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LA VERDAD SOBRE

LOS ATENTADOS DE MARZO

Carlos María Vela

© La verdad sobre los atentados de marzo

© Carlos María Vela

ISBN ebook: 978-84-686-0429-9

Impreso en España / Printed in Spain

Editor Bubok Publishing S.L.

Para Takeshi, Mamen, Alex y María

INDICE

Capítulo 1, La verdad sobre los atentados de marzo. Primera parte. Giulia y el pecado

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18, Segunda parte, El Santo Oficio, la Sentencia y otras Verdades

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

LA VERDAD SOBRE LOS ATENTADOS DE MARZO

Primera parte

GIULIA Y EL PECADO

Capítulo 1.-

Conocí a Giulia una tarde de Octubre lluviosa y gris. Aunque Madrid no es una ciudad de temporales abundantes, cuando la borrasca del Atlántico cruza la península de Oeste e Este, la capital difícilmente se libra de algún buen chubasco. Con frecuencia, tales chubascos son más o menos persistentes y, como ocurrió aquel día, cuando no diluviaba, caía chirimiri, llamado también urballu, o lluvia fina (al igual que determinada estrategia política), estilo de precipitación frecuente en el norte de España. En esas jornadas húmedas, la ciudad tiene otro matiz, tal vez más triste, pero en los edificios resaltan sus tonos blancos de piedra, los contrastes de colores se hacen más fuertes y Madrid luce más y mejor de lo habitual, sin que esto sea desmejorar su imagen corriente. Lo malo en esas fechas es el abundante tráfico, que, bien sea porque los ciudadanos prefieren el coche a los transportes públicos, o porque los conductores se comportan más prudentemente, los atascos se multiplican en sus avenidas. También es cierto que el vocerío de las gentes en las calles se amortigua en favor del murmullo del agua sobre el asfalto, mientras los ciudadanos corremos a refugiarnos para que no se nos moje la chaqueta mas allá de lo prudente. Eso hice yo a la salida del trabajo en una determinada ocasión, para evitar el diluvio que caía vehementemente cuando pretendía tomarme un café a la salida del trabajo y salí corriendo hacia un bar próximo.

Me sentía bien, no estaba cansado de mi jornada laboral, pero tampoco relajado, porque dando clases a un grupo de jóvenes adolescentes en un instituto, resulta difícil evitar la tensión que ellos llevan encima que, por fuerza, te trasmiten. Intentaba cambiar el chip, como ahora se dice, para centrarme en mis cosas y alejarme radicalmente de la rutina diaria. En esos momentos centraba mi atención un interesante libro que tenía entre manos en horas libres y que me esperaba en casa para mi esparcimiento solitario. Personalmente ya tenía superados los problemas sentimentales, aunque en el fondo de mi ánimo subyacía el vacío de esa soledad difícil de superar cuando tienes algunos años sobre las espaldas y vives en forzada soltería. Mi vida, pues, transcurría monótona sin más sobresaltos que los propios de la vida docente y algún que otro contratiempo político, pues mi interés por lo público me tenía muy pendiente de los avatares sociales y de la evolución de la gobernanza del Estado, a la que le veía una deriva totalitaria bastante acusada desde que el Sr. Aznar ocupaba la presidencia del gobierno, con mayoría absoluta en la Cámara legislativa.

En defintiva, aquella tarde lluviosa me introduje en aquel establecimiento que conocía bien aunque lo frecuentaba poco, el bar Granada.

Era un barucho insignificante de esos que regenta una familia, sin personal contratado, al que van siempre los mismos parroquianos. Tal vez los más asiduos a él fuésemos los profesores del instituto, seguramente por su proximidad. Otro bar cercano estaba, tal vez, mejor puesto, con mejores suministros, pero era más caro y menos familiar. Por las tardes era frecuente ver en alguna mesa a jubilados jugando al dominó, a pesar de que el tipo de mesas que tenía no eran las más apropiadas para ese juego, el raylite no suena como el mármol cuando se abre la partida con un golpe del seis doble, o cuando alguno de los jugadores la cierra con un manotazo sobre la mesa cogiendo al contrario con una ristra de fichas entre las manos que suman la tira de puntos.

En las estanterías destacaban las botellas más apropiadas para las demandas de sus clientes típicos: el coñac Carlos I de los carajillos mañaneros para las frías madrugadas, anís o Pernod para degustar por las tardes mientras las fichas de dominó se mezclan para el reparto, una pequeña cafetera para atender la demanda más habitual de un bar y el grifo alto que echa a chorro las cañas del aperitivo.

Teniéndolo tan cerca de mi lugar de trabajo al que acudía a diario, hubiera sido difícil que, por una u otra razón, no entrase en él de vez en cuando.

Al entrar ese día, la vi inopinadamente, sentada en un taburete de aquel lugar cutre próximo al instituto, lugar en el que ella resultaba una extraña, porque parecía como inapropiado para su estilo, con sus mesas de raylite y sillas de aluminio dentro de un espacio angosto y una barra que se introducía alargada hacia el interior. Lugar poco elegante, desde luego y, en general, más apropiado para trabajadores de paso, como yo, que acostumbramos tomar algo rápido para reparar fuerzas, o esperar ahí a un amigo. La barra, como dije, irrumpía perpendicular desde la entrada hacia el interior del local y casi me tropecé con la desconocida, pero deslumbrante, señora, al adentrarme desde la puerta, porque ella estaba situada allí mismo, cerca de la entrada, bella, tomándose un café tranquilamente y leyendo un largo papel escrito por ambos lados que sostenía con una mano.

Me sonaba su aspecto, era posible que tal vez la viese con anterioridad en alguna otra ocasión. Desde luego sería de pasada, porque dudo que no me hubiese detenido, aunque solo fuese unos segundos, en poner atención a su interesante y atractivo aspecto. Como en un flash fotográfico, advertí enseguida que se trataba de esa clase de mujer cuya hermosura te pone difícil que puedas retirar la mirada de su imagen. El perfil de su cara, con un mechón de pelo sobre la frente y un cutis blanco y fino, me llamaron especialmente la atención. También su espalda, recta desde el cuello a la cintura cubierta por una chaqueta fina que caía sobre la banqueta del taburete, resultaba muy llamativa. Las piernas, en escuadra, reposaban en el aro del pedestal y los tacones de sus zapatos se hundían detrás del mismo aro de forma que sus pies se apoyaban con el puente que forman los tacones con la suela. El pelo negro, como revuelto, mostraba un cuidadoso peinado difícil de definir. No lo tenía largo, ni corto, pero el aspecto abundante del cabello adornaba su cabeza despejando la cara lo suficiente como para que resaltara su fina piel delicada y blanca, poco afectada por el paso del tiempo, a pesar de que se veía enseguida que su edad rondaría por encima de los cuarenta años.

Quité mi vista de ella un instante en el momento de trasladarme hacia la zona interior del local, y mientras la mujer leía el documento, se le resbaló el bolso que tenía apoyado sobre sus rodillas y cayó al suelo delante de mí haciendo un ruido sordo. Casi instintivamente, me agaché a recogerlo al tiempo que ella intentaba bajar del taburete poniendo un pie en el piso. Antes de que se moviera de su asiento, ya tenía yo en mi mano su bolso negro y grande que resultó algo más pesado de lo normal, cualquiera sabe la de objetos útiles e inútiles que llevaría adentro, como todas las mujeres. Al levantarlo vi que, de su interior, se había salido el lápiz de labios, así que aproveché y lo cogí, de paso, con la otra mano.

Muchas gracias, se adelantó a decirme.

Noté que la “c” de gracias la arrastraba un poco, de modo que pensé enseguida que debía ser extranjera.

No hay de qué, le contesté con una leve sonrisa mientras le entregaba el bolso y percibía unos ojos verdes y grandes que consumaban la belleza de su cara.

En ese fugaz instante vi, con agrado, que ella también me sonreía amablemente.

A las mujeres nos cuesta más reaccionar, comentó sin dejar de sonreír. Entre la falda estrecha y los tacones altos, resulta que tenemos los movimientos algo disminuidos.

Hablaba muy bien el español, pero tenía el tonillo cantarín y dulce de los italianos. Con mi otra mano le entregué el lápiz de labios sin dejar de mirarla a los ojos, sorprendido de su bello aspecto y de su gesto radiante.

¡Ah! Comentó simpática como sorprendida, un detalle importante para el adorno femenino...

Vd. no necesita adorno, respondí automáticamente sin intención de hacer un cumplido, sino como una verdad que me salía espontánea del convencimiento irreflexivo de lo que expresaba. Enseguida presentí en ella un carácter abierto que, lejos de mantener la seriedad de las que no hablan con desconocidos, me miraba sinceramente, agradecida por la ayuda que acababa de recibir.

De nuevo con su linda sonrisa, me volvió a dar las gracias. Luego comentó por su parte:

Creo que le conozco, al menos de vista. ¿Trabaja Vd. en el instituto?

Ciertamente, soy profesor, puede que nos hayamos visto alguna vez porque a mí me “sonaba” su cara.

El mes pasado estuve en las oficinas inscribiendo a mi hija, es posible que le viera allí. Soy buena fisonomista.

El instituto era el edificio antiguo donde yo trabajo desde hace muchos años que está ubicado enfrente del bar Granada. Es un inmueble antiguo, pero bien conservado y debidamente actualizado para su dedicación presente. Ese día yo había salido de él después de una jornada que se me había hecho algo larga. Aunque no solía tomar café después del trabajo, es decir a media tarde, en aquella ocasión me apetecía despejar mi mente con un sencillo estimulante, por eso, afortunadamente, me había adentrado en el local.

Estará Vd. esperando a su hija en tal caso ¿No?, le pregunté aprovechándome de su buen talante.

Si, desde luego, contestó otra vez con simpatía. Le dije esta mañana que cogiera alguna prenda para la lluvia, pero ya sabe como son los críos... se le ha olvidado en casa y me ha tocado abandonarlo todo para venir a recogerla y evitar que se moje, porque luego se constipa y es peor. Ella resulta un poco frágil en esto. Los descuidos de los hijos tenemos que suplirlos los padres.

Mientras yo pedía el oportuno café, le pregunté si quería tomar algo, pero rehusó. En ese momento sonó su teléfono móvil y lo cogió enseguida.

Si, hija, estoy aquí, en el café de enfrente. No te muevas de la puerta que salgo a por ti, un besito.

Habló en su correcto español, y no en italiano, posiblemente como una atención hacia mí mostrándose como persona bien educada.

No me permitió que le pagara su consumición y con buenos modales, se despidió de mí saliendo del local mientras abría un paraguas azul con florecillas blancas muy original.

Creo que ni la buena educación de mi parte pudo evitar que me girara y estuviera mirándola desde mi asiento, en el taburete de la barra, hasta que desapareció del ángulo visual. Era alta, aunque no demasiado. Con los tacones, no muy elevados que llevaba, pudiera estar en los uno setenta o algo más. De espaldas tenía un cuerpo perfecto, resaltado por ropa cara y elegante que le sentaba de maravilla. O tal vez fuera ella la que le sentara bien a la ropa. Pero, sobre todo, en mi memoria quedó gravada la imagen de sus facciones, de la finura de su rostro y de unos ojos verdes increíblemente hermosos y expresivos. En los breves minutos de charla que mantuvimos, sus pupilas indagaban profundamente y mostraban una mirada enigmática con gesto vivo, a veces irónico, incluso alegre, si era el caso, acreditando un perfecto saber estar.

Cuando la perdí de vista a través de los cristales de la puerta, quedé pensativo unos instantes. Es más, quedé con una especie de particular recuerdo de aquella mujer que mostró tan acusada personalidad, algo así como cuando ves una obra de arte y te dura cierta sensación de complacencia durante un tiempo. Y la verdad es que apenas hablé unas palabras con ella, pero, resultó que, además de apuesta, se mostró simpática y, haber ver visto tan cerca su rostro y sus maneras, era como haber contemplado una visión extraordinaria.

Lentamente me bebí a sorbitos el café que me acababan de servir. Degustaba su sabor más que otras veces y, entonces, aún ensimismado, escuché una voz amiga a la espalda. Era mi compañera de trabajo Ana, escoltada de Carmela, una segunda compañera. Con aquella tenía una buena amistad y gran confianza después de muchos años trabajando juntos en el Instituto, compartiendo problemas y alegrías.

¡Hola Paco! ¿qué haces aquí tan pensativo? Has terminado pronto ¿no?. Dile lo que estas pensando a tu buena amiga...

La miré con una sonrisa melancólica, pero no contesté. Ella insistió.

¿No me lo vas a decir? ¡Cuéntame tus tribulaciones!, dijo poniéndome la mano en el hombro, te he visto reflexivo y perdido en el tiempo.

Solté una carcajada ante la ocurrencia de mi compañera y me decidí a contestarle. En realidad me apetecía:

Acabo de pasar un rato..., bueno, por desgracia, solo un ratito... muy agradable.

Ah ¿si? ¿Y eso?

He estado hablando con una señora guapísima y simpatiquísima.

¿Aquí mismo? A ver, cuenta, cuenta, veamos que cosas te pasan.

Le expliqué brevemente lo que me había ocurrido minutos atrás, porque Ana, como digo, era una vieja amiga con la que me unía una gran amistad. Ella conocía mi vida y mis problemas, si no recientes, de hacía unos años, porque, además, también su marido era uno de mis mejores amigos. Con los dos compartí los difíciles días de mi separación matrimonial. Su generoso afecto y su compañía me los hicieron algo más llevaderos.

Después, me dijo abiertamente:

Pues nada, a por ella. Necesitas una relación femenina, que estás siempre muy solo.

Bueno, en realidad no se si la volveré a ver en mi vida de nuevo. Solo sé de ella que tiene una hija de unos quince años que estudia con nosotros en el Instituto, de modo que cabe suponer que está casada, lo que resulta un inconveniente añadido al hecho de que no sé ni su nombre ni su teléfono ni su domicilio ¿Crees que tengo algún futuro con tales antecedentes?

Dios sabe, Dios sabe, contestó Ana mientras su amiga Carmela sonreía a su lado, a lo mejor te la encuentras en la calle, o la esperas otro día a la puerta del instituto.

También podríamos averiguar donde vive y su teléfono en la ficha de su hija... comentó Carmela en tono animoso.

No sé quien es la niña, tampoco iba con ella en ese momento. En fin. Solo ha sido un episodio, o tal vez un espejismo. Pedir vuestro café o lo que os parezca que me voy a casa.

Cuando me daba la vuelta, Ana me cogió del brazo y en tono maternal me dijo:

Tómate en serio eso de encontrar pareja, que te veo un poco triste.

No creas. Hace tiempo que superé lo del divorcio y ahora estoy convencido de que hicimos lo que teníamos que hacer. Por lo demás, solo llevo una vida algo aburrida. Nada más.

Pues por eso. De todos modos no dejes de lado mi consejo, insistió Ana.

Lo tengo en mente, Ana, en serio, pero no creas que es fácil. A mis cincuenta y dos años ya no estoy para juntarme con cualquiera y, por otro lado..., comenté con una sonrisa en los labios, tampoco cualquiera quiere juntarse conmigo, ya soy mayorcito.

Eso es una tontería. Estás muy bien y puedes encontrar un montón de mujeres que estarían encantadas con “cargar” contigo... Claro que, no te hagas ilusiones de una jovencita. Tampoco sería adecuado... Los hombres siempre miráis muy hacia atrás en estos casos.

Vale, vale, dije marchándome mientras le daba un golpecito en el hombro, no me des más consejos de mama. Hasta mañana.

Me hubiera gustado quitarme de la cabeza a la señora italiana, pero aquella noche dormí pensando en ella y lo primero que me vino a la mente al día siguiente, al despertarme, fue su recuerdo. Y lo peor resultó ser que, al terminar el trabajo, no pude evitar acercarme al café donde la encontrara la tarde anterior, a ver si había suerte. Repetí, pues, la maniobra y terminé tomando un cortado que ni me apetecía. Ella no apareció, lógicamente, no tenía siquiera la coartada de la lluvia porque hacía un día otoñal precioso, así que, sumido en la decepción, me marché de allí convenciéndome a mí mismo de que aquello de regresar al bar Granada había sido una estupidez que no debería volver a cometer.

Y, efectivamente, en las tardes sucesivas seguí la rutina de siempre, sin tonterías. Cuando finalizaba mi jornada, o bien me entretenía hablando con algún compañero, o me iba a coger el autobús para regresar a casa, prepararme y dar un largo paseo casi gimnástico. Nada de “jogging”, eso es cosa de jóvenes sobrados. Yo me limitaba a andar por una avenida amplia y arbolada meditando sobre mis cosas, recordando mis lecturas o, si la situación política lo merecía, escuchando las noticias en la radio de mi teléfono móvil.

Porque en esos tiempos, la política estaba removida. Las elecciones estaban a cinco meses vistas y las perspectivas de cambio de gobierno eran posibles. Muchos españoles estábamos hartos de la política prepotente y de tintes autoritarios que se gastaba el Presidente Aznar, hombre acomplejado cuando era pretendiente al gobierno del país y, luego, auto-convencido de su propia excelencia, milagrosamente sobrevenida desde que ganó, con mayoría absoluta, a un partido socialista desvencijado. Pero la democracia es otra cosa, o, al menos, pienso yo que debe ser otra cosa. Cuando hacíamos política anti-franquista en la universidad, no creíamos que en la democracia futura que soñábamos, se utilizarían las mismas armas manipuladoras de los ciudadanos, las mismas mentiras sin escrúpulos que se gastaba el franquismo y, sobre todo, esperábamos que existieran unos principios mínimos de lealtad con el Estado y con las demás fuerzas democráticas. Esperábamos, sobre todo, que la política no volviera a estar dividida entre amigos y enemigos. La frase “enemigos de la patria”, tan usada por Franco, creíamos que quedaría desterrada del vocabulario político definitivamente. En una democracia donde las leyes y la Constitución se hacen entre todos, o, al menos, por la mayoría, la impugnación nominal de la oposición con la palabra enemigos, sobra. Sin embargo, desde que había llegado a la política ese ciudadano, o bien se llamaba enemigo a todo el que no comulgaba con él, o se le trataba como tal negándole hasta la palabra. La buena fe y la consideración mutua parecían haber desaparecido del plano político. Todo vale con tal de conservar el poder, o de conseguirlo.

De nuevo, una tarde que resultó lluviosa, no pude reprimir mis ilusiones y me acerqué al bar de enfrente del Instituto por si a la hija de la señora italiana, se le hubiese olvidado el impermeable, el paraguas o el abrigo. El tiempo empezaba a ser frío en Madrid, como suele ocurrir a mediados de Noviembre. Sin duda por eso, era probable que la muchacha saliera de casa precipitadamente sin abrigarse, con riesgo de pasar frío o mojarse con la lluvia. Pero como era lógico, quedé decepcionado otra vez. Y me hice el firme propósito de quitarme de la cabeza aquella obsesión juvenil, esa atractiva mujer con la que soñaba despierto sin un mínimo de sentido del posibilismo estadístico. Una belleza así, casada, con una familia y quien sabe qué otras relaciones que no podían faltarle si ella, simplemente, se lo proponía, ¿cómo me iba a otorgar la remota posibilidad de conocerla y de tratarla? Pero, inexplicablemente, a mí se me había infiltrado en la mente una especie de pasión romántica por ella totalmente infantil.

Mi amigo Luis Álvarez, era profesor en el mismo Instituto que yo. Ostentaba el cargo de director del centro y profesor de literatura. Era, también, un gran admirador del poeta Antonio Machado y especialista en el personaje. Había escrito un pequeño libro acerca del encaje literario de Don Antonio entre el modernismo y el simbolismo, que, teniendo similitudes, no son del todo una misma corriente. En alguna ocasión, cuando hablamos de temas sentimentales, me decía: no te quejes, Don Antonio fue un desdichado en amores, no solo por la desgracia personal sufrida con su esposa, sino porque, según creo yo, era un gran tímido. Hay que ver cómo es la naturaleza de injusta en sus repartos y equilibrios. A unos les da mucho de algo y muy poco de otras cosas, un hombre con tal sensibilidad poética, y, sin embargo, que poca gracia tenía con las mujeres. Tal vez fuera feliz con su don poético, pero en lo humano, me temo que debió ser un melancólico solitario y triste. Y no creas que la literatura da felicidad. Al contrario, es una de esas materias donde nunca está uno satisfecho con lo que hace, siempre se aspira a más.

Luis era un solterón castellano. Pero yo nunca le preguntaba por su soltería. Procedía de tierra de Burgos y en el Instituto de esa capital pasó los años de su juventud como profesor de literatura, hasta que decidió trasladarse a Madrid. Tras varios años de simple profesor, en los tiempos finales de la UCD fue designado Director del centro, nombramiento que se ganó por méritos propios, pues era un hombre preparado, buen profesor y con gran ascendiente entre sus colegas. Como buen técnico en su materia, escribía artículos sobre literatura en revistas y periódicos. También tenía escritos algunos libros sobre temas literarios

En aquel entonces lejano, con la transición democrática reciente, era un hombre de centro —políticamente hablando— y su buen tacto y escrupulosidad en el trato con los demás, lo habían mantenido en su cargo, aunque hubiesen otras ideologías en el poder, sin ningún tipo de disputas ni incidentes con nadie que no fueran los propios del trasiego corriente en un centro de enseñanza. Y a pesar de que, en los últimos años, había dejado de ser fácil el trato con algún tipo de alumnos y algún tipo de padres, incluso con algún tipo de autoridades académicas, continuaba en su puesto sin debilidad ni cansancio.

Una de esas tardes en que yo que me quedaba a departir con los compañeros al final de la jornada, apareció Luis por el claustro de profesores algo apresurado y me dijo un poco jadeante:

Ay, por fin te encuentro, quería decirte una cosa.

Le di unos golpecitos en la espalda para que descansara y quedé expectante respecto a lo que me tuviera que contar.

Este verano, dijo aún no sosegado del todo, me designaron miembro de un jurado en un premio literario, creo que lo sabes. El próximo viernes está señalado el acto de desvelar los nombres de los ganadores, con cena y presentación solemne incluidas, todo ello en un céntrico hotel. Me han enviado dos invitaciones para que asista, lo que es lógico, es decir, una para mí y otra para mi esposa. Pero como tu sabes, esposa no tengo, de modo que he pensado que podría contar contigo para que me acompañes.

De esposa, ¿no?

Bueno, no seas guasón. De simple acompañante mío, si es que no tienes nada mejor que hacer. Me gustaría que vinieses porque no se si voy a conocer a alguien allí de confianza, aparte de que puede ser entretenido. En cualquier caso, espero que nos den bien de cenar y conozcamos a gente interesante, supongo que habrán escritores, críticos y gente de la cultura. En fin, que puede ser atractivo el acto. Y si no lo es, te aguantas y lo haces por mí.

Me lo has puesto tan fácil que no puedo negarme. Si me niego dirás que no soy un buen amigo y todas esas recriminaciones que a veces me haces, así es que ¿qué crees que puedo contestar?

Vale, muchas gracias. Y ahora me voy que tengo cosas que hacer.

Cuando salía del claustro con el mismo apresuramiento que llegó, me dijo desde la puerta:

¡Ah! A ese sito hay que ir con corbata ¿de acuerdo?

¡Si me lo llegas a decir antes te digo que no voy! La mañana del viernes quedaremos.

Capítulo 2.-

El único traje decente que tenía para ir al acto al que me había invitado mi amigo Luis, era uno de cinco años atrás que me hice para asistir a la boda de un pariente. Apenas me lo puse en otra ocasión desde entonces, pero le iba bien a la camisa sobre la que tenía que ponerme una de mis escasas corbatas. Y no es que a mi no me guste ponerme de chaqueta y corbata, sino que resulta más cómodo trabajar en el Instituto con un jersey y entrar y salir con un chaquetón como prenda de abrigo en invierno, o con una simple camisa cuando hace buen tiempo. Suelo usar, también, chaquetas de sport, pero, en lugar de corbata prefiero utilizar una bufanda. Que nadie piense, no obstante, que estoy haciendo la descripción de un tipo desastrado. No lo soy y me gusta mostrarme con ropa decente y bien cuidada, pero en estos tiempos parece que cada trabajo requiere su indumentaria. En el instituto quedaría como demasiado aparatoso comparecer a las clases de los chicos de quince a diecisiete años vestido como un ejecutivo. Creo que resulta más pedagógico presentarse cercano a ellos y, según la moda actual, aparecer algo pobretón antes que usar ropas formales, ello a pesar de que, en la mayoría de los casos, las ropas informales suelen ser de marcas acreditadas más caras que las otras, cuestión siempre a considerar.

El asunto es que aquel día me vestí algo así como de punta en blanco, si bien, como luego comprobé, mi traje nuevo quedaba un poco “demodé”. La chaqueta llevaba dos botones en lugar de tres y los pantalones eran algo más anchos y con caída diferente a lo que entonces se llevaba. Pero, en líneas generales, no desentonaba demasiado, aunque sí respecto a algunos figurines que luego llegaron y que vestían a la última moda con trajes a medida. Mi ropa era de “pret a porter”, pero, por decirlo todo, de cierto nivel. Y por las comparaciones que hice después sobre el terreno, estoy seguro que nadie miró con menosprecio mi vestimenta. Además, mi figura, a pesar de la edad, se conserva bastante en línea. No tengo apenas tripa, no estoy del todo calvo y mi rostro apenas presenta arrugas, bueno, las justas, de modo que mi propio autoestima en aquel día no tenía por qué descender ni un gramo.

Luis y yo quedamos en vernos a la entrada del hotel céntrico donde la ceremonia de los premios iba a celebrarse y, prácticamente, llegamos al mismo tiempo. Nos introdujimos en la antesala del comedor donde estaba anunciado el aperitivo y, tras saludar a algunas persona conocidas de Luis —compañeros del jurado y directivos de la editorial que publicaría el libro premiado—, deambulamos por allí tomando alguna copa con aperitivos variados, incluso con jamón. Según los cálculos a ojo que hice por mi cuenta, considero que llegaríamos a ser entre doscientas cincuenta y trescientas personas. Cuando avisaron para que entrásemos en el comedor, vimos que en un panel aparecían las listas de distribución y colocación de los invitados, por lo que Luis se acercó precipitadamente a averiguar donde nos colocaríamos. Al acercarme a él, me cogió del brazo y apenas me permitió mirar.

Ya está visto, dijo arrastrándome al interior, estamos en la mesa tres.

Sin embargo pude ver claramente que la relación ponía, entre los ocho ocupante de nuestra mesa, con claridad, lo siguiente: Sr. D. Luis Álvarez Buendía. Y debajo: Sra. de Álvarez Buendía.

¡No te decía yo! Exclamé con sorpresa, ¡vengo de esposa!

Después, la cena estuvo bien, no podía quejarme, y la gente que nos tocó de compañeros de mesa, resultó de conversación agradable. A pesar de todo y contando con que los invitados éramos presumiblemente personas de buena educación, tal vez por las peculiaridades del local, o por el propio carácter de los españoles, se escuchaba un cierto griterío. En cualquier caso, la escena era colorista, con abundante luz y brillo, las señoras lucían sus mejores galas, como se suele decir en las crónicas de sociedad; los señores también, salvo algún pelanas como yo que no pudo comprarse un traje nuevo para la ocasión. Todo era bonito, agradable y deslumbrante más allá de la literatura. Era el momento del marketing, cuando las editoriales se vuelcan en el lanzamiento de una nueva obra seleccionada entre muchas con gran aparato propagandístico para que se acumulen las ventas, al menos en su inmediata presentación pública.

Si, por cualquier circunstancia, la conversación con el vecino de mesa decaía por un momento, echaba yo un ojo al personal a ver qué famosos o qué artistas pudieran haber sido invitados ¡está eso tan de moda!... Pero en una de esas miradas generales entre tantas cabezas, mi corazón dio un vuelco repentino. Tres mesas más allá de la nuestra me pareció ver un rostro conocido. Estiré el cuello cuanto pude aunque con la preocupación de no parecer fisgón y, efectivamente, era ella, la señora italiana, sentada en medio de dos hombres, uno algo más joven, pero, a su derecha, otro mayor que tenía pinta de ser su marido. Un ligero ramalazo de celos me llevó a fijarme en su acompañante antes que en ella. Se trataba de un tipo bien vestido y de buena presencia. Hablaba, no con ella sino con otra señora que tenía a su derecha, mientras que su esposa comía, con manifiesta satisfacción, una bocado de pescado que nos sirvieron de segundo plato.

Ni que decir tiene que, desde ese momento, ya no me sentí tranquilo en mi asiento. Me hubiese gustado levantarme enseguida a saludarla, pero, comiendo como estábamos, no hubiese sido correcto. Luis me hablaba de vez en cuando, pero, sumido en mi ansiedad, apenas me enteraba de lo que me decía. Al momento recibí un codazo de mi amigo y una recriminación justificada:

¿En qué piensas? ¿Es que no me escuchas?

Me vi, pues, obligado a darle una explicación y, como él conocía mi obsesión, desde ese momento los dos parecíamos unos bobos fisgones tratando de estirar el cuello con disimulo —posiblemente, sin conseguir disimular—, para tratar de ver a la italiana. Supongo que más de uno pensaría que éramos un par de indiscretos entrometidos.

El espectáculo siguió su curso. Terminada la cena, llegó el momento de desvelar la incógnita del premio y a Luis lo llamaron a la mesa presidencial. Se abrieron las puertas para que entrasen los periodistas, los fotógrafos y las cámaras de las televisiones. Por si algo faltaba al escenario editorial, aquello empezaba a parecerse a una apoteosis. Las luces de las teles enfocaban deslumbrantes, los flashes de las cámaras de fotos lanzaban destellos estelares desde cualquier penumbra del local, la efervescencia, la excitación y el colorido del momento eran espectaculares. El Secretario del Jurado, subido al pupitre del estrado donde estaban los micrófonos, abrió, por fin, un sobre cerrado que llevaba en la mano, pero, a causa de tanta luminaria apenas podía leer la cartulina que contenía el nombre del premiado. Finalmente se desveló el misterio y los invitados prorrumpimos en aplausos. El premio recayó sobre un conocido novelista del país —las editoriales los prefieren rubios— y el premiado subió al estrado y dijo unas palabras entre cultas y emotivas.

Empezaron las entrevistas, las declaraciones, los comentarios…, periodistas por aquí, periodistas por allá, personas de un lado para otro, conocidos saludándose, gente de la literatura aprovechando para conocer el mundillo y relacionarse, las autoridades políticas procurando hacerse ver, pero, sobre todo, procurando salir en las televisiones... etc. etc.

Por mi parte, pasada la vorágine y el momento álgido del acto, como quiera que, a pesar de lo interesante del espectáculo, en mi inconsciente lo que latía era la imagen de la italiana, con verdadera ansiedad, sin poder quitármela de la cabeza, eché una mirada hacia su mesa, en esta ocasión sin prejuicios ni reparos pues la gente se había levantado y cada uno se movía por donde le parecía y miraba a quien quería. La vi sentada hablando con otra señora y pensé que era el momento de acercarme a saludarla. No lo dudé.

Al ver que me aproximaba, tras un inicial gesto de extrañeza, se levantó amablemente y me tendió la mano diciendo:

¡Professore, come va! ¡Qué sorpresa verle aquí! ¿Como está Vd.?

Para mí también ha sido una sorpresa, contesté mientras le estrechaba la mano. No se si será oportuno que la salude ahora, pero estaba cerca y pensé que debía aproximarme a manifestarle mi alegría por volverla a ver.

Claro, claro, ha hecho Vd. muy bien, contestó con un gesto cortés, a mi también me alegra verle de nuevo. Aquella tarde me tuve que marchar precipitadamente a por mi hija y luego pensé que casi le había dejado con la palabra en la boca.

Nada de eso, Vd. tenía que recoger a la chica e hizo lo que debía hacer, me pareció muy bien...

Ella miró a su alrededor y vio que la señora con la que estaba hablando se había marchado, así que me dijo mientras se sentaba.

Siéntese, siéntese y hablemos un ratito, le repito que yo luego me sentí mal por haber salido tan deprisa aquel día, de modo que aprovechemos este momento en que no tenemos nada que hacer, ni nadie a quien recoger y charlemos un poco ¿Cómo va el instituto? Mi hija está muy contenta con sus nuevos amigos.

Bueno —contesté después de colocarme a su lado de la mejor forma posible para sentirme cerca de ella sin, desde luego, parecer impertinente—, los profesores procuramos que aquello sea un sitio civilizado donde los chicos y las chicas no se desmanden y aprendan lo más posible.

Como no podía ser de otro modo, enlazamos fácilmente una conversación superficial y pasamos un rato amable. Yo aproveché para mirarla de cerca y deleitarme, además de con su deliciosa imagen, con el tono de su agradable conversación y buenas maneras. Desde luego, también me detuve en repasar su belleza. No me pareció esta vez la muñeca de porcelana que recordaba del primer día. Se le notaban los años que, como ya dije, establecí alrededor de los cuarenta, tal vez un poco más, no importa. Algunos surcos a pesar del maquillaje se marcaban ligeramente en su cara, pero lejos de afearla, le concedían una imagen madura y hasta más humana que, sencillamente, acentuó todavía mas la atracción que sentí desde el momento de conocerla. Ahora la veía como una mujer atractiva, no ya como la diosa que en principio me pareció. Por otro lado, llevaba un elegante traje de chaqueta de seda verde sobre una blusa blanca con un buen escote, que mostraba la divisoria de sus pechos y estos, sin menospreciarlos, ya no eran los de una jovencita, se le notaban esas ligeras arrugas que se forman en el hueco de los senos maternales en fase de maduración.

En cualquier caso, no me desilusionó en absoluto, porque su belleza aparecía como más serena —o menos exultante— de lo que en principio estimé; además, a pesar de ser extranjera, se mostró como una persona con buen léxico, y graciosa conversación. Ahora la veía, pues, como una mujer madura que conservaba su madurez con cuidada dignidad y, además, en la plenitud de la vida. Mantenía su belleza adornada con los mejores trazos de suavidad, encanto y serenidad, esos trazos que nacen de la espontánea y sencilla perfección natural.

De pronto, cuando más absorto estaba yo en sus muchos atractivos, apareció el acompañante y se sentó a mi lado. Solo se me ocurrió separarme un poco y decir:

Ha llegado su marido, estoy sentado en su sitio.

Hice ademán de levantarme, pero ella me retuvo y comentó:

No, no es mi marido sino un compañero de trabajo, mi marido, afortunadamente, está lejos de aquí, no se preocupe y sigamos con lo nuestro.

No obstante, me presentó al joven elegante y bien parecido que estuvo a su lado cenando y el hecho de que dijera que su marido “afortunadamente”, estaba bien lejos, compensó un cierto complejo que me entró al ver aquel guaperas a mi lado. Seguimos, pues, hablando. No obstante, capte esa precisada circunstancia que parecía dejarme la puerta abierta a una aproximación.

Charlamos un rato más del mismo modo despreocupado. Cuando creí que no sería correcto alargar la conversación, le pregunté –con cierta premeditada intención que había ido elucubrando desde el momento en que averigüe la posibilidad de no ser impertinente con una propuesta–, lo siguiente:

Me alegro de haberla encontrado aquí, pensaba que ya no volvería a verla a no ser que algún día nos volviéramos a tropezar en aquel bar junto al instituto ¿Suele Vd. recoger a su hija de vez en cuando? Si lo tuviera que hacer en alguna ocasión, podríamos tomar otro café juntos.

Para mi sorpresa, cogió su pequeño bolso dorado de fiesta y lo abrió mientras me decía con interés:

Mejor que eso. Le voy a dar mi tarjeta y me llama cualquier tarde. Entonces nos tomamos el café en un sitio más cómodo, porque en aquel bar había unos taburetes en los que tenía que hacer equilibrios para no caerme, recuerde lo del bolso.

Entonces abrió su cartera y me entregó una tarjeta de visita en la que ponía: Giulia López de Lara Manzini, Abogada; los teléfonos y la dirección.

Leí en voz alta: Julia, bonito nombre, parece que todo es en Vd. bonito... (cursilería típica que se me escapó sin darme cuenta)

Julia no, Giulia, es nombre italiano –contestó como contrariada–, de modo que puede pronunciarlo en mi idioma.

Pues aún me gusta más...

Bien y Vd. aun no me ha dicho el suyo.

¡Ah! Perdón. No uso tarjetas, pero me llamo Paco.

De repente soltó una carcajada que me dejó perplejo. La miré desconcertado, pero luego dijo amablemente:

Los españoles siempre tan sonoros ¿Por qué llamándose Francisco, que es un nombre bonito, dice que se llama Paco? Lo mismo ocurre con los Pepes, no he oído a nadie llamarle José a un José y, sin embargo, la mitad de los hombres de este país se llaman Pepe. A Vd. le voy a llamar Francesco —Franchesco pronunció ella—, en italiano, que resulta más bonito.

En tal caso yo te llamaré Giulia —y pronuncié su nombre como ella quería— y espero que no te importe que nos hablemos de tu.

De acuerdo, me encanta el tuteo. Así quedamos, llama cuando quieras.

Y ambos nos levantamos. Por iniciativa de Giulia, nos dimos sendos besos en las mejillas y me separé lentamente de ella disimulando mi alegría y preguntándome en mi interior si aquella visión y aquella entrevista no habrían sido un sueño.

Capítulo 3.-

Una historia es un narración de hechos ocurridos en algún lugar o sucedidos a alguna persona. Pero cuando la palabra historia se pone con mayúsculas, uno se refiere a la narración de sucesos políticos de un pueblo, de una sociedad. Una historia normal y corriente se cuenta con sencillez para, simplemente, referir a otros lo ocurrido en un devenir diario de corto plazo. El que cuenta aplica a la narración su estilo personal de decir las cosas. Pero cuando hablamos de Historia, estamos haciendo un ejercicio de reproducir lo que otros han dicho antes, a no ser que uno sea un verdadero historiador profesional que presencie personalmente lo ocurrido.

La historia siempre se refiere a hechos pasados, por lo que su veracidad depende de quien la cuente y de cómo la cuente. Como profesor de historia, se muy bien que las Historia de los pueblos, unas veces las cuentan los vencedores y otras los que tienen interés en ella, bien sea un interés propio, o un interés colectivo. Este último supuesto, el más corriente, suele adolecer de cierto parcialismo, con frecuencia de carácter nacional, porque se relatan hechos relevantes que influyen en la autoestima colectiva de un pueblo y luego van a formar parte del acervo histórico de un país que se trasmite de generación en generación. En tales casos, a los alumnos en colegios e institutos, se les suelen destacar los hechos positivos mas ventajosos de la historia de una nación, mientras que se les ocultan, o minimizan, aquellos que realmente son menos edificantes. Por ejemplo, en la Historia de España que impartimos en nuestra enseñanza media, Felipe II es presentado como el rey prudente, hombre trabajador y amante de su religión y de su patria. Sin embargo, se oculta que fue un represor espantoso que ordenaba, en coalición con la Inquisición católica, ejecuciones en la hoguera de decenas de personas por cuestiones de disidencia política o de mera pureza religiosa. Se le presenta como un rey preocupado por la cultura que edificó un monasterio descomunal donde se guardan obras literarias y de otras ramas del saber antiguo, pero no se cuenta que, por su interés político y su religiosidad extrema, apartó a España de las corrientes racionalistas y científicas que emergían en Europa durante su reinado, separación que hemos padecido por su culpa durante siglos, en los cuales, sus sucesores y la Iglesia católica, nos mantuvieron en el ostracismo respecto a una Europa que progresaba social y científicamente.

Otras actitudes respecto a la historia nacen cuando esta se elabora de modo casi simultáneo al advenimiento de los hechos que van desarrollándose en un país. Si un gobierno usa los medios de propaganda de que dispone directamente, o con ayuda de sus afines, para explicar la historia según sus propios puntos de vista y, lo que es peor, según sus intereses políticos, está haciendo Historia de llevar por casa, resaltando sus éxitos —o los que se atribuya— y ocultando sus defectos, o deméritos. Y si tal forma de hacer historia viene apoyada por un aparato de prensa y otros medios que la divulgan y la reproducen casi a diario, esa historia así contada, termina por ser asimilad y aceptada por importantes colectivos de la sociedad que profundizan poco en la crítica y en el detalle de lo realmente ocurrido.

Este, ni más ni menos, es el estilo de hacer historia que se estaba utilizando en este país desde que el gobierno de Aznar llegó al poder. La vanagloria de sí mismo y la ocultación y falta de crítica de sus actos, acababan vendiéndose como la historia contemporánea de la España de los últimos años. De esta forma, se ha propagado la especie de que el gobierno del Partido Popular es el gobierno del bienestar y del bien hacer económico, es decir del milagro, cuando, en realidad, estuvieron utilizando los frutos de una recuperación iniciada por el partido socialista, pero aprovechada por el Sr. Aznar como propia, sin contar con que, bajo el pretexto de la liberalización, vendió todo el patrimonio empresarial nacional y colocó a sus amigos para que invirtieran parte de los beneficios en algunas utilidades que a él y a su partido le interesaban. En cambio, nada se dice de los despropósitos y catástrofes nacionales que provocó este presidente con sus decisiones arbitrarias, por no decir, estrafalarias.

Pero, afortunadamente, estos no son los tiempos de Felipe II y ahora, los que nos interesamos por nuestra Historia —y por nuestro país—, tenemos a nuestro alcance la posibilidad de contar la realidad que vimos todos los días, frente al relato idílico y milagroso del mundo oficial de derechas que se propagó en su día.

En el mes de diciembre del año 2.003, las elecciones generales estaban empezando a calentarse. Las municipales habían pasado sin graves perjuicios para el partido del gobierno por el asunto de la guerra de Irak y los demás desastres que el Partido Popular había producido a lo largo de aquella legislatura —según ellos milagrosa—, que estaba culminando, lo que demostraba que la derecha reconstruida por el Presidente Aznar tenía unas bases sólidas. En Septiembre, el nuevo caudillo se había permitido el lujo de nombrar a su sucesor sin rendir cuentas a nadie y esta designación había recaído sobre su ministro-para-todo, Mariano Rajoy, que era el nuevo aspirante a La Moncloa. Los socialistas, por su parte, presentaban a su Secretario General, como es costumbre, que era José Luís Rodríguez Zapatero, quien acababa de ser designado en la campaña del PSOE para las elecciones bajo las iniciales “ZP”.

Rajoy tenía ya una larga trayectoria gubernamental. Pasó por varios ministerios de los gobiernos de Aznar, desde Cultura a Interior, y, finalmente, nombrado Vicepresidente del gobierno, desde donde fue enviado por el Presidente a limpiar el chapapote en Galicia, desdichado accidente marítimo en el que la derecha gobernante demostró su poca sensibilidad hacia la gente y su menosprecio por los asuntos que no producen votos directos, sin que se les ocurriera que hay algunos que, más que producirlos, los quitan, como fue el caso. Mientras Aznar se paseaba por el mundo sacando pecho y pretendiendo dárselas de estadista internacional, Rajoy apagaba los muchos fuegos que la torpeza del Presidente y los suyos provocaban, desde la guerra de Irak a las consecuencias de las malas relaciones con los políticos Europeos a quienes pretendía dar lecciones de economía política. También Rajoy tenía, a veces, que limar las asperezas de algunos Ministros en distintos lugares de la geografía nacional. Por ejemplo, Álvarez Cascos, Ministro de Transportes y comunicaciones, fue incapaz en dos legislaturas de llevar el tren de alta velocidad a Cataluña, lo cual, además del desprestigio del presidente —que pretendía ser más que Felipe González en esto como en todo—, dañaba las difíciles relaciones con sus socios de gobierno en Cataluña. El tren no solo no llegó más allá de Lérida sino que, más que ser rápido, resultó ser el primer tren de alta velocidad que corría despacito, pues fueron incapaces de conseguir que alcanzara más allá de los ciento cincuenta kilómetros por hora.

Por su parte el otro candidato, Zapatero, elegido Secretario General del PSOE desde el año 2.000, había tenido que levantar el partido a partir de la dura derrota de ese año en las elecciones generales. Desde el momento de su elección como Secretario del PSOE —presunto candidato, pues, a la presidencia del gobierno— descargaron sobre él los del PP toda la artillería de maledicencias y descalificaciones, llamándolo, entre otras cosas, incompetente, bobo, ignorante, etc. Era el modo de una campaña contra quien sería el oponente de Rajoy a la presidencia del gobierno, copiando el estilo zafio del partido Republicano de los EE.UU. y del admirado “genio” presidencial de aquel país, Sr. Bush. Era una táctica trasversal de oposición —algo que llevaban haciendo desde la época González y que no habían abandonado, a pesar de estar ahora en el gobierno—, lo cual demuestra su poca fe en la política como instrumento para gobernar. O bien, porque eso del liberalismo, como a Franco, solo les interesaba para las cosas de la economía.

El claustro del Instituto no era un lugar de cotilleo, pero ya sabemos que a las mujeres en general y a algunos hombres en particular, los temas relacionados con las relaciones personales (matrimonios, noviazgos, divorcios, etc.), les encantan. Por eso un día se acercó a mí mi amiga Ana y me dijo casi sigilosamente:

Ya sé que tienes una chica

¿Cómo? Pregunté extrañado.

Si, que sales con una chica.

Me di cuenta enseguida de que un conocido chismoso se había ido de la lengua y que alguna chismosa lo había interpretado a su manera.

Vaya, solo hay una persona que puede haberte dicho algo indebido. Ya lo cogeré por delante.

No, si no me ha dicho nada... solo me ha comentado que estuvisteis en una fiesta y os encontrasteis con aquella italiana que tanto te gustó y que vas a salir con ella.

Entonces —le repliqué algo picado a causa de las conjeturas que se deducían de su pregunta—, no me digas que salgo con una chica —no tan chica, vamos—. Solo he hablado con ella un rato, no presentes las cosas como si ya estuviese comprometido.

Bueno, hombre, no te enfades. Si sabes que me intereso por tus asuntos, dijo Ana como disculpándose.

No me enfado, pero me molesta que ya ande el asunto por las bocas del claustro. Seguro que no serás la única que sabe algo nuevo. A Luis le voy a cantar las cuarenta cuando lo coja por delante.

Como queriendo paliar mi malestar, Ana me comentó en tono normal, pero no menos chismoso:

Ya se quien es la hija.

Me quedé mirándola, seguramente, con ojos de sorpresa por la velocidad con que corrían las noticias y cómo estaba profundizado ella en el asunto. No hizo caso de mi sorprendida actitud y concluyó lo que quería decirme.

Se llama Paola. Es muy guapa y está en mi clase. Todos los chicos están trastornados detrás de ella. Si la madre es igual, me explico que tu también lo estés detrás de esta.

¡Ana! Le contesté enojado alzando la voz.

Bueno, bueno, me voy que tengo trabajo...

Y desapareció antes de que le dijera un exabrupto.

El asunto no tenía importancia, ni iba más allá. Pero me fastidiaba el cotilleo a mi costa: “pobrecito está tan solo” dirían mis compañeras ahora que, sin duda, todas conocían mis gustos y mis intenciones, incluso, seguramente, más allá de cuanto yo imaginaba.