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EDITORIAL

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Título: Tras los besos perdidos

 

© 2013 Helena Nieto Clemares

© Diseño Gráfico: nowevolution

Colección: Volution.

 

Primera Edición Enero 2014

Derechos exclusivos de la edición.

© nowevolution 2014

 

ISBN: 978-84-942848-9-2

Edición digital Octubre 2014

 

Esta obra no podrá ser reproducida, ni total ni parcialmente en ningún medio o soporte, ya sea impreso o digital, sin la expresa notificación por escrito del editor. Todos los derechos reservados.

 

 

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A mis abuelos, Juana Valadés, y Antonio Clemares, que donde quiera que estén, se sentirán muy orgullosos de mí.

A mis padres por estar a mi lado cada uno de los días de mi vida, brindándome su apoyo, cariño y comprensión.

A toda mi familia por su comprensión y apoyo,

especialmente a mi hermano.

A mis incondicionales amigas que siempre están cuando las necesito: Belén, Carmen, Celia, Esther, Marisa y Yolanda.

A mi marido, Jose, y a mis hijos, Natalia y David, que son el motor de mi vida.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Prólogo

 

 

 

Estamos ante una novela de libertad, de búsqueda de la misma, de la falta de ella, y de la oposición de algunas personas por dejarse arrastrar por lo socialmente correcto. Esta es la historia de Lilian, una persona que no se conforma, que no se deja llevar por lo que otros quieren para ella.

Helena, la autora, nos indica casi al principio de este relato, que los protagonistas de esta novela son ficticios, sin embargo, recorriendo sus palabras, puedo deciros que ves personas de tu entorno como alguno de ellos, a nuestro alrededor tenemos muchos ejemplos de personas que sufren la infelicidad, otras que la crean, todos inmersos en roles sociales que se deben respetar, ¿o no?, sin duda es más cotidiano de lo que debería ser. Siempre hemos visto cómo muchas personas han aguantado toda clase de infelicidad, toda clase de desamor, ¿por qué lo hacemos? ¿Por qué no luchamos por ser felices de verdad? Es una pregunta que muchos nos hacemos, sin embargo lo que me fascina en esta sociedad es que muchos otros no lo piensan, ni de forma remota, en esta última pregunta.

Estás, querido lector, ante la historia de una mujer, que sí se planteó esta pregunta, que quiere reencontrar el amor, la pasión, la felicidad en definitiva. Una historia transparente, a las claras, bien llevada por la batuta de nuestra querida Helena, y que nos va a hacer emocionarnos en muchas ocasiones durante su relato.

Todos tenemos derecho a tener felicidad, y a evitar aquello que nos hace infelices, permítete recordarlo con nosotros, y si al final te das cuenta de ello, y algo en tu interior ha cambiado, será que esta novela te sirve de inspiración, y nos alegraremos contigo por ello. Como nos enseña Helena con esta novela Tras los besos perdidos, siempre hay mucho más, no te conformes, y busca la pasión y la vida, allá donde te encuentres. Acompaña a Lilian por su resolución, por su lucha, y enamórate de nuevo con esta historia. Porque al fin y al cabo, esta novela habla sobre tener romance, una pasión y un renovado amor por la vida.

 

J. J. Weber

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

«I wish were Blind when I see with your man»

(Desearía ser ciego cuando te veo con tu hombre)

Bruce Springsteen en la canción

I wish I were Blind

 

 

Los personajes y hechos que suceden de esta novela son ficticios.

(Helena Nieto Clemares)

 

 

 

 

 

 

01

 

 

 

Antes de tomar el tren, Lilian telefoneó a casa de su madre después de haber intentado contactar con Alfonso sin conseguirlo. Tenía el móvil apagado. Fue su hermana pequeña quien contestó.

—Hola, Lilian.

Luego respondió a sus preguntas con monosílabos como si le costara coordinar las palabras para formar una frase, excepto cuando habló para criticar la actitud de su cuñado.

—No, no está. No ha venido a comer, y eso que mamá había preparado su comida favorita, pero ya sabes cómo es tu marido.

Lilian suspiró. Sabía muy bien que Claudia no tragaba a Alfonso y cualquier cosa que dijera o hiciera serviría de excusa para hablar mal de él.

—Entonces lo llamaré más tarde al trabajo.

—Vale, hermanita.

—Claudia…

La chica colgó sin dejar que terminara de hablar. Lilian movió la cabeza de un lado a otro mientras guardaba el teléfono en el bolso. Esperaría media hora para darle tiempo a llegar al despacho. No sabía de qué humor lo encontraría. El día anterior a su marcha habían discutido. A él no le agradó que se ofreciera voluntaria a asistir a una feria de arte y antigüedades. Incluso las veces que habían hablado en esos tres días parecía seguir molesto.

Hacía menos de un año que había aceptado la proposición de volver de nuevo a la vida laboral después de haberse instalado definitivamente en la ciudad. Eva, con quien tenía un lejano parentesco, ya que sus madres eran primas entre sí, regentaba una tienda de antigüedades y le había propuesto trabajar con ella. Lilian aceptó de inmediato.

Alfonso no se opuso pero tampoco mostró gran entusiasmo al conocer la noticia. La aportación económica no era gran cosa y no les hacía ninguna falta. Su nuevo empleo en una prestigiosa empresa y la apertura de un despacho propio, les hacía vivir sin problemas. No les faltaba de nada.

Estaba ensimismada en esos pensamientos cuando una señora de cierta edad le preguntó si el asiento que ocupaba era el número trece A. Lilian levantó la vista y afirmó con la cabeza.

—Sí —contestó sonriendo en un gesto de amabilidad.

—Pues creo que soy su compañera de viaje —afirmó mostrándole el billete que llevaba en la mano para asegurarse de que no se equivocaba.

Lilian se levantó para ayudarla a colocar su pequeña maleta en la repisa situada en la parte superior.

—Muchas gracias. Muy amable —dijo la mujer— ¿Le importaría dejarme el sitio de la ventana? Me gusta ir contemplando el paisaje.

A mí también me gusta, pensó Lilian, pero volvió a sonreír. No, claro que no, no hay problema.

Cogió su bolso, el libro que había dejado sobre el asiento y se cambió colocándose junto al pasillo. Aunque no le agradaba mucho volar, tal vez hubiera sido mejor hacer el viaje en avión, al menos ya estaría llegando a casa, pensó por un momento.

Se distrajo en observar a los pasajeros que recién subidos al tren buscaban su lugar correspondiente para acomodarse. Fue entonces cuando reparó en él. Aunque no lo había vuelto a ver desde años atrás, lo hubiera reconocido entre un millón. No, entre un millón, no, entre mil millones… era Andrés. Se quedó atónita observándolo. Solo unos pasos les separaban pero fue incapaz de moverse e ir a saludarlo. ¿Cuánto tiempo había pasado desde la última vez que se habían visto y mantenido una conversación? Ni lo recordaba. Mentalmente hizo memoria. Si no se equivocaba hacía ya casi diez años. Entonces tenía veinticuatro y él, dos más. Por un segundo le asaltó la duda. Quizás estaba confundida. Puede que solo se le pareciera.

Él permanecía de pie apoyado en el asiento y hablaba por el móvil. El tren iba a iniciar su salida. Escuchó a la mujer que tenía al lado murmurar algo que no consiguió entender. Seguía con la vista clavada en Andrés cuando el tren comenzó a moverse. Vio cómo guardaba el teléfono en el bolso de la camisa y se giraba en su dirección. Sintió cómo el corazón se le aceleraba al observar que caminaba hacia ella, sin embargo, no pareció reconocerla porque pasó a su lado sin fijarse. Seguro que se dirigía a la cafetería. Tardó unos minutos en reaccionar. Dejó el libro sobre el asiento y caminó por el pasillo. No sabía de qué iba a hablarle, ni siquiera si se atrevería a hacerlo, solo deseaba asegurarse de que no había sido un espejismo ni fruto de su imaginación. Abrió la puerta y se dirigió a la barra.

Varias personas esperaban por sus consumiciones y algunas charlaban entre ellas. Esperaba su turno detrás de un chico que tenía más aspecto de estar colgado que de otra cosa, mientras miraba a su alrededor sin conseguir ver a Andrés por ningún lado. Tal vez había ido al baño y no a la cafetería. Le desilusionó la idea. Cuando llegó a la barra, pidió una Coca-cola fría con hielo y limón. Después se apartó para dejar sitio a otro pasajero. Alguien se puso a su lado. Movió la cabeza y lo miró. Una expresión de total asombro se dibujó en el rostro que estaba contemplando.

—Lilian... —escuchó casi en un susurro.

Ella sonrió, y lo hizo de tal modo, que pareció concentrar toda la felicidad del mundo en el mejor de sus gestos.

 

 

Alfonso y Lilian hablaron por primera vez en una fiesta organizada por amigos comunes, aunque se conocían de vista. Frecuentaban los mismos pubs de moda y aunque ella era consciente de lo mucho que la miraba, no se sentía atraída hacia él ni le gustaba gran cosa. Por eso nunca se habían dirigido la palabra.

Aparte de guapo, tenía toda la pinta de ser un cerebrito, seguro que demasiado aplicado, el primero de su promoción y sin duda, un creído de mucho cuidado. Lo había visto casi siempre acompañado con mujeres muy diferentes a ella; por lo general chicas exuberantes, pintadas como puertas, con cortas o ceñidas ropas y montadas en altos tacones.

Por eso no comprendía que un tipo como Alfonso Torres pudiera sentir interés por una joven de constitución delgada, de largos huesos finos, de pelo más bien rubio y ojos claros, a la que le gustaba vestir de forma cómoda y era incapaz de subirse a aquellos enormes tacones que algunas de sus amigas sí usaban.

En aquella fiesta, no dejó de mirar a Lilian aunque no parecía darse por aludida.

No tardó en tomar la iniciativa y emprendió una charla con ella. Al principio la joven no mostró demasiado interés, pero según fue avanzando la conversación, Alfonso la envolvió de tal manera, que no se separaron el resto de la velada. Él sabía de arte, de historia, de matemáticas, de economía… parecía una enciclopedia andante. Le resultó simpático y tuvo que reconocer que era bastante guapo: alto y fuerte, con ojos castaños, lo mismo que su cabello.

Hablaba con tal apasionamiento de todos los temas que la contagió de su entusiasmo. También valoró que ella se hubiera licenciado en Historia del Arte , algo que le hizo sentirse muy orgullosa, después de que tuviera a toda su familia en contra por considerar que había hecho una carrera sin futuro laboral alguno. Lilian hizo oídos sordos a todos los consejos familiares de que sería una gran equivocación estudiar algo sin expectativas.

Durante ese tiempo había dejado de pensar en Andrés, o al menos de compararlo con todos los que se acercaban buscando una relación y con los que había llegado a salir.

Él no volvería a ella, se decía, como si alguna vez le hubiera pertenecido. No, nunca había sido así. Lilian lo sabía. Era consciente de que a pesar del gran cariño que se profesaban, jamás había existido nada entre ellos. Por eso decidió desterrarlo de su mente. Conservaba unas cuantas fotografías pero se deshizo de los recuerdos, a excepción del peluche que le había regalado en uno de sus cumpleaños. Esos serían los únicos detalles que le unirían a Andrés por el resto de su vida porque Alfonso ya empezaba a formar parte de ella.

Por su trabajo como arquitecto responsable de la implantación de proyectos internacionales mantuvieron durante un tiempo una relación a distancia, y después decidieron pasar por el altar, meses después de que él volviera definitivamente de Londres.

La empresa de arquitectura e ingeniería donde trabajaba su marido tenía diversas filiales en Europa, por lo que en los cinco años de matrimonio tuvieron varias residencias familiares.

Ahora hacía diez meses que habían vuelto a su ciudad de origen, en el norte, al lado del mar, cuando a Alfonso le ofrecieron el puesto de gerente, algo que anhelaba y que fue incapaz de rechazar.

Durante ese tiempo Lilian sufrió dos abortos y no había conseguido quedarse embarazada. Consultaron a un especialista pero este aseguró que ninguno de los dos tenía problemas de fertilidad.

Su ginecólogo le advirtió que muchas veces los factores psíquicos y emocionales podían influir de manera importante en la capacidad de fecundar. Estaba demostrado que muchas de las parejas que cansadas de intentar tener descendencia optaban por la adopción, conseguían tener un hijo propio tiempo después, gracias a la tranquilidad que les proporcionaba el hijo adoptado.

No se habían decidido por esa posibilidad. Lilian esperaba con ansia ser madre.

 

 

—¡Lilian! —dijo Andrés observándola—. No puedo creerlo. ¿Eres tú?

Le dio dos besos que ella aceptó sin perder la sonrisa.

—Pero… ¿Qué haces aquí? ¿Cómo va tu vida?

Eran tantas las preguntas que deseaban hacerse que cuando el tren llegó a su destino, horas después, ninguno de los dos había vuelto a su asiento, sino que habían permanecido de pie, apoyados a veces en la mini barra del bar y otras en la ventana.

Fue así como ambos se enteraron de la vida del otro. Él descubrió que Lilian tenía un marido y ella que él permanecía soltero. Aunque había convivido en pareja en más de una ocasión, ahora afirmaba estar solo.

—Siempre creí que acabarías casado con una inglesa remilgada —dijo Lilian después de beber un sorbo del refresco, recordando que una de las últimas veces que habían coincidido, él estaba dispuesto a irse a vivir a Londres.

—Estuve a punto de hacerlo —afirmó sonriendo—. Pero me arrepentí a tiempo…

 

Puso una mueca divertida que la hizo reír. Luego los dos se quedaron en silencio observándose. Fue un momento difícil. Ella sintió una necesidad inexplicable de hacerlo su confidente. Hubiera podido decirle: «Qué feliz me hace verte, Andrés. No te imaginas cuánto…». Sin embargo hizo un gran esfuerzo por no dejarse vencer por la conmoción que estaba sintiendo bajo su mirada y volvió a sonreír.

—¿Así que ahora te dedicas a la hostelería? —preguntó sin dejar de mover el vaso vacío que tenía en la mano.

—Sí, ya ves. Al final regresé de Londres hace más de un año, y me incorporé a la empresa familiar cuando falleció mi padre.

—No lo sabía. Lo siento.

—No te preocupes. Estaba mal del corazón y no se cuidaba nada.

Nunca había querido dedicarse a los negocios hoteleros de su familia. Los Salgado eran dueños de uno de los hoteles más exclusivos de la ciudad y acababan de inaugurar uno nuevo en la montaña, muy cerca de la estación de esquí, que sin duda se abarrotaría de montañeros y amantes de este deporte en la temporada de nieve.

Le explicó que sus dos hermanos habían invertido mucho en ese nuevo proyecto pero que a él no le interesaba.

—Ya sabes que a mí me gustan las ciudades, el asfalto —afirmó sonriendo—. Es mi hermano Luis quien se quedará allí. Yo seguiré con Juan en el hotel Princesa del Norte.

—Quién lo iba a decir —exclamó Lilian—, el chico más bohemio de la facultad ahora es un alto ejecutivo de la hostelería.

Él suspiró.

—Suele pasar, Lilian. Tarde o temprano todos caemos bajo las zarpas de esta sociedad consumista. Todos somos prisioneros del dinero, nos guste o no reconocerlo.

Ella se rió.

—¿Te arrepientes?

Andrés sonrió.

—A veces. No te niego que en alguna ocasión me ha apetecido largarme de nuevo a Londres y volver a montar mi propio negocio. Supongo que con el tiempo, cuando me canse de todo esto, lo haré. Me gusta ir por libre.

Recordó cómo al terminar la carrera de Historia, su padre le había dado un ultimátum; o se buscaba un empleo decente o se incorporaba a la nómina familiar. Le dijo que no estaba dispuesto a mantener a vagos con la cabeza llena de pájaros, como era su caso.

Aquellas palabras hicieron mella en él. Y por orgullo más que por otra cosa, prefirió alejarse de los negocios familiares y del lado de su progenitor.

No se lo pensó dos veces. Decidió irse a Londres. Tuvo que trabajar como camarero durante largo tiempo hasta que abrió su propio negocio con un bar más típico de su tierra natal que de los pubs londinenses. Le fue tan bien que no tardó en prosperar. Después de varios años, en los que solo aparecía en Navidad, decidió regresar y hacerse cargo junto a sus hermanos de la herencia paterna. No le iba nada mal. En realidad vivía más que bien, pero le gustaba tomarse la vida como el bohemio que siempre había sido.

Lilian lo había conocido disfrutando de las charlas, de las Artes, de la música, de vivir la vida sin preocuparse por el mañana, de ser independiente y libre… sin ataduras de ningún tipo. En aquellos tiempos de estudiantes, le gustaba la idea de creer que no pertenecía a nada ni a nadie, y hacer fortuna no le interesaba lo más mínimo. Había sido siempre el rebelde de la familia. Lilian se preguntaba si aún seguiría siéndolo. No lo parecía. Su aspecto nada tenía que ver con aquel joven que ella había conocido. Desde su cabello castaño oscuro, mucho más corto, pasando por la camisa de rayas de marca, lo mismo que el resto de su ropa, hasta el clásico reloj de su muñeca, la corbata… todo un ejecutivo.

Él podría decir lo mismo de ella. Tampoco tenía nada en común con la muchacha que soñaba exponer sus obras de arte en París o vivir rodeada de artistas con los que compartiría una vieja buhardilla frente al Sena. Ella también había cambiado. Nadie podía negarlo.

Pero si algo permanecía intacto en Andrés era su mirada tierna de color claro y su perfecta sonrisa acabada en dos graciosos hoyuelos. Su expresión era la misma, y a pesar de que se le había acentuado la barba y parecía más maduro, seguía siendo enormemente atractivo. Estaba convencida de que todo él seguía conservando aquel encanto especial por el que tantas veces había suspirado.

—Y tu madre, ¿cómo está? —preguntó ella interesada.

—Lo lleva bien. Demasiado bien, en realidad. Pero ya sabes cómo es, se toma la vida con un optimismo asombroso. Además, nunca fue muy feliz con mi padre. Creo que en el fondo, aunque suene muy cruel decirlo, ha sido una liberación para ella. Y los tuyos, ¿cómo están?

—Bien. Siguen juntos. Se pasan el día discutiendo pero se soportan —respondió bromeando— No creen en el divorcio.

Él sonrió y se quedó observándola. Estaba guapísima, seguía tan encantadora como siempre.

—Estás preciosa —le dijo casi sin pensarlo.

Ella sonrió.

—Y tú… hummm… Estás mucho mejor que cuando tenías veinte años.

—Soy como el vino —contestó riéndose.

Ella no dijo nada. Siguió sonriendo. Sin duda era cierto. Había mejorado con los años, pensó que ya no se podía ser más atractivo, dulce y fascinante como lo era Andrés Salgado, el único hombre del que realmente había estado enamorada en sus casi treinta y cinco años de vida, aunque todavía no fuera capaz de asimilar que lo que había sentido por él, jamás lo sintió por nadie, ni siquiera por su marido.

Caminaron despacio por el pasillo hacia los asientos, interrumpiendo en varias ocasiones al resto de los pasajeros que caminaban en dirección contraria hacia la salida. Gracias a que era la última parada, tenían tiempo suficiente de coger sus cosas y bajar del tren.

Él iba detrás de ella y le agradó poder observarla. Mantenía el mismo tipo delgado, con figura esbelta que acentuaba con aquella falda blanca ajustada. El largo cabello castaño claro que recordaba, era ahora algo más corto, y tenía diversos reflejos dorados que le hacía parecer más rubia de lo que realmente era. Creía conocerla mejor que nadie… o tal vez no. Seguro que solo era la extraña nostalgia que sentía en ese momento.

No quiso pensar en ello. ¿Cómo sería su marido? ¿Qué clase de hombre la había enamorado? ¿Sería un amante de las Artes como ellos? ¿Escucharían la misma música que tanto les gustaba a ambos? ¿Mirarían las estrellas? ¿Leerían en voz alta las obras de teatro interpretando sus personajes? ¿Disfrutarían contemplando el amanecer, tumbados sobre la arena de la playa? ¡Tantas veces habían hecho todo eso juntos!

Llegaron a sus respectivos sitios. Ambos cogieron el pequeño equipaje y bajaron al andén.

Lilian miró con atención. No veía rastro de Alfonso, y lo agradeció. Recordó que no lo había llamado para avisarle de la hora de su llegada. Mejor así.

A Andrés tampoco lo esperaban. Él afirmó que tomaría un taxi y ella se dispuso a hacer lo mismo.

—¿Puedo llamarte algún día? —preguntó él antes de despedirse.

—¿Eh? Claro —respondió contrariada.

Buscó una tarjeta en la cartera y se la dio.

Él sonrió. Luego la besó en la mejilla. Ella entró en el taxi y dictó la dirección al chófer. Volvió la mirada y lo observó. Todavía era incapaz de creérselo. Después tantos años, se habían encontrado en un tren. Podía haber sido una escena de una película, pero no lo era. Andrés Salgado, su mejor amigo y compañero de años juveniles había vuelto a aparecer. No estaba segura de si debería de agradecérselo al destino o reprochárselo. Aún no tenía argumentos para hacerlo. Esperaba no tenerlos nunca. Solo había sido un encuentro casual y él nunca la llamaría. Era una mujer casada, enamorada de su marido. Andrés seguía soltero y sin duda que con una lista interminable de parejas. Ya no tenían nada en común, seguro que no.

 

 

 

Andrés miró la tarjeta una y otra vez.

 

Eva’s Antigüedades y Arte

 

En ella se mostraba la dirección del lugar de trabajo con el logotipo de la tienda y el número de teléfono. Estaba situada en una céntrica calle que conocía muy bien. Antes de volver a salir de viaje buscaría un momento para ir a visitarla. Estaba deseando verla de nuevo y recordar viejos tiempos.

 

 

Eva, su prima, también lo conocía, pero Lilian se abstuvo de hacer comentario alguno sobre su encuentro con Andrés. Tampoco se lo dijo a Alfonso. Estaba segura de que no hubiera puesto mayor interés en escucharla. Seguro que no recordaría las veces que le había hablado de su gran amigo y confidente, con el que había compartido muchas horas en sus años de estudiante.

Pero su marido nunca se interesó demasiado por su vida pasada. Para él, Lilian era importante desde el momento en que se conocieron y pasó a formar parte de su mundo, el resto no le importaba.

Sin embargo no había sido con él con quien había perdido la virginidad, sino con su primer novio, Felipe. Estaban juntos desde los diecisiete, pero al empezar la carrera universitaria, él se fue a Madrid a estudiar Periodismo, y ella se matriculó en Historia en la facultad de su provincia.

Allí se encontró con Andrés, que después de haber pasado dos años sin saber qué hacer, mientras se ganaba un poco de dinero extra en el negocio familiar, había decidió retomar los estudios universitarios matriculándose en la misma carrera.

Él se sentó junto a ella en la biblioteca. Se miraron y sonrieron. Luego salieron juntos y la invitó a tomar un café. Aceptó. También aceptó el cigarrillo que le ofreció. Se pasaron el resto de la mañana hablando de sus vidas. Cuando quisieron darse cuenta se habían fumado el paquete entero de tabaco y no habían asistido ni a una sola clase.

 

 

Ya iban a cerrar cuando escuchó el tintineo de la puerta que se abría. ¿Quién será ahora?, se dijo. Seguro que algún cliente rezagado. ¿No sabrán leer el cartel de la puerta con el horario de cierre? No podía ser su madre que había llegado cinco minutos antes acompañada de una amiga y hablaban en la parte de atrás con Eva.

Abrió la puerta sin mirar a la figura que se veía tras el cristal. Andrés Salgado dio un paso atrás con expresión risueña.

—Hola —afirmó sonriendo— ¿Ya está cerrado?

Se puso nerviosa. No pudo evitarlo. A quien menos pensaba encontrar al otro lado de la puerta era a Andrés.

—Pasa —acertó a decir.

—He estado pensando en ti y he decidido venir a visitarte. Espero que no te importe.

—¿Eh? No, claro que no…

Unos pasos se acercaron. Eva fue la primera en asomar.

—¿Ha venido alguien? —preguntó irrumpiendo en la estancia.

Los dos se miraron y se reconocieron.

—¿Andrés? —afirmó a modo de pregunta.

—Hola, Eva. Cuánto tiempo.

Ninguno de los dos se acercó. Solo se miraron. Lilian también los observó. Se produjo un incómodo silencio. Fue entonces cuando apareció Ángela, la madre de Lilian con su amiga Teresa. Si Eva se había sorprendido al ver Andrés, Ángela se quedó de piedra.

—¿Te acuerdas de Andrés? ¿Verdad, mamá?

Lo miró boquiabierta primero, para contestar después con una sonrisa.

—Claro que me acuerdo. ¿Có… cómo estás? Encantada de verte.

Él le tendió la mano. No hubo ninguna familiaridad en aquel saludo. Lilian tuvo la certeza de que su madre fingía. Era evidente que no se alegraba de ver de nuevo a su antiguo amigo. Lilian vio cómo su madre clavaba la mirada en ella.

—Nos encontramos en el tren —afirmó—, el otro día…

Nadie dijo nada. Notó nerviosismo en Andrés que se volvió para mirarla. Parecía desconcertado sin saber muy bien qué hacer. Lilian decidió por él.

—Ven, Andrés. Te enseñaré la tienda.

Se acercó a la escalera para subir al piso de arriba y él la siguió. Fue lo único que se le ocurrió para escaparse de las miradas inquisidoras de su madre. No tardó en oír cómo se cerraba la puerta. Se asomó por la barandilla y vio que los habían dejado solos. Respiró aliviada.

—Lo siento —dijo él—. No pretendía causarte problemas.

Ella negó con la cabeza.

—No hay ningún problema, Andrés. Ninguno.

 

 

Hacía tiempo que las cosas no iban demasiado bien entre el matrimonio, pero desde que había empezado a trabajar con Eva, todo iba a peor. Y en las últimas semanas la distancia entre su marido y ella parecía insalvable.

Alfonso era un hombre serio, formal, a veces hasta demasiado púdico para el gusto de Lilian. Cada vez estaba más entregado al trabajo y desde que se había puesto como proyecto escribir sobre técnicas de arquitectura se encerraba durante horas en su estudio ensimismado de tal manera, que parecía estar en otra galaxia, sin acordarse de que ella vivía en la misma casa.

Una de esas noches en que permanecía absorto ante la pantalla del ordenador, le abordó sin reparo y se desabotonó la blusa mientras intentaba sentarse en sus rodillas. Él se enfadó, se sintió incómodo y le dijo que se fuera porque tenía que seguir trabajando.

—Iré cuando termine. Ahora, vete.

Lilian se enfureció y salió dando un fuerte portazo sin decir nada. Más tarde se dirigió al salón y encendió la tele. Se entretuvo viendo una película antigua. Cuando llegó a la cama casi dos horas después, fue consciente de lo sola que se encontraba.

Ni siquiera se enteró cuando cerca de la dos de la madrugada, él entró en la habitación. Estaba profundamente dormida como casi todas las últimas noches en que cada vez Alfonso se acostaba más tarde.

 

 

Después de visitar toda la planta de arriba hicieron lo mismo con la de abajo. Andrés mostró interés por muchos de los artículos expuestos a la venta, sobre todo por un antiguo reloj de bolsillo que aún funcionaba y que databa de mil novecientos catorce.

—Es precioso —comentó—. Pero demasiado caro.

—Si te interesa, puedes hablarlo con Eva. Ella es la jefa.

—Lo pensaré.

Antes de salir de la tienda, Andrés pensó en proponerle una comida juntos, pero desconocía los planes de Lilian. Estaba dudando si decírselo cuando ella lo hizo por él.

—¿Nos vamos a comer? Alfonso tiene uno de sus innumerables compromisos de trabajo y no lo veré hasta la tarde.

—Invito yo —dijo como respuesta.

—Por supuesto que esperaba que lo hicieras —bromeó Lilian—. Además, me debes una…

Él la miró sorprendido.

—La última vez que nos vimos hace, creo recordar, diez años, prometiste que me llamarías para invitarme a cenar y ya es hora de que cumplas tus promesas.

—Hum… No lo recuerdo. Pero si tú lo dices, estaré encantado de invitarte. Aunque no sea una cena ¿vale una comida? —preguntó él acercándose e inclinándose hacia ella.

—Claro… —contestó ella al tiempo que dejaba escapar una risita nerviosa—. Vale una comida.

—Entonces no puedo negarme. Las promesas hay que cumplirlas.

Caminaron despacio hasta un restaurante italiano que estaba dos calles más abajo. ¿Por qué le alteraba tanto estar a su lado? Cuando por fin se sentaron a la mesa, Lilian notó que le temblaban las rodillas. Andrés Salgado seguía perturbándola muy agradablemente. No sabía si eso significaba algo bueno o malo, pero estaba encantada con la situación, más cuando levantó la vista de la carta del menú y lo encontró observándola.

—¿Ya sabes lo que vas a pedir? —preguntó Lilian.

Él sonrió. Veía en ella los rasgos tiernos y dulces de siempre. Sintió una infinita ternura. Podría cerrar los ojos e imaginarse cada uno de sus gestos al hablar, al reírse, al mirarlo… era Lilian, su Lilian…

 

 

 

 

 

 

02

 

 

 

Ángela estaba terminando de recoger la cocina cuando pensó en llamar a Lilian para invitarla a cenar al día siguiente, viernes, junto a Alfonso. También invitaría a su otra hija, Claudia, que aunque no se había casado aún, vivía con su novio. Tanto ella como su marido esperaban que decidieran formalizar la situación de una vez, ya que llevaban varios años de relación. Su otro hijo, el segundo de los tres, Nicolás, residía desde hacía años en Tenerife.

Todavía no le habían dado nietos y estaba deseando que alguno de sus vástagos tuviera descendencia.

Pero Nicolás no parecía estar por la labor pues solo llevaba casado un año y medio. Y tanto él como su nuera, Andrea, no tenían ninguna prisa. A Claudia, la más pequeña, sin trabajo estable, pues aunque había estudiado enfermería, solo la llamaban para sustituciones, y con veintitrés años, ni se le pasaba por la cabeza la idea de ser madre aún, así que su única esperanza era Lilian, pero no había conseguido quedarse embarazada. Sabía que tanto ella como Alfonso deseaban niños, y lamentaba que no hubieran podido ser padres todavía. Puede que ahora que ya estaban establecidos y habían dejado de viajar de un lado a otro, tuvieran más suerte.

Se dirigió al salón donde su marido, Santiago, dormitaba en una de las butacas. Tenía tres años más que ella y se había jubilado hacía unos meses. Ahora le daba por hacer maquetas de barcos, y leer toda clase de periódicos, aparte de entretenerse durante horas con el canal de deportes de la televisión.

Santiago abrió los ojos al escuchar a Ángela descolgar el teléfono.

—Voy a llamar a las chicas para que vengan a cenar mañana. Eso si no tienen planes —exclamó en voz alta.

Su marido no dijo nada, lo que significaba que estaba de acuerdo. Ángela se puso las gafas de cerca para mirar la agenda, aunque sabía los números de memoria.

—¡Vaya! Liliana no contesta…

A su marido le resultó extraño que la llamara por su nombre completo. Para ellos siempre había sido Lilian. Dedujo que su mujer estaba molesta o preocupada por su hija mayor, ya que solo en esas ocasiones utilizaba todas las sílabas para nombrarla.

Después de unos minutos consiguió hablar con Claudia, que se mostró encantada con la invitación de su madre. Luego marcó de nuevo el número de Lilian pero siguió sin dar respuesta.

—¿Por qué no la llamas al móvil? —preguntó su marido.

Así lo hizo. Ángela ya iba a colgar cuando por fin escuchó la voz de su hija.

—¿Mamá?

—Te he estado llamando a casa. Pensé que comerías allí…

Lilian pareció titubear al responder. No se oía bien. Había mucho ruido a su alrededor. Ángela no pudo distinguir con claridad sus primeras palabras pero lo último que entendió casi hubiera preferido no escucharlo.

—Es… estoy comiendo… sí… estoy… con… con Andrés.

El silencio de su madre no dejó a Lilian la menor duda de que su respuesta no le había gustado.

—¿Mamá?

—Te llamaré más tarde. Cuando estés en la tienda…

Colgó molesta, dejándola sin palabras.

Santiago la conocía tan bien como para percibir por la expresión de su rostro que estaba enfadada.

—¿Qué pasa? —preguntó— ¿Hay algún problema?

Se levantó airada del sofá y lo miró con cara de disgusto.

—Espero que no, Santiago —suspiró mientras él la miraba sin comprender por encima de las gafas.

—Se trata de Andrés.

—¿Qué Andrés? —inquirió sin dejar de mirarla.

—Aquel muchacho que fue medio novio de Lilian, creo, porque nunca llegué a saber qué había entre ellos.

Él se quedó pensando.

—Ah, sí. Lo recuerdo. Se pasaba el día aquí.

—Pues ha vuelto, y no me gusta. No me gusta —exclamó mientras recogía la taza vacía que su marido había dejado sobre la mesa.

Santiago ahora sí puso cara de no entender nada.

—¿Ha vuelto a dónde?

Su mujer movió la cabeza con indignación.

—Aquí, y ahora está comiendo con tu hija. ¿Qué te parece? —preguntó cruzando los brazos sobre el pecho.

Se encogió de hombros.

—¿Qué me tiene que parecer?

—Hoy lo he visto en la tienda, y no me gustó cómo se miraban. Los dos… Lilian está casada. No tiene por qué ir con él a comer ni a ningún sitio.

Su marido refunfuñó algo que ella no logró entender, pero viendo su gesto de desaprobación fue capaz de intuir que estaba de acuerdo con ella.

—Hablaré muy seriamente con Lilian. En cuanto pueda —dijo Ángela en tono amenazante—. No me gusta nada este asunto, pero nada.

Salió del salón y volvió a la cocina a terminar de recoger.

Ángela había visto con muy buenos ojos a Alfonso desde el momento en que su hija se lo presentó. Le gustó como novio y ahora mucho más como marido. Era un hombre culto, educado, inteligente, con futuro prometedor y sin duda, un buen esposo. También estaba segura de que sería un buen padre. Puede que fuera reservado, eso no podía discutirlo, a veces demasiado serio, pero era decente y digno de admiración. Era muy atractivo. Claro que Andrés también lo era… y sabía que Lilian había estado muy enamorada de él. Recordaba perfectamente cómo en aquellos años de universidad, el chico era el centro de su universo, y no daba un paso sin su amigo del alma. La había visto ilusionada, feliz, pero también derramando alguna que otra lágrima, y sufriendo por él. Más, cuando el joven decidió irse a Londres y fueron perdiendo el contacto.

Le conoció alguna que otra pareja, pero nada serio, aparte de Felipe. Como madre le aconsejó que se olvidara de Andrés para siempre y aunque Lilian intentaba convencerla de que ya no pensaba en él, nunca pudo engañarla. Pero era ley de vida. Pocas veces un amor tan fuerte como el que su hija había sentido por Andrés era correspondido. Ella lo sabía muy bien. Al final cuando empezó a salir con Alfonso, intuyó que había encontrado al hombre perfecto. Se había casado por propia voluntad. Nadie la había persuadido para hacerlo. Su yerno era lo que toda madre aspiraba para una hija. Además hacían una estupenda pareja. En el momento que Dios les concediera el anhelo de su primer niño, formarían una familia perfecta.