo. ¿Por qué sigo repitiendo métodos y escenas? ¿Por qué es mi actuación la misma de ayer, como igual será la de mañana? ¿Se me ha acabado la imaginación, o no tengo en ella reservas de qué echar mano? ¿Por qué mi labor al principio se deslizaba tan fácil y ligeramente, y luego tenía que detenerme en algún punto? Mientras pensaba en todo esto, algunas personas se reunieron en el cuarto vecino a tomar el té, y, a fin de no distraer mi atención, me instalé en un sitio diferente de mi habitación, procurando decir mis líneas tan suavemente como fuera posible, a modo de no ser oído.

Para sorpresa mía, solo estos pequeños cambios transformaron la disposición de mi ánimo. Había descubierto un secreto: no permanecer mucho en un punto repitiendo siempre lo demasiado familiar.

4

En el ensayo de hoy, precisamente al principio, empecé a improvisar. En lugar de caminar, me senté en una silla, y actué sin mímica, ni movimientos, ni visajes, ni ojos en blanco. ¿Qué sucedió? De inmediato me confundí, olvidando el texto y las entonaciones que acostumbraba darle. Me detuve. No había nada que hacer, sino volver a mi antiguo método, al viejo procedimiento. Como no controlaba mis métodos, era controlado por ellos.

5

El ensayo de hoy no tuvo novedad alguna. Sin embargo, cada vez me acostumbro más al lugar donde trabajamos, y a la obra. Al principio, mi método de encarnar al Moro no concordaba en absoluto con el Yago de Paul. Hoy pareció que ya lograba yo una mejor adaptación entre su trabajo y el mío, en las escenas que tenemos juntos. De cualquier modo, siento que las discrepancias son menos definitivas.

6

Hoy nuestro ensayo se hizo en el escenario mismo. Yo contaba con el efecto de su atmósfera, ¿y qué sucedió? En lugar del brillo de las candilejas y el alboroto de los laterales llenos de toda clase de accesorios de utilería y escenografía, me encontré en un lugar apenas iluminado y desierto. El gran escenario permanecía totalmente abierto y desnudo. Solamente cerca de las candilejas había unas cuantas sillas de madera, puestas allí para figurar nuestro improvisado set. A la derecha había una vara de luces. Apenas había pisado yo las tablas cuando apareció frente a mí la inmensa apertura del arco del proscenio; más allá, quedaba una extensión infinita y oscura, neblinosa. Fue esta mi primera impresión de la escena desde un foro.

—¡Comience! –exclamó alguien.

Se suponía que yo estaba en la habitación de Otelo, figurada por las sillas, y que debía tomar mi sitio. Me senté en una de aquellas, pero no era la indicada. No pude siquiera reconocer el plan de nuestro set. Pasó el tiempo y yo no podía adaptarme, ni tampoco concentrar mi atención en lo que sucedía a mi alrededor. Me pareció difícil hasta mirar a Paul, que estaba de pie a mi derecha, junto a mí. Mi mirada pasó de él a la sala, y luego atrás, al foro, hasta los camerinos y el espacio donde la gente cruzaba, llevando cosas, discutiendo, dando golpes.

Lo sorprendente era que continuaba yo hablando y actuando mecánicamente. Si no hubiera sido por mi larga práctica en casa, que había acumulado en mí ciertos hábitos, me hubiera detenido a las primeras líneas.

7

Hoy tuvimos el segundo ensayo en el escenario. Llegué temprano, decidido a prepararme debidamente en el mismo foro, que hoy apareció por completo diferente a como estaba ayer. La actividad allí era intensa, al disponerse el escenario y la utilería. Hubiera sido inútil, entre todo aquel caos, tratar de encontrar la tranquilidad a que estaba acostumbrado en casa, para estudiar mi papel. Así, lo primero de todo era la necesidad de adaptarme al nuevo ambiente. Salí hasta el frente del escenario, y clavé la mirada en el espantoso vacío más allá de las candilejas, tratando de acostumbrarme a él, de librarme de su atracción, pero mientras más me esforzaba en no tomarlo en cuenta, más pensaba en él. Precisamente entonces, un trabajador que pasaba a mi lado dejó caer un paquete de clavos. En seguida me puse a ayudarle a recogerlos. Al hacerlo, tuve la grata sensación de sentirme en el escenario completamente como en mi casa. Pero pronto recogimos todos los clavos, y otra vez me sentí oprimido por lo grande del lugar.

Me apresuré a bajar a la luneta. Comenzaron los ensayos de otras escenas, pero yo no veía nada. El tiempo que esperé mi turno, estuve completamente intranquilo, agitado. Sin embargo, esta espera tenía un lado bueno: le lleva a uno a un estado tal en que todo lo que se puede hacer es anhelar que llegue su turno, pasar de una vez por aquello a lo que se teme.

Cuando nuestro turno llegó, subí al escenario, donde se había improvisado un set con partes de otras diferentes producciones. Algunas cosas estaban mal colocadas y el moblaje era de diferentes clases. Aun así, la apariencia general, ahora que el escenario estaba iluminado, era grata, y me sentí como en mi casa en esta habitación preparada para Otelo. Con un esfuerzo de imaginación podía reconocer en ella cierta semejanza con mi propia habitación. Pero al momento en que el telón se levantó, y el público apareció ante mí, me sentí de nuevo dominado por su poder. Al mismo tiempo, nuevas, inesperadas sensaciones surgieron dentro de mí. El set cerca al actor, y limita el área del foro: arriba, grandes espacios oscuros, a derecha e izquierda, los laterales que delimitan el lugar. Este semiaislamiento es grato, pero tiene la desventaja de proyectar la atención hacia la sala y el público. Otra sensación nueva para mí fue que mis temores me llevaban a sentir una obligación: la de interesar al público. Este sentimiento de obligación me impedía entregarme a lo que estaba haciendo. Comencé a sentirme urgido tanto en la acción como en la recitación. Mis puntos favoritos pasaban rápidos, como postes de telégrafo vistos desde un tren. La más ligera vacilación, y una catástrofe hubiera sido inevitable.

8

Como tenía que arreglar mi maquillaje y mi vestuario para el ensayo general, llegué al teatro más temprano que de costumbre. Me habían dado un buen camerino y una suntuosa bata, realmente una reliquia de museo: la del Príncipe de Marruecos en El mercader de Venecia. Me senté ante el tocador: sobre él había pelucas, postizos, tarros de crema, de goma, de grasa y colores, polvos, cepillos. Comencé por aplicarme con uno de estos un poco de color café oscuro, pero se endurecía tan pronto que apenas dejaba traza. Entonces traté de aplicarlo con agua: igual resultado. Puse el color en los dedos, y así lo apliqué a la cara, pero ninguno quedaba bien, excepto el azul claro, el único, me parecía, que no podía usarse para el maquillaje de Otelo. Apliqué un poco de barniz, entonces, en la cara, para fijar un postizo; el barniz me picaba en la piel y el cabello del postizo no se adhería. Probé una peluca después de otra; pero todas, a una cara sin maquillaje, le iban mal: eran demasiado evidentes. Quise limpiar el ligero maquillaje que me quedaba en la cara, pero no tenía idea de cómo hacerlo.

Por entonces llegó al camerino un hombre alto y delgado, con anteojos y un gran guardapolvo blanco. Se adelantó y empezó a trabajar en mi cara. Primero limpió con vaselina todo lo que yo me había puesto, y comenzó a aplicar colores frescos. Cuando vio que los colores estaban duros, humedeció una brocha en aceite, que me puso también en la cara, quedando así una superficie en la que, con la brocha, los colores se corrían suavemente. Luego cubrió por completo la cara con una sombra de hollín, dando a la piel la apariencia propia de la de un moro. Yo hubiera preferido no perder la sombra, más oscura, que daba el chocolate, porque hacía resaltar el brillo de los dientes y los ojos.

Cuando mi caracterización quedó terminada, me miré al espejo, quedando maravillado del arte del maquillista, así como de mi apariencia total: los ángulos de los brazos y el cuerpo desaparecían bajo las flotantes telas, los ademanes que yo había ensayado iban bien con el vestuario. Paul y otros estudiantes vinieron a mi camerino; me felicitaron por la impresión que les produjo mi arreglo. Su generoso elogio me devolvió la antigua confianza.

Pero cuando salí al escenario, me confundí con los cambios hechos en la disposición de los muebles: un sillón de brazos me pareció inútilmente movido de junto a una pared hasta casi en medio de la escena, y la mesa quedaba demasiado al frente. Me sentía como si se me pusiera en exhibición, y precisamente en el lugar más notable. Dominándome, caminaba de arriba abajo por el escenario, sin soltar mi daga de entre los pliegues de la túnica. Pero nada me libraba de una continua movilidad, de la entrega automática de mis líneas. A pesar de todo, me parecía que debía llegar hasta el final de la escena, y no obstante, cuando llegué al momento culminante, el pensamiento relampagueó en mi mente: «Ahora, aquí me atasco...» Me dominó el pánico, y, en efecto, me callé. No sé todavía qué fue lo que me hizo volver automáticamente a seguir; pero una vez más me salvó. Solo tenía un pensamiento: terminar lo más pronto posible, quitarme el maquillaje y salir del teatro.

Y aquí estoy, en casa, solo, y sintiéndome el más infeliz de los hombres. Afortunadamente, Leo vino a darse una vuelta. Me había visto en la sala, y quería saber lo que pensaba de su actuación, pero nada pude decirle, porque no obstante que le había observado cuando hizo su escena, de nada me di cuenta, pues entonces estaba esperando mi turno y solo eso me preocupaba.

Habló con familiaridad de Otelo, de la obra y el personaje. Estuvo especialmente interesante su explicación de la pena, el choque, el asombro del Moro ante la idea de que tanta maldad pudiera existir bajo la adorable forma de Desdémona.

Cuando Leo se fue, traté de repasar algunas partes del papel, de acuerdo con su interpretación, y casi lloré, lo confieso: tanto compadecí a Otelo.

9

La función de prueba es hoy. Creí saber de antemano lo que iba a suceder. Me sentía lleno de una absoluta indiferencia hasta que llegué a mi camerino. Pero una vez dentro, mi corazón empezó a golpear en el pecho, y me sentí casi con náuseas.

En el escenario lo primero que me confundió fue la extraordinaria solemnidad, la calma y el orden reinantes. Cuando pasé de la oscuridad de entre cajas a la completa iluminación de las candilejas, de las diablas y los reflectores, me sentí cegado. El brillo era tan intenso, que parecía formar una cortina de luz entre la sala y yo. Me sentí protegido respecto al público; por un momento respiré a mis anchas. Pero bien pronto mis ojos se acostumbraron a la luz y pude ver en la oscuridad, penetrarla. Y el miedo y la atracción hacia el público me parecieron más fuertes que nunca. Yo estaba dispuesto a entregarme, a volcar y dar de mí mismo cuanto tenía; sin embargo, dentro de mí me sentía vacío como nunca. El esfuerzo que hice para extraer de mí una mayor emoción que la que sentía, la impotencia para lograr lo imposible, me llenaron de tal miedo que mis manos y mi cabeza se inmovilizaron, se volvieron de piedra. Todas mis energías se gastaban en infructuosos y forzados empeños. Mi garganta se estrechaba, mi voz me sonaba siempre aguda. Mis manos y pies, la mímica y el hablar, todo se volvió forzado, violento. Me sentía avergonzado de cada palabra, de cada ademán. Abochornado, hube de asir fuertemente con mis manos los brazos del sillón y me recargué contra el respaldo. Fracasaba, y en mi desamparo, de pronto, me poseyó el furor. Durante unos minutos estuve fuera de mí. Lancé la famosa línea: «¡Sangre, Yago, sangre!». Sentí en estas palabras todo el dolor, la hiriente decepción del alma de un hombre confiado. La interpretación que Leo dio a Otelo, de pronto me vino a la memoria y despertó mi emoción. Además, casi me pareció que por un momento ponía en tensión a los espectadores, y que a través de la sala corría un rumor.

Al instante de percibir tal aprobación, una extraña energía bulló en mí. No puedo recordar cómo terminé la escena, porque las candilejas y el negro espacio desaparecieron de mi conciencia, y me sentí libre de todo temor. Recuerdo que Paul se sorprendió primero del cambio operado en mí, luego se sintió contagiado, y se entregó a su actuación. El telón descendió; afuera, en la sala, se escuchó el aplauso, y yo me sentí pleno de confianza en mí mismo.

Con aires de estrella y afectada indiferencia, bajé hacia el público durante el intermedio, escogiendo un asiento en la luneta desde donde podía ser visto fácilmente por el director y su asistente, con la esperanza de que me llamarían y harían un comentario favorable. Las candilejas se encendieron, el telón se levantó, y al instante una de las estudiantes, María Maloletkova, bajó en un vuelo algunos escalones. Cayó al suelo acongojada y gritando: «¡Oh, socorredme!», de modo tal que me hizo estremecer. Después se levantó y recitó algunas líneas, pero tan rápidamente que era imposible comprenderlas. Luego, en medio de una palabra, como si hubiera olvidado su parte, se detuvo, se cubrió la cara con las manos, y repentinamente hizo mutis. Al poco, volvió a bajar el telón, pero en mis oídos aún repercutía aquel grito. Una entrada, una palabra, y el sentimiento se desbordaba. El director, me pareció a mí, estaba electrizado. Pero ¿no había hecho yo lo mismo con aquella única frase: «¡Sangre, Yago, sangre!», cuando dominé a todo el público?


[1]. Personaje de El convidado de piedra, de Pushkin, que se dice también hacía Stanislavski.