colofon

El cuerno del elefante. Un viaje a Sudán, asomó en busca de sus nuevos lectores casi quince años después de la primera vez. Conserva intacta esa dorada luz del Sáhara que tanto amó Theodore Monod, quién nos abandonó el mismo año en el que el autor de este relato contemplaba la dura proeza de la vida en estos parajes saharianos. Es el desierto el que anuda, por azar, dos vidas, la una en su viaje de ida; la otra en su viaje de vuelta.

Título original: El cuerno del elefante. Un viaje por Sudán al corazón del islam africano

Título de esta edición: El cuerno del elefante. Un viaje a Sudán

Autor: Paco Nadal

Primera edición en LA LÍNEA DEL HORIZONTE Ediciones: marzo de 2014

© de esta edición: LA LÍNEA DEL HORIZONTE Ediciones

Colección: Fuera de sí. Contemporáneos

www.lalineadelhorizonte.com / info@lalineadelhorizonte.com

Tel: +00 34 912940024

© del texto: Paco Nadal

© de la maquetación en papel y el diseño gráfico: Víctor Montalbán / Montalbán Estudio Gráfico

© de la maquetación y producción digital: Valentín Pérez Venzalá

© de las imágenes: Paco Nadal

Fotografía de cubierta: Dos hombres transportando una plancha. © Paco Nadal

ISBN EPub: 978-84-15958-17-8

Ref: CO2E

IBIC: WTL;1HBS

Todos los derechos reservados.
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

EL CUERNO DEL ELEFANTE

UN VIAJE A SUDÁN

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PACO NADAL

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COLECCIÓN

FUERA DE SÍ. CONTEMPORÁNEOS

nº2

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Sobre el autor

Sobre el libro

Prólogo: Un sobre con el borde rojo y azul

1. Viajeros con fecha de caducidad

2. ¿Qué haces en el cairo?

3. Jartum

4. El regreso de El Chino

5. El timbre del Acropole

6. Un billete con Inshallah Airways

7. En el corazón de Nubia

8. La guerra más antigua de África

9. Kush, el reino de los faraones negros

10. Dios a través de una ventana

11. Por fin, en el camino

12. Karima

13. Atrapado en el tiempo

14. Era una noche densa, inquietante

15. Meroe

16. Ya solo quiero dormir

Epílogo desde el cairo

Imágenes del álbum personal de paco nadal

Sobre la colección

Para ti, Carmen,
por tantas esperas

PRÓLOGO
Un sobre con el borde
rojo y azul

Abrir el buzón es una de las actividades más odiosas que conozco. La carga de misterio de un acto cotidiano tan ingenuo como recoger el correo sucumbió hace mucho tiempo bajo toneladas de folletos publicitarios, facturas y cartas de los bancos. Nada hay ya más previsible que el contenido de un buzón. A veces pienso que si los bancos no cursaran un sobre con su correspondiente cuartilla por cada apunte de cada una de los millones de cuentas abiertas, o si las pizzerías, los gimnasios y los fontaneros abandonaran la publicidad directa, esas rendijas alargadas como bocas de peces agonizantes que decoran las porterías de las fincas terminarían por exhibirse en los museos de antropología: “Buzones, siglo XVII a XX, cajoneras utilizadas en la antigüedad para recibir la correspondencia”.

Por eso me extrañó aquella mañana ver el pequeño sobre manuscrito en tinta azul, perdido entre un mar de ofertas publicitarias. Una carta con la dirección escrita a mano es un aldabonazo contra el tedio, una puerta abierta a la curiosidad. Aquella llevaba además ese encantador y trasnochado borde azul y rojo utilizado para los envíos aéreos; una leyenda en la margen superior izquierda lo recalcaba: “By airplane”. Detrás, un remite breve: Mamia Kiki. El matasellos estaba fechado hacía más de un mes. Dentro, las noticias estaban escritas con la tinta negra de la tragedia, algo que yo, en ese momento, todavía desconocía.

No tuve paciencia para llegar a casa y fui abriéndola en el ascensor. Era la caligrafía correcta e infantil de Mamia. Un inglés básico pero legible sobre una cuartilla rayada a dos caras. Tras las salutaciones de rigor y los deseos de salud, la narración se tornaba dramática: “La cosa está cada vez peor; están matando a mucha gente. Tengo que salir de aquí”. Me pedía ciento cincuenta dólares para sobornar a alguien importante y un par de zapatillas deportivas.

Esa misma tarde compré unas Adidas del número que especificaba Mamia y al día siguiente solicité los dólares en un banco. Hice un paquete lo más opaco posible, donde no se notara la forma de los zapatos y menos aún pudiera intuirse la presencia de dinero, y lo remití, como las misivas anteriores, a la única dirección de contacto que él tenía con el mundo exterior: un amigo árabe empleado en el aeropuerto de Dongola.

Nunca supe si el envío llegó a su destinatario. Es más, nunca volví a tener noticias de Mamia Kiki. Le escribí de nuevo un mes más tarde. Tampoco hubo respuesta.

De vez en cuando, los diarios se acordaban de aquella remota región de África y le dedicaban algunas líneas perdidas en las páginas de Internacional. “Sudán, la guerra más olvidada. Cuarenta años de conflicto civil se han cobrado ya un millón de muertos.” Un oscuro presagio me decía que Mamia era uno de ellos.

VIAJEROS CON FECHA
DE CADUCIDAD

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Escucha un fragmento de este capítulo en la voz de Paco Nadal.

“Todos necesitan del acicate de una búsqueda para vivir, para el viajero ese acicate reside en cualquier sueño”, decía Bruce Chatwin.

¿Por qué viajamos? La idea del sueño, del paraíso imaginado que mantenía Chatwin, es acaso una de las razones más extendidas. Viajamos para descubrir otros mundos, para conocer otras culturas, para saborear distintas formas de vida. Viajar nos hace más tolerantes, dice un proverbio. ¿Seguro? Permítanme que abra en este punto el mayor de los interrogantes.

Los viajeros medievales e incluso los decimonónicos sí se lanzaban al camino en pos de una quimera, hacia territorios desconocidos para ellos, aunque ya estuvieran explorados por otros. Para Marco Polo, Amundsen, Vasco de Gama o Stanley el viaje se convertía en un acto de fe, en tanto que la información sobre su destino era nula. Partían sin billete de vuelta a una aventura vital en la que cada paso ganado era un milagro y, cada día que seguían con vida, un regalo de la Providencia.

A ellos, el viaje sí les hacía más tolerantes. Domingo Badía cambió su nombre por el de Alí Bey, aprendió a hablar en árabe y asimiló su cultura. El francés Pierre Ivanoff vivió varios años con los lacandones y los mayas de las selvas de Guatemala sólo para conocer mejor su cultura y poder desentrañar los misterios que la rodeaban. Los viajeros y viajeras del XIX —Flaubert, Chateubriand, Burton, lady Anne Blunt, Rivadeneyra, Gordon Laing o el mismísimo Cristóbal Benítez— aprendían otras lenguas, convivían con los nativos durante largos periodos, se desplazaban en medios locales, sin prisas, degustando la realidad local, pese a las penurias, incomodidades, hambrunas, traiciones de sus guías y asaltos de bandidos que salpicaban sus andanzas.

Ahora, nos guste o no, todos somos turistas, viajeros con fecha de caducidad. Partimos con la vuelta cerrada y cercana —una semana, quince días, un mes—, siempre con la vista puesta en el regreso. Si se viaja más que nunca, ¿por qué somos cada vez más intolerantes? Quizá la respuesta la dejó escrita Joaquín Luna: “El turista es un hijo del siglo XX que sólo viaja para confirmar sus prejuicios”.

Descartada por obvia la existencia de lugares inexplorados, aceptado que todos los paisajes, ya sean selvas tropicales o ardientes desiertos, nos son familiares y casi vecinos por el bombardeo de imágenes que recibimos, la conclusión lógica es que nadie viaja ya para descubrir. No queda nada por conocer. Viajamos para huir. Huimos —una semana, quince días, un mes los más atrevidos— de la vulgaridad, de los horarios, de la oficina, de la rutina, de nosotros mismos; huimos a parajes que la mayoría de las veces nos decepcionan, porque hay mosquitos, porque los niños tiene mocos y van sucios, porque en los folletos de la agencia y en los documentales de La 2 lucían mucho más sugerentes. Viajamos para olvidar nuestra vulgar existencia, pero con el billete de vuelta a ella cerrado y bien guardado en la cartera.

Confieso que aquella primavera yo también decidí viajar para huir. La crisis de los treinta no existe, como todo el mundo sabe, pero a mí me había golpeado con la fuerza de un ariete lanzado contra una puerta sólida, en teoría. El problema fue que alguien olvidó cerrarla por dentro. Un fracaso sentimental y un hastío en el trabajo eran razones suficientes para dejarlo todo y largarse, disculpas socialmente aceptadas para dar una espantada sin armar demasiado estruendo en la cacharrería familiar.

Decidí, además, viajar solo. Me excitaba la posibilidad de experimentar la soledad en un terreno hostil. Viajar en grupo es como ir al teatro con gafas de sol: no te enteras de nada. Hacerlo en pareja se convierte en un círculo acorazado insensible a cualquier vibración exterior. Moverse por el mundo sin compañía es la mejor manera de transformarse en una esponja, obligada a absorber todas las sensaciones externas, a menos que uno quiera permanecer un par de meses en perpetuo silencio, como un ermitaño.

Compré un mapamundi de la editorial alemana Hallwag, lo desplegué en la mesa de mi despacho, rescaté un viejo libro de mis estanterías, Cómo ir por el mundo, en el que se detallaban las formalidades de entrada y las vías de acceso a cada uno de los países del globo, y me lancé a la búsqueda del escenario más raro posible para interpretar mi soliloquio. Los requisitos eran dos: un país conflictivo del que pudiera conseguir el visado en un tiempo razonable (los deseos de autodestrucción se apagan y hay que actuar con rapidez) y en el que no encontrara a ningún turista, grupo organizado o pareja de novios en luna de miel. Ambas coordenadas se aliaron para confluir en una remota esquina del continente africano: Sudán. Reconozco que es poco romántico y, menos aún, literario, pero de esta manera tan visceral y antiacadémica empezó a gestarse este relato. Además, el Ramadán, el mes de ayuno obligatorio para los musulmanes, coincidía aquel año con las fechas de mi viaje. La posibilidad de conocer en primera persona cómo se vivía esa festividad en un país integrista, dominado por los imanes, añadía un plus de emoción al destino.

Sudán, el país más grande de África y uno de los más pobres, es el perfecto ejemplo de cómo la nefasta política de fronteras legadas por la descolonización impide el desarrollo de un continente entero. Los intereses de la potencia colonial, Gran Bretaña en este caso, unieron bajo una misma bandera y gobierno a dos territorios distintos y antagónicos: el norte desértico y reseco, habitado por árabes musulmanes que copan todos los puestos en el organigrama de poder local; y el sur, verde y casi selvático, poblado por negros de creencias animistas y cristianas, que fueron durante siglos la materia prima del fructífero mercado de esclavos montado por sus vecinos árabes del norte. No hay que ser premio Nobel para concluir que la coexistencia pacífica de ambas comunidades es un sapo difícil de digerir. La implantación en 1983 de la Sharia, la estricta ley coránica, en todo el territorio terminó por sublevar a las tres provincias sureñas y avivar la hoguera de la guerra civil más antigua del planeta, que se ha cobrado ya un millón de muertos y mantiene en la hambruna constante a otros dos millones de casi cadáveres.

Con estos antecedentes, llamé a la embajada de Sudán en Roma, encargada de los asuntos con España. Solicité información para lograr un visado de turista y, en vez de las carcajadas que esperaba oír al otro lado de la línea, el funcionario me indicó que le hiciera llegar el pasaporte por mensajero y en unos días tramitarían mi solicitud. Así lo hice y, para mi sorpresa, cinco días después, la Embajada de la República Islámica de Sudán en Italia me devolvía mi documentación con sus mejores deseos y un preciado visado en el interior que me habilitaba para recorrer como turista el país menos turístico y más inseguro del mundo.

¿QUÉ HACES
EN EL CAIRO?

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Visto desde el aire, Jartum es una cuadrícula agradable de casas de adobe con ventanas coloreadas de verdes y amarillos chillones. Si no fuera por la planicie estéril sobre la que se asienta esa utopía de barrios perfectos, nadie diría que el avión se acercaba en esos momentos a la capital de uno de los países de menor renta de África.

Siempre me ha llamado la atención la armonía de paisajes y ciudades vistos desde el aire. Un simple cambio de perspectiva convierte al planeta Tierra en un lugar de formas perfectas, donde cada río, cada carretera, cada curva de nivel ocupa un lugar predeterminado en un cuadro perfecto. Recuerdo la primera vez que llegué a Ciudad de México. Era noche cerrada y, vista desde mil metros de altitud, la megalópolis se ofrecía como una verbena de luces amable y atrayente, un decorado falso que oculta a quien la sobrevuela toda la miseria y la desesperación de una ciudad de veinte millones de habitantes. Hasta los páramos de yeso del sureste de Madrid resultan agradables a la vista cuando las aeronaves enfilan la ruta de acceso al aeropuerto de Barajas. Saint-Exupéry decía que el avión era tan sólo una máquina, “pero qué invento tan maravilloso, qué magnífico instrumento de análisis: nos descubre la verdadera faz de la Tierra”.

Salí de Madrid en un vuelo de Egypt Air hacia El Cairo, pues no había conexiones directas con Sudán. Como era de esperar, el avión iba lleno de turistas españoles enviados en masa por turoperadores bajo la promesa de exotismo oriental en un paquete clásico de tres días en la capital egipcia y cuatro noches de crucero por el Nilo en un barco que se aprecia muy lujoso en los folletos de la agencia pero que luego, en realidad, no se parece en nada al que sale en las películas de Hércules Poirot. Confundido en aquella masa de gentes que gastaban bromas, se preguntaban mutuamente a qué hotel iban o dudaban sobre la conveniencia de haber cambiado dólares en el aeropuerto o llevar sólo pesetas, mi incipiente soledad me lastraba aún más en el sillón.

Al llegar a El Cairo, mientras esperaba las maletas, creí ver una cara conocida. Era una mujer de unos treinta años cuyo rostro me sonaba vagamente. Ella me miró también, devolviéndome ese gesto característico que quiere decir: te conozco y no sé de qué. Me acerqué a ella, quizá movido por la necesidad de un último contacto con alguien cercano, un adiós en castellano. En apenas un par de averiguaciones deducimos que nos habíamos encontrado dos años atrás en el aeropuerto de Amán, esperando una conexión a Bangkok. Ella era la guía de un grupo de turistas españoles que se dirigía a Tailandia. Durante las horas de tedio de aquella madrugada jordana, Ana (ése era su nombre; tuvo que decírmelo ella, yo era incapaz de recordarlo) me dio varios consejos sobre Tailandia e, ironías de la vida, filosofamos sobre viajes y países exóticos, sobre la conveniencia de viajar solo o en grupo, de lo duro que era el trabajo de guía turístico.

— ¿Qué haces en El Cairo? —le pregunté mientras cargábamos las maletas en el carrito.

— Llevo un grupo de turistas españoles. Como ves, sigo en la profesión. Y tú, ¿qué haces en Egipto?

— No me quedo en El Cairo —le respondí—. Continúo a Sudán.

— ¿A Sudán? —el gesto de sorpresa le traicionó— ¿Qué vas a hacer allí?

— Aún no lo sé —a mí me traicionó la sinceridad.

*

Tuve que pasar varias horas en el aeropuerto de El Cairo esperando una conexión que salía de madrugada hacia Jartum. Por primera vez desde que empecé a soñar con Sudán me encontraba solo por completo. Hasta ahora esa posibilidad era una entelequia remota, una promesa de aventura que merodeaba los conductos más ocultos de mi cerebro como un gusano en busca de la salida del laberinto, que recula en cada callejón cegado y persevera con su cansino andar, pero nunca da con la dirección correcta. El gusano acababa de encontrar la salida.

Rodeado de bultos humanos que dormitaban sobre los sillones y mujeres de la limpieza atareadas en pulir los cuartos de baño, empecé a sentir por primera vez el aguijonazo febril de lo desconocido, la agradable excitación de no saber qué iba a pasar, a quién iba a conocer, dónde dormiría. La ausencia de rutina, de un programa, hacía que todas las posibilidades estuvieran abiertas, y eso me excitaba. Pero mentiría si dijera que todo aquel borbotón de pensamientos era tan épico o lúcido. No me avergüenza decir que en el saco de sentimientos que aquella noche solitaria me hundían en un desgastado asiento del aeropuerto de El Cairo se contabilizaba también el miedo.

Pasé las horas en un incómodo duermevela, releyendo en los ratos de insomnio las dos únicas guías que encontré con información sobre Sudán. En Egipto y Sudán, de la editorial Lonely Planet, editada ese mismo año en castellano, el autor empezaba con una advertencia: “Cuando el presente libro iba a entrar en imprenta, las instituciones de ayuda internacional estaban retirando su personal de Sudán, debido a la escalada de la guerra civil. Quizá la situación haya mejorado cuando usted lea estas líneas, pero en este momento viajar por Sudán no es recomendable y resulta muy arriesgado”. La otra, publicada por primera vez en 1977 y reeditada en 1986, pertenecía a la misma editorial y, bajo el título Africa on a Shoestring (África en un cordón de zapato), hacía un repaso más enciclopédico que de vivencia personal de todos los países del continente negro. A Sudán le dedicaba veintidós páginas, y en ninguna de ellas advertía de potenciales peligros derivados de la guerra civil entre el norte y el sur. Sí aclaraba que se trataba del país más grande de África y uno de los más pobres, y que las obvias dificultades para viajar por un territorio sin carreteras ni transportes colectivos se veían compensadas por la extraordinaria amabilidad de sus habitantes, “no sólo de gentes anónimas, sino también por parte de las autoridades y los miembros de la policía”.

La mañana comenzó a clarear y mis primeros compañeros de vuelo fueron ocupando los asientos de la sala de espera. Mientras hacíamos cola para abordar la aeronave que debía llevarnos a Jartum, me di cuenta de un detalle: era el único blanco. A mi lado se sentó un sudanés vestido con chaqueta y corbata al que devolví el saludo en inglés. Sólo cuando me vio leer un libro en español se dirigió a mí en correcto castellano. Se llamaba Faisal y vivía en Madrid, donde regentaba un negocio de importación de pieles de cordero sudanesas. Tenía el rostro redondo, dos prominentes paletas asomaban entre los labios cada vez que esbozaba una sonrisa y le daban cierto aire de conejillo tímido; tenía la tez negra amarronada típica del país, producto del mestizaje entre árabes y negros, y un pelo negro ensortijado que, a fuerza de retroceder, dejaba ver una amplísima frente. Sorprendido por la presencia de un turista español allí, Faisal me puso en antecedentes de la difícil situación política y social del país. De todas formas, se notaba que pertenecía a una clase social alta, una casta que tenía negocios en el extranjero y viajaba en avión, muy lejana a ese Sudán de hambrunas y niños famélicos que estamos acostumbrados a ver en los telediarios. El país de Faisal estaba aún por desarrollar, pero tenía hoteles, universidad, servicios, policía y hospitales. Se brindó a ayudarme en los trámites de entrada en la aduana y acepté su ofrecimiento como un maná salvador, porque, ya fuera por la noche en vela, fuera por la proximidad del aterrizaje, mi entereza navegaba en esos momentos en lo más hondo de una depresiva ola. Las bucólicas casitas de adobe se veían cada vez más cerca. A esa distancia, las ventanas coloreadas de verdes y amarillos chillones ya dejaban ver manchas de hambre y miseria.

JARTUM

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Una bofetada de calor me dio la bienvenida a las calles de Jartum. Faisal se despidió en la puerta del taxi, no sin antes recomendarme el hotel Acropole, regentado por un griego y frecuentado, recalcó, por europeos y funcionarios de la ONU. Quedó en ir a buscarme esa noche para salir a cenar cuando los cantos del almuecín anunciaran el final de ayuno diario del Ramadán.

Pedí al taxi que me llevara primero a la embajada española y, de allí, al Acropole. Nunca he sido amigo de pasarme por las legaciones diplomáticas si no es necesario. A los diplomáticos no les gustan los mochileros ni los aventureros; sólo les acarrean problemas. En una ocasión, me quedé atascado una semana en Kinshasa por un problema de cambio de fechas del billete aéreo y pasé por la embajada española para ver si podían echarme una mano. La respuesta fue negativa. Por fortuna, un cooperante español que estaba en esos momentos en la oficina me invitó a pasar unos días en su casa y movilizó a sus amigos hasta conseguir un nuevo billete para que pudiera salir de Zaire.

Pero Sudán era diferente. En pocos lugares del continente es tan cierta la frase del poeta nigeriano Léopold Sédar Senghor, “En África no hay fronteras, ni siquiera entre la vida y la muerte”, como en este país misérrimo, hundido por cuarenta años de guerra civil y gobernado por el integrismo islámico. Anotarse en el registro de la embajada era la única posibilidad de que alguien se acordara de mí si surgían problemas.

Me acodé en la ventanilla del vehículo, tratando de olvidar los goterones de sudor que perlaban mi frente, mientras las calles polvorientas, la sensación de abandono y las chabolas de cañas y chapa metálica se sucedían con una secuencia pasmosa.

No pude evitar acordarme de la anécdota con la que la guía Lonely Planet empieza el capítulo dedicado a Sudán: El autor pide al taxista que le lleve al centro, tal y como acababa de hacer yo. Diez minutos más tarde, el vehículo se detiene en una calle de tierra, sembrada de desperdicios y flanqueada a un lado por pequeños edificios de dos plantas y, al otro, por una tapia blanca coronada con trozos de vidrio.

— Ya hemos llegado —anuncia el taxista.

— ¿A dónde? Le dije que quería ir al centro de la ciudad —responde perplejo el periodista.

— Y en él estamos. Ahlan wa Sahlan (bienvenido) al downtown de Jartum, míster.

Dejamos atrás la zona del aeropuerto y los grandes espacios abiertos salpicados por naves industriales que le rodean para internarnos por amplias avenidas sin asfaltar a las que se asomaban las tripas oxidadas de edificios inconclusos. Las arenas del desierto se colaban por los intersticios urbanos hasta dorar la ciudad de un sospechoso y monótono tono terroso. Era abril, pero el plomo justiciero de la canícula se derramaba sobre las calles de Jartum y fulminaba las sombras en un letargo que a mí me pareció portador de una inconcebible tristeza.

Empezaba por fin a ponerle cara a la capital sudanesa, una ciudad que tenía idealizada en el rostro de Charlton Heston vestido de general Gordon en la película Kartum, una producción británica rodada en tecnicolor en Egipto durante 1965, en la que también intervinieron Laurence Olivier y Ralph Richardson. Kartum, estrenada en algunos países como La batalla de Kartum, fue un clásico del género de aventuras históricas en el que se narraban los últimos días de Charles George Gordon, general del ejército inglés, gobernador del Sudán egipcio y héroe de la colonización inglesa. Un general Custer a la sudanesa que murió con las botas puestas en uno de los episodios más dramáticos de la turbulenta historia de Sudán.

A mediados del siglo XIX, Sudán se encontraba bajo la dominación egipcia. La construcción del canal de Suez en 1869 dejó a Egipto muy endeudado económica y políticamente con las potencias europeas, en especial con Gran Bretaña y el timbre del acropol. Los británicos aprovecharon esta deuda para exigir una mayor presencia en los territorios dominados por los egipcios y, en especial, en Sudán. En 1873, el general Charles Gordon fue nombrado gobernador de la provincia sureña de Ecuatoria y cuatro años más tarde se convirtió en el gobernador general de Sudán. Gordon era poseedor de una modélica carrera en el ejército británico. Nació el 28 de enero de 1833 en el seno de una familia de honda tradición militar. Un antepasado suyo, David Gordon, luchó en la batalla de Culloden, en las Highlands escocesas, y su padre alcanzó al grado de teniente general de Artillería. Charles ingresó como cadete, a los dieciséis años, en la Royal Military Academy de Woolwich y, en 1852, obtuvo su primer empleo como segundo teniente de ingenieros. Tres años más tarde fue destinado a la península de Crimea; de allí pasó a Armenia y, después, a China.

Católico ferviente, ascético en su comportamiento, ciclotímico de carácter, fue el prototipo de militar austero, exigente consigo mismo y sus subordinados y convencido del papel divino que el Imperio Británico tenía asignado en el orden mundial. En China labró su reputación y consiguió el ascenso a Major. Desde entonces sus compañeros le apodaron El Chino. Nunca aceptó dinero ni recompensas, y tenía a gala no haber utilizado nunca su cargo para enriquecerse. “Dejé China más pobre que llegué”, dijo en 1864.

Los años previos a su partida hacia Jartum los pasó en Gravesend, en el Reino Unido, entregado a obras de caridad y donaciones a instituciones benéficas que casi le arruinaron. Cuando llegó a Sudán, en 1873, lo primero que hizo fue recorrer el país en las cuatro direcciones a lomo de un camello y con la Biblia en la mano para conocer en primera persona la realidad del enorme territorio que le había correspondido gobernar. Aunque sus biógrafos siempre resaltaron el tabaco como su único vicio, parece ser que también tuvo una fuerte querencia hacia la botella de coñac. En cualquier caso, su gestión como administrador resultó poco afortunada. Los misioneros católicos que llegaron acompañando al ejército colonial provocaron recelos entre los sudaneses musulmanes, y las fuertes cargas fiscales a que fueron sometidos para financiar la deuda externa egipcia provocaron continuos levantamientos. Enfrentado a los caciques locales e incapaz de frenar la corrupción y el tráfico de esclavos, Gordon abandonó el cargo entre el descontento general en 1879, coincidiendo con la muerte del jedive Ismail, que gobernaba en Egipto, y regresó a Inglaterra.

*

La entrevista en la embajada fue poco reconfortante. Me presenté como turista, interesado en conocer el país y tomar fotografías, lo que desencadenó una mezcla de amparo e incredulidad a partes iguales de los dos únicos funcionarios presentes en ese momento: Carmen, una secretaria argentina de origen español, y Miguel Prados, canciller de la embajada.

Miguel, cercano a la treintena y de exquisita educación, se mostró muy cordial y amable. Me informó, mientras rellenaba los documentos para mi registro como transeúnte, de que la situación era muy delicada. El país se encontraba agitado por la escasez y la guerra civil en el sur; había psicosis de espías occidentales al servicio de Israel o Estados Unidos, y los extranjeros necesitaban un permiso para casi todo, ya fuera para salir de Jartum o para tomar fotografías. Este último era el más difícil de obtener, pues existía una verdadera fobia hacia el blanco armado con una cámara, no sólo por motivos de seguridad nacional sino por razones culturales y religiosas. La mayoría de los sudaneses son musulmanes sunitas, seguidores del conjunto de hechos y enseñanzas de Mahoma, transmitidos de forma oral por los compañeros del profeta y por los cuatro primeros califas. La sunna es, para ellos, la fuente más cualificada de revelación después del Corán. Este último dogma les enfrenta a los chiitas, corriente musulmana que no reconoce la autoridad de los primeros califas. Tras ellos se sitúa una importante minoría sufí, una interpretación más mística del Corán, cuyos seguidores se agrupan en fraternidades dirigidas por un sheikh, encargado de dirigir ejercicios espirituales basados en cantos, recitales del Corán y bailes. Los bailes derviches de los sufíes de Omdurman son más vistosos y auténticos que los de los derviches turcos de Konya, a pesar de que estos últimos, por la masiva presencia de turistas en Turquía, son mucho más conocidos. Pero en las últimas décadas ha aumentado en Sudán el protagonismo de una versión más pura e integrista del Islam, donde la religión y la política cabalgan a lomos de la misma montura. Es el movimiento de los Ansar, seguidores de las doctrinas del Mahdi, quienes, como aquél, propugnan un estado religioso basado en las enseñanzas de Mahoma. Su influencia, mayor conforme empeora la situación económica, fue decisiva para que en 1983 se implantara la Sharia, la ley coránica, en todo el territorio sudanés, lo que terminó por abalanzar al abismo de la guerra al sur del país, habitado por negros cristianos o animistas. Los hermanos musulmanes, como se les conoce, controlan las calles, los mercados y las mezquitas, velando por la pureza de las doctrinas del Profeta. Un blanco tomando fotos, me recalcó Miguel, era lo que más les irritaba. Debía contar, además, con un mínimo de tres días de espera para tener todos los papeles en regla. Decididamente, mi viaje empezaba con un rotundo acierto; 192 países en el mundo y había elegido el más fotofóbico. Me despedí de Miguel, quien quedó en invitarme a comer un día a su casa, busqué en taxi en los alrededores de la embajada y le pedí que me llevara al hotel Acrople. Necesitaba tumbarme a dormir un rato y poner en orden mis pensamientos.

*

El hotel Acropole ocupaba una vieja casa colonial de dos pisos cerca de Al-Ghamuriya Street, el centro de Jartum. No puede considerársele un establecimiento de lujo, pero la limpieza con la que George, el dueño, mantenía las instalaciones le hacía el favorito de los pocos extranjeros que recalaban en Sudán. Las paredes encaladas, unos sillones de mimbre en el recibidor y la pulcra vestimenta de los sirvientes sudaneses no habrían desentonado en un libro de Rudyard Kipling. George era uno de tantos griegos huidos de su país tras el golpe de estado de los coroneles. África oriental está llena de hoteles regentados por ellos. Era un hombre pequeño y esquivo, de cabeza ovalada y calva a la que el sol del desierto había tostado con un color rojizo y uniforme. Durante la semana que estuve en el hotel mostró una correcta distancia conmigo; no regalaba una sonrisa y era difícil sacarle más palabras de las justas al preguntar por una dirección o un consejo. Sin embargo, era el enlace y soporte logístico de todas las ONG y organismos internacionales que actuaban en Sudán. A cualquier hora del día, la recepción se convertía en sala de reuniones de cooperantes, funcionarios de agencias internacionales o corresponsales extranjeros. El teléfono del mostrador sonaba a todas horas con infinidad de mensajes cruzados que George anotaba con diligencia en un bloc de notas.

Me acomodó en una habitación interior —la única que le quedaba, me dijo—, pero no demasiado calurosa, previo pago de cuarenta dólares diarios por la pensión completa. Sobre la cama giraban las aspas de un enorme ventilador que sería espectador fiel de mis soliloquios —aunque yo todavía no lo sabía— durante muchas horas.

freelance

Eritrea, la antigua Abisinia italiana, fue incorporada como provincia del imperio etíope en 1950 tras una polémica decisión de la ONU, auspiciada por EE UU, que deseaba reforzar el poder del emperador Haile Selassie. Tras veintiocho años de guerra independentista contra el poder instalado en Addis Abeba, las fuerzas rebeldes del Frente Popular estaban a punto de derrotar al formidable ejército etíope del coronel Mengistu Haile Mariam, sucesor de Selassie. Como tantas otras guerras postcoloniales, la división del mundo en dos bloques, capitalista y comunista, mantenía vivo el fuego del odio tribal. La antigua Unión Soviética ayudaba desde 1977 al régimen de Mengistu; el Frente Popular de Liberación de Eritrea, por su parte, no recibía ayuda de ninguna superpotencia por vía oficial, pero Estados Unidos siempre vio con agrado los problemas africanos de su mayor enemigo. Era una guerra entre David y Goliat, en la que el Goliat etíope se convirtió de forma curiosa en el mayor proveedor de armas de su enemigo, el David eritreo, debido a su ineptitud en los frentes de combate. Tan sólo en la batalla de Afabet, el 19 de marzo de 1982, los eritreos capturaron intactos cuarenta de los sesenta tanques que los etíopes colocaron en el escenario de la batalla, amén de docenas de cañones, baterías antiaéreas y munición. Dieciocho mil soldados etíopes y varios asesores soviéticos murieron en aquella acción. Los eritreos incluso vestían a sus tropas con uniformes arrebatados a los enemigos muertos en combate. Días después, en la toma de Tessenai, los eritreos volvieron a capturar una compañía entera de carros de combate T-55 y trece camiones etíopes. En mayo de 1991, después de un largo asedio, el FPLE entró por fin en Asmara, la capital eritrea. Dos años después, el 24 de mayo de 1993, se proclamaba tras un referéndum la independencia de Eritrea, con el reconocimiento de la ONU. Etiopía se quedaba así sin su provincia más norteña y sin salida alguna al mar.

Florence y Michelle me animaron para que las acompañara, pero rechacé su ofrecimiento. Hubiera sido mucho más placentera una aventura con ellas en un frente de guerra que una en solitario por el desolado Sudán, pero siempre he sido muy cabezota y detesto abandonar un proyecto sin haberlo intentado. El plan original era experimentar un viaje en solitario, el aguijonazo de lo desconocido. El futuro como página en blanco pudo esta vez a la tentación de una experiencia en compañía, y decliné su oferta.